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NUSO Nº 262 / Marzo - Abril 2016

Comida no... biomasa Cambios agronómicos, ambientales y económicos en la agricultura argentina y sudamericana

El paquete tecnológico integrado por la soja transgénica, la siembra directa y su sistema de herbicidas es el mascarón de proa de un fuerte proceso agroindustrial que desplaza las actividades agropecuarias, las concentra en cada vez menos producciones, promueve un permanente aumento de escala y prioriza, en función de los precios globales, muy pocos commodities, como la soja y el maíz. Además, la producción de biomasa con distintos fines (alimentos, forrajeros, biocombustibles, biomateriales) ha desplazado la producción con fines alimenticios, con efectos negativos sobre la seguridad y la soberanía alimentarias.

Comida no... biomasa  Cambios agronómicos, ambientales y económicos en la agricultura argentina y sudamericana

El Sur rural y sus contrastes

En las dos últimas décadas, las transformaciones agrícolas, no solo en la Argentina sino en buena parte del mundo, han generado un cambio tecnológico sin precedentes en el campo agronómico, biotecnológico y económico sectorial. No obstante, el nuevo modelo agropecuario plantea interrogantes acerca de sus efectos ecológicos, que están contribuyendo a cambiar la faz y la sustentabilidad ambiental del globo.Desde los años 90, en el agro argentino se desarrolló un importante proceso de cambio tecnológico, impulsado inicialmente en la planicie chacopampeana. Esos cambios siguieron luego en Brasil, Uruguay, Paraguay y finalmente en Bolivia, y generaron transformaciones en las formas de producción, en la apropiación de los recursos, en el uso de la tierra y de los recursos naturales. Cabe destacar también la escala creciente de la producción anual de los cultivos de exportación, la intensificación en el uso de insumos y los nuevos conocimientos de gestión agropecuaria, de manejo del capital económico y financiero, y de los recursos humanos. No obstante, los impactos y trade-offs ambientales y sociales fueron pobremente evaluados.

El cambio tecnológico en el agro argentino se produjo a partir de la década de 1990 con la llegada no solo del paquete tecnológico, sino de una nueva lógica empresaria vinculada a la siembra directa1. Pero los impactos más importantes comenzaron a producirse más allá de la mitad de esa década, con el ingreso de los cultivos genéticamente modificados, en especial la soja rr (ahora la rr2bt), relacionada con el herbicida glifosato y el manejo tecnológico asociado.

La transformación del sector se dio así en un periodo de menos de cinco años (entre 1996 y 2001), cuando toda la producción sojera pasó a ser transgénica, con crecientes volúmenes exportables. De esta forma, en la actualidad se llegó a la incursión de un nuevo estilo de difusión tecnológica con las nuevas sojas rr2bt, difundidas especialmente en Brasil y Argentina y que comienzan a generar serias tensiones por el pago de regalías por las semillas, lo cual da cuenta de una transferencia aún mayor de poder desde los agricultores hacia el gobierno y los grupos biotecnológicos más concentrados.

Mientras Argentina incorporaba y promovía la adopción de nuevas tecnologías (granos, agroquímicos, maquinarias para siembra directa, pulverizadoras), el país perdía tres establecimientos agropecuarios por día (1996 a 2003), hecho que cambió con el viraje de los precios internacionales a principios del siglo xxi (2003 a 2012). Esta situación, a su vez, permitió un proceso de recuperación de los agricultores medianos y grandes que habían sobrevivido a la crisis del sector.

Demanda global y recursos: ¿una oportunidad para Argentina?

La agricultura es una de las actividades humanas que más intensamente han transformado el paisaje mundial, y en la actualidad se dirimen a escala global varios modos de llevarla adelante. Los orígenes de las fuentes de alimento y bienes del «campo» dividen al mundo en tres grandes modelos: el modelo de la agricultura industrial (transgénico), intensivo y aún comprometido con impactos ambientales globales, da de comer o genera fuentes de alimento para unos 2.000 millones de personas. El segundo gran modelo global, el de la Revolución Verde, sostenido en una fuerte carga de agroquímicos, fertilizantes, riego intensivo y maquinaria, todavía se expande en una parte de África, Asia, América Latina e incluso Europa, y de él dependen otros 2.500 millones de seres humanos. Los dos primeros están asociados a fuertes impactos ambientales y sociales, desde la contaminación por agroquímicos, fertilizantes y otros tóxicos hasta la degradación ambiental por expansión de la frontera agropecuaria, afectación de poblaciones rurales y campesinas e impacto creciente en el desplazamiento de pueblos originarios. El último, el de la agricultura familiar, campesina, indígena, de prácticas orgánicas o agroecológicas, da de comer a otros 2.500 millones. La propia Organización de las Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación (fao, por sus siglas en inglés) reconoció en 2011, y reafirmó en 2015, la importancia de este modelo productivo en su relación directa con la seguridad alimentaria y con la construcción de escenarios locales de producción, consumo e intercambio.

