Tema central

Milo J, el trap argentino y Los juegos del hambre


Nueva Sociedad 314 / Noviembre - Diciembre 2024

¿Por qué el trap representa la lingua franca de los centennials? ¿Qué nos dice este subgénero del hip hop, nacido en el sur de Estados Unidos y popularizado en la década de 2010, sobre las carreras musicales, la incorrección política y la «libertad»? ¿Cómo se tradujo esa estructura al argot musical argentino?

Milo J, el trap argentino y <em>Los juegos del hambre</em>

Esta vida va a 220 / y muy antes de los 20
Milo J, «Antes de los 20»

Las visiones de Milo J

Hoy parece que hubieran pasado muchísimos años, pero apenas si se cumple uno. Sucedió el 4 de octubre de 2023, fecha en que subieron a Spotify el ep (extended play) En dormir sin Madrid (sic) del rapero teen Milo J. Se oía la voz de un chico de 16 años que remitía a la de un señor de 76: era como el ventrílocuo de su porvenir. Arrastraba una cadencia de cansancio, como si ya fuera una cadena su corta carrera que al final lo esclavizaría. Se alegraba y se entristecía, de una barra a otra, en «Penas de antaño» (título tanguero si los hay): «Hoy salí a gritar ‘Lo logré’ / Vacíos quedaron y no se llenaron». 

El álbum contaba con el productor de música urbana más famoso de Argentina –Gonzalo Julián Conde, alias Bizarrap–, quien creó un género performático orientado a YouTube, bautizado bzrp Music Session, donde solemos verlo grabando junto a cantantes o raperos desde su supuesto dormitorio-estudio ubicado en Morón, una localidad de la provincia de Buenos Aires. A Milo J le tocó protagonizar la bzrp Music Session #57, luego de que la sesión de Bizarrap con el español Quevedo, un compositor de 22 años, llegara a más de 1.800 millones de reproducciones (mientras tanto, la sesión que compartió con Shakira un año después ya está superando los 1.000 millones). 

La sesión 57 es excepcional porque lleva título y consta de cinco canciones bien diferenciadas. Ahí Milo canturrapea sobre la velocidad de su éxito en el mercado musical: «Miré mi tarifa, pasé de 1.000 a 100.000 / Aunque ahora lo mido en base a cuánto sufrí». La ecuación entre ganar y perder (acciones que forman el eje narrativo de la carrera de los traperos, como veremos) es lúcida: «Gané plata, perdí tiempo». 

Milo logra esta visión sobre los efectos del éxito a sus 16 años, algo que titanes del hip hop como los multimillonarios Kanye West o Drake descubrieron y describieron doblando esa edad, tras una década de ascenso en sendas trayectorias. Pongamos por caso el álbum Donda (2021) de West, dedicado a su madre muerta. Sobre este disco, se subrayó que «demuestra cómo ha llegado a la dolorosa y humilde reflexión de que incluso los más grandes ganadores pueden perder»1. Analizando las consecuencias del abuso de ansiolíticos y calmantes por parte de los traperos norteamericanos, el crítico Simon Reynolds definió el trap como «la manifestación suprema de lo que el teórico cultural Mark Fisher llamó ‘hedonismo depresivo’»2. Explica que esa vida de riqueza, lujo y placer que se exhibe desemboca en «una hueca sensación de ennui y entumecimiento». Así que «atesorar un vacío espiritual se ha vuelto el símbolo de status definitivo en el rap». 

Tras su revelación pseudomística, casi rimbaudiana de visionario adolescente, Milo expresará la nostalgia de una inocencia todavía no perdida del todo («Y no niego extrañar un poco el ante’», «Niños que no van a volver»). Digamos, todo lo que la tapa del Nevermind de Nirvana había graficado en 1991 ante la Gen X. En 2023, Milo la ve: el mayor peligro de «llegar» y «lograrlo» es perder la capacidad de desear. «Extraño desear esa vida lujosa», canta. En cuanto a sus ambiciones, nada más lejos del aspiracionalismo del trap cuando plantea este desafío: «¿Cuál hay si quisiera una vida sana / y económicamente buena?».

Siguiendo esa dialéctica entre perder y ganar, definiremos a Milo J como un «misser», alguien que ya extraña aquello que sospecha va a perder aunque gane. Ahora bien, más allá del contagio de melancolía que nos provocan inmediatamente tanto su garganta de «alma vieja» como su fraseo triste, Milo me impactó porque representaba un caso testigo para todos esos pibes y pibas que confían en la meritocracia emprendedora de las redes. Aquellos que siguen paso a paso los juegos del hambre3 que le esperan a su generación al entrar en la sociedad, o sea, en la lógica del mercado libre con que los seducen desde x, Instagram o TikTok.

El metatrap de Bizarrap (parte 1)

Unos días antes de la salida de En dormir sin Madrid, Bizarrap publicó en YouTube un cortometraje que protagoniza él mismo: Bizapop. Tras publicitar productos con su marca, como por ejemplo un desodorante, parecía detenerse en una pausa autorreflexiva: otra vez, la lógica del ganar/perder, propia de la música urbana, era objeto de objeciones. El video parodia la película El lobo de Wall Street (Martin Scorsese, 2013), con su estética oficinesca de tensión financiera. Una estética en sintonía con la tapa de Penthouse and Pavement (1981) de Heaven 17 o, incluso, la de Nada personal (1985) de Soda Stereo, donde se develaba que una banda no era sino otro producto industrial que cocinaba el capitalismo en su era yuppie. 

