Opinión
marzo 2024

Debates y combates del feminismo latinoamericano

Las luchas feministas de América Latina han sido vitales durante la última década. Dos instancias han sido las dinamizadoras del movimiento: la de la lucha contra los femicidios, organizada bajo la consigna «Ni Una Menos», y la del Paro Internacional de Mujeres, Lesbianas, Travestis y Trans celebrado por primera vez el 8 de marzo de 2017. A pesar de que la región vive un contexto adverso, con el ascenso de gobiernos conservadores, los feminismos siguen marcando una agenda dinámica y con resultados concretos.

<p>Debates y combates del feminismo latinoamericano</p>

Por momentos nuestros pies no caminan… bailan las muchas revoluciones imaginadas, soñadas, realizadas, derrotadas, reinventadas. Revoluciones que se crean y recrean desde el deseo, el placer, la lucha codo a codo con otras, otres, otros.

Claudia Korol


El crecimiento político del movimiento feminista latinoamericano es indudable. La amplitud de sus luchas, su capacidad de articulación con los movimientos de diversidad y la potencia de sus manifestaciones y sus demandas han constituido, durante la última década, una de las características más notables del mapa regional. Pese a que, en algunos países, el movimiento de mujeres ha vivido un reverdecer más importante que en otros, el feminismo se ha constituido como un claro actor político regional, hecho que ha quedado evidenciado en la transnacionalización de sus luchas y en las diversas articulaciones que lo han caracterizado en la región. Su impulso, que provino inicialmente de los movimientos que se manifestaron contra el crecimiento de la violencia de género y en favor de la ampliación de los derechos sexuales y reproductivos, ha adquirido tal magnitud que hechos que otrora parecían imposibles ya son hoy parte de una realidad cotidiana. La conversación pública sobre asuntos de género, los debates en torno del aborto y las nuevas perspectivas jurídicas relativas a los derechos de las mujeres ya no constituyen un hecho aislado y circunscripto a los movimientos feministas, sino que se han convertido en parte de debates públicos que han excedido a las propias organizaciones. Si América Latina no es, todavía, feminista, es claro que el feminismo ha atravesado toda la región. 

Pero pese al nuevo impulso del feminismo, la situación actual dista de ser alentadora. A los numerosos avances producidos en diversos países en materia de género les ha seguido una reacción de contornos conservadores. Esta reacción, que se expresa a escala global, ha tenido en América Latina un efecto particularmente crítico, en tanto las legislaciones progresivas conquistadas por el movimiento se sustentan en acuerdos que son, todavía, muy endebles. Los feminismos latinoamericanos se enfrentan, así, a un contexto caracterizado por el rearme patriarcal y la reacción autoritaria. La pregunta es en qué medida la agenda feminista, centrada en la lucha contra la violencia de género, en favor de los cupos laborales, en la búsqueda de la igualdad social y económica, y en la sanción de derechos sexuales y reproductivos, puede constituirse hoy como un agente clave que desafíe a las derechas radicales.

 Resulta evidente que los nuevos gobiernos de la derecha latinoamericana pueden expresar, como el de Nayib Bukele en El Salvador o el de Javier Milei en Argentina, perspectivas divergentes en distintas materias, pero un acuerdo común en la lucha –política y cultural– contra los movimientos feministas. La reciente «eliminación» de lo que Bukele ha llamado «ideología de género» –y que es, en rigor, la perspectiva de género– en las currículas educativas en El Salvador, así como la prohibición de utilizar el llamado «lenguaje inclusivo» en Argentina, dejan en evidencia que estos actores políticos han elegido librar una «batalla cultural» contra los movimientos feministas y de diversidad. La negación de la existencia misma de la violencia de género y de la brecha salarial entre varones y mujeres o la imputación de los problemas económicos a las propias mujeres –como lo ha hecho Milei– son solo la punta del iceberg. En Argentina se ha llegado al extremo de eliminar el Ministerio de la Mujer, Géneros y Diversidad, y el presidente ha señalado el aborto, legalizado por la Ley de Interrupción Voluntaria del Embarazo, sancionada por el Poder Legislativo en 2020, como un «crimen agravado por el vínculo». Estos hechos se replican en países como Chile, donde el líder de extrema derecha José Antonio Kast ha llegado a decir que el «feminismo radical» pretende «imponer el derecho a que los niños tengan relaciones sexuales con adultos», o Uruguay, donde el dirigente de la formación Cabildo Abierto Guido Manini Ríos ha afirmado que «la ideología de género es un libreto que nos aplican para transformarnos en tribus». En definitiva, mientras las luchas y avances feministas lograron la institucionalización y legislación de los reclamos, los actores de la derecha radical pretenden eliminar aquello que ya ha sido institucionalizado y regulado.

