Tema central
NUSO Nº 207 / Enero - Febrero 2007

Los gobiernos progresistas de Argentina, Brasil y Uruguay frente a las privatizaciones

Las privatizaciones ponen a los gobiernos progresistas ante un dilema. En Brasil, la gestión del Partido de los Trabajadores no ha intentado ninguna alteración de la estructura de propiedad de las empresas privatizadas e incluso ha avanzado en nuevas modalidades de «asociación público-privada». En Argentina, donde las privatizaciones fueron más radicales, el gobierno de Néstor Kirchner reestatizó empresas de correo, aeropuertos y agua y creó una nueva compañía pública en el sector de la energía. En Uruguay, la gestión del Frente Amplio tuvo que responder a una opinión pública que se manifestó masivamente en contra de las privatizaciones. Estas medidas, aunque adoptadas en el marco de programas macroeconómicos ortodoxos, generan dudas acerca del futuro de la inversión pública y privada y de las capacidad para sostener el crecimiento económico.

Los gobiernos progresistas de Argentina, Brasil y Uruguay frente a las privatizaciones

Un problema que se manifiesta al intentar el análisis de las políticas económicas y sociales de los actuales gobiernos progresistas de América Latina es su caracterización ideológica, ya que en la literatura académica y política se utilizan diversos adjetivos, no siempre análogos o de sentido único. Mientras algunos analistas se refieren a administraciones de «izquierda» o de «centroizquierda», otros aluden a gobiernos «progresistas» o a regímenes «populistas». El problema se agudiza al considerar que ninguna de estas calificaciones es asumida por al menos un líder de los gobiernos incluidos en este grupo. En el caso de Argentina, el sustrato ideológico de la presidencia de Néstor Kirchner remite al peronismo, fenómeno político y social muy complejo y de difícil definición conceptual.

Sin optar en forma rígida por una u otra caracterización –y más allá del debate no siempre teóricamente relevante o políticamente útil sobre la existencia de una, dos o varias izquierdas en la región– es válido identificar a algunos gobiernos latinoamericanos actuales como integrantes de un conjunto que, aunque no es homogéneo en términos ideológicos, parece convergente en la promoción de opciones superadoras de la visión centrada en el mercado. Pese a ello, es preciso destacar que ninguno de los tres gobiernos considerados en este artículo ha desarrollado alternativas reales al paradigma neoliberal.

El presente artículo tiene por objetivo presentar un panorama comparativo de las diversas posiciones asumidas por los gobiernos de izquierda ante la disyuntiva Estado versus mercado y de las perspectivas de gestión de las empresas públicas, especialmente en la provisión de servicios. El análisis estará centrado en tres casos concretos: Brasil bajo el gobierno de Luiz Inácio Lula da Silva y el Partido de los Trabajadores (PT), desde enero de 2003 al presente; Argentina durante la gestión neoperonista de Néstor Kirchner, desde mayo de 2003 hasta hoy; y Uruguay bajo la presidencia frenteamplista de Tabaré Vázquez, iniciada en marzo de 2005.

El legado neoliberal

A lo largo de la década del 90, los gobiernos latinoamericanos implementaron ambiciosos procesos de privatización de las empresas públicas y del parque productivo hasta entonces bajo control del Estado. Las privatizaciones alcanzaron a diversos sectores de infraestructura y de servicios públicos y a una porción significativa del sistema financiero.

En Brasil, el proceso de privatización se inició –sin considerar las medidas implementadas desde los 70 por el régimen militar– en 1990, bajo el gobierno fallido de Fernando Collor de Mello. Sin embargo, el desmantelamiento de la intervención estatal en las áreas de servicios públicos e infraestructura tuvo que esperar hasta la llegada a la presidencia de Fernando Henrique Cardoso. Durante sus dos mandatos, entre 1995 y 2003, el gobierno privatizó una importante cantidad de empresas públicas: corporaciones mineras, ferrocarriles, puertos, carreteras, telecomunicaciones, bancos y servicios de agua y saneamiento. En el sector de servicios, las privatizaciones más espectaculares –y más resistidas por la población– se realizaron en las áreas de electricidad y telefonía, incluyendo a las grandes empresas Light, en 1996, y Telebrás, en 1998. El resultado final tras una década de privatizaciones fue la venta de 115 empresas públicas por un total de 69.000 millones de dólares.

