¿De la indignación al miedo?
Reflexiones sobre el doble rechazo constitucional chileno
Nueva Sociedad 309 / Enero - Febrero 2024
Chile volvió a rechazar el texto que debía reemplazar a la Constitución de 1980. Intentando plebiscitar al gobierno de Gabriel Boric, la extrema derecha terminó plebiscitándose a sí misma y (por ahora) perdió, limitando las posibilidades presidenciales de José Antonio Kast. Mientras tanto, la izquierda se toma el «triunfo» con humildad: cuatro años después del estallido social de 2019, se cerró el proceso constituyente sin resolver el problema constitucional.
Abrázame que el tiempo pasa y él nunca perdona / Ha hecho estragos en mi gente
como en mi persona / Abrázame que el tiempo es malo y muy cruel amigo.
Juan Gabriel, «Abrázame muy fuerte»
En el momento más agudo del estallido social que vivió Chile en 2019, los partidos políticos acordaron convocar a un plebiscito para sustituir la Constitución de 1980, una iniciativa que buscó dar una salida a las movilizaciones. La vía constituyente prometía saldar las deudas con la democracia de la transición chilena, que mantuvo enclaves autoritarios diseñados en la Constitución para perpetuar los cimientos de la revolución capitalista impulsada por la dictadura de Augusto Pinochet. La explosión de un malestar social largamente ignorado encontraba no solo un reconocimiento sino también un cauce institucional. Además, la forma ofrecida para iniciar la nueva era estaba cargada del simbolismo necesario: como el de 1988 –que decidió entre el sí y el no a la continuidad de Pinochet–, este plebiscito era la vía para conjurar los males que aquejaban al pueblo. Así, además de alterar la correlación de fuerzas políticas e ideológicas, el proceso constituyente parecía remecer las más íntimas emociones en que se trenzaba la vida colectiva.
En 2021, la elección de la Convención Constitucional que redactaría el nuevo texto le dibujó un nuevo rostro a Chile más allá de sus fronteras, con la elección de una activista mapuche, Elisa Loncón, como presidenta y una fuerte presencia de representantes independientes. A esto se sumó la posterior victoria electoral del ex-dirigente estudiantil de 36 años Gabriel Boric, quien asumiría como presidente de la República anunciando una «nueva guardia» del progresismo latinoamericano, con Chile a la cabeza.
Pero la realidad no fue la imaginada: luego de cuatro años y con dos propuestas constitucionales rechazadas a cuestas, el proceso constituyente se cerró sin resolver las cuestiones que lo motivaron. Pocas cosas cambiaron en los servicios sociales y en la distribución de la riqueza. Muchas cosas empeoraron desde la pandemia. El malestar no se ha ido, y con el paso del tiempo la indignación parece haber dado lugar a otros sentimientos, como el miedo.
Tras analizar los resultados del último plebiscito constitucional y lo que les traerán a la derecha y a la izquierda, este artículo intenta explicar el cierre trunco del proceso constituyente a la luz de los vaivenes afectivos de la sociedad chilena. Además, buscará dilucidar el papel de los actores políticos en este doble fracaso y extraer algunas lecciones respecto al rol de los independientes y del voto obligatorio. Finalmente, indagará en el lugar del tiempo en la estrategia política de la izquierda y las emociones colectivas enfrentadas.
Los resultados del 17-D
Con una participación de 85% del padrón electoral que pareciera haberse estabilizado desde la reintroducción del voto obligatorio en 2022, el plebiscito del 17 de diciembre rechazó la propuesta del Consejo Constitucional: lo hizo con un contundente 55,76% de los votos. Este texto había surgido de un Consejo Constitucional con mayoría de extrema derecha, lo que representó un movimiento de 180 grados respecto a la primera Convención Constitucional, en la que la izquierda radical, gran parte de ella no partidaria, había marcado el paso de los debates. Si el primer texto constitucional parecía demasiado escorado a la izquierda, este lo estaba hacia la derecha, y tras ambos rechazos queda vigente la Constitución de 1980, reformada parcialmente en democracia y considerada un cerrojo del neoliberalismo. Si tras el primer rechazo fue la izquierda la que sintió el golpe, esta vez los claros perdedores de la contienda fueron la extrema derecha y su líder, José Antonio Kast, quien en lugar de usar su mayoría en el órgano redactor para convencer a sectores reactivos, se mantuvo en sus trece e incluso retrocedió en las negociaciones previas con el objetivo de sellar un texto ideologizado y radical.
