Ensayo
NUSO Nº 241 / Septiembre - Octubre 2012

Inapropiadas e inapropiables. Claves para entender el aborto como alteridad

En Argentina, el desarrollo de legislaciones referentes al matrimonio entre personas del mismo sexo y el reconocimiento legal de las identidades trans evidencian importantes cambios jurídicos y sociales. Sin embargo, detrás de estos logros recientes, otro reclamo, quizás más antiguo en su forma y petición, sigue pendiente: el reconocimiento del derecho al aborto. ¿Por qué la reivindicación de las mujeres por el derecho a decidir sobre su historia sexual y reproductiva sigue postergada en la agenda legislativa? ¿Qué estrategias deben ser implementadas para que consigan el gobierno de sus propios cuerpos?

Inapropiadas e inapropiables. Claves para entender el aborto como alteridad

En Argentina, los últimos tres años han sido incuestionablemente históricos en el camino por la reivindicación de los derechos sexuales. La modificación del Código Civil permitió el matrimonio entre personas del mismo sexo, que incluye el acceso a la adopción, y la aprobación de la Ley de Identidad de Género, pionera en el mundo, posibilita el cambio de sexo en el documento de identidad sin intermediación de autoridades médicas o judiciales (es decir, está basada en la autopercepción del género). En toda la región latinoamericana, el desarrollo de legislaciones referentes a las uniones entre personas del mismo sexo, el reconocimiento legal de las identidades trans y las políticas contra la discriminación y la violencia motivadas por la orientación sexual y la identidad de género evidencian importantes transformaciones jurídicas y sociales, gracias al agenciamiento político de las organizaciones feministas y LGBT cuyas agendas de visibilidad lograron posicionar la ciudadanía plena como tema fundamental del debate público.

El derecho a decidir sobre el propio deseo y sobre el propio cuerpo gana fuerza de ley con estas resoluciones, y la histórica frase feminista «Mi cuerpo es mío» comienza a materializarse, a hacerse carne. Sin embargo, detrás de estos logros recientes, otro reclamo, quizás más antiguo en su forma y petición, permanece pendiente: el reconocimiento del derecho al aborto. ¿Cuáles son, entonces, los sujetos cuyos cuerpos adquieren derecho a reclamar esa materialidad? O, dicho de otro modo, ¿cuáles son los cuerpos autorizados a adquirir el estatuto legal –y epistemológico– de sujetos? ¿Qué derechos fundamentan esa posibilidad?

Muchas han sido las estrategias utilizadas por los movimientos de mujeres para reivindicar el derecho a decidir en forma autónoma sobre su vida reproductiva. En el camino fueron quedando posiciones más libertarias, con eslóganes como «No a la maternidad, sí al placer», para enfocarse en el lenguaje de la salud y la necesidad de garantizar el acceso universal e integral a los servicios públicos sanitarios y educativos, algo palpable en la principal consigna de la Campaña Nacional por el Derecho al Aborto Legal Seguro y Gratuito: «Educación sexual para decidir, anticonceptivos para no abortar, aborto legal para no morir».

No es un dato novedoso el viraje fundamental que significó en las estrategias de los movimientos de reivindicación de derechos civiles la formulación, en la Conferencia Mundial de la Mujer de Beijing de 1995, de la categoría de «derechos sexuales y reproductivos», que llevó el debate desde el reclamo de la autonomía hacia el territorio de la obligación del Estado a legislar en materia de salud sexual y reproductiva. Así, y como explica Josefina Brown, el punto de acuerdo en la definición de este concepto acuñado en la Organización de las Naciones Unidas (ONU) se centró en la salud reproductiva, y no en el derecho reproductivo. Este último implicaría el derecho civil básico tan reclamado –el de decidir sobre el propio cuerpo– y no solo el derecho social de acceder a los servicios de salud ginecológica.