En el cortometraje de Bizarrap, un joven productor se encuentra bajo las decisiones de un ceo, interpretado por el actor Guillermo Francella, quien quiere imponer más estrategias de marketing a su carrera (aprovechar el azul de sus ojos, ya que el personaje Bizarrap los oculta tras gafas negras). Finalmente, la meta «meta» es ironizar sobre la exitoína masiva de los argentinos tras el triunfo del Mundial, aplicada al Bizarrap que salió en la tapa de la revista Forbes como ejemplo de un modelo de negocios. «Ganamos, volvimos a ganar y vamos a seguir ganando», arenga, antes de sacudir los hombros como el «Dibu» Martínez, el popular arquero de la Selección argentina, y caminar encorvado a la manera de Lionel Messi llevando la copa. Acto seguido, cerrará los ojos para imaginar esa oficina inundada por un diluvio universal y dibujará una sonrisa. Un cuestionamiento cínico de toda la movida trap y su negocio adyacente, como el que alguna vez atravesó el rock argentino, pero con un final de lo más distópico (solo falta el Arca de Noé).

¿Cómo se sigue haciendo lo mismo tras este momento metadiscursivo, incluso de negatividad? A Milo J le correspondió sumar una pincelada emocional a tanto cinismo. El trap argentino –el que Duki, ysy a y Khea habían consagrado en 2018– ¿ya había tocado fondo en 2023 y sus cultores se estaban dando cuenta? ¿Empezaba entonces el after trap? Solo una torsión hegeliana que negara esa negación crítica y cínica podía resolver la continuidad del movimiento como si nada pasara. 

No conforme con este cuestionamiento del «plan trap» (plata, putas, joyas, drogas, fama), Milo se animaba a darle la espalda al hedonismo reggatrapero en boga, el de la pasty y la party («No me gusta el party», lanzaba de una). «Apenas tengo 16, pero sé bien / que los momentos más felices que pasé / nada tienen que ver con la plata», aclaraba.

Soñé con el teenager del conurbano bonaerense arriba de una montaña muy alta –una pila cónica de dinero acumulado– anunciando a los de abajo la decepción de su llegada: «¡No se maten por trepar, acá no hay nada!». Me dio fe. Pensé que no estaba todo perdido, que los valores de derecha no habían captado a los jóvenes mediante una rutina de ansiedad y frustración, alimentada a fuerza de métricas. Pensé que hasta había espacio para un balotaje entre Sergio Massa y Javier Milei. Y así fue. Pero las cosas no terminaron bien. Ganó Hegel: la negación de la negación.

¿Por qué el trap?

Antes de continuar, algunas preguntas. ¿Por qué el trap representa la lingua franca de los centennials? ¿Por qué terminó funcionando como una fórmula musical mínima, de plasticidad limitada, equivalente a lo que fue el blues entre los roqueros a fines del siglo xx? Y sobre todo: ¿cómo se tradujo esa estructura al argot musical argentino? 

En la década de 2010, el trap se popularizó como un subgénero del hip hop, con asiento en Atlanta y otras ciudades del sur de Estados Unidos, cuyo nombre remite a las «trampas», casas con una sola puerta donde los dealers desarrollaban sus negocios con drogas ilegales. El género escaló a lo más alto de los rankings en eeuu gracias a artistas como Future, Migos, Rae Sremmurd, Young Thud, Travis Scott y Playboi Carti. Tras una versión española de la que emergieron figuras internacionales como C. Tangana y Rosalía, y el ascenso de una estrella latina como el puertorriqueño Bad Bunny, el trap argentino se definió exhibiendo características propias. 

Se trata de la última importación de un género negro al país sudamericano por parte de veinteañeros como Duki, ysy a, Neo Pistea y Khea, todos protagonistas porteños de la primera generación trapera (la old school), hacia fines de la década de 2010. Todo sucedió demasiado rápido: sobrevino una nueva hornada (Wos, Trueno, Dillom, Ca7riel y Paco Amoroso, entre otros), e incluso, podríamos hablar de una escena after trap actual (Milo J, Swaggerboyz, Marttein). ysy a es ambicioso al confiar en la elasticidad del hip hop, incluso pide perdón por eso: «Rock ’n’ roll, tango, cumbia, y lo que pidas / Hay todo un legado que merece darle vida / Y lo resumo en un trap / Perdón, si lo resumo en un trap».

Mientras tanto, a esta altura de 2024, Duki ya llenó dos estadios de River Plate en Buenos Aires, él solo, además de un Estadio Bernabéu en Madrid. Para el Guinness. Pero allá por 2017, al comienzo de todo, el panorama era otro, aunque prometedor. 

Las aspiraciones que ysy a y Duki proyectaban de jovencitos se cifran en sus primeras canciones firmadas por ambos, que citan directamente a sus modelos, «Quavo» (uno de los tres Migos) y «White Migos» de 2017 (un juego de palabras en referencia al hit «Black Beatles» de Rae Sremmurd). Los himnos que llegaban desde Georgia hacían las veces de tutoriales. «Nuevo día, nueva plata para hacer», rapeaban unos sobre su rutina. Mientras tanto, los otros se autodefinían como yrn (Young Rich Niggas)4 e imponían los versos en triplets. Con el dinero, se multiplicarían las putas, las drogas y la vida de lujo al filo del derroche: el programa trapero estaba claro. Así que desde el barrio porteño de Caballito, el dúo ya rapeaba su bitácora: «Si quiere brillar le presento a mi joyero / O a mi contador si hay problema’ de dinero / Dicen que vo’ a ser rico, tantas fechas en enero / Que me sigue la afip5 por mis aumentos financiero’» («White Migos»).

