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NUSO Nº 204 / Julio - Agosto 2006

¿Pueden sobrevivir las democracias sociales en el Sur globalizado?

La democracia social supone que los mercados no regulados generan niveles inaceptables de desigualdad, sufrimiento e injusticia, por lo que es necesaria una acción estatal democráticamente dirigida que redistribuya el producto y genere una sociedad más equitativa. Pero para lograr este objetivo, los países del Tercer Mundo no necesariamente deberían seguir el modelo clásico europeo. Este artículo analiza cuatro experiencias exitosas (Chile desde 1990, Costa Rica, la isla Mauricio y el estado indio de Kerala), evalúa las condiciones necesarias para la construcción de este tipo de régimen y concluye que la democracia social es posible, aunque desde luego no inevitable, en la periferia global.

¿Pueden sobrevivir las democracias sociales en el Sur globalizado?

La democracia social supone que los mercados no regulados generan niveles inaceptables de desigualdad, sufrimiento e injusticia, por lo que es necesaria una acción estatal democráticamente dirigida que redistribuya el producto y genere una sociedad más equitativa. Pero para lograr este objetivo, los países del Tercer Mundo no necesariamente deberían seguir el modelo clásico europeo. Este artículo analiza cuatro experiencias exitosas (Chile desde 1990, Costa Rica, la isla Mauricio y el estado indio de Kerala), evalúa las condiciones necesarias para la construcción de este tipo de régimen y concluye que la democracia social es posible, aunque desde luego no inevitable, en la periferia global.

Para resultar exitosas, las democracias sociales del Sur globalizado deben dirigir su curso hacia una sociedad sin pobreza o exclusión social, evitando dos utopías actuales. La primera es la fantasía neoliberal: el mercado autorregulado. Para citar las perspicaces palabras de Karl Polanyi en La gran transformación, este camino «puede resultar en la demolición de la sociedad», en tanto la humanidad sería «despojada de la cobertura protectora de las instituciones sociales». La segunda utopía, característica de algunas tendencias dentro del movimiento por la justicia global, impulsa la «desconexión» y la «relocalización» como estrategias «postcrecimiento» para lograr la sustentabilidad ambiental, una democracia de bases amplias y una comunidad genuina. En contraste, la democracia social constituye lo que Milovan Djilas, un comunista yugoslavo desilusionado, llamó con aprobación una «sociedad imperfecta». Djilas advirtió que la búsqueda de la perfección conduce al despotismo; sería mucho mejor, entonces, optar por sociedades siempre «imperfectas» –como las escandinavas–, que se esfuerzan pragmáticamente para reconciliar la libertad, la igualdad y la comunidad con las demandas de una economía de mercado.

Los defensores del mercado autorregulado han visto recientemente erosionada su hegemonía ideológica, aunque todavía son muy influyentes. Esa erosión se hizo evidente a fines de los 90, con las declaraciones de economistas como Joseph Stiglitz, ex-economista jefe del Banco Mundial, y el ex-abogado defensor de la «terapia de shock» Jeffrey Sachs. También quedó de manifiesto en la «fatiga de reformas» neoliberal en los países en vías de desarrollo, y en la crítica creciente a las prescripciones neoliberales, especialmente en América Latina. Tras esta pérdida de confianza subyace un hecho irrefutable: las reformas orientadas al mercado en la periferia mundial han producido resultados decepcionantes, y a menudo destructivos.

La segunda utopía propone la «desconexión» del capitalismo global. Sus defensores rechazan los esfuerzos por reformar la gobernanza global, alegando que los pueblos en vías de desarrollo no pueden mejorar su bienestar dentro del capitalismo. Los promotores del «postcrecimiento» o «de-crecimiento» apuntan acertadamente a los impactos destructivos sobre el ambiente del consumismo exacerbado y la expansión económica no regulada. Pero, al igual que los partidarios de la «relocalización», claman por un futuro poco realista: comunidades autosuficientes y la reducción, o incluso la eliminación, del comercio de larga distancia. No reconocen que el crecimiento económico de los países pobres puede incrementar su bienestar. Más aún, dicen poco o nada acerca de la manera en que se generarían los fondos necesarios para comprar bienes escasos en el ámbito local, o de qué forma las comunidades podrían hacer respetar los límites a las dimensiones de las empresas o al comercio de larga distancia.

