Nicaragua: actores nacionales y fuerzas externas en las elecciones de 2006.
Nueva Sociedad 204 / Julio - Agosto 2006
A diferencia de lo que ocurre en las democracias consolidadas, en Nicaragua cada una de las elecciones realizadas desde el fin de la etapa revolucionaria marcó el comienzo de cambios impredecibles y abruptos. Hoy, la política gira en torno del pacto bipartidista entre liberales y sandinistas, aunque las conducciones de Arnoldo Alemán y Daniel Ortega están siendo amenazadas por nuevos liderazgos que denuncian la corrupción y la impunidad. La situación es aún más compleja debido a la influencia de actores externos, como Estados Unidos y Venezuela, que están adquiriendo un peligroso protagonismo con vistas a las elecciones del 5 de noviembre.
La institucionalización de un sistema democrático requiere de un consenso social sobre las relaciones entre el Estado, la economía y la sociedad que sirva de marco a la competencia político-partidaria. En condiciones democráticas, ese consenso debe reflejar las obligaciones y los derechos de los diferentes sectores sociales. Si no existe, los resultados electorales no necesariamente gozan de legitimidad y, lo que es aún peor, la democracia electoral puede convertirse en un mecanismo para formalizar divisiones sociales expresadas a través de opciones partidarias.
Desde las elecciones de 1990, cuando se puso fin al experimento revolucionario sandinista, Nicaragua ha vivido una democracia electoral sin consenso social que ha mantenido al país en una situación de crisis institucional permanente. Cada una de las elecciones que se han realizado durante la llamada «transición democrática» ha abierto un horizonte político impredecible.
En ese sentido, todo indica que las elecciones del 5 de noviembre de 2006 no serán diferentes, ya que tampoco contarán con un consenso social que contribuya a afianzar la gestión gubernamental de quien resulte ganador. En Nicaragua, muchos de los factores que determinan el orden social se mantienen indefinidos: la prioridad que debe tener el tema de la pobreza en un país que hoy ocupa el segundo lugar en la escala de desnutrición en América Latina; las relaciones entre los poderes del Estado; el modelo de inserción internacional de la economía; las relaciones entre Iglesia y Estado; la puja entre presidencialismo y parlamentarismo y entre democracia representativa y democracia participativa, entre otras cuestiones.
Democracia electoral sin consenso social
El cambio de régimen iniciado en 1990 con el fin del experimento sandinista y la victoria de Violeta Barrios de Chamorro no se produjo en el contexto de un consenso sobre la manera de organizar la sociedad en la nueva etapa. El marco normativo de la reforma económica neoliberal impulsada por el gobierno fue prácticamente impuesto por los organismos financieros internacionales que apoyaban la transición. Ese marco, a su vez, impuso fuertes condicionamientos al modelo democrático y dificultó la articulación de un consenso que reflejara las necesidades y aspiraciones de una sociedad políticamente polarizada entre sandinistas y antisandinistas.
En las elecciones de 1996, la alianza liderada por Arnoldo Alemán y el Partido Liberal Constitucionalista (PLC) obtuvo una clara victoria sobre el Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN) y su candidato, Daniel Ortega. El liberalismo contó con el abierto apoyo de Estados Unidos y la Iglesia Católica. Entre 1997 y 2002, Alemán continuó el modelo económico del gobierno de Barrios de Chamorro e inició uno de los periodos más corruptos de la historia de Nicaragua. El reporte de Transparencia Internacional correspondiente al año 2001 colocó al país entre los quince más corruptos del mundo, y como el tercero más corrupto de América Latina.
Durante la presidencia de Alemán, además, ocurrieron varias quiebras de bancos privados que le costaron al Estado 7.000 millones de córdobas, lo que equivale a cinco veces el presupuesto anual de educación o 25 veces el presupuesto para la compra de medicinas (Gobierno de Nicaragua). Solo las pérdidas ocasionadas por la quiebra fraudulenta del Interbank costaron 300 millones de dólares. Ese banco funcionaba como el «centro del accionar empresarial del capital sandinista surgido de la piñata de los años 90». «La piñata» es la expresión con que los nicaragüenses hacen referencia a la adquisición ilegítima, por parte de políticos sandinistas, de propiedades públicas durante los meses posteriores a su derrota electoral en 1990.
La corrupción administrativa tuvo como contraparte el desmoronamiento doctrinario de los dos principales partidos políticos, que empezaron a funcionar como «pandillas» organizadas para defender sus propios intereses. El liberalismo del PLC se convirtió en una etiqueta para el mercadeo electoral. El FSLN, por su parte, abandonó sus principios revolucionarios para convertirse en una organización ultrapragmática que trabaja para mantener y ampliar su poder de cualquier forma. Ricardo Coronel Kautz, uno de sus principales dirigentes, defendía esta conducta argumentando: «la ética no es más que un prejuicio burgués».