Esta misma estrategia fue adoptada con mucho éxito por los movimientos LGBT que, amparados bajo el mismo paraguas conceptual, consiguieron instalar en la arena del debate social y legislativo la reformulación de ciertas instituciones civiles, como el matrimonio, y el doble acceso al reconocimiento legal de la identidad de género y a las condiciones biotecnológicas capaces de expresar corporalmente esa identidad. Entre tanto, lo que funcionó para este colectivo sigue cayendo en saco roto cuando se trata de la reivindicación de las mujeres del derecho a decidir sobre su historia sexual y reproductiva.

¿Cómo explicar esta diferencia? ¿Por qué el aborto continúa siendo apartado de la agenda legislativa? En este mismo sentido cabe aquí la pregunta de Brown:

¿cómo la demanda por el aborto, indisolublemente ligada a la política de la subjetividad y la revolución sexual de los 70 en el marco del Mayo Francés y de la mano de la emergencia de la reivindicación gay, parece hoy una cuestión de mujeres (que siguen el patrón heteronormativo reproductivo) y que poco tiene que ver con los asuntos vinculados con la diversidad sexual o la(s) sexualidades(s) de otros sujetos y sujetas que sostienen reivindicaciones en su nombre?

Sin desmedro de las acciones que desde hace décadas llevan adelante las organizaciones, creo necesario aclarar que, en el caso argentino, la posibilidad de contar con este moderno paquete de leyes que garantizan el acceso a los derechos civiles de la población LGBT responde también a la voluntad política del gobierno nacional, que permitió y respaldó su tratamiento y aprobación, el mismo gobierno que pone trabas a la despenalización del aborto. Esto explicaría tal vez la diferencia con el recorrido que el acceso a los derechos sexuales y reproductivos ha tenido en otras regiones del mundo, tales como Europa, Canadá o Estados Unidos, donde el aborto fue el primer derecho conquistado hace décadas, seguido luego por el matrimonio igualitario o las uniones civiles. Retomando la pregunta de Brown, el contexto sociopolítico e histórico en el que fue aprobado el aborto en esos países –revolución sexual y emergencia de la reivindicación gay– distaba mucho del latinoamericano de ese momento, cuando la moral imperante –heredada de un colonialismo católico– y los sucesivos gobiernos militares hacían bastante dificultosa la emergencia e instalación de un debate sobre las libertades sexuales.

Los derechos reivindicados por lesbianas, gays y personas trans integran, desde la abyección, un cinturón de tolerancia, palabra tan cara a la cristiandad, que los admite como sujetos en tanto otros. El lugar de esta alteridad monstruosa, paradójicamente, es el comodín para el acceso a determinados derechos que, si bien jaquean ciertos preceptos morales y religiosos, no los convierten en un nosotros sino en ese linde de la subjetividad que, en espejo, continúa configurando la heteronormatividad como subjetividad central. El aborto, por su parte, cuestiona el centro, el núcleo duro del canon de la heteronorma: mujeres que inscriben su deseo de modo heteroafectivo reclaman para sí el derecho a deslindar reproducción de deseo. El derecho reclamado no es de inclusión, como en el caso del colectivo LGBT, sino de exclusión. Superando todos los umbrales de tolerancia del patriarcado, el aborto aparece como la piedra basal a ser denegada, porque aceptarlo es desbaratar el eje medular de ese sistema. En este sentido, no son azarosos hechos como la bochornosa pérdida de validez del dictamen de la Comisión de Legislación Penal de la Cámara de Diputados argentina sobre el proyecto de ley de despenalización del aborto a fines de 2011, o el traspié que significó en 2010 la marcha atrás en la firma que daba rango de resolución a la Guía Técnica para la Atención Integral de los Abortos No Punibles por parte del Ministerio de Salud de la Nación.