La computadora convertida en un electrodoméstico más, el smartphone como síntesis de virtualidad, comunicación, registro, montaje (cut & paste destinado a redes) e información: en este paisaje tecnológico, el trap se mueve como pez en el agua. Es una música puramente digital, que se compone principalmente con software y circula por internet, aplicaciones y redes. Recuerdo que en la década de 1990 costaba mucho explicar por qué el sampler llegaba al pop para democratizar principios constructivos de las vanguardias del primer siglo xx. Hoy cualquier niño es capaz de improvisar montajes digitales usando un smartphone. Es más complicado armar una banda de rock que usar la computadora y el celular para hacer música. Ni hablar de la naturalización de sonidos «electrónicos», que la banda alemana Kraftwerk ofrecía como imaginario robótico o futurista. La apertura tímbrica que se ofrece hoy día como paleta es infinita. 

Por otra parte, el trap no solo se internacionalizó porque internet alimenta la globalización de todo, sino por su acción terapéutica para el cuerpo y la cabeza, por más médico que esto suene. En su deconstrucción insoslayable del par letra/música que constituye la canción, el hip hop propone traducir/reducir el factor verbal como bit, rap o rima, y el factor sonoro, como beat, base o ritmo. Definamos bit como «unidad mínima de información en el aparato neurológico» y beat, como «unidad mínima de sonido que resuena contra el cuerpo». Veamos ahora cómo se interrelacionan. Nuestra hipótesis es que el trap formula la «ergonomía cognitiva»6 más adecuada para estos tiempos de sobreestimulación. Intenta aliviar la «semiopatología»7 que padecemos, al no poder escapar de la Matrix informativa 24 horas, siete días a la semana, que nos exige filtrar y procesar flujos semióticos a cada instante. En este sentido, el freestyle y el rapeo representan el mejor crossfit neuronal, que acelera las sinapsis en los archivos mentales, gracias a la puesta en rima y ritmo de las palabras. Para el logro de estas «barras», lo poético –entendido como una estetización de la lengua que sublima el habla– sería una artimaña más. Por eso, podríamos decir que las letras de trap son «postlíricas»: el modelo deja de ser el poema, por más que se mida en verso. Es más importante el procesamiento de información que el embellecimiento del lenguaje. El bit puesto a pulso del beat.

Eso por el lado mental. Por el corporal, el trap ayuda a desacelerar nuestra biorrítmica. La rima de talk y walk que corean los Migos demuestra por dónde va la resonancia con el entorno8: caminar como se rapea (y al revés) implica una forma de danza personal. De modo que el montaje de aceleración psíquica y desaceleración física conforma una «dromología» al alcance de cualquiera, con la intención de domesticar la hiperestimulación que nos acosa desde el capitalismo digital (incluso cuando los algoritmos nos protejan de información ajena a nuestras creencias). Por si fuera poco, el trap hereda el groove del mejor linaje musical afroamericano. De este modo, adoptarlo como género implica también reactivar, para el siglo xxi, la ideología del white negro, que el novelista Norman Mailer expuso en 1957 y los roqueros comenzaron a aplicar en los años 609.

El (ab)uso de drogas en la subcultura trap para «bajar un cambio»10 forma parte del mismo kit de supervivencia. Para la fundación de la escena argentina, Duki se unió a otros rappers como Midel, Arse, Khea y Klave a fin de componer un himno-tutorial sobre cómo hacer «lean». La canción se llamó «b.u.h.o.», alias «Codeína». El lean –que siguiendo el diccionario se traduciría como «inclinarse» o «recostarse»– ya anuncia una postura distendida. Se trata de una mezcla púrpura de jarabe para la tos, alguna gaseosa de lima y caramelos de uva que se bebe mientras se fuma o se esnifa. En 2011, el trapero Future la hizo famosa con el nombre «Dirty Sprite». Ahora bien, los fármacos y los psicotrópicos pueden usarse en un plan de recreación o con el fin de «no perder el control» de una carrera. Duki e ysy a abundan en barras donde se oye cómo les cuesta dormir y recurren al «rivo» [rivotril], pero lo que también refleja su música es el acelere al que se ven sometidos. «Ya rompí el velocímetro», admite Duki en «Luna». Ese devenir-automóvil (se trata de «carreras» al fin y al cabo) es una constante: «En cada nueva, acelerados, / En prendas, acelerados, / En beats acelerados, / En cada letra, acelerados. / Yendo hacia la cima sin freno / con los miedos polarizados / Que no pueden ver lo que hacemos / por lo rápido que jugamos», se ahoga y desahoga ysy a en «Acelera2» (2021). En «Ticket», Duki es más llano: «Fumo y tomo otra pastilla / como pa’ controlarme». El track forma parte de 24, un ep por el que desfilan «pills», «smoke», Xanax y otras medicinas. 

