Opinión
diciembre 2020

La vana pretensión de querer ser todo al mismo tiempo

¿Cuál es el balance el primer año de gobierno del argentino Alberto Fernández? A la incertidumbre creada por la pandemia se suman una larga crisis económica sin visos de solución y las propias tensiones en el interior de la coalición panperonista.

La vana pretensión de querer ser todo al mismo tiempo

Quizá Alberto Fernández pareció el presidente más sobreinterpretado, en tiempo real y no de modo retrospectivo, de la historia argentina reciente. Nuestra contemporaneidad contribuye a ello: todos tenemos a la mano algún lugar donde expresar nuestras opiniones y, al mismo tiempo, una incontinencia para darlas a conocer. Ese ejercicio procura fijar certezas, establecer mojones y traducir a términos conocidos una realidad tan incierta como preocupante. A todos los ingredientes de la receta para el desastre que configuraban el escenario político y económico en que Alberto Fernández asumió la presidencia –o quizá antes, cuando triunfó con amplitud en las Primarias Abiertas Simultaneas y Obligatorias (PASO)–, se le sumó la pandemia.

Esa crisis planetaria desatada por un virus incontrolable se convirtió en el «cisne negro» que marcó toda la labor del gobierno entrante y, al mismo tiempo, en una inmejorable coartada. La pandemia, curiosamente o no, pareció ser una bendición para el gobierno en los primeros meses de 2020: ponía en suspenso muchas de las cuestiones más urgentes, ofrecía un pretexto inédito para cooperación entre oficialismo y oposición, y, finalmente, la rápida reacción inicial se convertía en una vía para fortalecer la figura presidencial contra todas las dudas. Como sabemos, ese escenario favorable fue erosionándose fruto de sus propias aporías, fundamentalmente una: la de anunciar soluciones frente a un problema sin solución.

El primer año del gobierno de Alberto Fernández se cierra con un escenario signado por la incertidumbre y una agenda de desafíos todavía más ingente que la que recibió a finales de 2019. Las dudas y preocupaciones provienen de diferentes fuentes. Algunas se retrotraen al pecado original que alumbró el liderazgo de Fernández, otras tienen que ver específicamente con la gestión de la pandemia, y algunas se vinculan con las responsabilidades propias del gobierno y la posibilidad de ver reflejadas las promesas electorales en algún tipo de resultados.

El pecado original

La unción de Alberto Fernández fue tan original como inesperada. El genio político de Cristina Fernández de Kirchner vino a desmentir, al menos en ese gesto primigenio, los principales cuestionamientos sobre el talante de su liderazgo y sus dotes tácticas. El vértigo de los acontecimientos desató una catarata de lecturas e interpretaciones que procuraban dar nombre a una criatura que nadie sabía bien cómo denominar. El «albertismo» fue bautizado antes de nacer, un embrión al que se le asignaban atributos hipotéticos como a aquel célebre «feto» destinado a ser ingeniero que nos regaló el debate del aborto en 2018. Ese ejercicio era sencillo porque Alberto era un viejo conocido, un hombre reaparecido cuando nadie lo esperaba, pero no como los mentados outsiders, sino regurgitado desde las mismas entrañas de la política profesional. El anverso perfecto de un Mauricio Macri que, a pesar de vivir desde hace décadas inmerso en ella, sigue curiosamente abjurando y renegando de la política.

«Alberto» fue el nombre propio de una jugada maestra. Ese movimiento con nombre propio quebró la inercia de una dinámica política signada por una polarización más sobreactuada que efectiva. En un simple cambio nombre por nombre se ponía fin a una serie de especulaciones electorales y se forjaban los cimientos para la recomposición de un peronismo «con todos» que la ex presidenta no podía garantizar. El Frente de Todos ofreció un sello nuevo para suturar viejas heridas y sanar recientes derrotas, los rencores de otrora se metabolizarían en pos de un premio mayor. Sin vencedores ni vencidos, se relanzaba un kirchnerismo atenuado o un peronismo kirchnerizado. Pero ganador al fin, que es lo que importa. Alberto se presentaba incluso como una especie de «portador sano» de kirchnerismo, coautor de los logros pasados y crítico de sus falencias más recientes.

Si el macrismo amaba odiar a Cristina Kirchner, la candidatura de Alberto Fernández puso coto a una estrategia que se había mostrado muy eficaz, al menos electoralmente. A pesar de los intentos de revertir el golpe de efecto de la candidatura, la coalición macrista se enfrentó a una campaña pendiente arriba, sin logros para mostrar ni promesas para hacer. La contundencia del resultado de las primarias precipitó una situación que, entre descalabro económico y descalabro económico, mostraba a un presidente que ya no quería gobernar y un candidato sin banda que jugaba a que lo hacía.

