¿Hacia la criminalización de la niñez?
El Régimen Penal Juvenil argentino en debate
enero 2019
El gobierno argentino pretende modificar el Régimen Penal Juvenil bajando la edad de imputabilidad. La criminalización de la niñez, la juventud y la pobreza muestra el rostro punitivista del gobierno liderado por Mauricio Macri. Se trata menos de un exceso de pragmatismo que de una convicción política y de principios. Es un gobierno que, por momentos, parece menos liberal que intervencionista, aunque en dirección a la restauración conservadora de las desigualdades. ¿Pero qué hace y dice el progresismo sobre esta materia?
Una nueva embestida del gobierno argentino para modificar el Régimen Penal Juvenil plantea un desafío al amplio arco del progresismo. El mito de una Argentina descendiente de los barcos contribuye a la creencia de un plus democrático en la excepcionalidad rioplatense y reproduce los errores de diagnóstico allí donde los homólogos latinoamericanos tampoco han logrado acertar.
Desde 2016, las sucesivas iniciativas para bajar la edad de imputabilidad de 16 años a 15 o 14 años (las negociaciones desde una primera propuesta de 14 años a una actual de 15 han girado en torno de la posibilidad de sumar adeptos y generar viabilidad política antes que a discusiones técnicas o jurídicas) han reaparecido en momentos críticos del contexto político local, y esto ha abonado la hipótesis de la manipulación y el ocultamiento propios de la era de la posverdad.
Es necesario reconocer que el debate técnico en cuestión securitaria y en materia de derechos parece francamente saldado en contra de la baja. La Organización de las Naciones Unidas (ONU), el Fondo de las Naciones Unidas para la Infancia (Unicef), la Secretaría Nacional de la Niñez, Adolescencia y Familia de Argentina (SeNAF) y los 14 candidatos a la Defensoría del Niño se han manifestado en contra de la medida. El colectivo de intelectuales y especialistas «No a la Baja» ha sistematizado en seis puntos su oposición programática y de principios a la medida. Dos de ellos son de orden jurídico e institucional: se refieren a la inconstitucionalidad de la medida, que viola el principio de no regresividad de los derechos y la adhesión del país a los tratados internacionales sobre niñez. En la misma dirección va otro de los puntos de «No a la Baja»: la necesidad programática de un Estado social garante de derechos del niño antes que un Estado penal reducido a la mera función represiva. El problema parece ser que la retórica de los derechos y el principio del garantismo no cuentan hace tiempo con una legitimidad política extraordinaria ni con un poder argumentativo importante para resolver discusiones en América Latina. Desde el golpe institucional contra Dilma Rousseff hasta el referéndum que desestabilizó el proceso de paz en Colombia, fueron otros los valores que movilizaron a las mayorías triunfantes.
Pero hay otros dos argumentos de orden pragmático. En principio, se destaca que la baja no solo no sirve para resolver el problema de la seguridad, sino que lo empeora. Las estadísticas oficiales indican que los menores de 19 años tienen una participación ínfima en la comisión de delitos, y esta proporción cae a cifras absolutamente marginales cuando se consideran los delitos graves y los menores de 16 años. Todo esto sin contar que, si la «estadística negra» del delito es importante, los criterios selectivos de las instituciones judiciales y policiales, no solo xenófobas y aporofóbicas, sino también adultocéntricas, empujan estos porcentajes ínfimos (por debajo de 1%) a ser «inflados» por la metodología de la producción en sus datos: buscar proporción de jóvenes, pobres e inmigrantes en instituciones que presumen la culpabilidad de jóvenes, pobres e inmigrantes.