Si se mira en perspectiva, desde la introducción del voto obligatorio en 2022, la fuerza electoral de la centroderecha ha aumentado significativamente su caudal respecto de las elecciones inmediatamente anteriores (plebiscito de entrada en 2020 y Convención Constitucional en 2021). Por otro lado, los resultados de la centroizquierda han tenido altos y bajos; el mejor desempeño se dio en esta última elección (plebiscito de 2023).
Para entender quiénes estuvieron detrás del triunfo del «En contra», la empresa de analítica predictiva Unholster identificó tres grupos centrales: menores de 34 años, mujeres y quienes se habían abstenido o no habían mostrado preferencia en las elecciones anteriores1.
En primer lugar, el «En contra» triunfó por el voto de los jóvenes menores de 34 años, con 70,1% entre las mujeres y 62,8% entre los hombres. Al contrario, la opción «A favor» fue muy débil entre estos votantes y tocó fondo con 29,9% de apoyo en mujeres jóvenes. La hipótesis de que las mujeres jóvenes le dieron el triunfo a Boric en la presidencial se reafirma. Pero lo que llama más la atención en esta ocasión es la altísima participación electoral juvenil en general, que llegó a 94% entre las mujeres y a 90% entre los hombres, y desempeñó así un papel fundamental en el resultado.
Como la tendencia mayoritaria por el «En contra» también se repitió entre los adultos mayores, una de las hipótesis de Unholster es que existiría una convergencia de opiniones entre los extremos del espectro etario. El reverso de esa misma interpretación sugiere que la izquierda debería preocuparse seriamente por el segmento entre 34 y 54 años de edad, que fue el único rango etario donde se impuso el «A favor», y especialmente entre los hombres.
Finalmente, la última clave para entender los números es la comparación con las elecciones presidenciales anteriores. Como era esperable, la mayoría de los votos de Boric fueron a parar al «En contra», mientras que la mayoría de los votantes de Kast optó por el «A favor». Pero lo que explica más firmemente esta votación es que quienes no participaron o votaron nulo/blanco en la elección presidencial de 2021 (cuando el voto era todavía optativo) ahora se inclinaron en mayor medida por el «En contra». El gran segmento de indecisos obligados a votar, que pareciera cambiar sus inclinaciones con facilidad, será la clave para ganar las elecciones venideras.
La derrota programática de la derecha
Para entender qué fue lo determinante para la movilización electoral de los sectores que explican el resultado, hay que entender qué fue lo que se rechazó el 17 de diciembre. Un primer nivel de análisis advierte que el texto del Consejo Constitucional correspondió al reverso conservador del rechazado en septiembre de 2022, una versión maximalista del programa político derechista, incluida una visión conservadora de la patria, la clásica preponderancia del mercado en la provisión social y en contra de la progresividad del sistema tributario2. El texto no solamente barrió con el acuerdo de la Comisión Experta, elegida tras el fracaso del primer proyecto constitucional, para habilitar un Estado Social y Democrático de Derecho, sino que reflejó la plataforma de la ultraderecha, incluido un debilitamiento del sistema de pesos y contrapesos republicanos, una apuesta contra el financiamiento del Estado y una cruzada contra los derechos sexuales y reproductivos de las mujeres3.
El desfinanciamiento del Estado fue un aspecto medular de la propuesta constitucional, que blindaba el actual modelo previsional de capitalización individual y el sistema de administradoras privadas de las prestaciones de salud, lo que significa bloquear la posibilidad de incorporar elementos de solidaridad en las pensiones o discutir en el Poder Legislativo un sistema de salud con más peso de lo público. El sesgo conservador en lo cultural también resultó sensible. Por un lado, la propuesta pavimentaba el camino para derogar la Ley de Aborto en tres causales –peligro para la vida de la madre, inviabilidad fetal de carácter letal y embarazo por violación– aprobada en 2017 bajo el gobierno de Michelle Bachelet. Por otro lado, Kast hizo campaña defendiendo el reconocimiento constitucional del homeschooling (dar la educación a los niños en el hogar en lugar de las escuelas), toda una excentricidad ajena a la realidad de la población4. Si ya en 2014 se había interrumpido la moderación programática de la derecha, la propuesta constitucional consumó el matrimonio entre la ultraderecha y la derecha convencional y puso así en entredicho las credenciales liberales de esta última. En términos interpretativos, se pasó de la negación del malestar social a una interpretación revanchista de él.