La teórica del trap Kemi Adeyemi cita a la psiquiatra británica Joanna Moncreiff para dejar en claro cuál es la relación entre drogas psiquiátricas y neoliberalismo: «Las prescripciones salen al mercado para estabilizar, potenciar y/o encontrar alivio en la productividad propia, en una era donde son recompensados tanto el emprendedurismo individual como la competencia»11. Adaptativas, psicodélicas, euforizantes o adictivas: como sean, finalmente las drogas en el trap sirven para sincronizar la velocidad de las rimas y los ritmos que les exige el mercado. Miren, si no, lo que Bhavi, cro, Khea y Neo Pistea acentuaban en 2023, vestidos de ceo para el clip de «Ocaso»: «Uh-uh, no me canso (¡no!), cheque corro, alcanzo (¡sí!) / Sólidos mis pasos (¡so!), juego me lo paso (¡pa!) / Alumbro el ocaso (¡ca!), yo nunca me atraso (¡no!) / Tomo el envión, pego un salto y te paso (¡wuh!)». El ritmo de la carrera se transparenta en el ritmo de la canción. Es cuestión de saber cómo ponerle el cuerpo al mercado, echando mano de los estimulantes correctos. 

La base subcultural que sostuvo la hegemonía del trap argentino hasta hoy se concentra en las batallas de freestyle (duelos entre raperos que improvisan en vivo), de la que participan chicos (y algunas chicas) desde niños, incluso en los recreos escolares, de todo el país. Entre 2012 y 2017, ysy a y Muphasa fueron los que instituyeron los torneos a través de El Quinto Escalón, las batallas que organizaban en el Parque Rivadavia, en la ciudad de Buenos Aires, donde salieron ganadores en su momento Wos, Trueno y el mismo Duki. A los mc (maestros de ceremonia o raperos) de estos duelos, los beatboxers les reproducen percusiones con la boca, a modo de base para que improvisen arriba. Ritmo, métrica, rima y velocidad mental lista para insultar con altura hasta vencer al contrincante. 

El flow se mide por la armonía entre todos esos factores. Una forma más primitiva de entrenarse para llegar a la canción, lo contrario de como se la concebía en tiempos en que había que estudiar técnicas de poesía y música. Lo cual constituye un rito que no necesita de instrumentos, fuera de las gargantas humanas. Baratísima, artesanal y callejera, esta ceremonia, que constituía comunidad sin fines de lucro, fue cooptada por una marca de bebidas energizantes y convertida en un espectáculo de estadio, equivalente a una final de boxeo a todo dar. Nos referimos a la Red Bull Batalla de Gallos Internacional, que tiene lugar una vez por año en distintas capitales, arrastrando a público masivo de toda América Latina.

Por el respeto a la tradición lírica del rock argentino y con el entrenamiento en ritmo-rima del freestyle, el trap local nunca consiguió liberarse del prejuicio lírico, algo que un trapero estadounidense como Playboi Carti dejó atrás cuando descendió hasta lo infralingüístico en su álbum Whole Lotta Red (2020). El trap argentino prefiere responder a la escuela del rapautor, del rapero estadounidense Eminem. Desde ya, ysy a y Duki adoptan un software como el Auto-Tune por default, en tanto verosímil vocal de su generación e ingrediente infaltable a la hora de trapear. Pero no solo porque les permite afinar mecánicamente, sino porque habilita los experimentos de voz que aplaude el crítico británico Kit Mackintosh en su libro Gritos de neón12. Bauticé fonodelia a esa psicodelia de la voz que se logra abusando de los efectos del Auto-Tune, cosa que el ya citado Playboi Carti exagera hasta el ruido, consiguiendo deformar sus fraseos procesados hasta recordar El grito de Gustav Munch. Por el contrario, ysy a y Duki optan por otro expresionismo; la forma en que estos raperos combinan crudeza de la garganta con procesamiento en la voz es muchas veces más significativa que la significación de sus mensajes. 

ysy a transmite una desesperación en forma de hiperventilación, canturrapea de un tirón, quedándose sin aire y exhala ahogado a cada nuevo ataque de barra, como un nadador en problemas que jadea y jadea. La canción «Dame droga» (2018) ofrece un rap a fuerza de asma. Aquí el Auto-Tune subraya el monólogo con un vibrato protésico y proteico, que refleja el «mandibuleo» del que habla el tema. Sin dudas, ysy a es el mejor intérprete –incluso en términos de entrega actoral– del trap argentino. ¿Quién podría convertir en un collage de emoticones una letra como lo hace con «Pastel con Nutella» (2018), goteando los «dale» más tristes de la decepción? Excepcionalmente, en canciones como «Perdón», Duki llega a ese nivel de expresividad y expresionismo. Pero vale la pena escuchar «Por qué?» (2021) de ysy a para detectar cómo exprime la prosodia de un ruego a fondo, desde todos los ángulos: cubismo actoral.

Por otra parte, el trap propone una zona liberada de corrección política. Su clímax como género urbano coincidió con la nueva ola del feminismo, el uso del género neutro mediante una «x» o una «e», en lugar del masculino genérico, el señalamiento de la discriminación, la condena del bullying y el logro de derechos para las minorías (matrimonio igualitario, igualdad de género, respeto ante los discapacitados o inmigrantes). Traplandia es el país adonde van a parar todas las incorrecciones sin imposiciones. En este sentido, propuse el neologismo rapesía para referirme a la parresía13 aplicada al rapeo: se trata de una forma de hablar «sin filtro», diciendo lo que a uno se le ocurre sin temer represalias por no ser conveniente u ofensivo en sus opiniones. En plena esgrima de freestylers, nadie se cuida de qué punchline insultante lanzarle al otro, aunque eso implique el golpe más bajo. Una anécdota famosa: durante una batalla en El Quinto Escalón, alguien le arroja algo a Duki y su contrincante escupe: «No falte el respeto, ¿me oyó? / ¡Que el único que maltrata a este puto [maricón] esta noche soy yo!». 