Al mismo tiempo, el gobierno impulsó la construcción de un nuevo marco regulatorio con la creación de diversas agencias públicas de monitoreo y contralor de la gestión de las empresas privatizadas. Los entes reguladores surgieron con el objetivo declarado de fijar reglas claras y fiscalizar la actuación de las compañías prestadoras de servicios. Pese a haber sido concebidos como organismos autónomos, supuestamente libres de interferencias gubernamentales y corporativas, desde su creación han sido objeto de múltiples cuestionamientos por su frágil independencia institucional y su rol en la formulación de políticas públicas.

Según muchos analistas, a diferencia de lo observado en otros países de la región, las privatizaciones en Brasil habrían dado lugar a significativos avances sociales, evidentes por ejemplo en el hecho de que hoy casi 100 millones de personas cuentan con teléfonos celulares. Desde una perspectiva más crítica, se ha argumentado que hay otros factores que explican los avances de los últimos años. Por ejemplo, se afirma que el desarrollo de la telefonía celular tendría más que ver con la revolución tecnológica mundial que con la política de privatizaciones.

Otras voces críticas argumentan que en demasiados casos la inversión y el mantenimiento de los servicios privatizados fueron posibles con financiamiento del propio Estado. En el caso específico de las telecomunicaciones, el Banco Nacional de Desarrollo Económico y Social (Bndes) invirtió 6.000 millones de dólares entre 1998 y 2001. Además de aumentar el gasto público y el endeudamiento del país, los costos fueron transferidos a los usuarios a través de aumentos abusivos en las tarifas telefónicas. De acuerdo con datos del Instituto Brasileño de Defensa del Consumidor (IDEC), el costo del servicio telefónico entre 1998 y 2006 aumentó 156%, frente a un índice inflacionario de 56% para el mismo periodo. En un reciente comunicado, el Idec sostuvo que «buena parte de los problemas se originan por haber copiado un modelo externo, con una lógica que no se adapta a nuestra realidad. El aspecto de la inclusión social, que es el más terrible en nuestro caso, fue en general considerado en forma negligente». El IDEC analizó el registro de aumentos de tarifas no solo en el sector de la telefonía, sino también en el sector eléctrico y los servicios de agua y saneamiento, y afirmó que «la ampliación del acceso a servicios ofrecidos por el poder público no se produjo tal como habían previsto los defensores de las privatizaciones: las metas fijadas en el contrato no fueron cumplidas y los pobres fueron dejados de lado».

Más al sur, el proceso que precedió el inicio del gobierno de Néstor Kirchner no fue muy distinto. Argentina también pasó por una fuerte ofensiva privatizadora, fundamentalmente de empresas proveedoras de servicios públicos. Este proceso se caracterizó por el desconocimiento de la legislación nacional y el incumplimiento evidente de los compromisos asumidos por los nuevos propietarios en relación con el desarrollo de planes de inversión, las metas de ampliación de servicios o de mejoramiento de la calidad, las medidas de protección al ambiente y la política tarifaria. En muchos casos, el rechazo popular a las privatizaciones se apoyó en la evidente inacción del Estado ante la falta de responsabilidad de los grandes inversionistas privados, incluyendo la convalidación oficial a las infracciones contractuales con resoluciones de dudosa legalidad. Uno de los principales rasgos distintivos del programa privatizador argentino fue la renegociación de contratos, que permitió durante muchos años mantener o acrecentar los privilegios del capital privado por encima de la seguridad jurídica y la satisfacción de los usuarios.

Por otro lado, los entes reguladores, concebidos como simples órganos de control, en la mayoría de los casos fueron constituidos en torno de empresas o áreas de gestión privatizadas. Y, casi sin excepción, se crearon luego de la transferencia al sector privado de los activos públicos, con una escasa o nula autarquía real. En muchas ocasiones, pese a la autonomía política y administrativa garantizada en su creación, los organismos de fiscalización se convirtieron en meras estructuras burocráticas subordinadas a distintas secretarías ministeriales del gobierno nacional.