Pero si los movimientos progresistas del mundo en vías de desarrollo resisten la seducción de las utopías irrealizables, ¿qué camino queda? En particular, ¿qué probabilidad de emergencia y supervivencia tienen los regímenes de democracia social, que reconcilien las exigencias de lograr el crecimiento a través de los mercados globalizados con una democracia genuina e igualdad social? Para responder esta pregunta, llevamos a cabo un análisis comparativo de cuatro casos: Kerala (un estado de la India), Costa Rica, Mauricio y Chile desde 1990. Estos regímenes de democracia social han sobrevivido por muchos años y han alcanzado registros excepcionales de desarrollo socioeconómico, en comparación con otros países de su misma región, o con otros estados del mismo país.

Estos cuatro casos no agotan la lista. En verdad, otros países de la periferia mundial han visto interrumpido su progreso social-democrático como resultado de luchas civiles de origen étnico (como Sri Lanka desde 1977), golpes de Estado (Uruguay en 1973), decadencia económica (como la Jamaica de Michael Manley), populismo y corrupción (como Venezuela en los 70 y los 80). En cambio, el Partido Comunista de la India (Marxista) ha conducido, no en el discurso, sino en la práctica, un régimen social-democrático en Bengala occidental durante 29 años. Desde 2000, una reacción extendida contra las prescripciones del libre mercado en América Latina ha llevado al poder a la izquierda democrática o cuasi democrática en varios países que suman más de las tres cuartas partes de la población de la región: Brasil, Argentina, Venezuela, Ecuador, Uruguay, Bolivia y Chile. Con excepción del populismo de izquierda de Venezuela, el caótico Ecuador y el caso de Bolivia, que recién empieza a ser puesto a prueba, los gobiernos del resto de los países han dado muestras de avanzar hacia la democracia social. Lo que une a todos estos gobiernos no es la doctrina socialista, sino la idea de que las fallidas prescripciones neoliberales deberían ser reemplazadas por políticas igualitarias y en muchos casos nacionalistas, combinadas con un papel económico central del Estado. Entre tanto, en Asia oriental la intensa competencia electoral, los movimientos populares bien organizados y la crisis económica de 1997-1998 han empujado a los gobiernos de Taiwán, Corea del Sur y el resto de los países en dirección a la democracia social. Nuestros cuatro casos esperanzadores, en consecuencia, no pueden ser interpretados como excepciones solitarias en el marco de un Sur global neoliberal.

Sin minimizar los obstáculos, nuestro análisis comparativo demuestra la posibilidad de una ruta hacia la democracia social en la periferia mundial. Esta posibilidad descansa en dos hallazgos significativos. En primer lugar, los cuatro ejemplos elegidos no son accidentes históricos. Si bien inusuales, las condiciones sociales y políticas en que han surgido estas democracias sociales del mundo en desarrollo no son únicas; sin duda, movimientos socialdemócratas pragmáticos y proactivos ayudan a crear esas condiciones favorables. En segundo lugar, los países analizados se han acomodado al neoliberalismo global, pero han evitado capitular frente a él. Los cuatro casos comparados han preservado, o incluso mejorado, sus logros sociales desde el inicio de la hegemonía del neoliberalismo, en la década de 1980.

La construcción de democracias sociales

Si bien las condiciones favorables a la democracia social se encuentran en pocos países en vías de desarrollo, la acción política puede ayudar a crearlas. Las democracias sociales se autoconstruyen en la misma medida en que son construidas. La sabiduría convencional acerca de los orígenes sociales de la democracia social pertenece al dominio del mito antes que al de la realidad. Examinemos, por ejemplo, la explicación acerca de la poca probabilidad de la instalación de la democracia social en América Latina elaborada por Kenneth Roberts en su libro Deepening Democracy? The Modern Left and Social Movements in Chile and Peru (1998):

Históricamente, la socialdemocracia se ha apoyado en condiciones que están ausentes en la América Latina contemporánea y que difícilmente se desarrollen bajo un modelo neoliberal de desarrollo capitalista crecientemente transnacional. Éstas son: un movimiento obrero centralizado y densamente organizado, con lazos políticos estrechos con los partidos socialistas, recursos fiscales amplios para sostener normas universales de ciudadanía social y un balance interno de poder que genere formas institucionalizadas de compromiso de clases. Si estas condiciones históricas son necesarias, la democracia social igualitaria está destinada a seguir siendo una tendencia marginal en América Latina, y en todo el mundo en desarrollo.