Pero a pesar de lo que se piense a priori, el modelo de agricultura industrial intensiva no apunta ya a producir alimentos sino biomasa con distintos destinos. Por biomasa, se entiende toda la materia orgánica producida con distintos fines: carnes, leche, huevos, madera, granos, cereales, forrajes, etc. Esta biomasa puede destinarse, en parte, a la producción de comida para los seres humanos, pero también comienzan a competir por ella otras industrias, como las de los biocombustibles (energía), biomateriales o de alimentación animal de ganado mayor (vacas y cerdos), producción de pescado o la última y quizás menos visible: la de alimento para mascotas. Antes, el problema era de distribución de los alimentos, y el mundo tenía 1.000 millones de hambreados y la misma cifra de sobrealimentados. ¿Qué pasará ahora con las nuevas competencias? A la demanda global se suma la incursión de los países asiáticos (particularmente de China), con una creciente clase media y nuevos hábitos de consumo, la creciente demanda proteínica global y el desarrollo, desde 2008, de un fuerte mercado especulativo mundial en el negocio de las tierras agrícolas.

Existe en este momento una auténtica batalla por la proteína mundial, en la cual el cambio de hábitos alimentarios lleva a las sociedades del consumo de proteína vegetal a su transformación en proteína animal, vía el aumento mundial del consumo de carnes rojas, pescados, leche y huevos. Es decir, se trata del paso del consumo de alimentos basados en vegetales (soja y otros), a animales y sus derivados (alimentados con esos vegetales). Por otro lado, existe un mayor énfasis en comprender lo que sucede con los procesos de producción, pero se pone mucha menos atención en lo que ocurre con los recursos que permiten que esa producción exista, es decir, lo que llamamos recursos de base, como los suelos (calidad), tierras (cantidad), aguas y servicios de la biodiversidad.

Los datos muestran que la expansión de las tierras cultivadas sin control puede llegar a ser enorme. El proceso es impulsado por el cambio de uso de la tierra, la degradación del suelo, la ampliación de la superficie construida para ciudades, caminos y redes portuarias, los cambios en las dietas proteicas de las economías emergentes y los países más ricos, mientras que, por otro lado, estamos observando que los aumentos de rendimiento son limitados. Esto va en detrimento de la superficie mundial disponible de las praderas, sabanas y bosques, en particular en las regiones tropicales, subtropicales y también en climas templados. Al mismo tiempo, el precio de la tierra, precisamente por ser cada vez más limitadas su existencia y disponibilidad, es cada vez más alto. Esto impide que miles de productores, pequeños, medianos y campesinos, accedan a ella o puedan sostenerse compitiendo en un sistema de agricultura industrial.

Lo que importa es la tierra…

La tierra es limitada y la buena tierra disponible lo es aún más. Solo quedan siete grandes espacios en el mundo que mantienen la canasta de alimentos de la humanidad, de los cuales uno es el «sur del sur» de América. La superficie total de los continentes es de 14.900 millones de hectáreas. De ellos, las ciudades ocupan actualmente entre 1% y 3%, y las proyecciones muestran que, si no se ordenan, llegarían a demandar, en 2.050, unos 420 millones de hectáreas (5% de la superficie terrestre potencialmente productiva) desde donde se dirimen todos los usos de los recursos globales. La expansión se produce sobre tierras agrícolas (más de 80%). Más importante aún es que durante los últimos 50 años las tierras agrícolas han crecido a expensas de los bosques. Un estudio de 2009 sobre las tendencias pasadas y futuras opciones de desarrollo basadas en diferentes escenarios indica que la pérdida de bosques probablemente continuará en los trópicos y en algunas zonas templadas del mundo, entre las que se encuentra América Latina2.