Hasta la implosión del sistema político a fines de 2001, se había consolidado en Argentina una visión que percibía al capital privado como el principal y casi único motor de la economía. La opción por las privatizaciones y las desregulaciones relegaba toda posibilidad de desarrollo de una estrategia de promoción de la inversión pública. En la lógica de este modelo, las privatizaciones cumplían el rol de sostener el equilibrio artificial de la convertibilidad (la fijación legal del tipo de cambio en una paridad inmutable entre la moneda argentina y el dólar). Para ello se requería otorgar a los inversores extranjeros amplísimas condiciones para el ingreso, la circulación, la operación y la salida de los capitales.

Los tratados bilaterales de protección de inversiones funcionaron como la base legal para garantizar las condiciones pactadas en el momento de la contratación y proyectarlas hacia el futuro. En ese contexto, la liberalización del flujo de capitales, la apertura indiscriminada de la economía, la desregulación y privatización de las empresas públicas y el proceso de «extranjerización» de gran parte de la cúpula empresarial del país conformaron un conjunto articulado de procesos amparados bajo el paraguas legal de estos tratados. Argentina firmó y ratificó 54 tratados de protección de inversiones y se convirtió así en el país americano en suscribir más acuerdos de esta naturaleza.

El caso uruguayo difiere de los dos anteriores, tanto por el ritmo y el alcance de las privatizaciones como por la fuerte resistencia organizada de la sociedad civil. La sociedad uruguaya es la más estatista de América Latina, como lo demuestran varias investigaciones históricas sobre la construcción de un tipo muy particular de welfare state en esta parte del mundo. En relación con otros países latinoamericanos, las experiencias concretas de privatizaciones han sido mucho más escasas y de menor significación económica.

El rechazo de los uruguayos a las privatizaciones se hizo evidente en tres momentos particulares de la historia reciente. A fines de 1992, un referéndum derogó una ley que habilitaba la privatización de las principales empresas estatales. Después, en 2003, otro mecanismo de iniciativa popular permitió derogar la normativa que abría la posibilidad de que la empresa estatal petrolera, Ancap, se asociara con inversores privados. Por último, en forma más clamorosa y con mayor repercusión internacional, en octubre de 2004 se aprobó una enmienda constitucional que estableció que los servicios de agua y saneamiento constituyen derechos humanos fundamentales y que su gestión debe ser una competencia exclusiva del Estado.

Aun así, el modelo económico vigente desde la reconquista de las instituciones democráticas no ha sido muy diferente del de otros países de la región. Entre 1985 y 2004, los dos partidos tradicionales –el Partido Colorado y el Partido Nacional– llevaron adelante gobiernos neoliberales de coalición que impulsaron diversas medidas privatizadoras. Si en Uruguay la ola privatizadora no alcanzó la dimensión que llegó a tener en el resto de América Latina, esto fue posible por la oposición organizada de los movimientos sociales, fundamentalmente de la central sindical de trabajadores y la federación de cooperativas de viviendas por ayuda mutua, en alianza con la coalición política de izquierda Frente Amplio (FA).

En 1992, la defensa de las empresas públicas obtuvo el apoyo de 55% del electorado en un referéndum y se cerraron así las puertas a la posibilidad de vender los principales activos del Estado. Sin embargo, la decisión popular no anuló la eventualidad de futuras privatizaciones. En 1997, se aprobó el marco regulatorio del sector eléctrico, que preservaba el monopolio estatal solo en las etapas de transmisión y distribución y lo eliminaba en la etapa de generación. Asimismo, se creó la Unidad Reguladora de Servicios Energía y Agua (Ursea) y se liberó el acceso a las redes de transmisión y distribución estatales. La ley habilitó también a los grandes consumidores a contratar directamente su aprovisionamiento de electricidad con el sector privado. Los movimientos sociales y la oposición de izquierda volvieron a manifestar su rechazo a una norma que interpretaron como otro intento de privatización, pero no lograron el apoyo popular requerido por la legislación nacional para derogarla a través de un referéndum.