En 2000, el Comité para la Eliminación de la Discriminación contra la Mujer (CEDAW, por sus siglas en inglés) hizo una serie de recomendaciones al Estado argentino para lograr cumplir los Objetivos del Milenio, entre las cuales estaba la aplicación del artículo 86 inciso 2 del Código Penal que prevé alternativas para habilitar dentro del sistema de salud la realización de abortos no punibles. Diez años después, cuando el Estado, representado por el Consejo de la Mujer y el Programa Nacional de Salud Sexual y Procreación Responsable, fue a la audiencia con el Comité de Seguimiento de CEDAW informó que acababa de redactar nuevas normas para la aplicación del aborto no punible dentro del sistema de salud y que tales normas ya tenían resolución del Ministerio de Salud.

La noticia, ampliamente celebrada, fue desmentida al día siguiente por el Ministerio, que explicó que la guía estaba en marcha y que no necesitaba de su autorización. Sin embargo, no se puede ser ingenuo sobre el valor simbólico que significa para una normativa de estas características una resolución ministerial que la respalde. La lectura de muchos equipos de salud del país fue: si el ministro no apoya la guía, ¿por qué estaríamos obligados a utilizarla? Los índices de mortalidad de mujeres por abortos ilegales son alarmantes en Argentina y su disminución es el único objetivo del milenio que el país está lejos, muy lejos de poder cumplir. Si bien en marzo de 2012 la Corte Suprema de la Nación determinó, en un fallo histórico, que en casos de violación no es necesaria una decisión judicial y basta una declaración jurada de la mujer para acceder al aborto en el sistema público de salud, el aborto inseguro aún sigue siendo la principal causa de muerte de las mujeres en el país, situación que dista de resolverse a corto plazo. La sentencia también da respuestas al dictamen del Comité de Derechos Humanos de la ONU por el cual el Estado fue intimado, en mayo de 2011, a «tomar medidas» para eliminar los obstáculos que impiden el acceso a los abortos contemplados por la ley. La sentencia de la Corte sostiene que:

El tratamiento del tema resulta pertinente por esta vía puesto que la omisión de su consideración puede comprometer la responsabilidad del Estado Argentino frente al orden jurídico supranacional, tanto más si se tiene en cuenta que varios organismos internacionales se han pronunciado censurando, en casos análogos, la interpretación restrictiva del acceso al aborto no punible por parte de otras instancias judiciales.

Sin embargo, el problema sigue siendo la aplicación de esta normativa. En la mayoría de las provincias se están implementando guías de atención y aplicación, pero algunas hacen caso omiso al fallo o hacen lugar a reclamos de los grupos pro-vida para evitar que los hospitales provinciales acaten la medida. En Córdoba, por ejemplo, la agrupación pro-vida «Portal de Belén» solicitó y obtuvo un amparo de la Justicia provincial que suspende la aplicación de la «Guía de procedimiento para la atención de pacientes que soliciten prácticas de aborto no punibles» en los hospitales provinciales, para los casos de violación. La medida cautelar fue concedida en abril de 2012 por el juez de primera instancia Federico Ossola, luego de que el Ministerio de Salud diera a conocer el protocolo provincial. Esta determinación judicial originó fuertes protestas de las organizaciones de mujeres, que conminaron al gobierno cordobés a presentar una apelación de la medida, con el fin de poner nuevamente en circulación y vigencia la guía, algo que todavía no ha sucedido.

Si bien es necesario reconocer el avance que en términos de salud pública significa el fallo de la Corte Suprema, aún estamos encorsetados para legislar sobre casos de violencia y riesgo para la salud, dejando fuera la libre determinación de las mujeres sobre la planificación de su vida reproductiva. El fallo de la Corte ¿abre la puerta a la discusión legislativa de la despenalización del aborto o la clausura, al resolver la discusión del artículo 86 y responder a la intimación de la ONU? La decisión del Supremo Tribunal ¿contribuye a que el debate no derive en la modificación de la tipificación de los abortos permitidos en el Código y se concentre en despenalizarlo en el resto de los casos? Si es así, ¿por qué ya pasada la mitad del año 2012 la discusión del proyecto de ley por la despenalización aún no entra en el debate legislativo?