El asunto se torna sensible entre los traperos más progres. Por ejemplo, Dillom. En su tema «Minimi» (2023), está a punto de rimar «anabólico» con «mogólico» y deja esta palabra en un silencio de discreción. A días de registrar ese tema, el actual presidente de la Argentina, Javier Milei, había usado el término despectivamente, por lo cual fue cuestionado. En ese instante de dubitación, Dillom dejó la puerta semiabierta del funcionamiento mental: el verdadero duelo es interior y se produce entre el inconsciente y el superyó moral. 

Para los varones que no saben ni pueden «deconstruirse» de su machismo y demás fobias, el trap ofrece una especie de fraternidad masculina bajo la permisividad de un padre gozante. ¿Y por qué no señalar al ídolo trapero, quien de todo goza indiscriminadamente ante sus fans, como si reencarnara a ese padre de la horda primitiva que imaginó Freud en Totem y tabú (1913)? Aquí no existen barreras, mandatos, límites. Hoy que la semántica de la palabra «libertad» forma parte de la batalla cultural, necesitamos pensar cuánto de libertario tiene el libertinaje del trap que parece depender del libre mercado. Y habría que analizar en qué puntos se tocan la «rebeldía» de la nueva derecha, que promueven mileístas como Agustín Laje, y la rapesía, que llevada por su flow, no retrocede ante los impulsos de homofobia o misoginia.

Otra característica fonética del rapeo del trap argentino es la transformación de las «erres» latinas en «eres» anglófonas, o incluso líquidas como se las oye en el reguetón centroamericano. Se puede alternar entre la «ll» pronunciada como «sh» a la argentina o como «ie» en un solo tema (en «Apolo 13», Duki dice reyeno y luego, miiión), y lo mismo pasa con el tú y el vos («Muévela, movela», canta ysy a). En su primer álbum, ysy a habla de sus vecinos venezolanos y de una amante colombiana, describiendo una Buenos Aires latinoamericanizada. Efectivamente, los raperos aceptan una nueva Buenos Aires inmigrante y, a la vez, responden a la demanda de exportación que provoca su música.

El metatrap de Bizarrap (parte 2)

¿Cuánto pierdo, cuánto gano?
ysy a, «Relojes reventados» (2022)

Que la campaña «invite a challengear lo establecido en pos del disfrute», tal era la meta detrás del aviso de Pepsi que protagonizó Bizarrap, según lo confiesan Rocío Serafini, jefa del servicio al cliente, y Stefano Romagnano, project manager, ambos de la agencia Zurda. Esta publicidad, que vio la luz a fines de abril de 2024, tiene lugar en una oficina no muy distinta de la que veíamos en el corto Bizapop. Aquí el productor se enfrenta con su doble anciano, o sea, él mismo dentro de muchos años. «Vengo del futuro para mostrarte en qué nos convertimos, si seguimos con esto de los negocios», le advierte el viejito, fundador de una empresa ficticia, Biza Corp. Y luego de mostrarle una foto suya que fuera tapa en una revista llamada Money –demasiado similar a la Forbes donde realmente apareció Bizarrap–, concluye al estilo villano de Marvel: «Esto no es joda; podemos dominar el mundo». 

Pero el Biza de ficción tira la Money a la basura y deja la oficina: cumplirá con su vocación musical. La paradoja es que los logros comerciales son casi los mismos de antes, con la diferencia de que llegó a lo mismo convertido en una especie de influencer de la música. Biza llena estadios bajo el esponsoreo de Pepsi. «Sed de más», reza el eslogan final. Pero antes, leímos otro: «Cambiá, que algo bueno va a pasar». Lo de challengear, digamos.

Sin embargo, la moraleja del aviso sería que hay muchas formas de hacer negocios, incluso dentro de la música, que no hace falta aburrirse en la piel de un ejecutivo de empresa. Es posible ganar plata, disfrute mediante. Ya veremos que, repasando algunos versos de los hits traperos, llegaremos a la misma conclusión. 

A pocos días del lanzamiento de la promo de la competencia de Coca Cola, Duki fue invitado a dar su testimonio como emprendedor por la Fundación Endeavor, ante 12.000 adolescentes, en el Movistar Arena, en Buenos Aires. Hacia el final de su testimonio, se ocupó de glamourizar la precariedad laboral con el mismo discurso de «Cambiá, que algo bueno va a pasar», o sea, viví cambiando, como si se pudiera elegir tan libremente. «Lo importante también es no pensar en el largo plazo, en el sentido de pensar que te tenés que casar con una cosa y toda tu vida hacer eso (...). Podés ser abogado ahora, pero después a los 30 ponerte un local de ropa, y después vender teléfonos y después comprarte una casa e irte a vivir a Jujuy14 como un hippie, si eso es lo que te pinta», propuso.

Duki, el winner perdido

El año pasado, Duki publicó uno de sus álbumes menos inspirados, Antes de Ameri, donde su voz ha perdido ese grano emo de laringitis laminada de foil, cediendo a un uso neutro del Auto-Tune. Para colmo de males, intenta acercarse sin mucha convicción al rock, y en el plano lírico, de a ratos parece un balance de finanzas musicalizado. Epítome: «Cuánta plata hago no lo sabe ni Forbes». Pero la cosa no queda ahí, fíjense si no: «La money me tiene despierto / gano dinero y lo invierto / Negociador experto / si no es de dinero, no entiendo». En semejante contexto, de aparecer el vocativo «bro», sería apócope de broker.