Desprovisto de principios ideológicos, éticos o doctrinarios, el FSLN empezó a colaborar con el PLC. Utilizando su aplastante mayoría en la Asamblea Nacional, liberales y sandinistas terminaron repartiéndose el poder en la Corte Suprema de Justicia, el Consejo Supremo Electoral, el Consejo Superior de la Contraloría, la Procuraduría de Derechos Humanos y la Superintendencia de Bancos. El pacto, además, hizo posible la aprobación de una ley que legalizó la «piñata» y abrió las puertas a una reforma constitucional que perpetuaría el poder de los dos grandes partidos.
Por otro lado, el acuerdo estableció un sistema de protección personal. Ortega hizo uso de esa protección cuando, amparado en su inmunidad parlamentaria y con el apoyo de liberales y sandinistas en la Asamblea Nacional, evadió las consecuencias legales de las acusaciones de abuso sexual formuladas en su contra por su hija adoptiva, Zoilamérica Narváez. Arnoldo Alemán, por su parte, utilizó la inmunidad parlamentaria para tratar de evadir las acusaciones de corrupción que enfrentó al concluir su mandato presidencial.
Finalmente, el pacto obstaculizó la formación de agrupaciones políticas alternativas, y solo la independencia que mantenían las Fuerzas Armadas impedía la consolidación de una nueva dictadura en Nicaragua.
En 2001, Enrique Bolaños Geyer, vicepresidente de Alemán y coordinador de un inoperante comité creado para velar por la transparencia administrativa del Estado, fue elegido por el PLC, con apoyo del presidente, como candidato liberal. Al igual que su antecesor, Bolaños contó con el respaldo de la Iglesia y de EEUU.
En la campaña electoral, reflejando una vez más el espíritu fundacional e impredecible que han tenido las elecciones en Nicaragua durante la transición posrevolucionaria, Bolaños adoptó una consigna grandilocuente: «La nueva era». Por su parte, los sandinistas y su candidato, Daniel Ortega, ofrecían a los electores «la tierra prometida». Ambos partidos, en otras palabras, proponían crear una «nueva Nicaragua», mostrando, de esa manera, la ausencia de un consenso nacional institucionalizado sobre la naturaleza básica del orden social en el país.
El PLC obtuvo una nueva victoria, con 56,3% de los votos, mientras que el FSLN alcanzó 42,3%. Para evitar convertirse en un títere controlado por Alemán, Bolaños aprovechó el descontento popular creado por la corrupción y emprendió una campaña contra los principales funcionarios del gobierno involucrados en escándalos. Alemán, el principal responsable del saqueo del Estado –y también el más sorprendido por las decisiones de su sucesor– fue sentenciado y llevado a prisión.
Pero aprovechando su poder como líder del PLC y su alianza con el FSLN, Alemán logró evadir el régimen carcelario. Alegó problemas de salud y permaneció internado durante meses en el mejor hospital de Managua; luego consiguió que la orden de detención fuera transformada en una «condena domiciliar», que le permitía vivir lujosamente y manejar su partido desde la comodidad de su casa; finalmente, obtuvo el derecho a circular libremente dentro del municipio de Managua.
Desdichadamente, Bolaños perdió la oportunidad de convertir la lucha contra la corrupción en un movimiento político capaz de integrar a la fragmentada sociedad nicaragüense. El actual presidente optó por apoyarse en instituciones internacionales como la Organización de Estados Americanos y, sobre todo, en el poder de EEUU: Washington estaba interesado en eliminar políticamente a Alemán y «limpiar» el PLC para convertirlo en una fuerza capaz de enfrentar electoralmente al FSLN. Sin embargo, el partido mantuvo su apoyo incondicional al ex-presidente encarcelado y llegó a declararse en oposición al gobierno de Bolaños, que había surgido de esa misma agrupación. Esto contribuyó a reforzar la alianza con los sandinistas.
Ortega también ha sabido aprovechar la debilidad política de Bolaños, a quien respalda o amenaza según su conveniencia. Sobre la cabeza del presidente pende un juicio por supuestos delitos electorales y los sandinistas, que mantienen un férreo control sobre el Poder Judicial, tienen la capacidad de activar el caso cuando lo consideren necesario. En síntesis, los dos principales partidos, la Asamblea Nacional y el Poder Ejecutivo funcionan con una lógica corrupta en la que llegar al poder es la única motivación para armar o desarmar alianzas, cumplir o incumplir promesas. Ese sistema ha demostrado ser indiferente a las necesidades de una sociedad que no cuenta con los derechos, los niveles de organización ni los instrumentos necesarios para condicionar la acción de sus líderes y representantes ante el Estado.