Ante esta configuración, que puede ser definida como la de una venganza de los patriarcas, pero que muestra a la vez bordes más complejos –como los de los movimientos «femonacionalistas» o los de activismos de mujeres en la derecha radical– conviene, sin embargo, repasar buena parte de las conquistas del feminismo durante la última década. Esas luchas y esas conquistas explican las razones por las que estos movimientos se han convertido en un objetivo y en un blanco de las nuevas derechas, y nos permiten, al mismo tiempo, revalorizar sus experiencias, pensar sus falencias y proyectar sus posibilidades.

En ese marco de análisis, es preciso destacar dos momentos claves para el feminismo latinoamericano: el de la primera movilización del movimiento «Ni Una Menos» y el del Paro Internacional de Mujeres, Lesbianas, Travestis y Trans (2017), conocido como el #8M, que tuvo una expansión continental y global. Ambos momentos tuvieron un fuerte puntapié en Argentina, pero concitaron una atención regional que, además de poner sobre la mesa la problemática de los femicidios y las desigualdades producto de la brecha salarial, logró exponer la necesidad de una batería de políticas públicas, como la de la interrupción voluntaria del embarazo y la necesidad de la educación sexual integral.

Ni una menos

Nacido en Argentina, el movimiento «Ni Una Menos» tuvo su primera manifestación pública el 3 de junio de 2015. Fundamentado en la necesidad de visibilizar los femicidios y poner en evidencia la violencia de género, el movimiento se originó tras el asesinato de una adolescente de 14 años por parte de su novio. Ante la conmoción, más de 300.000 mujeres salieron a las calles en todo el país al grito de «basta a los femicidios», en un fenómeno que, sin frenos, se expandió rápidamente por toda la región. La imponente toma de las calles por parte del movimiento de mujeres adquirió rápida visibilidad en Uruguay –donde se produjo una manifestación el mismo día–, pero también en México –donde la primera manifestación «Ni Una Menos» se realizó el 5 de junio– y Ecuador –donde las mujeres marcharon el 30 de julio–. Al año siguiente, le siguieron, con similar ímpetu, manifestaciones en Bolivia, Colombia, Venezuela, Nicaragua y Chile. «Ni Una Menos» se estructuraba, así, como un colectivo de mujeres a escala regional. Fue justamente esa escala la que le permitió exigir, en cada una de las naciones, el cumplimiento de las iniciativas decididas en la Convención de Belem do Pará (1995) en defensa de la vida de las mujeres en el terreno físico, psicológico y sexual.