Muchas líneas parecen extraídas de un LinkedIn, o de una gacetilla de prensa escrita en primera persona del plural y en gauchesco: «Tamo’ vendiendo, pero acá nadie se vende / Yo sigo haciendo lo que me pide mi gente / Tamo’ mundiales, sueno en to’ los continentes». Y concluye: «Lo grande que e’ mi carrera al lado de estos perdedores». Es interesante comparar este metacarrerismo, ya monotemático y mega-megalómano («Ninguno a mí me llega, compito contra mí mismo»), con el modo en que el rock de los años 90 necesitaba ocultar cómo iba llenándose de plata abogando por el anticomercialismo, el «Che» Guevara siempre contra el pecho. Tan prejuiciosos como hipócritas, los roqueros trataban de empatizar con su público, demostrando que no «transaban» con el sistema, que en el fondo eran «los mismos de siempre». El rock disimulaba el negocio, mientras el trap lo convierte en su pornografía. 

La cuestión de cómo enfrentar la envidia de clones y haters –que desarrollaba el dúo Rae Sremmurd en «Black Beatles» se volvió central en un Duki con recorrido: «Y las venas no están llenas ‘e sangre / están llenas de envidia de hablar de la mía». A no olvidarse que nuestro rapero está cosechando su siembra, ¿o no se acuerdan de versos juveniles como «Tengo cash y tú no / Vivo bien y tú no»? Sin dudas, la estética y la ética del trap obedecen a la lógica del resentimiento. Según lo observa el filósofo alemán Joseph Vogl, la relación entre capitalismo y disposición al resentimiento es funcional, es «una conexión afectivo-económica estructural»15. Y agrega: «Los antiguos pecados capitales o vicios principales tales como avaritia, invidia, luxuria (...) son resignificados positivamente y acompañados por la constatación de que no son las inclinaciones moderadas sino, antes bien, las no moderadas las que demuestran ser realmente inventivas, astutas, creativas y productivas»16. Está hablando del ethos invertido que motoriza la competencia en el mercado, pero termina contaminando la vida y la cultura de las personas. Por algo, en este nuevo capítulo de neoliberalismo argentino, donde volvemos a ser más solitarios que solidarios, suscitan identificación personajes como Furia (la participante irascible y libertaria, la más mediática, del último Gran Hermano) o Vicky (protagonista de la serie Envidiosa de Netflix).

ysy a, el waster empedernido

«Somos infinitos de tanto doblar los cero’», oímos en «don’t lie» (sic) del último álbum de Duki, luego de que una serie de repeticiones cayera como cascada: «Otro vuelo, otro Rivotril / Otro culo, otra magazine / Otra entrevista, otro país / Otra cara, otro Bacardi / Otra noche sin dormir». La enumeración redunda en la sensación de déjà vu (título de un track que Duki puso en su álbum 24, dicho sea de paso). Un año atrás, todavía podía sumar novedad y cantidad al catálogo monótono del carrerismo: «Más plata, más gasto / Más ropa, más pasto / Más marca, más trato’ / Nuevo deal, contrato». La canción se llamaba «Givenchy». Su título-branding demuestra que el trapero ya estaba al nivel de nuevo rico que, cinco años atrás, envidiaba de sus ídolos Migos en «Versace». 

Por su parte, ysy a tematiza a fondo esa rutina en que se les convierte la carrera. Dos canciones claves de 2021: «Todo automático» y «Seteado». En el primer caso, todavía festeja sentirse dotado para hacer lo que hace sin esfuerzo. «Rimas, diseños, ideas y flows, sale todo automático / Noches y días de giras y shows, sale todo automático / Aunque no sepa ni qué día es hoy, sale todo automático». Ya en el segundo, la idea de automatismo y de mecanicidad que obedecía a una fuerza divina («Parece que es dios quien maneja esta cosa / O al meno’ no siento que sea yo») se torna siniestra y autónoma: «Flow seteado, amor seteado / Drugs seteado, alcohole’ seteado’ / Un show seteado, yo seteado, vos seteado». El video correspondiente consta de un mandala móvil, una rueda de collares de oro, botellas, billetes, cigarrillos, girando alrededor de un ojo sin cabeza. Ya no hay sorpresas, todo se repite y es previsible. En el plano musical, sintoniza la recurrencia del trap con la de la canción industrial, un estilo que Iggy Pop y David Bowie descubrieron en la Berlín de 1977. Soda Stereo (sí, los nuestros) samplearon en 1992 el riff de «Mass Production» (álbum The Idiot, de Iggy) para «Ameba». El tema original reflejaba la pesada uniformidad de un coche tras otro en la autopista, así como el maquinismo humano de las líneas de montaje en la Detroit natal de Iggy (de ahí el título «Producción masiva»). Incluso se podría decir que Pop-Bowie ironizaban sobre la robotización que tanto auspiciaban los integrantes de Kraftwerk. En los años 70, la bohemia del rockstar desembocaba en adicciones tan esclavizantes como una fábrica. Todo se volvía automático y seteado. Incluso el hedonismo. El ysy a de 2021 y el Iggy Pop modelo 77 coinciden en lo que llamaremos la loopsión: el momento en que la pulsión entra en un loop uróboros. La frase de Gustavo Cerati que adopta el trapero, eso del «after del After» (también Duki la usa en la excepcional «Midtown»), no hace más que corroborar ese circuito cerrado pulsional, la promesa de una nueva fiesta que le sigue a otra, y así…