¿Implicará la derrota del texto la erosión del liderazgo de Kast entre los votantes de derecha? Aunque es difícil saberlo, las cartas del sector parecieran ya estar echadas y un divorcio entre las dos almas de la derecha resulta poco probable.
Uno de los cambios más significativos en el diseño del último proceso constitucional fue que, antes de aprobar la propuesta, los miembros elegidos para redactarla tenían a disposición el anteproyecto redactado por la mencionada Comisión Experta. Sus 12 integrantes, que contaban con credenciales académicas y experiencia en el campo laboral, fueron designados por el Congreso Nacional, con los votos de todos los sectores políticos, lo que dio lugar a una suerte de empate entre la izquierda y la derecha.
A diferencia del amplio nivel de publicidad y estridencia en que funcionó la primera Convención Constitucional, la Comisión Experta realizó su trabajo silenciosamente y en un ambiente de cierta confianza entre sus miembros, aspectos cruciales para una negociación5. El acuerdo alcanzado, que iba desde el Partido Republicano de Kast al Partido Comunista, constituye un hecho sin precedentes en la historia constitucional chilena. Había sido no solo un buen comienzo. Una de las cosas más llamativas que mostró una encuesta de la Universidad Diego Portales es que la evaluación ciudadana de los comisionados expertos se mantuvo relativamente alta durante todo el proceso6. Resulta sorprendente entonces que la extrema derecha haya utilizado su representación en el Consejo Constitucional para atentar contra ese acuerdo, del que ella misma había participado. Como señaló la ex-presidenta Bachelet, gobernar es llegar a acuerdos, y si los republicanos no son capaces de hacerlo demuestran que no son capaces de gobernar7.
Después del éxito de la extrema derecha en la elección de consejeros de mayo de 2023, se pensaba que el objetivo de Kast sería ordenar a sus huestes para demostrar que la derecha sí podía «unir a los chilenos» y de esa forma utilizar el debate constitucional para proyectarlo a la Presidencia8. Pero, por el contrario, su apuesta consistió en forzar el enfrentamiento con la izquierda en el gobierno. El deseo de transformar el plebiscito constitucional en un plebiscito de la gestión de Boric terminó generando un plebiscito sobre el propio Kast, que la extrema derecha finalmente perdió.
Algunos han señalado que, pese a la derrota, Kast sigue sumando votos. Si en la última elección presidencial logró desbancar a la derecha convencional de la segunda vuelta, esta vez sería el titular de 44,24% de los votos en favor del texto constitucional. Pero el problema de Kast y de las derechas que cierran filas con él es que la derrota de las ideas ultraconservadoras en una elección dicotómica, entre el sí y el no, no solo podría marcar el piso, sino también el techo electoral del candidato, estancado alrededor de 45% de las preferencias. No deja de ser notorio el retorno al porcentaje que obtuvo el «sí» a la continuidad de Pinochet en el plebiscito de 1988 (44%), si se considera que la liberalización de su agenda valórica y la moderación de su programa en general le venía dando a la derecha frutos electorales desde la elección presidencial de 19999. Con los últimos resultados, la derecha demuestra estar en un brete: nadie puede ganarle a Kast en la primera vuelta, pero si se consideran sus niveles de rechazo ciudadano, este podría enfrentar serias dificultades en una segunda vuelta. De ahí el error estratégico en la apuesta (ultra)derechista: un camino aparentemente despejado puede motivar el exceso de velocidad, o como reza el dicho popular, «que vayan por lana y salgan trasquilados».
Humildad en la victoria de la izquierda
«Se ratifica por segunda vez la Constitución vigente», fue la primera reacción de la derecha durante la noche de los resultados. A pesar de que su opción perdió por amplio margen, la estrategia fue atribuirle la derrota a la izquierda, en tanto no habían sido ellos quienes propusieron reemplazar la Constitución Política de 1980 en respuesta al estallido social de 2019, sino el abanico progresista. Pero la realidad es que en el plebiscito de 2020, 78,28% de los chilenos (en ese entonces con voto optativo) dijo sí a la redacción de una nueva Carta Magna. Cuanto menos, resulta forzado interpretar entonces que los chilenos han ratificado en las últimas dos consultas la Constitución actual, y más bien parece ocurrir que una parte considerable de la población sigue insatisfecha con ese texto pero no está dispuesta a reemplazarlo por cualquier otro.