En Argentina, el país donde nació el movimiento, las movilizaciones comenzaron a repetirse año a año, tomando como fundamento el objetivo de la implementación real de la ley 26.485 que busca prevenir, sancionar y erradicar la violencia contra las mujeres en los ámbitos en que desarrollen sus relaciones interpersonales y pedir que el Estado se haga responsable. El país supo construir un feminismo popular y de masas que no solo sirvió como inspirador para numerosos países de la región, sino que fue capaz de conseguir conquistas reales. Solo un año después de la primera movilización de «Ni Una Menos» comenzó a desplegarse una serie de iniciativas de prevención ante los femicidios que operaban bajo un marco regulatorio de contención en materia de derechos. Los reclamos del movimiento eran, en este sentido, muy concretos: la implementación del Plan Nacional de Acción para la Prevención, la Asistencia y la Erradicación de la Violencia contra las Mujeres (ley 26.485), la creación de un Registro Oficial Único de víctimas de violencia de género, la aplicación y la profundización de la Educación Sexual Integral en todos los niveles educativos (ley 26.150 sancionada en 2006), y el aseguramiento de la protección de las víctimas de violencia con monitoreo electrónico de los victimarios.

Esta batería de políticas tuvo un sentido concreto para el movimiento feminista, en tanto permitía traducir en términos concretos una serie de demandas que eran discutidas y atacadas por sectores críticos del feminismo al considerar que el movimiento era meramente teórico. Muy lejos de promover solo un cambio cultural que discutiera las características de la sociedad patriarcal, el feminismo mostraba que era capaz de articular su posición crítica a través de una batalla dentro de las instituciones.

La misma demanda del movimiento «Ni Una Menos», fundada en el lema «¡Vivas nos queremos! El Estado es responsable», ponía eje en la responsabilidad gubernamental y en las políticas públicas en materia de femicidios. Lo mismo sucedió en otras materias.

El crecimiento de la militancia y la ampliación de los márgenes históricos del activismo feminista habilitaron, al mismo tiempo, una rearticulación social del movimiento que se sustanció en redes de cuidados y en vínculos que, lejos de circunscribirse a los sectores medios –como han aducido muchos críticos del feminismo–, atravesaron la vida de diversos barrios populares.

Esta experiencia político-militante se expandió por el continente, a tal punto que el movimiento «Ni Una Menos» adquirió un carácter regional. En su trabajo de investigación «Latinoamérica se tiñe de feminista, la difusión de «Ni Una Menos» de Argentina en la región»Paola Romanelli mostró el modo en que distintos países del continente se sumaron a la iniciativa y habilitaron su expansión. Chile y Uruguay fueron, según los datos arrojados por el trabajo de Romanelli, los que se sumaron con mayor ímpetu a las iniciativas del colectivo, utilizando consignas similares a las de Argentina, mientras que Perú, Brasil y México hicieron lo propio, pero apelando a lemas propios para sus manifestaciones. En Chile se activó el #MayoFeminista y el #16M que reclamaba responsabilización frente a la violencia de género, educación no sexista, instrucción y proceso de denuncia; Brasil convocó al #1J y #Portodaselas, y Perú salió a las calles en el año 2016 bajo el #NiUnaMenos y #13A, centrando sus reclamos en la violencia física y el acoso callejero. En Perú, enfocaron el reclamo en el cese de la violencia machista y en la segunda marcha (2017) se planteó la despenalización del aborto. Por su parte, en México, las agrupaciones denunciaron la violencia contra las mujeres: en la marcha participaron Norma Andrade, fundadora de «Nuestras Hijas de Regreso a Casa» de Ciudad Juárez. En 2021, la Comisión Nacional de Derechos Humanos firmó un convenio con «Ni Una Menos» México para promover y concretar acciones de atención a mujeres víctimas de violencia de género.

Las redes que se fueron tejiendo en la región, el impacto de la agenda y las manifestaciones en las calles presionaron para la creación de leyes. En Colombia, por ejemplo, en 2015, se sancionó la Ley Rosa Elvira Cely-N°1761, que tipifica el feminicidio como delito; en 2016, Paraguay sumó la ley 5.777 que tipifica los feminicidios y brinda protección integral a víctimas de violencia de género; en 2017, Uruguay incorporó la ley N°19.538, en la que se tipifica al femicidio como agravante de cualquier delito.