Las tierras de cultivo (cereales y granos) constituyen en la actualidad alrededor de 10% (unos 1.500 millones de hectáreas) de la superficie terrestre, mientras que el área para pasturas representa alrededor de 33% (4.900 millones de hectáreas). Entre 1961 y 2007, el uso general de la tierra para cultivos aumentó en 11% a escala mundial, pero con grandes diferencias regionales. Europa (ue-15), Europa oriental (Polonia, Bulgaria y Rumania) y Estados Unidos mostraron una disminución de uso de sus tierras de cultivo y se permitieron incluso áreas de recuperación de la biodiversidad, mientras que las tierras agrícolas se expandieron sobre todo en América del Sur (Brasil, Argentina, Paraguay y Uruguay), África (Nigeria y Sudán) y Asia (China e Indonesia). Muchas de esas tierras provienen directamente de procesos de deforestación masiva de ecorregiones relevantes en virtual desaparición (como el Gran Chaco) o los Cerrados Brasileños.

En la región pampeana, el llamado «proceso de refinación de campos» a través de las rotaciones agrícola-ganaderas promovió, desde hace 100 años, una mejora sustancial en la productividad del pastizal. Los sistemas «mixtos» permitieron que los campos pampeanos mantuvieran e incluso aumentaran su calidad en nutrientes y materias orgánicas con ciclos de cultivos y pasturas (ganadería) que, manejados de manera extensiva, prácticamente sin insumos externos, emulaban hasta los años 70 y 80 del siglo xx aquellos sistemas recomendados por la producción orgánica. Empero, la demanda de tierras para cultivos y la caída de los precios relativos del ganado en detrimento de los granos generaron un proceso de agricultura continua que, si bien no desplazó, concentró a los animales en feedlots en las ecorregiones de mayor productividad (pampas) y trasladó la producción extensiva hacia áreas marginales (Chaco, Cerrados, bosque Chiquitano, islas del Delta). Esta «desganaderización» de las pampas presenta ya consecuencias ambientales respecto de la estabilidad de la estructura de los suelos, pérdida de nutrientes, disponibilidad de materia orgánica, pérdida de riqueza biótica y procesos erosivos.

En Argentina, 37,5% del territorio (unos 105 millones de hectáreas) está afectado por procesos de erosión hídrica y eólica. En el último cuarto de siglo, la superficie afectada por la erosión hídrica pasó de 30 a 64,6 millones de hectáreas, lo que significa por otro lado que la erosión eólica está alcanzando ya los 41 millones de hectáreas. A su vez, las regiones áridas y semiáridas del país, que cubren alrededor de 75% del territorio, albergan ecosistemas frágiles vulnerables a la desertificación. Estas regiones, que abarcan el oeste y el sur del país, se ven afectadas en 10% de su superficie por una desertificación clasificada como muy grave, mientras que en otro 60% la erosión es calificada de moderada a grave a causa del pastoreo excesivo y el sobreuso de los recursos naturales.

Entre las principales causas del aumento de los procesos erosivos se encuentran las de origen antrópico, derivadas de la disminución de las rotaciones agrícola-ganaderas y la concentración de la tierra en la agricultura y el monocultivo. También inciden fuertemente el desmonte de millones de hectáreas convertidas a la agricultura, la degradación en el periurbano y el aumento de las superficies para transporte, logística y puertos, que derivan en un intenso proceso de cambio de uso del suelo. Finalmente, la quema de pastizales, la pérdida de materia orgánica y la expansión de la demanda urbana de tierras (geofagia) degradan las mejores tierras del mundo.

¿Comida o biomasa?

En Argentina, entre 1970 y 2009, la extracción de materiales resumidos en biomasa (granos, carnes, maderas, áridos, energéticos) pasó de 386 millones a 660 millones de toneladas, con una tasa de crecimiento superior a la de la población del país. Esto significa que el aumento de la extracción de materiales no está impulsado por el consumo doméstico sino, fundamentalmente, por la exportación de commodities (agricultura, explotación forestal, ganadería, energía y minería). Comparando con otros países exportadores de la región, Argentina tiene la mayor extracción de materiales per cápita: 16,46 ton, frente a una extracción per cápita promedio de 8,3 ton en Colombia y en 7,4 de Ecuador. La biomasa, representa 70% del flujo material y se compone en 71% de pasturas y alimentos para el ganado, en 2% de pesca y extracción maderera y en 27% de cultivos.