Aun así, las perspectivas no son tan desalentadoras como lo sugiere este pronóstico. Incluso en los casos prototípicos escandinavos, los responsables de las primeras reformas sociales a fines del siglo XIX y principios del xx no fueron ni un movimiento obrero organizado ni los partidos socialistas. En cambio, de acuerdo con el historiador Peter Baldwin (en The Politics of Social Solidarity: Class Bases of the European Welfare State 1875-1975), los orígenes del Estado benefactor socialdemócrata pueden rastrearse en las luchas por definir quién se haría cargo de los amplios costos de la ayuda a los más pobres entre las clases medias agrarias en ascenso y las elites tradicionales de base urbana. En Dinamarca, por ejemplo, un emergente Partido Liberal, que representaba a los pequeños agricultores y a los campesinos en esta democracia incipiente, desafió la hegemonía del Partido Conservador, de base urbana y tradicionalista. La crisis agrícola de fines del siglo XIX aumentó enormemente el peso que representaban para esos grupos rurales los costos de la ayuda a los pobres, que era financiada mediante un impuesto a la tierra. En 1891, liberales moderados, partidarios del libre comercio y conservadores proteccionistas llegaron a un compromiso que incluía un plan de pensiones universal financiado por impuestos. Esta decisión de garantizar a todas las clases un beneficio dio forma a los desarrollos posteriores. Más tarde, tanto el Partido Socialdemócrata como el movimiento obrero, que habían impulsado inicialmente un programa dirigido a los pobres, abrazaron el principio de universalidad. Con su firme apoyo, entre las décadas de 1940 y 1960, la asistencia social se expandió en un Estado benefactor universal, abarcador y generoso.

El objeto de esta digresión no es sugerir que América Latina, o los países en desarrollo en general, seguirán el modelo escandinavo, sino poner en duda la noción de que una clase obrera organizada ligada a partidos socialistas poderosos es una condición necesaria o suficiente para el nacimiento de una democracia social. En Europa, ésta no fue el resultado de una lucha entre los desposeídos y quienes lo tenían todo; en cambio, fueron los grupos medios los que resultaron clave en las coaliciones triunfantes que trasladaron las cargas fiscales y establecieron la seguridad social universal. Los campesinos, los pequeños agricultores y las clases medias urbanas, junto con el movimiento obrero organizado, pueden seguir siendo árbitros de las políticas socialdemócratas en los países en vías de desarrollo, como lo fueron en el norte de Europa hace más de un siglo.

No obstante, las precondiciones para el surgimiento y la supervivencia de la democracia social en la periferia siguen siendo estrictas. A los fines heurísticos, pueden dividirse en tres categorías, desde las más remotas o de largo plazo (factores estructurales) hasta las más próximas (patrones de desarrollo y factores situacionales).

Un factor estructural clave compartido por Kerala, Chile, Costa Rica y Mauricio es la integración temprana y profunda, si bien dependiente, a la economía capitalista global. Aunque un movimiento obrero amplio y organizado no es una precondición para la democracia social, sí lo es una formación social capitalista. La democracia social no puede sobrevivir en el ambiente opresivo engendrado por la supervivencia de relaciones cuasi feudales, una clase terrateniente tradicionalista o un campesinado atrapado en relaciones clientelares. De ahí que la transformación capitalista sea crucial. Un importante proceso asociado es la formación del Estado, impulsada ya sea por elites centralizadoras coloniales o poscoloniales o por demandas desde abajo (o una combinación de ambas). Debe surgir un Estado relativamente coherente y eficaz con cierta autonomía respecto de las clases dominantes, ya que los regímenes de este tipo requieren Estados capaces de negociar pactos sociales equitativos, guiar a las fuerzas del mercado y administrar programas sociales. Pero los Estados eficaces y relativamente autónomos son un fenómeno raro en la periferia global.

