Opinión
octubre 2019

Uruguay vota

Perplejidad en el centro y radicalización en la derecha

El Frente Amplio llega debilitado a las elecciones uruguayas. La oposición de derecha y de extrema derecha, apelando a un discurso antipolítico, quiere golpear a la coalición de centroizquierda. La derecha se radicaliza y en muchos actores aparece la ilusión del centrismo.

<p>Uruguay vota</p>  Perplejidad en el centro y radicalización en la derecha

Durante este mes de octubre habrá elecciones en Argentina, Bolivia y Uruguay. Serán las últimas en una década que conoció un inesperado vuelco hacia la derecha más radical en varios países de la región. En muchos casos, se trató de cambios de los partidos gobernantes y en todos los países se verificó una radicalización regresiva de las agendas públicas. El «giro a la derecha» influyó también en la orientación política del sistema interamericano y debilitó estrategias de integración regional ensayadas con resultados variables durante la «era progresista». El cuadro resultante representa un cambio de circunstancias sociales, políticas y culturales, cuyas consecuencias probablemente serán duraderas, incluso en el caso de que en futuras elecciones se reviertan las hegemonías políticas de las derechas.

El Frente Amplio (FA) uruguayo afrontará la elección del próximo 27 de octubre en posición defensiva por primera vez desde 1989, cuando la coalición progresista ganó el gobierno de Montevideo, que alberga 50% de la población del país. Desde entonces aumentó siempre su respaldo electoral hasta llegar al gobierno nacional en 2004 y revalidar su triunfo en 2009 y 2014, siempre con mayoría absoluta en el Poder Legislativo. El FA mantuvo, durante 30 años consecutivos, el gobierno de Montevideo y desde hace 15 años también gobierna Canelones, el segundo mayor departamento por población y relevancia económica. Durante este lapso, también ha ganado, perdido y vuelto a ganar otros tantos departamentos que se distinguen por ser los más poblados y modernos. Sin embargo, en esta oportunidad las elecciones parecen más difíciles y ajustadas.

Todos los estudios de opinión pública revelan como novedad que el FA, representado en esta elección por el ex-intendente de Montevideo, el socialista Daniel Martínez, estaría perdiendo la hegemonía política. Se trataría de una caída de su peso electoral lo suficientemente significativa como para perder la elección en una segunda vuelta, aunque probablemente mantenga la condición de partido más votado y con la mayor bancada en el Poder Legislativo. Inclusive puede suceder que, como consecuencia de la dispersión de votos en numerosos partidos y de la manera en que se asignan las bancas, aun perdiendo el Poder Ejecutivo, el FA conserve el control legislativo. Esta posibilidad extrema no es un pronóstico, sino una descripción de lo abierto que se presenta el panorama electoral a partir del complejo balance entre debilidades y fortalezas de los dos bloques en pugna. Porque algo evidente es la existencia de dos bloques claramente delimitados: de un lado está el FA (firme en la pretensión de un cuarto gobierno) y, del otro, un arco político que, aunque disperso, se consolida mayoritariamente alrededor de la intención de desalojarlo del poder. Esto es algo que se verifica con claridad en la estrategia de campaña: mientras que el mayor partido de oposición se expresa mediante el eslogan #esahora, el FA lo hace repitiendo desde hace meses #4FA.

A tres semanas de las elecciones, aparecen diversas posibilidades en torno del resultado de los comicios. Por un lado, que se produzca una victoria del bloque opositor, encabezado por Luis Lacalle Pou del Partido Nacional, con o sin dominio legislativo. También sigue abierta (aunque difícil) la posibilidad de un triunfo del FA. Con cualquiera de los resultados electorales, el panorama político e institucional de Uruguay presentará novedades radicales en cuanto a relaciones de fuerzas y las necesarias ingenierías de gobernabilidad y estabilidad institucional.