Durante la segunda presidencia de Julio Sanguinetti, entre 1995 y 2000, se promovió la posibilidad de realizar privatizaciones parciales en el sector de agua y saneamiento. El argumento utilizado fue la falta de recursos públicos para invertir en saneamiento en el departamento de Maldonado. La modalidad de apertura a la inversión privada adoptó la forma de una concesión de servicios y el contrato estipuló un plazo luego del cual las instalaciones volverían a manos del Estado. En este caso concreto, el papel de los organismos financieros internacionales fue decisivo: en 1999, el gobierno uruguayo accedió a un préstamo del Banco Mundial (BM) que estipulaba concesiones en el suministro de agua y saneamiento, y en 2002 firmó una carta de intención con el Fondo Monetario Internacional en la cual se comprometía a facilitar el ingreso de inversores privados, no solo para la provisión de agua potable, sino también para la construcción y operación de plantas de tratamiento de aguas residuales. La primera concesión, aprobada en 1998, benefició a Aguas de la Costa, un consorcio conformado por Aguas de Barcelona (subsidiaria de Suez, de matriz francesa) y dos empresas uruguayas. En 2000, se otorgó una segunda concesión a la compañía privada Uragua S.A., subsidiaria de la española Aguas de Bilbao, que cubría otra zona de Maldonado.

Al igual que en Argentina, los resultados concretos de las concesiones a empresas controladas por capitales europeos fueron tarifas excesivas (varias veces superiores a las que cobraba la empresa OSE, de propiedad estatal), niveles de contaminación del agua superiores a los admisibles en la normativa uruguaya, flagrante desconocimiento de las metas de inversiones acordadas en el contrato y repetidos cortes en la provisión del servicio.

Ante esta nueva realidad, organizaciones de vecinos, ambientalistas y sindicales conformaron la Comisión Nacional en Defensa del Agua y de la Vida (Cndav). En octubre de 2003, la Cndav presentó 300.000 firmas solicitando un plebiscito, que se concretó el 31 de octubre de 2004, el mismo día de las elecciones parlamentarias y presidenciales en las que triunfó Tabaré Vázquez. El resultado fue claro: 64,7% de los votantes se pronunció a favor de una reforma constitucional que impide futuras privatizaciones en agua y saneamiento.

Así, la reforma constitucional aprobada estableció que «el servicio público de saneamiento y el servicio público de abastecimiento de agua para el consumo humano serán prestados exclusiva y directamente por personas jurídicas estatales», al entender que «el acceso al agua potable y el acceso al saneamiento, constituyen derechos humanos fundamentales». El texto también establece una cláusula muy clara hacia el futuro, al prever que «la prestación del servicio de agua potable y saneamiento deberá hacerse anteponiéndose las razones de orden social a las de orden económico. Toda autorización, concesión o permiso que de cualquier manera vulnere estos principios deberá ser dejada sin efecto».

Las iniciativas de los gobiernos progresistas

La reacción de los gobiernos progresistas ante la herencia recibida de gestiones anteriores no justificó los temores anticipados de los círculos empresariales nacionales y extranjeros. En Brasil, el gobierno del PT no ha intentado ninguna alteración del orden jurídico ni de la estructura de propiedad de las empresas privatizadas. En los casos de Argentina y Uruguay, puede decirse que en términos generales el Estado solo intervino ante la falencia contractual o ante evidentes problemas en la calidad de los servicios privatizados o concesionados. El caso de la reestatización del correo argentino muestra que los resultados pueden ser positivos en cuanto a la rentabilidad. En la mayoría de los otros ejemplos recientes de recuperación de empresas por parte del Estado, todavía es pronto para evaluar los resultados.

En Brasil, a pesar del fuerte cuestionamiento original del PT al paradigma neoliberal, el gobierno de Lula no se propuso revertir ninguna privatización significativa. Pero tampoco se impulsaron nuevas entregas de empresas públicas al capital privado. Las grandes compañías que permanecen bajo control del gobierno federal (entre las que se destaca Petrobrás) siguen siendo de propiedad pública, lo cual amortigua, al menos en parte, las críticas de quienes resaltan la «desviación neoliberal» del PT.

Durante el primer gobierno de Lula también se avanzó con el nuevo discurso de las llamadas parcerias público-privado, o PPP, consideradas el pilar de una estrategia supuestamente innovadora de incentivo a la inversión privada para mejorar la infraestructura y los servicios públicos. No obstante, más allá del debate político, en la práctica no se ha avanzado mucho. La ley para regular las asociaciones público-privadas recién fue aprobada por el Congreso a fines de 2004, y hasta octubre de 2006 sólo se habían concretado dos acuerdos de este tipo para obras de mejoramiento de las carreteras BR-116 y BR-324, ambas en el estado de Bahía.