El segundo nivel de causalidad, más próximo, atañe al patrón de oportunidades sociopolíticas. El más propicio es una comercialización de la agricultura que debilite a los terratenientes, al mismo tiempo que fortalece a las clases trabajadoras y medias. Esto genera pequeños agricultores y campesinos propietarios cuya vulnerabilidad a las fuerzas del mercado los predispone a socializar riesgos. Como las relaciones de mercado erosionan las formas tradicionales de solidaridad y reciprocidad, la democracia social puede emerger como un sistema moderno y nacional que subordina los mercados a normas de seguridad mutua, confianza e igualdad. Pensamos que una sociedad civil robusta es también un factor crítico para comprender la emergencia de fuerzas de esta orientación. Como han señalado Dietrich Rueschemeyer, Evelyne Stephens y John Stephens en su estudio clásico de 1992, Capitalist Development and Democracy, «la creciente densidad organizacional de la sociedad civil no solo apuntala la organización política de las clases subordinadas, sino que también representa un contrapeso para el poder abrumador del aparato de Estado».

Por último, llegamos a los factores más inmediatos, los situacionales, que dan forma a las trayectorias hacia una democracia social. Un patrón particular de transformación capitalista, formación del Estado, estructura de clase y sociedad civil no produce necesariamente un régimen de ese tipo. Éste es el resultado de coyunturas críticas en la historia de un país, en las cuales los actores sociales organizados impulsan a las sociedades por el camino elegido mediante luchas políticas. Los movimientos, partidos o coaliciones de centroizquierda son usualmente el actor principal. La organización es el modo fundamental de dar poder a los pobres. Los partidos y movimientos progresistas deben ser capaces de mantener bajo control a sus bases; de lo contrario, la retórica redistributiva o las confiscaciones indisciplinadas asustarán a las clases capitalistas y eso conducirá a un golpe, a una fuga de capitales que debilite la economía o a demandas populistas insostenibles.

Otros factores situacionales importantes son las intrigas de las superpotencias y las influencias ideológicas internacionales. Durante muchos años, las rivalidades de la Guerra Fría impidieron la instalación y la supervivencia de gobiernos reformistas o de izquierda. Las ascendentes agencias neoliberales internacionales, en especial el Banco Mundial (BM) y el Fondo Monetario Internacional (FMI), presionaron a todos los gobiernos a conformarse a la nueva ortodoxia –aunque últimamente con mucho menos éxito que antes.

En la práctica, todos estos factores se entrelazan para conformar compromisos de clase. Por una parte, la democracia social requiere una configuración de fuerzas de clase capaz de inducir a los capitalistas a aceptar una porción menor de excedente a cambio de legitimidad, paz política y social y una alta productividad. Un tipo particular de transformación capitalista facilita este intercambio: aquella que incrementa el poder potencial de los pequeños agricultores y los sectores medios o la clase obrera, al mismo tiempo que debilita a (o impide la emergencia de) grupos interesados en preservar instituciones predemocráticas y precapitalistas. Sin embargo, la realización de este poder potencial demanda acción política –tanto la autoorganización como el trabajo de movilización de los partidos de izquierda– y un liderazgo astuto. Por otra parte, las máximas organizaciones de las elites económicas deben estar convencidas de que las clases subordinadas no amenazarán la propiedad privada. En consecuencia, los pactos sociales son ciertamente variables y dependen no solo del equilibrio de fuerzas de clase sino también de dos cuestiones: las exigencias de una crisis social y política cuya resolución demanda el realineamiento político, y la confiabilidad perceptible y la disciplina organizacional del movimiento que impulsa la democracia social.