Entre 1997 y 2009, la producción de cultivos en Argentina pasó de 50 millones de toneladas a 137 millones, y la soja fue el cultivo que más creció, ya que pasó de 11 millones de toneladas a más de 30,9 millones. El área cultivada con soja también se vio disparada: de 38.000 hectáreas a 18 millones de hectáreas entre 1970 y 2009, lo que representa más de la mitad de la tierra cultivada. La soja ha venido desplazando otros cultivos de consumo doméstico como cereales, tubérculos, hortalizas y frutas3.

Dado que la biomasa es un producto muy importante en las cuentas de exportación de las economías latinoamericanas y en especial de Argentina, es llamativo que tanto desde las políticas públicas como desde la investigación integral que incumbe a los territorios se haya prestado poca atención a los impactos y procesos que inciden en la cancelación de relevantes servicios ambientales, entre ellos, a los importantes efectos sobre los ciclos biogeoquímicos.

La utilización de nuevas tecnologías en la agricultura, sumada a la difusión del sistema de siembra directa en la llanura pampeana –cuyos suelos se ubican entre los más productivos del mundo–, ocurrió en forma exponencial desde principios de la década de 1990. Ello permitió, por un lado, la mejora de la calidad en algunos nutrientes de los suelos (carbono) gracias a un efectivo control de la erosión y al incremento de la materia orgánica, junto con un mejor aprovechamiento del agua de origen pluvial. Pero, por otro lado, facilitó un proceso de agriculturización que contribuyó a provocar mayores problemas de compactación de suelos, aceleración de ciclos agrícolas y cambios en las poblaciones debido a las plagas y las enfermedades. En los últimos años se ha producido una simplificación de los sistemas productivos pampeanos y extrapampeanos, con un paulatino reemplazo de las rotaciones tradicionales por el monocultivo, en especial de soja seguida por maíz, lo cual genera preocupación debido a su impacto desfavorable sobre las funciones del suelo y la sostenibilidad del agroecosistema.

Es evidente que existe una tendencia hacia el crecimiento de la agricultura (v. gráfico 1), que se intensificó hacia mediados de la década de 1990 con una permanente expansión de la frontera agropecuaria, particularmente hacia el noreste argentino, y hacia la adopción masiva de variedades de maíz y soja transgénicos con un paquete tecnológico más sofisticado (siembra directa, agroquímicos, fertilizantes, a los que se suman nuevas tecnologías como el banderillero satelital en el manejo de parcelas por ambiente4), lo que permitió alcanzar niveles de producción récord, que duplicaron los registrados tan solo un par de décadas atrás.

Así, se modificó la canasta productiva y tomó especial relevancia el grupo de semillas oleaginosas (particularmente la soja), que representan más de 60% de la superficie con granos, en tanto que la participación se reduce a 53% de la producción debido al mayor rendimiento de los cereales (en especial, maíz) respecto de las oleaginosas.

El desplazamiento de cultivos a escalas provinciales es aún más notable, tanto en las provincias pampeanas como en las extrapampeanas, y siempre es la soja, en aquellas ecorregiones donde las condiciones agroecológicas lo permiten, el cultivo preeminente, lo cual genera un desplazamiento atípico en las ecorregiones. No obstante, desde 2013 se detecta una retirada importante de los grandes actores que promovieron el avance sobre la frontera agropecuaria (pools y grandes grupos), generada por el aumento de los costos de producción y la caída de los precios internacionales. Hoy en día, existen en ambas ecorregiones (Pampa y Chaco) tres factores cruciales que están afectando la producción de granos gruesos (soja y maíz especialmente), vinculados al paquete tecnocéntrico: la aparición de una resistencia en malezas, una anemia de nutrientes que obliga a la fertilización sintética y el avance cruzado de plagas y enfermedades.