Más allá de las leyes y procesos de institucionalización y regulación, es importante pensar en las estrategias que los movimientos feministas y diversidades implementan en el territorio para lograr avances concretos. Aunque esta es todavía una deuda pendiente, la importancia del colectivo «Ni Una Menos» es y ha sido clara, en tanto ha permitido construir una estrategia regional y global en la lucha contra los femicidios. Esa consigna ha sido, sin dudas, la que ha permitido desarrollar la segunda experiencia modélica del feminismo contemporáneo: la del Paro Internacional de Mujeres, Lesbianas, Travestis y Trans. El #8M.

 El paro y el aborto

La realización del Primer Paro Internacional de Mujeres, Lesbianas, Travestis y Trans el 8 de marzo de 2017 marcó un nuevo hito del feminismo en la región. El hecho de que esta movilización global tuviese como antecedente el paro realizado el año anterior en Argentina mostraba a las claras que el continente estaba convirtiéndose en la fuerza dinamizadora del movimiento de mujeres y disidencias. La huelga, que se organizó internacionalmente mediante asambleas de base y reuniones preparatorias grupales de distintos movimientos feministas y LGTBI+, pretendía visibilizar el trabajo de las mujeres, evidenciando al mismo tiempo la importancia de las tareas de cuidado. En tal sentido, las demandas convocantes fueron las que, históricamente, han congregado a los movimientos feministas: la lucha contra la brecha salarial, la visibilización del trabajo doméstico no remunerado, la crítica de la división sexual del trabajo y la necesidad de contar con cupo laboral para travestis y trans.

Luego de la revuelta, que tuvo picos importantes en América Latina, en países como Chile se vivió una expansión del movimiento. Allí las feministas se reunieron bajo el lema «Más que Juanitas» y consiguieron articular propuestas para que la nueva Constitución asegurase una ampliación de derechos para las mujeres. En Colombia, un país en el que 90% de las mujeres dedica su tiempo al trabajo doméstico no remunerado, el paro llevó al desarrollo de nuevas iniciativas en esta materia por parte del movimiento feminista.

El desarrollo de esta jornada de lucha, que se continúa año a año, apuntó, al mismo tiempo, a un debate sobre la cultura patriarcal. La discusión sobre la «cultura de la violación» y el acoso callejero, así como la necesidad de desmantelar las redes de trata, han sido constantes en las manifestaciones.

En Argentina, el país en el que se realizó el primer paro feminista, las conquistas derivadas de estos procesos de lucha han sido importantes. En 2020, y luego de una votación negativa en 2018, se consiguió aprobar la Ley de Interrupción Voluntaria del Embarazo y, dos años después, la Ley de Cupo Laboral Trans. En términos regionales, la potencia del movimiento feminista y de su lucha concreta por el aborto legal, seguro y gratuito dio frutos en países como Colombia, donde la práctica fue despenalizada en 2022, y en México, donde este objetivo se consiguió en 2023. A su vez, en países como Brasil, se comenzó a discutir la despenalización hasta las 12 semanas de gestación. El camino, sin embargo, está lejos de ser netamente auspicioso. En El Salvador el aborto todavía está penalizado, y en Guatemala, Panamá, Costa Rica, Perú y Venezuela solo está permitido si la salud de la madre está en peligro (en caso contrario, las leyes establecen penas de prisión, dependiendo del país). Panamá y Bolivia contemplan la despenalización en caso de violación y hasta las 12 semanas de gestación.

Donde el aborto está prohibido o penalizado, las mujeres y adolescentes lo realizan de todos modos de manera clandestina y de forma insegura. En estos países, tampoco hay leyes de educación sexual integral o si las hay, los gobiernos de las nuevas derechas intentan derogarlas. En Uruguay, la Ley de Interrupción Voluntaria del Embarazo y la implementación de la educación sexual integral en los establecimientos educativos logró reducir los fallecimientos a causa de abortos clandestinos y es el país que presenta la menor tasa de mortalidad materna en América Latina.