La heteronormatividad reivindica para sí el cuerpo de la mujer –léase heterosexual, monogámica y reproductiva– como último bastión de subsistencia del modelo. Las normalizaciones traen implícitas ciertas moralidades que ganan espacio situacionalmente en detrimento de otras. Otorgarle a la mujer la libertad de usufructuar su cuerpo del mismo modo en que lo hace un hombre significa cortar con el más intrínseco, antiguo y naturalizado eslabón en la constitución de la moral occidental en tanto cristiana y paternalista: la reproducción. Para lograr su libertad en junio de este año, Romina Tejerina debió cumplir los dos tercios de su condena por el asesinato de una niña que llevó en su vientre a la fuerza y a causa de una violación. Ni emoción violenta, ni crimen pasional, esas figuras legales atenuantes que rápidamente surgen de la boca de jueces, policías, periodistas y abogados a la hora de catalogar a los asesinos de las mujeres que engrosan las listas del feminicidio, fueron esgrimidos a su favor. Por el contrario, el fiscal reclamó homicidio agravado por el vínculo, mientras su agresor, el que en un acto de demostración de fuerza y contra la voluntad de Tejerina inseminó en su cuerpo la semilla de ese vínculo, está libre de culpa y cargo.

La reproducción obligatoria encarna, así, un sistema de valores que edifica su posición como subjetividad central. La centralidad de la maternidad en el sistema normativo también se hace presente en otros aspectos del ciclo reproductivo de la mujer como el parto, por ejemplo, puesto en cuestión en nombre de una biopolítica heteronormativa: el estatuto que rige la actividad laboral de las parteras está siendo revisado con la finalidad de eliminar las llamadas «casas de parto» e impedir que atiendan partos fuera del sistema y los protocolos de salud. En debate actualmente en la Cámara Baja, el proyecto de ley que regula el ejercicio profesional de la obstetricia explicita en su articulado que las parteras solo podrán ejercer la actividad en hospitales y/o instituciones públicas o privadas, previa inscripción en la matrícula. Este cambio cercenará el derecho al parto domiciliario amparado desde 2004 por la Ley 25.929 de Derechos de Padres e Hijos durante el Proceso de Nacimiento, sujetando a las mujeres al sistema hospitalario. Respetar la elección de las mujeres sobre el modo de parir implica que estas recuperen la agencia sobre sus cuerpos y supone reconocer otro tipo de saberes distintos del biomédico, reclamo que se repite en otras situaciones referidas a la salud de la mujer, como la atención ginecológica y las peticiones de ligación tubaria o de aplicabilidad de los casos de aborto terapéutico, que suelen ser judicializadas o examinadas por comités de bioética. En nombre de ciertas moralidades, tanto la decisión de las mujeres como los protocolos legales existentes son desautorizados.

La heteronorma, entonces, va más allá del catolicismo confesional, la Iglesia o la religión. Admitámoslo: vivimos en un país confesional cuyos presidentes continúan jurando con la mano en la Biblia y no en la Constitución, donde los Santos Evangelios sostienen la carga semántica del juicio al honor. Pero esta es solo una parte, fundamental por cierto, de la discusión que se instala peligrosamente como un discurso que se modula en la fuerza de lo obvio. El debate sobre la prostitución como explotación o trabajo sexual divide aguas dentro del propio movimiento feminista. Dos grandes líneas de pensamiento se enfrentan a la hora del análisis. La denominada «línea abolicionista» considera la prostitución como una forma de explotación y puerta de entrada al tráfico y trata de personas. A su vez, para la «línea reglamentarista», la prostitución es un trabajo, siempre que sea realizado por personas mayores de edad y por propia voluntad, para lo que esta corriente reclama un marco legal que ampare a las personas que lo ejercen por considerar que este es el mejor método para controlar la explotación y la trata.