Si acaso el doble rechazo ha ratificado algo, se trata de la decepcionante continuidad del problema constitucional chileno. Es de esperar que la «Constitución de Pinochet» siga sin desenvolverse como un pacto fundante de la comunidad política ni permita dirimir las diferencias entre los ciudadanos. Hoy como ayer, no se trata solamente del plebiscito ilegítimo que la originó; más bien, el verdadero problema de la Constitución es que, pese a la eliminación de sus aspectos más escandalosos en las sucesivas reformas bajo la transición democrática, sigue siendo el obstáculo que los movimientos sociales encontraron una y otra vez al momento de discutir reformas socioeconómicas, a punto tal que la propuesta de su reemplazo detuvo, ni más ni menos, la violencia desatada a fines de 2019. Hay, empero, una diferencia relevante. En medio de la lucha política registrada con anterioridad al plebiscito de 2022, la derecha y la centroderecha propusieron rebajar a 4/7 el quórum para cambiar la Constitución, con el objetivo de que perdiera sentido sustituirla por el texto redactado por la Convención Constitucional. Más allá de su uso electoral, la aprobación de la ley de reforma 21.481 representa el fin de uno de los megacandados heredados de la Constitución de 1980.
El hecho de que la ultraderecha chilena se haya embarcado en su propia aventura constitucional contra lo que fue el corazón de su proyecto histórico –mantener el texto de 1980– no es tan solo una cuestión de estrategia electoral para medir cuánto podía subir su piso de apoyo. Uno de los redactores de la Constitución vigente, Raúl Bertelsen, admitió que «se ha alterado últimamente el procedimiento para reformarla y ha quedado convertida, en la práctica, en una Constitución flexible que una mayoría parlamentaria débil puede alterar a su gusto»10. Es decir, se habrían abierto los candados que Jaime Guzmán introdujo para amarrar el programa de los Chicago Boys en la época de la dictadura.
Consistente con la actitud del oficialismo tras la «victoria» del 17 de diciembre, es interesante que hasta el día de hoy nadie en la izquierda pueda celebrar el resultado. En la izquierda chilena existe un acuerdo tácito de sobriedad en la interpretación de los resultados obtenidos. En minoría parlamentaria y con las principales reformas del programa de gobierno cuesta arriba, con una base de apoyo ciudadano que está lejos de representar una mayoría social, no cabe otra actitud posible que la humildad.
Pero no es solo una cuestión pragmática. Luego de un intenso calendario electoral con resultados difíciles de procesar y frenéticos vaivenes político-afectivos de la sociedad, el aparente abandono de la estrategia populista por parte de la nueva izquierda chilena no ha sido solo efecto del aterrizaje gubernamental; más bien pareciera estar aconteciendo un cambio anímico hacia lo que Javier Couso ha denominado una «actitud flemática»11. ¿Es que se ha cambiado el optimismo de la voluntad por el pesimismo de la razón? En La jornada de un escrutador, el Italo Calvino militante comprendió que, en política, optimismo y pesimismo son complementos necesarios. Hay pesimistas que cada vez que vencen se dan cuentan de que han perdido, así como hay optimistas herederos de una minoría que cree haber vencido cada vez que pierde. El asunto, decía Calvino, es cómo el pesimismo secular también puede dotar a la izquierda de un necesario «sentido de lo relativo, la capacidad de adaptación y de espera»12.
El tiempo fue implacable en castigar las soluciones propuestas al problema constitucional chileno, pero sus estragos podrían proveer algunas enseñanzas que la izquierda necesita para prolongar su ciclo de transformación: paliar todo triunfalismo de palacio con el viejo escepticismo que caracteriza a la sociedad chilena y comprender que, igual que las derrotas, las victorias son siempre relativas.