El gobierno brasileño ha indicado en reiteradas oportunidades que durante el segundo mandato de Lula este mecanismo será potenciado. La literatura académica argumenta que, en muchísimos casos y en varios países de distintas regiones del mundo, y más allá del discurso de sus defensores, los acuerdos de asociación público-privada se han convertido en otra forma, más sutil y menos «agresiva» en términos ideológicos, de privatización. En ese sentido, el desarrollo de estas modalidades por parte del gobierno de Lula respondería a una orientación reprivatizadora. «El filé mignon ya fue vendido, y entonces el gobierno federal ofrece incentivos a la iniciativa privada para que ella se apodere de lo que queda del patrimonio público con asociaciones público-privadas, con las que el sector privado se va a aprovechar de las inversiones del Estado para aumentar su lucro», argumentaba en octubre de 2006 un economista crítico.

En el caso argentino, a diferencia de lo sucedido en Brasil, ha habido reestatizaciones y se han retirado concesiones de algunas empresas de servicios públicos que presentaban dificultades serias. En otros casos, los propios concesionarios privados expresaron su voluntad de retirarse del mercado nacional. El gobierno ha manifestado reiteradamente su voluntad de reprivatizar las empresas reestatizadas luego de completarse el proceso de saneamiento financiero y administrativo. Y, además, ha experimentado con la creación de empresas mixtas, como en el caso de la explotación de los recursos energéticos.

El control del espectro radioeléctrico fue la primera área de reestatización de un servicio durante la era Kirchner, tras la anulación de la concesión a la firma francesa Thales Spectrum. Correo Argentino, Aguas Argentinas y Aeropuertos 2000 fueron las siguientes compañías reestatizadas. En el caso de la empresa postal, fue reasumida por el Estado ante la falta de pago del canon por parte del inversor privado (el Grupo Macri, de capitales nacionales). Pese a la aceptable gestión actual el decreto que establece su futura reprivatización sigue vigente.

La cancelación del contrato con la empresa Aguas Argentinas (controlada por capitales franceses y españoles) y su reemplazo por Aguas y Saneamientos Argentinos (AySA) significó el fin de una pésima privatización. El 90% del capital accionario de AySA pertenece al Estado nacional y el 10% restante está en manos de los trabajadores. Suez, la operadora francesa, había hecho algo que no hicieron otras compañías extranjeras que asumieron la gestión de servicios privatizados: adoptó un compromiso público que luego no cumplió. La cancelación de la concesión se fundamentó en el alto contenido de nitratos presente en el agua. Un informe publicado por investigadores argentinos indica que, entre 1994 y 2000, Aguas Argentinas registró una tasa de beneficios sobre el patrimonio neto promedio de 19,1%. En este sector, las utilidades suelen rondar entre 6,5% y 12,5% en Estados Unidos y entre 6% y 7% en Gran Bretaña.

En el caso de los aeropuertos, el gobierno de Kirchner se propuso a mediados de 2006 negociar con el inversor privado, Aeropuertos Argentina 2000, para lograr el control de 40% de la empresa. Para ello, el Estado integraría una sociedad mixta con gerenciamiento privado como alternativa a las reestatizaciones que concretó en los casos antes mencionados. Esta modalidad de recuperación de empresas públicas ha sido criticada por la oposición, que argumenta que el concesionario de los aeropuertos acumula una deuda impositiva que oscilaría entre 800 y 1.200 millones de pesos.

Otra concesión rescindida por el gobierno de Kirchner fue la del Ferrocarril San Martín. Después de muchos accidentes graves, groseros incumplimientos del contrato y más de 3.000 quejas de usuarios en 2003, el Ministerio de Planificación retiró en 2004 la concesión del ramal ferroviario al Grupo Taselli. Sin embargo, no se corrigió el problema de fondo. El ramal San Martín volvió a manos del Estado, pero su operación pasó a ser responsabilidad de las otras tres empresas privadas, que han registrado casi tantas falencias como el Grupo Taselli: TBA (ramales Mitre y Sarmiento), Metrovías (subterráneos de Buenos Aires y ramal Urquiza) y Ferrovías (ramal Belgrano Norte).