En un extremo se encuentra el pacto social mínimo de Chile a partir de 1990. En 1973, el movimiento socialista encabezado por la clase obrera, radicalizado y con un alto nivel de movilización, fue aplastado en un golpe de Estado. La dictadura de Pinochet erradicó virtualmente a la izquierda radical, impuso restricciones estrictas a los sindicatos, desmovilizó a la sociedad civil, reafirmó las relaciones de mercado y dejó como legado un sistema constitucional que reforzó el poder de la derecha. Desde el retorno a la democracia, la Concertación de centroizquierda ha mantenido el modelo económico neoliberal de alto crecimiento y ha abjurado de la polarización política, incrementando al mismo tiempo los beneficios para los más pobres. Pero la coalición de socialistas y demócrata-cristianos ha sido capaz de extraer solo modestas concesiones a una clase empresaria rejuvenecida y poderosa. La desigualdad sigue siendo marcada; los trabajadores rurales, en particular, siguen marginados y reciben magros salarios.

Una serie de negociaciones con las asociaciones empresariales ha logrado aumentos por tiempo limitado en los impuestos para financiar el «déficit social» en la década de 1990 y algunas reformas menores al represivo código de trabajo heredado de la dictadura de Pinochet. Sin embargo, la tasa de pobreza se ha reducido a la mitad desde 1990, un gran éxito de acuerdo con los estándares regionales (que la izquierda latinoamericana ha sido reticente a reconocer). Esta democracia social mínima (una «tercera vía» en el sentido de Anthony Giddens) es una obra en construcción: la elección del socialista Ricardo Lagos en 2000 condujo a la profundización de la ciudadanía social y a la reforma constitucional, un proceso que su sucesora socialista recientemente elegida, Michelle Bachelet, ha prometido continuar. La extensión gradual de la protección social refleja una política de clase sustentada en ciclos previos de movilización.

En el otro extremo se encuentra el compromiso de clase igualitario en Kerala. Antes de la independencia, los estados que se unieron en 1956 para formar Kerala mantenían fuertes divisiones de casta, relaciones casi feudales en amplias zonas rurales y una extendida pobreza; en apariencia, un terreno estéril para la democracia social. En los estados principescos de Travancore y Cochin, sin embargo, se registraba una historia de movilización política según líneas de clase/casta que databa de fines del siglo XIX. Entre tanto, en el norte (Malabar), las rebeliones campesinas desafiaban a los terratenientes Brahmin. Los socialistas del Partido del Congreso Indio ligaron los movimientos nacionalistas y de reforma social dentro de lo que llegaría a ser Kerala, apoyándose de ese modo en el descontento agrario para la lucha anticolonial. Así, en esta región, el nacionalismo se transformó en un movimiento de las clases más bajas contra el nexo colonial-feudal. Luego de que los socialistas rompieran con el Congreso en 1941 y formaran el Partido Comunista de la India, organizaron la protesta de las clases subalternas, que se insertó en un proceso pacífico y democrático: el orden colonial era lo bastante abierto como para permitir que estas tácticas fueran exitosas. Finalmente, el Partido Comunista de la India (Marxista), formado a partir de una división en el Partido Comunista de la India, construyó una alianza entre los pobres rurales y el protoproletariado; esta alianza derribó las estructuras sociales precapitalistas restantes mediante una reforma agraria que estableció un amplio sector de pequeños propietarios. De esa manera, la acción política ayudó a forjar la base material de un compromiso de clase que favoreció mucho a las clases subordinadas. El hecho de que el estado de Kerala formara parte de una federación que respetaba la propiedad privada aseguró que el Partido Comunista de la India (Marxista) operara dentro del sistema capitalista, independientemente de su discurso revolucionario.

Si bien los compromisos de clase y las democracias sociales que surgen de estos compromisos provienen de condiciones específicas, el pensamiento socialdemócrata provee guías para la acción política incluso allí donde las transformaciones inmediatas parecen improbables. El mensaje de Eduard Bernstein de hace cien años –según el cual los partidos de izquierda no deben esperar pasivamente la maduración de las condiciones estructurales, sino movilizar activamente el apoyo popular– sigue siendo aplicable. En palabras de Jorge Castañeda (en La utopía desarmada), la izquierda debería concentrarse en «democratizar la democracia».