El talón de Aquiles: malezas y apropiación de la semilla

El mal llamado «productor de punta» y muchas de las entidades que promovieron tanto desde el Estado (Ministerio de Agricultura, ministerios provinciales, unidades técnicas) como desde el sector privado (Asociación Argentina de Productores en Siembra Directa –aapresid–, Asociación Argentina de Consorcios Regionales de Experimentación Agrícola –aacrea–, cámaras –soja, maíz, girasol, trigo– y grandes empresas), estas prácticas agrícolas intensivas han actuado de manera más temeraria que visionaria o emprendedora. La actual situación de aparición de malezas resistentes al glifosato (por ejemplo, el sorgo de Alepo resistente a glifosato, sarg), y a otros herbicidas en prácticamente todas las ecorregiones agroproductivas del país rememora el grave problema que Argentina enfrentó cuando en los albores del siglo pasado, de manera irresponsable y poco evaluada técnicamente, facilitó desde el mismo Estado la entrada de sorgo de Alepo como forrajera. Nunca más se resolvió el problema y esta secuencia de resistencias solo exacerba un problema cada día más grave.


Esto nunca debió haber sucedido, pues desde la ciencia independiente se alertó reiteradamente sobre este serio problema de la agricultura en su camino a la intensificación. Al problema de la resistencia en malezas, gravísimo para una agricultura que depende del funcionamiento adecuado de su agroecosistema y que es el emergente de la agricultura industrial implementada en la región, se suma otro serio problema y por el que los agricultores argentinos vienen batallando desde hace tiempo: la apropiación de la semilla.

La estrategia de las compañías (en especial Monsanto) para controlar el pago del fee tecnológico de cada tonelada de soja en caminos, puertos y fletes solo pone en evidencia lo que apenas algunos se atrevieron a denunciar con vehemencia: el serio riesgo de Argentina si cambia su legislación sobre semillas y pasa de los acuerdos de upov 78 a upov 915. Las presiones del gobierno y de las grandes empresas semilleras, así como de sus cámaras defensoras, para que se apruebe una nueva ley de semillas que atenta contra los intereses nacionales y en especial los de los agricultores y los de la agricultura campesina y familiar, deja ver la forma en se seguirá promoviendo el modelo transgénico en el próximo quinquenio. Pero, a poco que se mire y evalúe, si la ciencia con conciencia prevalece, esto puede llegar a detenerse.

Agricultura industrial: ¿el comienzo del fin?

Cuando hace más de 20 años se destacaban las grandes bondades de la implementación de la revolución biotecnológica, uno de los argumentos fuertes residía en su importancia como elemento tecnológico que disminuiría la presión sobre los espacios vírgenes y, por tanto, reduciría la deforestación y se traduciría en otros beneficios vinculados a la protección de la biodiversidad. Esta falacia ha sido contrastada con una realidad nacional y global que sigue demandando tierras y espacios para sostener una producción creciente y con preocupantes impactos ambientales.

La intensificación de la agricultura sin sustentabilidad ambiental es un camino con final incierto, con efectos adversos no solo sobre los seres humanos –y las generaciones futuras– sino también sobre otras especies y ecosistemas. Pero el conocimiento científico y tecnológico, integrado al saber y la participación social, tiene múltiples e interesantes oportunidades para lograr un porvenir mejor y más armónico utilizando los recursos finitos de que disponemos.El desacople del bienestar humano del crecimiento económico, de los impactos ambientales negativos y de la demanda creciente de recursos aplicados a la agricultura es posible, y para ello es necesaria la implementación de una visión de mediano plazo en la que la mejor ciencia y tecnología puedan implementarse en beneficio del bien común (¡y lo primero es la comida!). Se trata de una obligación que los Estados no pueden dejar en manos de las empresas, más allá de lo altruistas que estas pudieran mostrarse.

Para revertir la actual situación, las prácticas agrícolas deberán cambiar paulatina pero constantemente y reorientarse hacia modelos más sostenibles de agricultura que incorporen saberes y procesos desde las bases mismas del conocimiento y el manejo ecológico de los agroecosistemas, incluyendo, obviamente, lo mejor y lo demostrable científicamente de la agronomía más moderna, que tanto necesitan nuestro país y la humanidad. Pero para muchos de los promotores del modelo agrícola industrial argentino, las externalidades no eran más que un reclamo de grupos ambientalistas urbanos que responden a intereses foráneos. Lamentablemente, luego de 20 años de liberalización y proyectando los procesos futuros del modelo, los impactos ecológicos y sociales vinculados a la salud humana comienzan a generar preocupación incluso entre quienes tiempo atrás negaban los impactos.