En su álbum más orientado a la pista de baile, justamente bautizado After del After (2023), ysy a encarna una dramaturgia pulsional, donde vocifera una vez: «No sé cuánto tengo, pero quiero más», y otra: «Tengo todo lo que quiero, pero quiero más», hasta que se loopea en un mantra definitivo por minutos: «After del after / quiere, quiere». A los 25 años, expone un manifiesto hedonista terminal, porque dice «Hoy tengo ganas de gastarme / Todo hasta que no haya nada», total, «la vida es una sola / vivámosla ahora». Es la lógica del gasto, la lógica del waster. El contraste con el ethos de clase media, siempre previsor, de sus padres es explícito: «Mis viejos diciéndome ‘hijo, tranquilo, date tiempo para disfrutar’». Disfrutar es un verbo que respeta el principio del placer de baja intensidad, el que le corresponde a la clase media. Pero el millennial quiere más y no le importa, «Hoy tengo ganas de pegármela como si no hubiese un mañana», responde en plena euforia.

El álbum que compartió el año pasado con Bhavi, Tu dúo favorito, abre con «Quieren más», donde ysy a chumba los «más» de más, casi mimetizado con la crocancia de los hi hats (en otro tema la expresión «lo mismo» se torna maníaca, un beat, un «mimo, mimo, mimo», o sea: lo mismo). Va quedando claro que el circuito pulsional se alimenta de la pulsión del otro también, en un enredo vampírico. Para responder a la demanda sexual de las mujeres y a la de nuevo material por parte del fandom, «no me apago, yo nunca paro», asegura el rapero. El rendimiento y la productividad que exige el mercado al final se superponen con las demandas y las pulsiones de la vida de rockstar. Es solo cuestión de matices e intensidades. En plena megalomanía («Mamá, ya tengo un plan para hacerme inmortal / Marcando en la historia la letra de un tal ysy a»), se asume alguna vulnerabilidad, se confiesa alguna humildad: «Aunque me haga millonario / sé que no voy a poder comprar otra cabeza».

Los multimillonarios también lloran

Llegamos a 2024. Duki –el winner– lanza una canción que podría haber firmado Milo J. «Barro» es triste y gris, la mueve un sample de arpegios arrancados a «Barro tal vez», mítica zamba que Luis Alberto Spinetta compuso de teen. Si no fuera por la base trap, podría pertenecer al género «folktrónica», al catálogo de Bon Iver o incluso al de Cerati, pero, sobre todo, al álbum 111 de Milo J, repleto de canciones que comparten esa fórmula compositiva. Contiene barras inesperadas, como las de esta confesión: «Me cansé de vivir rápido / Quiero ir más lento». A los 28 años, Mauro Lombardo (Duki) decidió hacer un balance: parece haber llegado ya a esa madurez retrospectiva que exhibía Fito Páez a la altura de Circo beat (1994), es decir, después del clímax de su carrera con El amor después del amor (1992). «No terminé el secundario / y construí mi empresa», cuenta con una voz de payador que, de verse, sería una mirada en lontananza. Van apareciendo su abuela, su abuelo, su mamá, su papá y… «mi gente», que sería su público, el que corea sus versos como una hinchada o los pinta en las paredes públicas. La canción termina con el mismísimo Spinetta entonando aquello de «Si no canto lo que siento / me voy a morir por dentro». Duki expresa así su crisis de autenticidad.

Es el mismo que ante las 70.000 personas que reunió en River el 2 de diciembre de 2023, lanzó la frase: «No está mal sentirse triste». En junio, durante un show en el O2 Forum Kentish Town de Londres, se quebró, lloró, pidió perdón y se fue. Los multimillonarios también lloran. 

De la conferencia de prensa unos días antes del concierto en el estadio de River, trascendieron declaraciones que ratificaban lo perdido que estaba el winner del trap argentino. «De repente tengo 27 años, estoy por hacer dos River, y cuando me preguntan qué sigue, ya no tengo respuestas», admitió. No future. «Si llega un momento en el que cualquier cosa que querés la tenés, no existe el margen de frustración, no existe motivo para ser feliz porque ya tenés todo. Y creo que parte de la angustia que tengo va arraigada a eso, a que van a ser dos días y se me va a ir de las manos, y no sé si quiero que sea ahora». No hace falta leer psicoanálisis para saber que la angustia puede ser «falta de falta», la imposibilidad de que un deseo se motorice porque impera el goce. Por eso es importante seguir de cerca el derrotero del trap, porque es el primer experimento público de ingeniería social por parte de jóvenes que se creen autogestionados y emprendedores libres, mientras la mano invisible del mercado no los suelta. Es más, les aprieta los dedos. Las psicopatologías que exponen podrían leerse como advertencias a tiempo. Estamos viendo Los juegos del hambre, pero esto no es ficción. 

Duki habló en uno de los programas de streaming del canal Olga, que está de moda, y describió su derrotero musical hasta el momento: «Siempre estás siguiendo una zanahoria y nunca disfrutás el proceso». Acto seguido, confiesa que su sueño ahora es cantar sin Auto-Tune y que a la gente le guste. Además de aprender a tocar algún instrumento. Resuena la opinión que figura al final de «Midtown», donde se oye a un homeless opinar sobre un concierto de The Glitch Mob, una banda electrónica de Los Ángeles: «Tenés técnicos aquí haciendo ruido. Ninguno es músico. Ellos no son artistas porque nadie puede tocar la guitarra». Ahora sabemos que algo de ese juicio lo afecta a Duki. Da la sensación de que primero se hizo famoso y rico rapeando, y recién ahora quiere hacer música en serio. 