Convivir con la globalización

Incluso si llegaran a surgir democracias sociales, ¿perdurarán? La globalización es percibida comúnmente como una amenaza para su supervivencia. En realidad, las consecuencias de la integración global para las democracias sociales del mundo en desarrollo son variadas. Nuestros cuatro casos esperanzadores –Kerala, Chile, Costa Rica y Mauricio– han aprendido a convivir con la globalización. Si bien el proceso limita la toma de decisiones económicas por parte de cada nación, las estrategias de desarrollo equitativo también ofrecen a ciertas industrias ventajas competitivas dentro de la economía globalizada.

Para los escépticos, liberar el movimiento internacional de capital, bienes, servicios y habilidades incrementa la influencia del capital ante los gobiernos nacionales y las comunidades locales, y debilita así la capacidad nacional para imponer a las empresas los costos relacionados con la búsqueda de la igualdad. La movilidad del capital vuelve creíbles las amenazas de los inversores de eludir o abandonar las jurisdicciones con impuestos altos y beneficios o regulaciones «excesivas». Asimismo, instituciones del gobierno económico internacional tan importantes como el FMI, el BM y la Organización Mundial del Comercio intentan imponer su agenda neoliberal a los miembros menos desarrollados. Estas presiones, argumentan, debilitan la democracia social al requerir la liberalización progresiva del mercado (incluyendo mercados de trabajo flexibles), achicando el sector público y reduciendo la extensión de los programas sociales financiados a través de impuestos.

Aun así, los cuatro casos estudiados no solo han preservado o ampliado sus logros sociales, sino que también han crecido en su competitividad diversificando sus exportaciones (con la excepción parcial de Kerala). Han logrado esta proeza emprendiendo una liberalización gradual y selectiva, y sacando provecho, a la vez, del legado de las políticas propias de una democracia social: una fuerza de trabajo saludable y educada, una infraestructura avanzada, relaciones industriales bien ordenadas y paz y legitimidad políticas. La liberalización selectiva y el mantenimiento o promoción de la igualdad social no son mutuamente excluyentes si un partido de izquierda bien organizado conserva el poder democráticamente, o si los movimientos populares continúan defendiendo los programas sociales. Los países con regímenes de este tipo pueden tener costos laborales más altos, pero también un capital humano que aumenta la productividad, una buena infraestructura y un mejor manejo del conflicto, que en conjunto salvaguardan la cohesión social y la paz industrial. Estas ventajas no convencerán respecto de seguir produciendo en lugares con altos costos a aquéllos orientados a la exportación de bienes producidos con trabajo intensivo de baja calificación, como los textiles. Sin embargo, los esfuerzos sostenidos por el Estado para incrementar la productividad y diversificar las exportaciones hacia productos con mayor utilización de tecnología pueden compensar los costos crecientes de la mano de obra. El capital humano altamente calificado y las instalaciones de comunicación avanzadas resultan atractivas para los inversores, en una economía crecientemente basada en el conocimiento. En consecuencia, en la periferia, la democracia social puede ajustarse a la integración al mercado global a través de políticas industriales y laborales astutas.

Pero ¿significa este ajuste un movimiento hacia una tercera vía atenuada? La pregunta es difícil de responder, dada la vaguedad del modelo, por no mencionar la reacción negativa que despierta en la izquierda ideológica. Muchos autores han utilizado la expresión «tercera vía» para describir la miríada de formas en que las socialdemocracias europeas «a la antigua» o «tradicionales» se han adaptado a las nuevas realidades desde fines de la década de 1970. Éstas incluyen no solo una integración económica global más estrecha, junto con la hegemonía de las ideas neoliberales, sin también la transición a economías posindustriales, con clases obreras fabriles en disminución, un crecimiento del individualismo y el envejecimiento de la población, que ocasiona una presión financiera sobre el Estado benefactor. Los académicos rotulan hoy como «regímenes de tercera vía» incluso a socialdemocracias tan prototípicas como Suecia, Dinamarca o los Países Bajos. Obviamente, no existe una sino muchas «terceras vías», cada una con una síntesis particular de izquierda y derecha. Lo que todas tienen en común es la renuncia a una visión socialista en favor de un capitalismo humanizado, las concesiones en forma de privatizaciones y asociaciones público-privadas, y el énfasis en medidas en favor de la oferta para mejorar el empleo e incrementar la productividad y la igualdad. Si eso es lo que queremos decir con «tercera vía», entonces Costa Rica, Mauricio y Chile han avanzado ciertamente en esa dirección.