Donde resulta más visible la condición defensiva de las izquierdas es en el terreno cultural, así como en la agenda y la subjetividad que dominan la actual campaña electoral. Resulta paradójico que, inmediatamente después de su último triunfo electoral en 2014, se extendiera hasta convertirse en un sentido común la idea que el FA solo acumula fracasos, que es un proyecto político agotado o fallido. Algunos focos de la estrategia política opositora fueron temas construidos como claves, tales como la seguridad y la educación. Durante los cinco años de gobierno se sucedieron conflictividades de baja intensidad que enfrentaron al gobierno con los sectores opositores, pero también con segmentos de su propia base social. Simultáneamente, el FA sostuvo una obstinada defensa del vicepresidente de la República y ex-presidente de la petrolera estatal Ancap, Raúl Sendic, acusado por haber sostenido mentiras absurdas (por ejemplo, sobre su título académico) y cometido pequeñas raterías en el uso de sus privilegios. A finales de 2017 el dirigente renunció a su cargo bajo la presión de la opinión pública. Así fue como, a mediados del periodo de gobierno, la oposición consolidó alrededor de las denuncias contra Sendic un potente símbolo de descrédito político del FA como administrador del Estado, de paso también castigando un asunto central en la divisoria izquierda/derecha, como lo es el monopolio estatal de empresas públicas claves.

Es importante tener en cuenta que la elección uruguaya no puede escindirse, al menos en primera instancia, de las principales tendencias de la región y el mundo. El impacto de la agenda conservadora global en las elecciones de Uruguay se deja sentir, con independencia de si sus ideas fuerza son o no pertinentes en clave uruguaya.

Diferentes expresiones de lo que se nombra como «antipolítica» se instalaron como componentes sustantivos de algunos discursos políticos y electorales hasta adquirir la dimensión de sentidos comunes. Uruguay no parece estar en los umbrales de un «que se vayan todos», pero tiende a instalarse una «grieta» entre lo instituido y lo novedoso. La izquierda gobernante pasó a encarnar la representación de lo instituido, mientras que antiguos integrantes del statu quo tradicional ensayan discursos desafiantes. Además de los partidos Blanco y Colorado, hay militares retirados e incluso un conglomerado denominado Un solo Uruguay, integrado por las patronales agropecuarias, de la industria y el comercio.

Un país reconocido por la solidez de sus instituciones democráticas y la fortaleza de los partidos políticos experimenta así una campaña electoral organizada en gran medida sobre las debilidades de la centroderecha y la derecha tradicional, la despolitización de las izquierdas y la centroizquierda y la tensión que produce la radicalización de la extrema derecha. La mayor tensión política de la campaña proviene de actores «antipolíticos». Y los «antipolíticos» tienen, en Uruguay, una predilección por el orden militar, como ya lo demostraron en su apoyo a distintas dictaduras. Un dato que corrobora esa tendencia es que simultáneamente con las elecciones se someterá a plebiscito un proyecto de reforma constitucional que consolida una estructura jurídica de orientación más punitivista que la existente. La consigna del movimiento que promueve esa reforma es «Para vivir sin miedo» e hizo posible el plebiscito al obtener 400.000 firmas del padrón electoral.

Asalto militarista a la sociedad política

El rasgo más notorio de avance de la antipolítica se expresa en el impensado éxito que obtuvo un movimiento construido alrededor de un liderazgo militar. En las elecciones primarias del pasado 30 de junio, el movimiento Cabildo Abierto (CA), que se articula alrededor del general Guido Manini Ríos, llegó al cuarto lugar, por debajo de las tres principales organizaciones políticas. La votación obtenida por CA comprimió a otros partidos de oposición, entre los que se cuentan algunos nuevos y otros largamente consolidados. En tanto el voto en las primarias no es obligatorio, sus resultados no podían considerarse un pronóstico. No obstante, las mediciones actuales los sitúan sistemáticamente en cuarto o tercer lugar, desplazando en algunos casos al Partido Colorado, que hasta la irrupción de CA venía recuperándose del peor periodo de su historia.