Responsabilidad transversal
Más allá de victorias y derrotas, podría pensarse que haber perdido cuatro años intentando cerrar el irresuelto problema constitucional, mientras crecía el abismo entre política y sociedad, es responsabilidad de un extravío interpretativo de la izquierda. Pero en contra de quienes creen que la izquierda se sacó del sombrero el cambio constitucional, ese camino fue pavimentado lenta y transversalmente por todos los actores políticos chilenos.
La referencia obligada es el proceso que impulsara Michelle Bachelet hacia el final de su segundo gobierno y que se suele entender como una suerte de premonición. Apenas asumió el gobierno, el presidente de derecha Sebastián Piñera se jactó de haber archivado ese proyecto en un acto ante poderosos empresarios13. Piñera nunca esperó tener que llamar por teléfono a Bachelet menos de un año después para pedirle su apoyo en la reposición del proyecto, con el objetivo de contener la crisis política que azotaba Chile14.
Mucho antes, el demócrata cristiano Eduardo Frei Ruiz-Tagle ya incluía el cambio constitucional en su campaña presidencial de 2009 y se sumaba así a los candidatos de izquierda Jorge Arrate y Marco Enríquez-Ominami. Esto demostraba la insuficiencia de las reformas de 2005, que no tocaron el sistema electoral y fortalecieron las funciones del Tribunal Constitucional, convirtiéndolo en una tercera cámara legislativa cuoteada entre los dos sectores políticos mayoritarios. Luego de 15 años, Ricardo Lagos se mostraría decepcionado respecto de las reformas constitucionales que llevaron su firma como presidente.
Adicionalmente, el proceso recién concluido, sin los resultados esperados, fue fruto de un cambio legislativo apoyado por la derecha convencional. Hubo algún momento en el que la histórica movilización popular del 25 de octubre de 2019, que la derecha hoy llama peyorativamente «octubrismo» o «estallido delictual»15, fue motivo de «esperanza y alegría»16. En ese contexto se firmó el acuerdo que abrió el proceso constitucional17, del cual solo se autoexcluyeron el Partido Comunista y el Partido Republicano.
En tanto el Partido Comunista se subiría rápidamente al proceso iniciado en 2020 luego del aseguramiento de la paridad de género y escaños reservados para pueblos originarios, no fue hasta su triunfo en las elecciones de mayo de 2023, para el último Consejo Constitucional, cuando el Partido Republicano se subió al carro. Así, el triunfo de la ultraderecha en las elecciones del Consejo Constitucional de 2023 la llevó a ponerle la guinda a la torta, al utilizar su mayoría para impulsar una nueva Constitución más conservadora que la actual y quedar comprometida con la idea del cambio constitucional. Al final, también fracasó.
Chile es una larga y angosta faja de tierra ubicada sobre el borde de la Placa de Nazca, que en su choque con la Placa Sudamericana lo vuelve un país sísmico. Tal como con los terremotos, nadie puede predecir con exactitud cuándo ocurren los estallidos sociales, aunque hay razones estructurales que explican su existencia. La historia del estallido social de octubre de 2019 se inició con un puñado de estudiantes secundarios llamando a la población a saltarse los torniquetes del metro de Santiago, en desobediencia al alza de 30 pesos (0,04 dólares estadounidenses) en la tarifa. Unos días después, se leía en las paredes agrietadas una consigna que explicaba la naturaleza estructural del estallido: «No son 30 pesos, son 30 años».
En contraste con el oasis en que creía vivir la elite política, la estabilidad política del país demostraría estar sostenida no tanto en un contrato social legitimado, sino en una cada vez más precaria subordinación a la autoridad de las instituciones legítimas. Detrás de las exuberantes cifras macroeconómicas, reverberaba un malestar creciente ante los altos niveles de desigualdad no tan solo de ingresos, sino también de diversas dimensiones de la vida social. En Chile, la desigualdad afecta a gente que puede vivir muy cerca en la misma ciudad pero a siglos de distancia en cuanto a las garantías sobre sus derechos más básicos.
Con todo, la diversidad de reclamos del Octubre de 2019 y la imposibilidad de diseñar una propuesta concreta, lejos de delimitar un compendio de demandas, apenas sugirió un sentimiento común entre todas ellas: la indignación contra las elites del país y su forma de conducirlo.