Si bien el resultado final fue menos categórico, el triunfo de la fórmula Fernández-Fernández no pareció correr riesgo en el trayecto entre las primarias y las elecciones generales. Sin embargo, como no podía ser de otro modo, comenzaron las especulaciones entre cuánto «albertismo» permitía esa heterogénea coalición; cuánto «albertismo» toleraría el kirchnerismo y, en especial, Cristina Kirchner; cuánto del más elemental anti-macrismo podría fraguar en «albertismo». En fin, si algo así como el «albertismo» tenía carnadura política, si ese enclenque «ismo» tenía chance alguna de surgir. Más precisamente, si el inesperado candidato una vez asumido como presidente podría, finalmente, convertirse en líder.

El campeón de la pandemia

La pandemia del coronavirus, ese fantasma que recorría Europa, llegó a la Argentina los primeros días de marzo de este año. Tras algunos diagnósticos erráticos y premoniciones equivocadamente optimistas del ministro de salud Ginés González García, el gobierno adoptó una estrategia agresiva para el control de la pandemia. La remanida «cuarentena», con sus muchas restricciones y controles, fue apoyada sobre una estrategia comunicacional que colocaba al presidente Fernández en el centro de todas las decisiones que se tomaran al respecto. Con veleidades de piloto de tormentas y un tono profesoral que alternaba entre la arenga y el regaño, Alberto Fernández fue asumiendo un rol cada vez más protagónico en, ahora sí, su gobierno.

En una postal que se repetía, bajaba al barro de la política las recomendaciones de unos omnipresentes y, al mismo tiempo, invisibles «expertos». Ladeado de gobernadores, tanto oficialistas como opositores, el primus inter pares nacional ofrecía una imagen de concordia en tiempos de catástrofe. Una plural coalición de oficialismos (nacional y provinciales) que anteponía una irreductible ética de la responsabilidad a la desprestigiada ética de la convicción de los fanáticos y «grieteros» (polarizadores). En tiempos de gestión y urgencias, no había lugar para las miserias de la politiquería.

Los éxitos del gobierno nacional, más simbólicos que concretos ante el «enemigo invisible», fueron perdiendo eficacia de cara a la opinión pública a medida que pasaba el tiempo. Cada vez que el horizonte se corría, la fuga hacia adelante se volvía una carrera desesperada hacia ninguna parte. Sin plazos ni objetivos, la pandemia se volvió causa y excusa de casi todo. Las medidas paliativas y las promesas de soluciones parecían cada vez más insuficientes. A los preocupantes datos económicos se le sumaron las cifras de contagiados y fallecidos difíciles de presentar de forma halagüeña ante el hartazgo. Como una especie de defecto congénito, para peor, incluso en una crisis mundial el excepcionalismo argentino se hizo presente, como mantra y como denuncia. Entre la «Argentina modelo en la lucha contra el covid-19» y «el país de la cuarentena más larga e infructuosa del mundo», una vez más nos sentíamos la razón exclusiva de nuestros mayores éxitos y nuestros peores fracasos.

En el camino, por supuesto, la figura del propio presidente se fue desgastando al alimón con su estrategia comunicacional. Tras la sobreexposición inicial, Fernández se corrió de los focos, intentando esquivar críticas, rumores y tiros por elevación. Los altísimos índices de popularidad al inicio, con aplausos y vítores en los balcones, fueron decayendo de forma paulatina, al tiempo que los dirigentes opositores vociferaban en la plaza pública y, también, el oficialismo comenzaba a mostrar algunas fisuras dentro de su armado. El líder paternalista y cuidador de otrora fue tachado de autoritario por unos y de inepto por otros. El discurso de acuerdo y diálogo con los gobernadores fue sustituido por un clima de desconfianza, descoordinación, declaraciones y desmentidas. Si la organización vence al tiempo, como dicen en el peronismo, el tiempo vence a todo lo demás, y esto se había prolongado ya demasiado.

Mientras tanto, un país

Entre un cúmulo de medidas de aislamiento y subsidios a los damnificados por la cuarentena, los problemas del país siguieron allí. Muchas veces ocultos entre los pliegues de la pandemia que todo lo abarca y otras, las menos, ganando por unos días las portadas de los diarios. El gobierno de Fernández, que es en realidad el del Frente de Todos –incluida Cristina Kirchner, que funge como vicepresidenta y presidenta del Senado–, fue, aunque pocos lo reconocieran así, un gobierno de coalición, compuesto de pedazos y retazos del peronismo. La unidad hace la fuerza, pero solo si el cemento que la une es lo suficientemente compacto.