En el sector de la energía, el gobierno creó en noviembre de 2004 una empresa mixta. Energía Argentina Sociedad Anónima (Enarsa) fue presentada como la respuesta oficial a la crisis energética resultante de las privatizaciones de la década previa. Fue concebida como una nueva empresa estatal que cumpliría las funciones de «testigo» en el sector energético, para compensar los «déficits del mercado». La nueva compañía posee una constitución accionaria muy particular, que cuestiona su identidad de empresa pública: 53% de las acciones corresponden al Estado federal, 12% quedaron reservadas para los Estados provinciales y el 35% restante corresponde a acciones patrimoniales sin derecho a voto que cotizarán en el mercado de valores. El gobierno ha manifestado que el ámbito de acción de Enarsa es el negocio energético en un sentido amplio, que abarca petróleo y derivados, gas y energía eléctrica, e incluye los segmentos de producción, industrialización, transporte y comercialización. El objetivo político es convertir al Estado en protagonista en un sector económico que fue totalmente privatizado durante los gobiernos anteriores y regular así el accionar oligopólico de las compañías privadas. Enarsa se ha asociado en emprendimientos productivos con la empresa petrolera de Venezuela, Pdvsa, pero los resultados económicos (y políticos) de la alianza son aún inciertos. En el futuro, también se podrá evaluar si cumple adecuadamente con su papel de «testigo».

En Argentina, el tema de las tarifas de los servicios públicos reviste una gran complejidad desde un punto de vista político y económico. La cuestión más polémica es la inmovilidad de las tarifas de agua, gas y energía eléctrica para los usuarios residenciales con ingresos medios y altos. El congelamiento tarifario incide sobre las inversiones privadas y sobre la distribución de los ingresos, puesto que el Estado destina recursos a subsidiar el acceso a servicios para sectores sociales con capacidad para pagar más. Es cierto que las expectativas inflacionarias constituyen un argumento a favor de esta decisión, pero si éstas ya fueron desactivadas lo que predomina es el factor político: un ajuste (sin afectar las tarifas de los sectores de menos recursos) impactaría en la clase media, sector clave para el gobierno, tanto por su influencia en la opinión mediatizada como por su peso electoral.

En el caso uruguayo, el gobierno del Frente Amplio asumió la gestión de los servicios públicos en el marco de una fuerte presión social en contra de la privatización, sobre todo debido a las obligaciones resultantes de la reforma constitucional. Como señalamos, la enmienda aprobada en 2004 estableció la gestión exclusiva por parte del Estado de los servicios de agua y saneamiento, lo que generó un fuerte debate en el seno del nuevo gobierno sobre el futuro de las concesiones al sector privado. Finalmente, el gobierno acordó que la enmienda solo se refería a concesiones venideras y que no incidía sobre las concesiones vigentes. En el debate en el Parlamento, los intereses de las empresas privadas contaron con la encendida defensa de los diputados y senadores de los dos partidos tradicionales, al tiempo que el movimiento sindical y las organizaciones sociales integradas a la Cndav reclamaban el cumplimiento irrestricto de la letra y el espíritu de la enmienda constitucional.

Amparándose en un tratado bilateral de protección de inversiones firmado entre Uruguay y España, la empresa Aguas de Bilbao, accionista mayoritaria de Uragua S.A., presentó una demanda judicial contra el Estado uruguayo cuestionando la retirada de la concesión. De acuerdo con la normativa del tratado bilateral, en caso de no haberse llegado a un convenio entre las partes, el diferendo se debería dirimir ante el Centro Internacional de Arreglo de Diferencia de Inversiones (Ciadi) del Banco Mundial. Éste es el mismo tribunal al cual grandes corporaciones transnacionales acudieron con frecuencia en contra de los gobiernos de Bolivia y Argentina. Finalmente, luego de largas negociaciones se llegó a un acuerdo para la cancelación «amigable» del contrato y la reestatización de los servicios.

Suez, la transnacional con capital mayoritario en Aguas de la Costa, también amenazó con llevar al Estado uruguayo ante los tribunales internacionales. En un primer momento, el gobierno de Tabaré Vázquez resolvió no enfrentar el riesgo de una demanda presentada por una corporación de probado poder económico y político a escala mundial y optó por permitir que la empresa Aguas de la Costa continuara con sus operaciones en el país mediante un decreto que recortaba significativamente el alcance de la enmienda constitucional. Pero Suez finalmente anunció su retiro de Uruguay, a mediados de 2006, luego de que el gobierno decidiera comprar todas las acciones bajo control extranjero de Aguas de la Costa, lo cual implicó el pago de 3,4 millones de dólares a la empresa transnacional.