La línea política que se avizora en Argentina, con la prohibición de la publicación de avisos de oferta sexual en los medios gráficos y el cierre de los prostíbulos y «whiskerías» en gran parte del territorio nacional con la intención de combatir la trata de personas, coloca en un situación delicada a aquellas mujeres que ejercen la prostitución considerándola un trabajo. La prostitución aparece como otra cesura de la heteronorma. Apelar a la explotación autoriza al Estado a la tutela que interviene en salvaguarda de la integridad moral, no de las mujeres que la ejercen, sino de la sociedad que no acepta la imagen que estas le devuelven como inapropiada.

Ser inapropiada e inapropiable, explica Donna Haraway, supone no encajar en los mapas disponibles que especifican tipos de actores y narrativas, y por esto, ser monstruos. Aquí radica la potencia del monstruo como productor de sentido. Un ejemplo de estas políticas desarrolladas desde los márgenes de la actual ilegalidad puede ser una guía para la difusión del uso del misoprostol como un método seguro para la interrupción del embarazo, confeccionada por la organización Lesbianas y Feministas por la Descriminalización del Aborto y titulada Cómo hacerse un aborto con pastillas. Este proyecto parte de una iniciativa regional que busca poner en manos de las mujeres información adecuada sobre este método utilizado en varios países del mundo para practicar abortos tempranos.

Gays, lesbianas, personas trans e intersex van ganando poco a poco visibilidad y un estatuto jurídico que nunca poseyeron. La reivindicación de sus derechos, como ya señalamos, supone la inclusión que comienza en las fronteras de lo abyecto. Las mujeres, en cambio, son reclamadas para sí por ese colectivo del nosotros, como se reclama en el derecho de pernada una subjetividad que no es propia; el colectivo las desagencia, les quita la capacidad de reclamar el derecho a continuar siendo sujetos de derecho. En la lucha por la legalización del aborto, el movimiento de mujeres parece haber continuado una línea natural de reivindicaciones que viene en el mismo camino del matrimonio civil, la patria potestad, la lucha contra la violencia hacia la mujer y el divorcio. Sin embargo, tal vez para poder conseguirlo debe torcer la propia heterosexualidad y devenirla otro, aceptando la encrucijada que el propio aborto supone: en tanto inapropiable, exalta una relación crítica y deconstructiva donde no puede adoptar la máscara del nosotros ni del otro.

El aborto es el monstruo de una sociedad a la que acecha desde la invisibilidad a la que ha sido confinado. El clóset, como metáfora de ocultamiento, no es único ni lineal, como ya lo ha dicho Eve Kosofsky Sedgwick. La postergación política de la discusión del proyecto de ley en el Poder Legislativo se asemeja bastante a alguna de las capas de algún clóset que lo condena a la clandestinidad dentro de su propia –pero inapropiable– subjetividad.

Si el aborto es la bisagra entre los derechos sexuales y los [no] reproductivos, tal vez la radicalidad que reivindica la separación entre reproducción y placer sea nuevamente el camino necesario. En los años 80 fue explícita y estratégicamente silenciado, en la misma maniobra en que las lesbianas eran excluidas de los movimientos de mujeres porque ponían en jaque las reivindicaciones posibles, todas ellas de inclusión en la (hetero)norma. Las lesbianas, en su devenir no mujeres, fueron construyendo un relato desde el margen con reivindicaciones propias que las acercó a otros individuos cuyas prácticas –y no su género– los aunaron en un colectivo. Quizás el aborto, en cuanto práctica abyecta, deba sumarse a ese camino, el que lo coloca al lado de los monstruos, y desde ese lugar reivindicarse en su devenir otro.

Este artículo es copia fiel del publicado en la revista Nueva Sociedad 241, Septiembre - Octubre 2012, ISSN: 0251-3552


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