El populoso gabinete que Alberto Fernández construyó reflejaba la diversidad del Frente, con algunos nombres del riñón del presidente, algunos viejos conocidos del kirchnerismo y también nombres nuevos. De entre ellos, se destacaban el doble comando económico entre el hasta ahora Martín Guzmán y Matías Kulfas, los veteranos Ginés González García en Salud y Felipe Solá en la Cancillería, y algunas apuestas novedosas como la antropóloga Sabina Fréderic en Seguridad y Nicolás Trotta en Educación. El presidente preservó para personas de su confianza algunos ministerios claves (Justicia, Trabajo) y se rodeó de figuras moderadas como Gustavo Béliz y Jorge Argüello. El saldo, a un año de asumido, muestra un solo cambio entre los ministros, con la salida de María Eugenia Bielsa del ministerio de Desarrollo Territorial y Hábitat y la llegada de un hombre del conurbano y de Cristina Fernández, el intendente de Avellaneda Jorge Ferraresi.

Probablemente ha sido Guzmán el que, por méritos propios y contra burlas ajenas, el que más se ha destacado. Se trata de un economista de 38 años que trabajaba en la Universidad de Columbia y fue colaborador de Jospeh Stiglitz. El resonante éxito en la renegociación de la deuda y su agresiva política, parcialmente exitosa, en relación al tipo de cambio, hicieron que el joven ministro disipara algunas de las dudas que se sembraban sobre él, se lo caracterizaba como un personaje del mundillo académico sin rodaje en las lides de la política real. Si bien la situación económica sigue siendo crítica y, más allá de los trazos gruesos, no queda claro el rumbo que se seguirá el gobierno, lo cierto es que Guzmán no parece cuestionado. A su favor han jugado sus propios logros, así como el enorme pretexto que ofrece la pandemia. Por otro lado, la división de tareas con Kulfas hace que muchos de los aspectos más preocupantes del cuadro socioeconómico recaigan, al menos en teoría, en el ministro de Producción que, por el momento, solo ha podido mostrar números en rojo.

Salud, por razones obvias, fue el área más escrutada y cuestionada, los momentos zozobra que mostró el veterano González García fueron compensados por la joven figura de Carla Vizzotti, pero su suerte, de todos modos, estará atada al vaivén de los números que en estos días no parecen demasiado alentadores. Y la apuesta a las vacunas rusa y de AstraZeneca/Oxford, que se planeó producir en Argentina, por ahora parece incierta y con una comunicación oficial muy deficiente. La esperanza de la prometida «nueva normalidad» ya resuena como una quimera.

En cualquier caso, todos los triunfos parecen módicos ante un escenario desolador, solo atenuado por el mentado «mal de muchos». La pandemia convirtió las brechas de desigualdad preexistentes en verdaderos abismos. La inflación sigue fuera de control, con el impacto que eso tiene para los sectores más vulnerables, y la pobreza muestra cifras más que alarmantes. Finalmente, el crecimiento sigue estando en las listas de pendientes más acuciantes en una economía que ya iba a estrellarse contra las rocas antes que el virus entonara sus cantos de sirena.

Tiempo de balances

Se trata de un año de gobierno, pero uno absurdamente inusual. Y en este año, el presidente quiso ser muchas cosas, demasiadas, a la vez. Quiso ser un poco Raúl Alfonsín, el «padre de la democracia» de los 80, y otro poco el Perón de «para un argentino no hay nada mejor que otro argentino». El «socialdemócrata posible» y, al mismo tiempo, el factótum del peronismo otra vez unido. Confiable con sus aliados y amigo de sus adversarios. El adusto profesor de las «filminas» con las malas noticias de la pandemia y el «guitarrero de fogón». El de la cuarentena estricta y el del multitudinario velorio de Diego Maradona. El «tuitero insultador» y el presidente siempre dispuesto a la charla y al debate, ya sea en conferencia de prensa o en los temidos mano a mano. Serio, pero no solemne. Hombre de los pasillos y los corrillos, pero también de las manifestaciones populares y los pies en la fuente. Leal, pero autónomo. Pero, como sabemos, todo no se puede. Quién nace como objeto de demasiadas expectativas corre el riesgo, más temprano que tarde, de convertirse en fuente de todas las frustraciones.

La presidencia de Alberto Fernández parece una de transición, pero no sabemos muy bien transición hacia dónde ni a qué. Su liderazgo parece precario, prestado, con fecha de vencimiento. Sus logros módicos, sin proezas y sin épica. Quizá su gobierno sea olvidable, pero en este país eso resulta casi un mérito entre sueños resacosos y pesadillas fundacionales. Pero falta mucho todavía para saber eso. Mientras tanto, como apuesta de fin de año, Alberto Fernández espera que, finalmente, su gobierno vea sancionada la ley de interrupción voluntaria del embarazo, lo que de momento no es seguro. La apuesta es que el lazo verde de la defensa de la legalización de la interrupción voluntaria del embarazo ponga una marca de esperanza en un camino empedrado de promesas incumplidas y deudas acumuladas.

 


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