Apoyos y críticas en la era progresista

La prensa internacional suele mencionar a Brasil como un caso ejemplar de beneficios sociales y económicos producidos por las privatizaciones. Entre otros ejemplos, se mencionan las referencias a las transformaciones exitosas de la telefónica Telebrás o la aeronáutica Embraer. Sin embargo, esta línea de argumentación tiende a ignorar los diversos ejemplos de mala práctica de las empresas privatizadas y los negativos impactos sociales causados por la entrega de servicios públicos al sector privado.Durante la segunda vuelta de la última campaña electoral brasileña, el candidato opositor, Geraldo Alckmin, resaltó las supuestas ventajas de la transferencia de activos estatales, en respuesta a las frecuentes críticas al legado de las privatizaciones lanzadas por el PT. Sin embargo, no todos en el gobierno de Lula tienen necesariamente una visión crítica de las privatizaciones. En una entrevista al diario Folha de São Paulo a fines de octubre de 2006, el ministro de Relaciones Institucionales, Tarso Genro, declaró que «el resultado de la privatización de la telefonía fue positivo, abarató el teléfono y más personas pudieron tener acceso. No estoy diciendo que se debería o no haber privatizado. Con lo que no estamos de acuerdo es con el proceso de privatización salvaje que ocurrió durante los ocho años de gobierno socialdemócrata».

En todo caso, recientes investigaciones indican que la mayoría de la sociedad brasileña tiene una opinión negativa respecto de las privatizaciones. Una encuesta publicada en octubre de 2006 indica que 70% de la población se manifiesta contraria a la hipotética privatización de otras grandes compañías públicas. Al ser interrogado sobre la evaluación de las privatizaciones realizadas durante el gobierno de Cardoso, 33% afirmó que fueron positivas y 45% respondió que fueron negativas.

En Argentina, pese a que la política promovida por el presidente Kirchner cuenta con un amplio apoyo parlamentario (consecuencia de su propio capital electoral y de las alianzas que fue construyendo durante sus primeros tres años de gestión), entre la población predomina un clima adverso a las privatizaciones. A pesar de ello, algunos actores, sobre todo desde la sociedad civil, han manifestado críticas a las políticas oficiales de «reestatización», fundamentalmente en torno de la nueva empresa energética. Para Attac-Argentina, la posibilidad de integración de 35% de capital privado en Enarsa es un elemento negativo, ya que el país se quedaría a mitad de camino de la posibilidad de recuperar el control de la empresa petrolera. Se argumenta que es crucial recuperar la renta petrolera en el contexto de un mercado oligopólico como el argentino.

Desde el movimiento sindical también se han formulado críticas. Al principio, la Federación de Trabajadores de la Energía (Fetera-CTA) manifestó su apoyo a la conformación de Enarsa. El sindicato declaró su satisfacción con la conformación de una empresa estatal que abriría la posibilidad de recuperar la gestión, la renta y la política energéticas en uno de los pocos sectores de la economía en condiciones de generar una renta significativa. Se confiaba en que la empresa pudiera convertirse en una fuente de recursos genuinos para el desarrollo económico y social. Sin embargo, con el transcurso de los meses el gremio ha criticado la decisión de adjudicar sin licitación pública diversas áreas del mar territorial. Y también cuestionó el hecho de que la empresa promueva una política de «tercerización» que concentra en unos pocos funcionarios la capacidad de decidir sobre potenciales miles de millones de dólares sin los controles adecuados.

En síntesis, en el caso argentino persiste la incógnita sobre el futuro de las empresas reestatizadas. No se sabe con certeza si se mantendrán bajo propiedad y administración estatal o si se habilitará un nuevo proceso privatizador antes de que termine el gobierno de Kirchner.

En Uruguay, el antecedente de las negociaciones con las empresas europeas a partir de la enmienda constitucional sobre los servicios de agua y saneamiento, junto con constantes declaraciones de funcionarios sobre la posibilidad de futuras reformas desmonopolizadoras (o incluso privatizaciones parciales), tampoco genera muchas certezas sobre el futuro de los servicios públicos. La opción elegida para reestatizar Aguas de la Costa suscitó profundas críticas desde los movimientos sociales. La Cndav ha cuestionado la legitimidad de la compra de las acciones a la transnacional Suez. También se ha criticado la reestatización parcial de la empresa y la creación de una compañía mixta, que no es más que otro ejemplo de las «asociaciones público-privadas» tan cuestionadas en otros países. Los inversores uruguayos asociados a Suez (el Grupo Gross-Bellagamba) decidieron no aceptar la oferta del gobierno por su participación accionaria y obligaron a crear una nueva empresa de este tipo. Pero la solución elegida, aunque implicó el retiro de una poderosa transnacional, contradice claramente lo establecido en el texto de la enmienda constitucional aprobada en 2004.