La respuesta conservadora

La ampliación de los debates y las políticas feministas concitaron una potente reacción de las derechas. En buena medida, el feminismo consiguió, en diversos países, una serie de políticas de ampliación de derechos para las mujeres, pero se vio, a su vez, entrampado en debates políticos que implicaron tensiones entre distintos feminismos.

Las políticas de la identidad, los cruces entre el género y la clase, así como las discusiones en torno de lo que se ha conocido como el movimiento MeToo y la política de los escraches públicos llevaron a ricos debates en el interior del feminismo. Esas discusiones, que han tendido a ser importantes y dinamizadoras, se han visto opacadas por críticas de derecha, que han tendido a uniformizar a los feminismos. Así las cosas, las diversas expresiones del movimiento feminista –entre las que se encuentran los feminismos populares, los feminismos de base, los feminismos liberales, entre otros– se han reducido, por parte de la derecha, a la mera expresión de una «ideología de género» que buscaría cambiar el mapa cultural y político. En lo que ha sido, en toda regla, una batalla cultural librada por sectores conservadores, los ataques a los feminismos se han vuelto evidentes, a punto tal de llegar a articular posiciones pretendidamente feministas como las del «femonacionalismo». Por fuera de fenómenos de este tipo, que ameritarían otro tipo de reflexión fuera del balance de las luchas de estos años, el nuevo clima de época se ha caracterizado por un ataque permanente a los movimientos feministas y de diversidad por parte de instituciones religiosas escoradas a la derecha, y de gobiernos y actores políticos del mismo signo político.

Este proceso de reacción debe ser visto, sin embargo, como parte del éxito de los combates feministas impulsados desde hace una década. En rigor, la reacción de estos grupos se debe a que las causas feministas se han vuelto dinámicas y poderosas, y a que las estructuras organizativas construidas en torno de ellas representan desafíos reales al poder.

Los nuevos marcos de sentido desarrollados por los movimientos feministas fueron combatidos, muy particularmente, en el caso del derecho al aborto. Desde que se impulsó su legalización en Argentina, sectores de derecha vinculados a la Iglesia católica y a las iglesias evangélicas, junto con actores políticos de corte conservador, intentaron impugnar ya no solo la política de interrupción voluntaria del embarazo, sino todo un paquete de medidas que fueron incluidas bajo el rótulo de la «ideología de género». Así, la campaña contra el aborto, organizada bajo el lema «Salvemos las dos vidas», fue seguida de otras que hicieron eje en la educación sexual integral y que se agruparon bajo la consigna «Con mis hijos no te metas». Este tipo de retórica se ha visto cada vez más amplificada en toda la región, sobre todo a partir del ascenso de fuerzas políticas conservadoras y de derecha radical.

Pese a un contexto que, en varios sentidos, se muestra adverso para los feminismos, las razones para la lucha siguen estando vigentes. En tiempos de reacción, las mujeres comprometidas con la lucha por la igualdad y la justicia tienen el desafío de construir más y mejor feminismo. Sin lugar a dudas, el movimiento en su conjunto deberá plantearse formas de acción política cada vez más novedosas y deberá indagar en las nuevas tramas sociales y en su capacidad para interpelar a mujeres que, hasta ahora, no se han visto atravesadas por la prédica –aunque muchas veces sí por la práctica– de los feminismos contemporáneos. El camino recorrido por los feminismos latinoamericanos durante la última década ha tenido, sin lugar a dudas, algunos sinsabores, pero sigue constituyendo una experiencia alentadora de cara al futuro. En momentos oscuros, esa experiencia debe ser valorada y, al mismo tiempo, analizada. Solo eso permitirá enfrentar el actual proceso de reacción y dar lugar a nuevos momentos que sean, efectivamente, los de la conquista de nuevos derechos para las mujeres de nuestra región.

 



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