La lucha contra el pacto
Durante el gobierno de Bolaños, las organizaciones de la sociedad civil y los principales medios de comunicación lucharon infructuosamente contra el pacto entre los dos partidos. En ambas fuerzas políticas, además, surgieron movimientos disidentes que se oponían al acuerdo: algunos liberales y sandinistas rechazaban la corrupción de sus líderes por razones éticas, mientras que otros consideraban que las conducciones de Ortega y Alemán disminuían las posibilidades de éxito electoral e impedían el desarrollo de nuevos liderazgos.
La disidencia antipacto se materializó, en el PLC, en los esfuerzos electorales del banquero Eduardo Montealegre, ex-ministro de Relaciones Exteriores y de Finanzas durante los gobiernos de Alemán y Bolaños, quien cuenta con el apoyo de importantes disidentes liberales, de la elite financiera del país y de EEUU. En el FSLN, la disidencia está liderada por Herty Lewites, ex-ministro de Turismo durante el régimen sandinista y alcalde de Managua entre 2000 y 2004, quien encabeza la Alianza MRS (Movimiento de Renovación Sandinista), integrada por conocidos líderes políticos e intelectuales de izquierda.
En este panorama, Washington ha optado por apoyar la candidatura de Montealegre debido a tres motivos: la tradicional alianza entre los liberales nicaragüenses y EEUU; la presencia de actores antisandinistas de la Guerra Fría en el gobierno de George W. Bush, que detestan la idea de un retorno del FSLN al poder; y, finalmente, la amistosa relación entre Daniel Ortega y el presidente venezolano Hugo Chávez, un vínculo que genera sospechas en Washington, sobre todo luego de que la victoria de Evo Morales en Bolivia reforzara la presencia de una izquierda abiertamente crítica al poder estadounidense. La influencia de EEUU es clara. Su embajador en Nicaragua, Paul Trivelli, ha roto todas y cada una de las normas de la diplomacia y actúa como un actor político más, con el objetivo de que Alemán abandone sus aspiraciones ya que –según cree– su reputación daña las oportunidades electorales de lo que llama «las fuerzas democráticas del país». Trivelli, además, insiste en que la derecha antisandinista debe unirse bajo el liderazgo de Montealegre.
El PLC, sin embargo, no se ha rendido a las presiones y amenazas de Trivelli, que incluyeron hasta la negación de visas de ingreso a EEUU a los aliados de Alemán involucrados en casos de corrupción. Lejos de seguir las instrucciones del embajador, el liberalismo eligió como candidato presidencial a José Rizo, aliado de Alemán y hasta hace unos meses vicepresidente de Enrique Bolaños. Trivelli criticó la candidatura de Rizo y continuó impulsando la organización de un amplio bloque antisandinista.
El FSLN, por su parte, ha tratado de desacreditar la candidatura del sandinista disidente Herty Lewites. Daniel Ortega, junto con otros miembros de la conducción partidaria, llegó incluso a intentar activar sentimientos antisemitas en la población poniendo de relieve la ascendencia judía de Lewites: han hablado del peligro de los «levitas» y de la traición de «Judas», en referencia al ex-alcalde. Ortega, incluso, llegó a amenazar con que «los Judas» podían «terminar colgados». Lewites ha respondido haciéndose llamar «el tigre judío». Los esfuerzos para frustrar las aspiraciones de Lewites pueden ir más allá de la simple descalificación. El FSLN podría apelar a su poder en el Consejo Supremo Electoral y en el Poder Judicial para bloquear las aspiraciones del ex-alcalde mediante una maniobra legal. En ese sentido, no es casual la denuncia de Dionisio Marenco, sucesor de Lewites e importante dirigente del FSLN, quien acusó al candidato disidente de irregularidades administrativas que supuestamente ocurrieron en la alcaldía de Managua durante su gestión.
Para neutralizar las maniobras del FSLN, Lewites ha recurrido a la comunidad internacional, especialmente a gobiernos y partidos políticos europeos y latinoamericanos, ante los que denunció los ataques y las maniobras de los líderes del pacto liberal-sandinista. Su estrategia parece estar funcionando: el FSLN es consciente de que pagaría un precio muy alto si decidiera manipular el Poder Judicial y el Poder Electoral para inhibir a su adversario.