Pero mientras los traperos más exitosos se muestran angustiados y estresados, yendo en busca del rock como de un padre que los legitime como herederos, los «after traperos» AgusFortnite2008 y Stiffy son punks parricidas al ataque. Ambos forman parte del colectivo Swaggerboyz (otra vez, alumnos de secundario; otra vez, de zona Oeste del Gran Buenos Aires), decidido a inaugurar un nuevo Año Cero para el pop digital. Su álbum, que se llama Murió la música, lleva como icono a un Beethoven pegándose un tiro. Estos adolescentes apuntan tanto contra el hip hop como contra el rock. En su carácter destructivo, se adivina una forma nueva de enfrentar lo que antes se llamaba «música». A estar atentos.

También es tiempo de balances por el lado de ysy a. A fin de año, saldrá un nuevo álbum donde revisa su consagración inmediata siendo tan joven: «De repente todo pasó rápido / De repente no era de repente / De repente llenamos estadios // De repente no entiendo ni cómo fue». Plantando su lealtad a las raíces trap, para sellar así autenticidad ante su fandom, repasa su archivo de gestualidades vocales en «Nunca fue por la plata», donde da por cumplida la misión de su adolescencia: «Acelerando, yendo a contratiempo / intentando al tiempo hacerle una trampa / Tanto quería tener lo que tengo / Que ahora que lo tengo no me entra en las palmas».

A todo esto, Milo J ya editó dos álbumes este año, titulados con sendas cifras, 111 y 166 (el ómnibus para viajar desde su localidad, Morón, rumbo a la ciudad de Buenos Aires). Como lo viene demostrando desde que tiene 15 años, nadie consigue emocionar como él, resonando en un inconsciente colectivo que puede encarnarse en fragmentos de folclore fantasma. Nadie como él es capaz de desovillar melodías escondidas en ruidos («Rara vez»), en ritmos sincopados («buen día portación de rostro»), en samples («Penas de antaño») o en secuencias armónicas inesperadas («A1re»). Cumplió 18 años y lo festejó con un gran show suyo en el estadio de Morón. «Sé que seré feliz / aunque como soy me cueste», canta con esa voz borrosa, de borra de café. Uno de los momentos más aplaudidos en el estadio fue cuando junto con Nito Mestre versionó «Canción para mi muerte». El recuerdo de esa canción popular perdida, de ese pueblo coreando «una que sabemos todos» que ya no se sabe dónde está: esa melancolía gravita en la voz y los fraseos de este rapautor tan joven.

Coda 30/10/2024

Acabo de leer el anuncio del festival Buenos Aires Trap que va a realizarse el 8 de diciembre en el Parque de la Ciudad, en Buenos Aires. Sobre un retrato de Milo J, flota el logo del auspiciante, que es Mercado Libre, la principal plataforma de comercio electrónico de América Latina. Todo el tiempo ratificamos la complicidad y la permisividad que el libre mercado le ofrece a la juventud para que «disfrute» de las mieles del sistema. Esa comprobación nos ayuda a entender por qué tantos miloístas podrían admitir que son también mileístas.

  • 1.

    Jack McRae: «Kanye West’s ‘Donda’ Is a Painful Exploration into the Void Left by Loss» en The Boar, 3/10/2021.

  • 2.

    S. Reynolds: «Trap World: How the 808 Beat Dominated Contemporary Music» en The Face, 18/11/2019.

  • 3.

    En Los juegos del hambre (Gary Ross, 2012), el régimen de un Estado totalitario posapocalíptico, para demostrar su poder, organiza cada año competencias en las que un grupo de jóvenes participa en una batalla en la que solo puede haber un superviviente [n. del e.].

  • 4.

    «Negros jóvenes y ricos», tercer mixtape del grupo Migos.

  • 5.

    La agencia tributaria argentina [n. del e.].

  • 6.

    Paul Virilio: El arte del motor. Aceleración y realidad virtual, Manantial, Buenos Aires, 1996.

  • 7.

    Franco Berardi Bifo: Generación post alfa. Patologías e imaginarios en el semiocapitalismo, Tinta Limón, Buenos Aires, 2007.

  • 8.

    Hartmut Rosa: Resonancia. Una sociología de la relación con el mundo, Katz Editores, Buenos Aires, 2019.

  • 9.

    N. Mailer: White Negro, City Lights Books, San Francisco, 1957.

  • 10.

    Reducir la velocidad en argot argentino [N. del E.].

  • 11.

    K. Adeyemi: «‘Straight Leanin’: Sounding Black Life at the Intersection of Hip-Hop and Big Pharma» en Sounding Out!, 21/9/2015.

  • 12.

    K. Mackintosh: Gritos de neón. Cómo el drill, el trap y el bashment hicieron que la música sea novedosa otra vez, Caja Negra, Buenos Aires, 2022.

  • 13.

    Término griego compuesto de las palabras «pan» (todo) y «reo» (decir) que significa literalmente «decir todo» [N. del E.].

  • 14.

    Provincia del Norte argentino, en la frontera con Bolivia [N. del E.].

  • 15.

    J. Vogl: Capital y resentimiento. Una breve historia del presente, Adriana Hidalgo, Buenos Aires, 2023.

  • 16.

    Ibíd.

En este artículo
Este artículo es copia fiel del publicado en la revista
ISSN: 0251-3552
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