Reflexiones de síntesis

El clima ideológico de América Latina antes del triunfo de los partidos de izquierda se apoyaba en una comprensión de la economía, la política y la sociedad en la que el mercado ocupaba el lugar de principal, y casi única, fuerza rectora. La situación más extrema se evidenció en Argentina, donde el Estado, una vez fijada la regla máxima del régimen de convertibilidad –la equiparación de la moneda local con el dólar–, debía limitarse a dejar que el mercado actuara y a otorgar seguridad jurídica para que el capital más concentrado, mayoritariamente extranjero, maximizara sus beneficios.

Más allá de sus múltiples y en muchos casos obvias limitaciones, es evidente que los actuales gobiernos progresistas han intentado si no revertir, al menos detener la hegemonía del mercado en la provisión de servicios públicos. Se ha reivindicado el papel de «la política» como atributo de gobierno para intervenir en el funcionamiento cotidiano de la economía, enfrentando la concepción de «piloto automático» que había orientado las gestiones neoliberales. Sin embargo, pese a que se ha detenido el avance de la ola privatizadora, desde un principio los gobiernos progresistas han intentado promover un «clima de negocios» favorable a la inversión extranjera. La actitud elegida ha sido respetar y exigir el cumplimiento de los contratos e intervenir sólo ante situaciones extremas. Aun así, desde el lugar de las empresas transnacionales no se ha dudado en acudir a los tribunales internacionales de arbitraje en defensa de sus intereses todas las veces que lo creyeron necesario o conveniente.

En el caso uruguayo, poco después de asumir, el gobierno de Tabaré Vázquez firmó un acuerdo con el Fondo Monetario Internacional (FMI). Desde ese momento, se han formulado múltiples y persistentes declaraciones acerca de la intención de introducir cambios estructurales en la economía nacional, incluida la posibilidad de transferir empresas del Estado a la órbita privada o asociarse con inversores extranjeros. Como era previsible, estas declaraciones fueron aplaudidas por las cámaras empresariales y la derecha política como manifestaciones de la «madurez» alcanzada por la izquierda uruguaya, de forma similar a la satisfacción expresada por la derecha brasileña en los inicios del gobierno del PT. En ese sentido, son elocuentes las páginas dedicadas por The Economist o el Financial Times a elogiar a los gobiernos progresistas de la región frente al peligro de expansión de la «marea populista» que avanzaría desde el Caribe.

En general, las nuevas modalidades de gestión del patrimonio estatal se encuadran en el marco del paquete de medidas macroeconómicas que, con mayor o menor extensión e impacto, han sido aplicadas por todos los gobiernos de izquierda analizados en este artículo. Las nuevas modalidades de gestión estatal han promovido la estabilización de la economía y la reinserción internacional (como sucedió en Argentina después del default), así como medidas económicas que procuran desactivar la inflación sin afectar significativamente las ganancias de las empresas y el ciclo expansivo de los negocios. En ese sentido, pese a diferenciarse del fundamentalismo neoliberal, de ningún modo se orientan a la aplicación de una agenda radical de reformas socialistas. Los programas del progresismo latinoamericano, al menos en los tres países analizados en este artículo, son muy diferentes de los de la izquierda de las décadas anteriores.

El equilibrio y el crecimiento económico de los países gobernados por fuerzas progresistas están relacionados en gran parte con el aumento proporcional de la inversión, especialmente pública. Uno de los grandes interrogantes para el futuro es la evolución de la inversión privada, ya que muchos de los inversores privados que asumieron el control de empresas y servicios públicos demandan seguridades jurídicas y políticas que supondrían reinstalar la lógica mercantil hegemónica en la década anterior.

Este artículo es copia fiel del publicado en la revista Nueva Sociedad 207, Enero - Febrero 2007, ISSN: 0251-3552


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