Nada, sin embargo, asegura que Ortega y Alemán se resignarán a competir limpiamente contra los disidentes de sus respectivos partidos y, mucho menos, a perder las elecciones. Un alto porcentaje de nicaragüenses teme un fraude electoral.
El incierto panorama electoral
La campaña ha tenido dos ejes. El primero, que ya analizamos, es el enfrentamiento entre las fuerzas del pacto FSLN-PLC y los movimientos disidentes. El segundo son las tensiones entre liberales y sandinistas, que se manifiestan en los esfuerzos permanentes de cada uno de esos partidos por subordinar a su socio y afianzar su posición con vistas a las elecciones de noviembre.
Una eventual victoria de Daniel Ortega generaría un gobierno que se inclinaría a mantener una alianza de conveniencia con el PLC, improvisando, al mismo tiempo, un esquema que permita balancear la retórica antiimperialista, las tendencias populistas y la visión ultrapragmática de la política. Una victoria del PLC de Arnoldo Alemán representaría un triunfo de la corrupción y la impunidad, la continuación del acuerdo bipartidista y, prácticamente, el colapso del experimento democrático nicaragüense. Si Lewites y Montealegre lograran competir, los nicaragüenses tendrían la oportunidad de escoger entre el final o la continuación del pacto, además de poder optar entre las visiones de cada uno de los candidatos.
Tomando como referencia la historia y la composición de los movimientos que apoyan las candidaturas de Montealegre y Lewites, sus trayectorias políticas y lo que han dicho hasta ahora sobre el futuro de Nicaragua, es posible distinguir dos elementos centrales que forman parte de los modelos de Estado y sociedad en las visiones políticas de cada uno.La Alianza MRS que lidera Lewites rechaza el estatismo y el populismo y defiende la idea del Estado como un mecanismo institucional que articule las relaciones entre el mercado y la sociedad. Para este movimiento, la dinámica del mercado tiene que enmarcarse dentro de condicionamientos legales que sirvan para proteger un bien común que priorice el combate a la pobreza. Esta visión –aunque aún se encuentra poco definida– parece contraria a la visión neoliberal, más convencional, de la alianza política que apoya a Eduardo Montealegre, que se inclina por adecuar la organización del Estado y de la sociedad a los requerimientos del mercado.
En segundo lugar, el movimiento de Lewites ha ofrecido profundizar la democracia mediante el desarrollo de los derechos ciudadanos, apoyándose en la capacidad de la población para «domesticar» al Estado. El movimiento de Montealegre, por su parte, tiende a asumir que, para profundizar la democracia, es necesario reforzar aquellas organizaciones de la sociedad civil que tienen más capacidad de generar las condiciones de estabilidad que exige el modelo de mercado neoliberal.
Lewites, en otras palabras, representa una opción de izquierda democrática que, en términos muy generales, se enmarcaría dentro de la tendencia política representada por las presidencias de Ricardo Lagos y Michelle Bachelet en Chile, Tabaré Vázquez en Uruguay, Luiz Inácio Lula da Silva en Brasil y Néstor Kirchner en Argentina. Los antecedentes y el discurso de Montealegre, por su parte, representan la continuidad del modelo económico y de gobernabilidad neoliberal impuesto en 1990, pero sin corrupción o, por lo menos, sin el tipo de corrupción que promovió Arnoldo Alemán. Las diferencias entre ambos hacen improbable una unificación para enfrentar a los candidatos del pacto. A pesar de ello, hay quienes apoyan la idea de una fórmula presidencial compuesta por Lewites y Montealegre.
Las impredecibles variables externas
Los resultados de las elecciones de noviembre estarán fuertemente condicionados por factores externos. La escandalosa participación del embajador estadounidense en el proceso de selección de candidatos sin duda impactará –hasta el momento de un modo impredecible– en el balance de fuerzas de los partidos y alianzas que se disputarán el control del Estado.
Pero el embajador Trivelli no es el único protagonista externo en la ecuación electoral nicaragüense. El presidente de Venezuela, Hugo Chávez, ha ingresado de lleno en la escena política nacional ofreciendo su apoyo a Daniel Ortega. Ese respaldo incluye, entre otras cosas, un convenio para el suministro de 10 millones de barriles de combustible anuales a las alcaldías nicaragüenses a precios preferenciales. Entre las favorecidas, naturalmente, prevalecen aquellas controladas por el FSLN.
Lejos de ser una novedad, la participación de fuerzas externas en la determinación de los conflictos nacionales ha sido una constante en la historia política de Nicaragua. La lucha por la independencia, los vaivenes de Centroamérica antes de su fragmentación, los conflictos políticos internos que desembocaron en la «presidencia» del estadounidense William Walker (1856), la precaria estabilidad social del régimen conservador de los Treinta Años (1857-1893), la caída de José Santos Zelaya (1909), la dinámica social que se inicia después de esa caída, el somocismo (1937-1979), el colapso del experimento revolucionario sandinista (1990) y la dinámica electoral iniciada en 1990, han estado fuertemente condicionados, y hasta determinados, por variables externas.