Sin embargo, nuestra definición de «tercera vía» se refiere específicamente a la realidad del nuevo laborismo en Gran Bretaña desde 1997 o a la de Chile desde 1990. Tanto el nuevo laborismo como la Concertación representan regímenes socialdemócratas que gobiernan primordialmente en una dirección neoliberal, tratando de mantener el apoyo tradicional de la clase obrera y la clase media del sector público, con todos los compromisos y la confusión que tal estrategia implica. En esos términos, la tercera vía incluye la igualdad de oportunidades, no de resultados, como se manifiesta claramente en la oferta pública de educación, capacitación e instalaciones sanitarias (aunque en un sistema «de dos niveles»), disciplina fiscal y monetaria, una red de seguridad mínima para aquellos que no pueden competir, focalización de algunos beneficios y protecciones sociales, prestación privada de ciertos servicios públicos, privatización extensiva y políticas industriales tendientes a diversificar las exportaciones y atraer las inversiones.

Si se concibe la tercera vía en este sentido restringido, los casos analizados sugieren solo una débil tendencia en esa dirección. Kerala sigue siendo una democracia social radical. El gobierno del Frente Democrático de Izquierda (FDI) (1996-2001) enfrentó los desafíos planteados por las rigideces burocráticas de un Estado dirigista y por las reformas neoliberales indias desde 1991, adoptando políticas para atraer la inversión privada y profundizando al mismo tiempo la democracia participativa. El FDI reafirmó el poder popular al lanzar en 1996 la Campaña Popular por la Planificación Descentralizada. Esta campaña consistió en transferir mayor autoridad y recursos (33 a 40% del presupuesto de planificación) a los gobiernos locales, ampliando a la vez sus estructuras participativas. Actualmente, muchos proyectos de desarrollo –caminos, planes de vivienda, agua corriente, cuidado infantil y promoción de la agricultura local– se planean e implementan en el ámbito local. Como testimonio de la popularidad de este programa, desde 2001 el gobierno del estado ha ajustado, pero no alteradofundamentalmente, esta iniciativa. Kerala, entonces, no se ajusta al modelo de la tercera vía; pero es necesario tener en cuenta que, como estado dentro de una federación, no ejerce la misma influencia en las políticas ni enfrenta las mismas exigencias que los demás casos analizados.

Chile, por supuesto, es pionero de la tercera vía minimalista en el mundo en desarrollo. Este resultado limitado refleja la desarticulación de los movimientos populares bajo la dictadura de Pinochet y su debilidad persistente a lo largo de los gobiernos siguientes, las limitaciones severas impuestas por la Constitución de 1980 (reformada recién en julio de 2005), el poder de una elite corporativa intransigente y cohesionada y la preocupación de la Concertación por no sabotear un modelo económico que ha generado crecimiento y empleo. No obstante, la elección de presidentes socialistas en 2000 y 2006 puede anunciar, no una ruta social-democrática hacia el neoliberalismo, sino una ruta neoliberal hacia la democracia social. El gobierno ha emprendido la reforma de la Constitución, enjuiciado a quienes violaron los derechos humanos, ampliado los sistemas de salud y educación públicas e iniciado un programa de seguro de desempleo. Hasta 1998, la economía de alto crecimiento dio lugar a muchos nuevos puestos de trabajo, lo que sacó gran cantidad de chilenos de la pobreza. Sin embargo, el menor crecimiento generado desde 1998 puede dar impulso a un modelo de democracia social más radical, en la medida en que los chilenos más pobres comparten la desilusión generalizada en América Latina respecto del neoliberalismo.