Como el hecho de que los jóvenes sean el principal factor generador de la inseguridad no se sostiene en datos oficiales ni alternativos, resulta incomprensible que resulten un blanco tan central de las medidas impulsadas por el gobierno. Como agravante, un sistema carcelario masivamente colapsado, sin recursos suficientes y cuya función formativa ha quedado reducida a su mínima existencia, no tiene capacidad alguna para cumplir con el principio de reinserción social que rige la penalidad en el país: lo único que puede habilitar una reforma en este sentido es una mayor población pasible de ser perseguida y condenada a un encierro envilecedor, en contextos de despojo y de detracción en su condición de sujetos de derechos. Nada de esto parece aportar a lo que en el más moderado y liberal de los argumentos debe entenderse como el objetivo de «reformar» ciudadanos (legalmente niños, niñas y adolescentes) que delinquieron. Más bien todo lo contrario: contribuiría a deformarlos.
Ni hablar que las experiencias de otros países de la región no demuestran en absoluto que la baja de la edad de imputabilidad contribuya en algún sentido a disminuir el delito o la violencia social. Países con problemas más acuciantes de violencia que Argentina poseen normativas con edades de imputabilidad a los 12 o 13 años, sin manifestar avances hacia una gestión de relaciones sociales más democrática y segura para sus ciudadanos. Prevención, reinserción, formación y garantías estatales: estas son las líneas de acción avaladas por los organismos involucrados, entre ellos Unicef.
Por último, hay argumentos de tipo cognoscitivo. La medida aclara mucho menos de lo que confunde y produce un nuevo chivo expiatorio (uno más), que obtura la posibilidad de abordar problemas reales y complejos con el objetivo de buscar soluciones efectivas y necesarias. Confunde porque la sobrecobertura mediática de hechos de inseguridad o violencia cuyos protagonistas son niños, niñas y adolescentes –la mitad de las noticias sobre niños son policiales, según un informe de la Defensoría del Público– no representa las dimensiones reales del fenómeno delictivo en el país, en el que la participación de menores es irrisoria. Y no solo fomenta o aviva, sino que también produce un odio etario y de clase contra los jóvenes pobres, contra su estética e incluso contra su mera presencia y existencia, que encuentra en las ficciones cinematográficas brasileñas como Ciudad de Dios y Ciudad de los hombres o las sucesivas Tropa de elite y en la homóloga serie local El marginal versiones empequeñecidas de las operaciones mediáticas de ficcionalización de la realidad, como el difundido caso de El Polaquito que circuló en redes a partir de un informe del canal Todo Noticias en 2017.
¿Algo ha cambiado desde 2016? ¿Quiénes apoyan la medida, además de los sectores más comprometidos del gobierno de Cambiemos en la cuestión, como el ministro de Justicia, Germán Garavano, la ministra de Seguridad, Patricia Bullrich, o la mediática diputada Elisa Carrió? Una primera confusión en el diagnóstico se puede presentar como consecuencia de asimilar la sociedad civil organizada a la sociedad civil como tal. En la mesa de especialistas convocada por el Ministerio de Justicia y Derechos Humanos de la Nación en 2017, de 40 oradores solo tres se manifestaron a favor de la baja: Diana Cohen Agrest, Fundación Sur Argentina y la Unión del Centro Democrático (UceDe). Sin embargo, el clima actual no parece ser exactamente el mismo que en los dos años anteriores. Si en 2017 ni siquiera Cambiemos evaluó que la baja fuese a pagar altos dividendos en términos electorales, buena parte del progresismo opositor considera que el reflotamiento de la medida en 2019 es solo una intentona preocupada por sumar votos, mientras que el arco menos «garantista» de la oposición a Cambiemos comienza a sentirse incómodo quedándose fuera de la primera línea del punitivismo electoral.
Esta misma hipótesis fue la que condujo al candidato kirchnerista Daniel Scioli en 2015 a endurecer y derechizar su discurso para ganar adeptos entre los votantes de centroderecha con miras al balotaje. En aquel momento los analistas interpretaron la ineficacia del timonazo discursivo de Scioli como un problema de autenticidad: ¿por qué los sufragistas votarían al «candidato-copia» si existía la opción de votar la derecha «original»? Si bien es un argumento de peso, los posteriores e inesperados resultados electorales en la región y el mundo plantean nuevos interrogantes y generan nuevas vacantes analíticas.