Hay pocas dudas de que la indignación fue el telón de fondo para el inicio del proceso constituyente y el posterior triunfo presidencial de Boric. Hoy, muchos chilenos sienten que esa historia ocurrió hace demasiado tiempo. Cuatro años después, antes que la indignación, el sentimiento que más representa a la sociedad chilena es el miedo. La manifestación más trivial de este cambio es la nueva escala de prioridades ciudadanas reflejadas en las encuestas, que fluctuaron desde la protección social hacia la preocupación por la delincuencia18. Esto no representa ninguna sorpresa porque las tasas de criminalidad han aumentado y, sobre todo, el tipo de criminalidad ha cambiado hacia una de mayor connotación pública19.
Por eso, es mejor fijarse en otros aspectos para advertir los vaivenes afectivos. Una de las movilizaciones sociales más emblemáticas de la última década fue el movimiento «No+afp», en favor de un nuevo sistema previsional de base estatal. Es sorprendente observar cómo el fuerte apoyo a este movimiento derivó en el miedo actual de los chilenos a que les quiten la «propiedad» sobre sus ahorros previsionales20, lo que ha sido hábilmente movilizado por la derecha política local y financiado por la derecha financiera a escala regional.
Con todo, Chile pareciera haber incorporado la violencia generalizada que se manifestó en las calles como miedo inminente al quiebre de lo poco estable que queda en la vida social. En otras palabras, se pasó de la indignación al miedo. Como advirtiera a fines de la década de 1990 el titular del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (pnud) Norbert Lechner, el problema del miedo es que puede sumir a la sociedad en el presentismo y despojarla de cualquier futuro posible21. En el plano psicológico, el miedo al miedo es angustia. En el social, la angustia crónica separa a las comunidades.
Lecciones procedimentales
Luego de cuatro años, saltan a la vista al menos dos problemas de diseño procedimental en el proceso constituyente que dejan lecciones para la política en general. Antes del plebiscito de 2022, sectores de derecha y los centristas advirtieron que el texto de la Convención Constitucional no podría aprobarse sin recoger sus visiones, que según las últimas elecciones presidenciales representaba a 44,13% de los votantes. En su última cuenta pública, el presidente Boric acusó recibo y dijo haber escuchado el mensaje de la ciudadanía que no quería una «Constitución partisana»22. Pero la dificultad de consensuar un pacto político en la Convención Constitucional no radicaba solamente en que la derecha tenía menos de un tercio de las plazas, y por lo tanto no parecía necesario pactar con ella, sino también en que los independientes representaban 64% de las curules, lo que nos lleva al primer problema procedimental. Además de la paridad de género y los escaños para pueblos originarios, el diseño permitió la conformación de espacios electorales de independientes (sin la necesidad de partidos políticos) con muy bajos requisitos para su integración en el órgano.
Si la reforma constitucional de 2005 fracasó al no incorporar a la ciudadanía, demostrando los límites de la «política de los acuerdos», el exceso de independientes en la Convención Constitucional torpedeó las negociaciones constituyentes y la posibilidad de una deliberación genuina23. El clima «proindependiente» también se manifestó en que los partidos renunciaron a jugar un rol, en un intento de recobrar legitimidad frente a la masa de independientes desconfiados de la política.
Es injusto achacarle todos los males de la Convención Constitucional al Frente Amplio porque este representó alrededor de 10% del órgano, pero no está claro en qué medida el momento independiente fue también propiciado por el discurso frenteamplista antes de gobernar. Se ha hablado mucho de la necesidad de matar al padre en política24, hoy está claro que tampoco hay supervivencia sin reconciliación. En la base de la reconciliación generacional de la izquierda chilena no está solo la experiencia del actual gobierno de dos coaliciones, también está el abandono del independentismo político por parte de la generación emergente.
En segundo lugar, la introducción del voto obligatorio a mitad de camino distorsionó gravemente las interpretaciones de los actores sobre lo que estaba ocurriendo en la sociedad. El apoyo de 78,27% al «Apruebo» a la necesidad de una nueva Constitución en 2020 representaba en realidad menos de 40% del padrón electoral en un contexto de voto voluntario. Ya con voto obligatorio y una participación de 85,82% en el plebiscito de salida, no era difícil aventurar que el porcentaje inicial del «Apruebo» no bastaba, y el contundente rechazo a la propuesta así lo demostró en los resultados. Pero el cambio a la obligatoriedad del voto no solo promovió un triunfalismo peligroso en la izquierda, sino que también representó un problema procedimental, toda vez que el universo ciudadano consultado para dar inicio al proceso no fue necesariamente el mismo que el consultado para dar el cierre.