Estas externalidades van desde los efectos derivados directamente de la implementación del cambio tecnológico y los del trangen o de sus productos asociados hasta los procesos de deforestación o, peor aún, el efecto de la resistencia en malezas y las bioinvasiones o los costos para la salud humana de las fumigaciones. Ya son más de 14 las malezas resistentes, a las que habría que sumar las que ya muestran tolerancia manifiesta al glifosato. La aparición de «ensorgamiento» en los campos, particularmente en aquellos espacios vinculados a climas templados y subtropicales, como los existentes en el norte argentino, Paraguay y Bolivia, es un tema que puede llegar a implicar su abandono por una cuestión de costos para los agricultores. El enorme potencial expansivo del sorgo de Alepo puede verse en estos campos, donde los ciclos de la maleza se multiplican por dos o tres generaciones por año, lo que demandaría también una forma de manejo diferente a la de las pampas. Los campos «ensorgados» comienzan a ser una imagen familiar en los territorios del norte y son también una nueva fuente de material genético de semillas de la maleza que seguirá ayudando a expandir aún más el problema.

Tanto el sur de América como, en especial, la agricultura argentina enfrentan nuevos procesos y coyunturas internas y externas distintas. Promover solo la exportación de materias primas, sin contemplar los costos ecológicos involucrados, es directamente matar a la gallina de los huevos de oro. La agricultura transgénica de base sojera en Argentina se recluye ahora en las regiones más productivas. Ya ha degradado todo el norte y el este argentinos, de la mano de la irresponsabilidad existente en el Estado y los privados, que impulsaron un enorme proceso de deforestación en el norte, especialmente entre los años 2002 y 2012.

El país necesita con urgencia un análisis integral del territorio, así como definir y seguir los lineamientos científicos sobre las potencialidades y las limitaciones de cada ecorregión, antes de generar una destrucción del hábitat y de la base de recursos por extracción y agricultura minera, de sus nutrientes. La anemia de nutrientes y la exportación de suelo virtual6 en los granos convierten esta agricultura en un modelo insustentable. Por el contrario, la propuesta de actividades agroecológicas, orgánicas, sustentables y de base familiar integra los territorios, recupera espacios ambientales, restaura ecosistemas y sostiene a culturas enteras en ellos, lo que las convierte no solo en una forma de producción, sino especialmente en una forma de asentar la vida y recuperarse tanto en el plano ambiental como en la salud de los pueblos y sus ecosistemas.

  • 1.

    La siembra directa es una práctica de manejo agronómica mediante la cual, en lugar de utilizar el antiguo arado de rejas y otros instrumentos, prácticamente no se remueve el pan de tierra. En la agricultura industrial, el control de malezas en la siembra directa se hace utilizando agroquímicos, lo que genera un conjunto de críticas relacionadas especialmente con el aumento del uso de herbicidas.

  • 2.

    Eric F. Lambin y Patrick Meyfroidt: «Land Use Transitions: Socio-Ecological Feedback versus Socio-Economic Change» en Land Use Policy vol. 27 Nº 2, 2010.

  • 3.

    W. Pengue: Agricultura industrial y transnacionalización en América Latina. ¿La transgénesis de un continente?, pnuma / gpama, Ciudad de México, 2005.

  • 4.

    Esto permite hacer mapas de producción, productividad, necesidades de nutrientes, fertilizantes aplicados y dosis de agroquímicos, e incluso mapear plagas y luego seguir la evolución, por ejemplo midiendo el índice verde.

  • 5.

    upov es la sigla de la Unión para la Protección de los Obtentores Vegetales. Con upov 78, los agricultores argentinos pueden guardar semillas para uso propio. Caso contrario deberían pagar por el uso de esas semillas, sea para consumo propio o siembra.

  • 6.

    El suelo virtual refiere al volumen de nutrientes que se exportan incluidos en los granos y van de una región a otra del planeta. La pérdida de estos nutrientes deriva en un vaciamiento cuyo final es la cancelación o afectación de la producción por agotamiento del suelo.

Este artículo es copia fiel del publicado en la revista Nueva Sociedad 262, Marzo - Abril 2016, ISSN: 0251-3552


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