Aunque sirva para calmar a las bienintencionadas almas de izquierda, la hipótesis de la manipulación comunicativa se manifiesta insuficiente para explicar los triunfos de outsiders al sistema partidista tradicional como Donald Trump o Jair Bolsonaro. Menos rimbombante y más actual, se suma a estos hechos la victoria de Vox en Andalucía. Más indirectamente relacionadas están las victorias del Brexit y del «No» en el referéndumo por los Acuerdos de Paz en Colombia. Contra todos los cálculos y las predicciones, los votantes fueron receptivos a los discursos de extrema derecha, contra opositores desgastados, asediados, moralmente cuestionados y con improductiva flexibilidad ideológica cuando las encuestas ya señalaban derrotas irremontables.
Bolsonaro es un temblor que conmovió todas las estrategias políticas. Su discurso ligado –no exclusivamente, pero sí muy particularmente– a la seguridad, a la mano dura y a la exaltación futurista de las armas afectó profundamente el debate argentino y la discusión sobre los candidatos que serían capaces de capitalizar, en espejo, las virtudes del encumbrado líder de la derecha latinoamericana. La primera dimensión del nuevo contexto en el que hay que pensar el proyecto de la baja de edad de imputabilidad es una sociedad progresivamente autoritaria y aferrada a estructuras de desigualdad que en muchos momentos considera justas. Una mezcla perversa entre esa sociedad brasileña profundamente desigual que el antropólogo Roberto Da Matta ilustraba con la frase «¿Usted sabe con quién está hablando?» y esa violencia plebeya con que Guillermo O´Donnell respondía la pregunta del brasileño para caracterizar la cultura política argentina: «¿Y a mí qué mierda me importa?». Un poco de las dos. Lo peor de ambas. Autoritarismo violento y desigualdad.
La segunda dimensión es un proceso ininterrumpido de endurecimiento represivo por parte de la gestión securitaria del gobierno argentino, que comienza con la represión de la protesta social (legitimada y legalizada por decretos y reformas), se afirma con la intensificación de la presencia de las fuerzas de seguridad nacionales en todo el territorio nacional y se profundiza con la denominada «doctrina Chocobar», el involucramiento de las Fuerzas Armadas en conflictos internos, la habilitación del uso de armas de fuego sin dar orden de alto para la policía, la incorporación de pistolas Taser en el arsenal policial y la promoción de portación civil de armas de fuego en los últimos meses.
El progresismo y la izquierda, asumiendo su propio estigma idealista, acusan de una suerte de exceso de pragmatismo al gobierno de Cambiemos, que con este conjunto de medidas buscaría, al mismo tiempo, posicionar como posible candidata de fórmula presidencial a Patricia Bullrich (la responsable de la cartera de Seguridad y una de las ministras con mayor imagen positiva entre los funcionarios de Cambiemos), ocultar el desastre económico de la gestión y aprovechar electoralmente el ascenso de las derechas en América Latina. Y esta acusación se alinea con el argumento de falta de racionalidad y resultados de la baja resumido previamente, pero también con la caracterización de esta gestión como liberal o neoliberal, a secas.
Quizás sea tiempo de revisar la explicación de esta nueva arremetida punitivista y, al mismo tiempo, complejizar la caracterización del gobierno encabezado por Mauricio Macri. Al menos es necesario explorar la hipótesis de que una fracción de la alianza gobernante está plena y sinceramente comprometida con medidas como la baja de edad de imputabilidad, y que no es más que una arista en una matriz de políticas públicas que atacan en conjunto a niñas, niños, jóvenes, pobres, trabajadores, mujeres y adultos mayores. A Cambiemos lo bosqueja menos un exceso de pragmatismo y más una convicción política y de principios. Es un gobierno que por momentos parece menos liberal que intervencionista, aunque en dirección a la restauración conservadora de las desigualdades: una matriz política profundamente orientada por la regresión de los derechos y los poderes populares.