Después de la estrepitosa derrota de 2022, la izquierda (con la excepción del diputado frenteamplista Gonzalo Winter) votó una reforma para extender la obligatoriedad a todas las elecciones populares. Aunque no es una discusión simple, no deja de ser sorprendente mirar este tipo de reformas políticas con una perspectiva regional: mientras la izquierda chilena obligó a votar a los abstencionistas, alentando en los hechos un «rechacismo» permanente y difícil de canalizar de la noche a la mañana, el peronismo argentino introdujo el voto a los 16 años que luego alimentaría de manera gravitante el triunfo de Javier Milei en las elecciones presidenciales (aunque originalmente la derecha se opuso a la reforma por considerar que los jóvenes votaban al kirchnerismo). Por último, incluso antes de la discusión sobre la obligatoriedad del voto, está la inquietud sobre la pertinencia de los plebiscitos ratificatorios luego de elegir representantes directos para la redacción de una nueva Constitución.
Cualquier balance del proceso político chileno en el último tiempo debería repensar el lugar de los plebiscitos obligatorios. Pareciera ser que la nostalgia de haberse liberado de una dictadura a través del célebre plebiscito de 1988 animó en los chilenos la esperanza en el plebiscito 2020 para terminar con la Constitución heredada de ella. El problema es el enamoramiento del mecanismo como tal, como si estuviese destinado a dar victorias a la izquierda. Por un lado, la tendencia internacional del último tiempo indica justamente lo contrario, con líderes ultraderechistas que se alimentan de las manipulaciones del plebiscito, que solo permite votar por sí o por no, y suele someter a consulta más cosas que las que se inscriben en ellos. La idealización del plebiscito puede esconder nociones mayoritaristas y hasta unanimistas que niegan la pluralidad de lo político. En realidad, los plebiscitos solo son deseables en un ecosistema que pondere diversos mecanismos de representación, participación y deliberación.
Conclusiones
Seguramente, los constitucionalistas se pasarán un buen tiempo analizando el caso chileno en perspectiva comparada. ¿Será que las nuevas Constituciones solo pueden aprobarse en el ocaso de las dictaduras, como España en 1978 o Brasil en 1988, o bajo gobiernos hegemónicos como el de Ecuador en 2008 o Bolivia en 2009? ¿Dependerá el cambio constitucional del «constitucionalismo abusivo» de quienes quieren mantenerse en el poder? Por ahora, el doble rechazo constitucional chileno cuestiona la durabilidad de las voluntades expresadas en las urnas y exhibe cuán rápido pueden perder efervescencia los momentos constituyentes o constitucionales. La percepción de que la política no sirve para nada continúa extendida en la sociedad chilena, pero la idea de solucionarlo por la vía constitucional ya no convence. Son los estragos del paso del tiempo que nunca perdona.
En la base del doble rechazo a la nueva Constitución están los vaivenes afectivos de la sociedad chilena, lo cual podría convertirse en un problema interpretativo para la izquierda si no le otorga un lugar más preponderante al factor temporal en su estrategia política en general, y particularmente si se queda pegada en el sentimiento de la indignación en tiempos de miedo.
La indignación arquetípica del extremaizquierdista que llama a la insurrección en la cena navideña cuando asaltaron a un familiar la noche anterior no es un problema estético ni tampoco es solo un lastre comprensivo. En este caso, la actualización de los sentimientos constituye también el desafío de privilegiar la solidaridad: la seguridad social es también la seguridad del hogar. Los cambios afectivos que el tiempo imprime en la política son constitutivos de lo político. Como canta Juan Gabriel, el tiempo no es solo malo, sino que «es muy cruel amigo». ¿Puede acaso perdonarnos el tiempo? Sí, si lo asumimos como el factor más preponderante de la práctica política, si nos proponemos entender dónde opera; en definitiva, si somos capaces de mantener la integridad de nuestra identidad política a pesar de los estragos temporales. La campaña exitosa del «En contra» es una digna prueba de ello. Mal que mal, el desafío de sincronizar nuestros actos con los sentimientos que los rodean es también el desafío de mantener el potencial de razón de los principios socialistas ante la «conflictiva y nunca acabada construcción del orden deseado».
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