Es notorio que CA cuente con una base robusta, que se debe a la densidad del mensaje que la convoca, tanto en palabras y gestos como en el liderazgo de Manini Ríos. Su ingreso a la política se produjo inmediatamente de ser destituido por el presidente Tabaré Vázquez del cargo de comandante en jefe del Ejército, como consecuencia de sostenidos enfrentamientos con poderes de la República. Este personaje no es el único actor relativamente exitoso que ingresa en la disputa electoral a través de la puerta falsa de la antipolítica, pero condensa más que nadie el poder explicativo de un posible nuevo momento en la política uruguaya. Podemos acordar que la desmesura «a la uruguaya» de Manini Ríos provoque solo una sonrisa irónica en otros países. Sin embargo, es bueno tener presente que hace poco tiempo tampoco se tomaban en serio los exabruptos de Jair Bolsonaro y en los primeros ocho meses de su gobierno se derrumbaron diez años de políticas y cultura democrática. No estamos anticipando un triunfo electoral de CA, sino solo señalando desplazamientos culturales que ya están ocurriendo y frente los cuales no se aprecian señales de comprensión y alerta por parte de los habituales habitantes de la sociedad política. Me refiero, principalmente, a las elites de orden partidario, académico, comunicacional y sindical, entre otras.

La paradoja de la disputa centrista, o cómo demoler al dueño político del centro sin destruir la virtud del centro

Mientras que la principal fortaleza electoral de lo que representa Manini Ríos pasa por radicalizar la confrontación política y rechazar cualquier contaminación centrista, los partidos del sistema se amontonan en el centro para disputar por ese mágico electorado. La pregunta que nadie parece formularse es si la petrificación acrítica de los actores políticos moderados en el centro no fortalecerá los argumentos antipolíticos y posibilidades electorales de los antipolíticos radicalizados.

Los partidos del sistema se amontonan en el centro para disputar por ese mágico electorado.

La ilusión del centrismo como segura carta ganadora no resiste el repaso de los resultados electorales en amplias zonas del mundo. Las victorias recaen sobre variadas expresiones antidemocráticas, que crecen, casi invariablemente, a costa de todas las variedades de la moderación y el centrismo. Esto es visible en las derrotas de las socialdemocracias en Europa y de los progresismos latinoamericanos de la pasada década (aun cuando ahora se vislumbra la recuperación de algunos), pero también en los escasos resultados de viejos y nuevos actores ubicados en el centro político.

Las opciones de centro fueron derrotadas en Brasil y Argentina (aunque en este país se evidencia una clara recuperación, no sin cambios) a manos de las fuerzas que tensan y no necesariamente de las que moderan. Otro tanto sucedió en Chile, donde la última elección registró el crecimiento de la derecha que proponía radicalizar el modelo y también del nuevo Frente Amplio que impulsaba un cambio de rumbo desde la izquierda. Mientras tanto, para la mayoría de los países de la región, incluido Uruguay, parece declinar el prestigio del concepto de «centrismo». Al mismo tiempo, como informa el Latinobarómetro, se registra un mayor desapego social hacia las instituciones de la democracia y crece una expresiva reconciliación social con las soluciones autoritarias o no claramente democráticas. Aunque la autopercepción sobre la excepcionalidad uruguaya siempre aporta argumentos para descalificar en clave nacional lo que aquí se argumenta, sostendremos nuestras dudas sobre el centrismo.

En primer término, cabe señalar una paradoja que comprime a la oposición uruguaya: ¿cómo harán los partidos de la oposición para derrotar al FA en el centro, sin demoler simultáneamente el valor político y cultural de lo que el centro representa en la sociedad uruguaya?

La pregunta tiene sentido porque el centro político uruguayo está simbólica y electoralmente ocupado por el FA. El FA es el centro, aunque en su interior haya quienes se dicen, piensan y actúan desde la izquierda, y aunque también haya robustos centrismos en otros partidos. Durante sus 15 años de gobierno, el FA logró asentarse en ese lugar político con fuerza suficiente para derrotar a sus rivales. Tampoco parece fácil que el «centrismo» se desplace del FA hacia una derecha moderada. Si bien la oposición tiene posibilidades de éxito, su dilema sigue siendo cómo demoler el prestigio de un FA dueño del centro sin favorecer el progreso antipolítico. Una ecuación cuya dificultad estalla junto a los alegres gritos de campaña del tipo «Si estás harto de ellos, #es ahora». Porque la apelación «harto de ellos» convoca odio sobre un espectro mucho más amplio que el FA y es la consigna por excelencia de la antipolítica. No parece fácil combinar la urgencia con la moderación ni construir atajos democráticamente virtuosos en la época de la política espectáculo.

La realidad, esa cruel adversaria

La tendencia a fugarse de la realidad es otra dificultad asociada a la disputa por el centro en la coyuntura actual, un desafío que afecta por motivos diferentes a desafiantes y desafiado.