Las intervenciones extranjeras a lo largo de la historia política nicaragüense han facilitado el surgimiento de alianzas internas artificiales (el movimiento armado que derrotó a Zelaya); la eliminación de fuerzas políticas auténticas (la destrucción del movimiento de liberación liderado por Augusto César Sandino); y la formación artificial de otras (la creación del somocismo). Todo esto dificultó un desarrollo político capaz de generar balances de fuerzas internas y consensos nacionales representativos y estables. Como resultado de esa historia, se consolidó una cultura política que acepta, con preocupante normalidad, el uso de recursos financieros, políticos y hasta militares extranjeros para triunfar en la lucha por el poder.
La soberanía, en efecto, funciona como el «contenedor» legal dentro del cual se aplaca la turbulencia de la pugna política. Impone límites a la forma, intensidad y objetivos de esa pugna, ya que obliga a que la disputa por el poder se desarrolle con los recursos a los que tienen acceso los actores políticos que operan dentro de las fronteras del Estado. Son justamente esos límites lo que permiten que aquellos que compiten alcancen los balances de fuerza que facilitan la construcción del orden social.
Reflexiones finales: la búsqueda de un consenso y el rol de los gobiernos extranjeros
La participación de actores externos como EEUU o Venezuela en la lucha electoral puede impedir, una vez más, la articulación de un balance de fuerzas interno que sirva de base a la creación de un consenso nacional que refleje los intereses y las aspiraciones de los nicaragüenses. Sin ese consenso, la aspiración democrática es vana.
La democracia, como se ha señalado antes, implica dos cosas: un mecanismo formal para resolver conflictos y, sobre todo, un consenso social con relación al funcionamiento y la orientación del Estado y la sociedad. La eficacia de la democracia como mecanismo para la resolución de conflictos depende de la existencia previa de un consenso con relación al papel del Estado y de las relaciones entre éste, el mercado y la sociedad. Para ser democrático, ese consenso tiene que incluir el sentir y las aspiraciones del pueblo. Si no existe, los procesos electorales tienden a facilitar el fraccionamiento o a legalizar patologías institucionales.
En este contexto complejo, marcado por la intención de Washington y Caracas de influir en el proceso político nicaragüense, los países europeos pueden jugar un papel importante en la creación de condiciones que permitan superar la principal debilidad del sistema político: la ausencia de un acuerdo social que ponga fin a la polarización y el pactismo. En concreto, y a corto plazo, Europa puede utilizar su influencia para evitar el fraude electoral en noviembre, ayudar a frenar la eliminación antidemocrática de los candidatos disidentes y denunciar la intervención extranjera.
Europa, entonces, puede facilitar la profundización de la democracia y ayudar a generar condiciones adecuadas para la competencia electoral sin caer en la manipulación ejercida por EEUU y Venezuela, que obstaculizan la articulación de un auténtico balance de fuerzas que refleje la voluntad democrática de los nicaragüenses.
A más largo plazo, Europa podría jugar un papel crucial en el apoyo a la generación de ideas y de conocimiento social que faciliten la identificación de los intereses y las aspiraciones que deben formar parte de un consenso nacional democrático estable. Esta labor tendría un impacto positivo en el desarrollo de las bases filosóficas y doctrinarias de los débiles partidos nacionales. Es que sin partidos capaces de representar y agregar los intereses y las aspiraciones de los diferentes sectores sociales, el sistema electoral puede terminar convirtiéndose en una rifa quinquenal del derecho a la impunidad. Peor aún, los resultados de ese patético remedo de democracia electoral podrían terminar siendo decididos por los actores externos que cuentan con el poder y los recursos para condicionar el voto y la conducta política de los nicaragüenses.
Bibliografía
«Ciudadanos temen un fraude en elecciones 2006» en Confidencial No 463, 20-26/11/2005, p. 1.Coronel Kautz, Ricardo: «Política y ética en Nicaragua» en El Nuevo Diario, 23/9/2005, Página de Opinión.Gobierno de Nicaragua: «Incontables desafíos, una sola voluntad», 2002, en www.presidencia.gob.ni/.«Golpes y contragolpes, propuestas y contrapropuestas» en Envío No 280, 7/2005, Managua, pp. 3-12.Transparencia Internacional: «Índice de percepción de corrupción», 2001, en http://transparency.org/.