Uno de los dos casos restantes, Costa Rica, se ha movido en ciertos aspectos hacia la tercera vía durante la década de 1990. Inicialmente, Costa Rica y Mauricio contaban con una combinación similar de empresas estatales, junto con medidas en favor de la sustitución de importaciones, subsidios, incentivos para quienes invirtieran en actividades determinadas, y servicios públicos y planes de seguridad social eficientes. Pero las severas dificultades económicas que enfrentó Costa Rica en los 80, combinadas con el fin de la benevolencia estadounidense (que coincidió con la derrota electoral de los sandinistas en la vecina Nicaragua en 1990), aumentaron las presiones para inclinarse hacia la ideología neoliberal. El presidente José María Figueres Olsen adhirió públicamente a una tercera vía a mitad de los 90. En la práctica, esta aproximación ha implicado reformas poco entusiastas favorables al mercado: políticas fiscales y monetarias conservadoras, liberalización financiera y comercial, unas pocas privatizaciones de empresas que daban pérdidas y la introducción de mecanismos de mercado destinados a aumentar la eficiencia en las pensiones públicas, la educación y el cuidado de la salud. Sin embargo, el nivel de inversión pública en los pilares fundamentales del Estado benefactor no ha caído, ni es probable que lo haga, a la luz de la adhesión popular a estos programas; y un Estado democrático desarrollista continúa conduciendo la diversificación de la economía. En consecuencia, es prematuro clasificar a Costa Rica como un ejemplo de la tercera vía. Con mayor precisión, podemos hablar de un sistema que se reinventa a sí mismo al tiempo que mantiene los derechos universales y los niveles de gasto social, y que sigue públicamente comprometido a reducir la exclusión y la desigualdad; podría resultar una síntesis creativa, una tercera vía en sentido más amplio.

Mauricio, finalmente, ha experimentado menos transformaciones. El país atravesó serias dificultades económicas en 1979-80, que requirieron un programa de ajuste estructural del FMI, pero el éxito del gobierno en resolver rápidamente los problemas y evitar crisis posteriores hizo posible la continuidad de la democracia social, y desde comienzos de los 80 ya no fue necesario volver a la tutela del FMI. Mauricio ha diversificado su economía, inicialmente dependiente de la exportación de azúcar, abarcando el turismo, la manufactura textil, servicios financieros y empresariales y, más recientemente, un ambicioso plan de servicios de tecnología de la información y comunicaciones. Sin embargo, los acuerdos preferenciales de comercio en relación con el azúcar y los textiles contribuyeron fuertemente a este logro. El paulatino retroceso de estos acuerdos puede aumentar las presiones sobre el gobierno para desregular los mercados de trabajo y reducir el tamaño y el rol del sector público, es decir, para avanzar hacia la tercera vía. En ausencia de acuerdos de comercio preferencial, las economías de las islas pequeñas son muy vulnerables a las cambiantes condiciones del mercado global.

Conclusión

La globalización y la democracia social en la periferia pueden ser más compatibles de lo que se piensa. Los casos presentados han demostrado pragmatismo y capacidad de adaptación para ajustarse a las circunstancias económicas externas. No es inevitable que esa adaptación tome la forma de una tercera vía atenuada. La política continúa modelando esta adaptación, y su impacto está determinado por la movilización popular, la extensión de la desigualdad resultante de las políticas neoliberales y los cambios regionales en las actitudes populares hacia el neoliberalismo. La democracia social surge de la premisa de que los mercados no regulados generan niveles inaceptables de desigualdad, sufrimiento e injusticia, por lo que es necesaria la acción estatal democráticamente dirigida, especialmente en el área de la distribución del producto, para lograr una sociedad mínimamente humanitaria. Nuestro estudio demuestra la posibilidad (aunque no la inminente adopción) de caminos hacia la democracia social en la periferia global. En pocos países en vías de desarrollo se manifiestan las condiciones que favorecen este tipo de régimen. Sin embargo, la existencia de movimientos políticos proactivos permitirá alcanzar algunas de ellas. La globalización plantea desafíos a los experimentos de democracia social, pero estos desafíos coexisten con factores que les han devuelto temporariamente las esperanzas. Progresar en este contexto dificultoso –como lo han hecho Kerala, Costa Rica, Mauricio y Chile– requiere capacidad por parte del Estado, innovación constante y una ciudadanía informada y movilizada. El esfuerzo para extender ese progreso social a otros países en vías de desarrollo será uno de los temas centrales del siglo XXI.

Este artículo es copia fiel del publicado en la revista Nueva Sociedad 204, Julio - Agosto 2006, ISSN: 0251-3552


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