Más allá de los eslóganes moderados y la promesa de «mantener lo bueno» en caso de triunfar, los opositores al FA se enfrentan a un problema: que las transformaciones que hicieron mejor a la sociedad uruguaya obedecen a la presencia del FA en el gobierno y, sobre todo, que esos cambios no estuvieron ni están en la agenda de interés de los partidos opositores. Tendrán pocas posibilidades diferentes que acumular capital electoral a costa de desprestigiar al FA, mediante un Frankenstein armado con verdades, medias verdades y mentiras descomunales. El problema vuelve a ser, nuevamente, que el único beneficiario seguro de ese juego es el agente antipolítico y el desgaste del sistema.

Los opositores al Frente Amplio se enfrentan a un problema: que las transformaciones que hicieron mejor a la sociedad uruguaya obedecen a la presencia del Frente Amplio en el gobierno.

Tampoco el FA aporta mucho para anclar la campaña electoral en las demandas objetivas y subjetivas de la sociedad y dotarlas de un sentido político que movilice voluntades. En este campo, sus responsabilidades no son mayores ni menores que las opositoras, sino diferentes.

El FA no parece tomar nota de la dosis de frustración que acompaña el final del ciclo progresista a escala regional y su impacto local. Esta frustración se alimenta en igual medida de los grandes logros del progresismo y de errores cruciales. Entre los primeros, se destaca la expansión de expectativas colectivas, la transformación de la demanda de justicia en discursos de Estado, la concreción de antiguos y nuevos derechos, las mejoras en la cultura y la educación, una mayor apropiación social de lo que la democracia puede significar. El error crucial fue que sus muchos de sus partidos se concentraron en el dividendo electoral de los años de crecimiento, aplicaron a las sociedades una «dieta cero» de política y redujeron la lucha política a la política social.

Entre otras consecuencias de semejante reconfiguración de su hacer político, los progresistas cargan sobre sí y adoptan como propias las restricciones del sistema. Una vez abandonado el trabajo político de «explicar el sistema», la despolitización progresista contribuye a la eclosión de los conflictos como malos humores y malestares innominados. De esta manera, el progresismo afronta una campaña electoral en la que sus bases políticas y sociales están dispersas, mientras que el poder de sus adversarios nunca dejó de fortalecerse. El malestar despolitizado cae en primer lugar sobre los progresismos en tanto gobernantes del sistema y favorece el flujo de adhesiones hacia quien hable del malestar con mayor radicalidad y urgencia: los demagogos, populistas y antipolíticos de la ley y el orden.

La voz que ordena

Un nudo de sentido común ata los discursos de todos los partidos y es la convocatoria a «poner orden». No importa si se habla de criminalidad y violencias, reforma de la educación, «cultura de trabajo», relaciones interpersonales, migraciones y desplazamientos humanos o de restablecer los privilegios patriarcales que impugnan las luchas feministas. Cualquier tema se aborda primero desde el par orden-desorden, zurcido por un hilo conceptual totalizador, moralizante... y también despolitizado. Es claro que no todos los agentes hablan de los mismos temas ni propenden el mismo orden ideal. Pero los une el hecho de que nadie se anima a cuestionar la pertinencia de una urgente necesidad de orden. No es creíble que todos los agentes de la política sostengan semejante discurso con convicción verdadera. Más bien parece que estos discursos aportan una especie de consenso de sistema, una tregua, para que los rivales electorales puedan concentrar sus energías en aquellos asuntos en que creen tener ventajas sobre los demás. El problema es que, una vez instalado como consenso del sistema, el discurso de orden se convierte en un bloque de sentido donde se hará fuerte quien aporte certeza de hacer lo necesario y de hacerlo sin reparar en costos. Tal vez el dato que más evidencia esa tendencia es que las encuestas anuncian que la reforma constitucional «Para vivir sin miedo» podría ser aprobada con holgura y, al mismo tiempo, su único y principal promotor, un antiguo político del Partido Nacional, no deja de perder intención de votos. Mientras tanto, el crecimiento más evidente acompaña al agente más radicalizado, con mayores credenciales de ejercicio de violencia y con discurso y prácticas más radicalmente antipolíticas.


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