Artículo
NUSO Nº 40 / Enero - Febrero 1979

El nacionalismo latinoamericano y el fascismo de Pinochet

    

El nacionalismo latinoamericano y el fascismo de Pinochet

Las reflexiones que siguen se proponen analizar críticamente el componente "nacionalista" de la ideología del fascismo chileno, la develación de su real contenido contrarrevolucionario y la identificación de su objetiva significación antinacional, antipopular y antidemocrática.

En alguna medida, variable según los casos, lo que aquí se predicará del presunto nacionalismo de los fascistas chilenos es aplicable también a las otras experiencias contrarrevolucionarias contemporáneas de América Latina. Pero solo en alguna medida, porque como en el caso del Brasil, por ejemplo, una serie de circunstancias propias de ese país determinan que el nacionalismo con que se reviste la dictadura militar brasileña guarde una muy distinta relación con el contenido de su política de la que se advierte entre el supuesto nacionalismo de los militares chilenos y la naturaleza real de su conducta política. 

Toda la apariencia del régimen militar chileno, la forma en que este quiere poner de manifiesto su contenido y el fundamento en que pretende legitimarse están teñidos y signados por un intenso nacionalismo.

Desde los términos de la «Declaración de principios» del régimen militar, pasando por las palabras en que se expresa su discurso político frente a cada contingencia, y por la sismología que se usa para identificarlo, hasta la razón última en que se justifican todas y cada una de sus actuaciones, todo aparece inserto en un contexto ideológico en el que la realización del «ser nacional» de Chile es el valor político esencial. 

Apariencias y realidades

Como se deja dicho, buscamos en este trabajo desmistificar el discurso ideológico nacionalista de los militares chilenos, que solo tiende a encubrir y disfrazar el real contenido antinacional, antipopular, antidemocrático, y por lo tanto, antichileno del régimen, cuya conducta tiende precisamente a lo contrario de lo que pretende hacer creer, o sea, a la negación de Chile -en lo que nuestra nación y nuestro pueblo, su historia y su obra tienen de valioso y trascendente-. 

Las apariencias con que se muestra ante nuestros ojos la esencia de las cosas no siempre develan y traducen su real contenido. A veces denuncian su contenido en forma transparente y logramos en estos casos advertir tras las apariencias las verdaderas realidades. Hay aquí concordancia entre forma y contenido, entre fenómeno y esencia. Pero a veces no ocurre así. A veces las apariencias engañan, como dice el adagio. En estos casos lo visible opaca a la verdadera realidad, la oculta, disimula su real naturaleza. Y a veces las apariencias en parte nos dicen la verdad, y en parte nos engañan, muestran y encubren a la vez la realidad de las cosas que reflejan.

Si siempre las apariencias nos dijeran la verdad, afirmó Marx, la ciencia no tendría sentido. Precisamente, la no correspondencia entre esencia y apariencia es lo que exige el esfuerzo científico, destinado a descubrir, tras los árboles, el bosque; bajo la parte visible del iceberg, lo que se oculta bajo el agua; y más allá de las palabras de los discursos ideológicos, el verdadero sentido y los verdaderos intereses y objetivos que persiguen.

Específicamente, en el plano de la vida social y de las sociedades de clase, nunca las ideologías que expresan y sintetizan la práctica de las clases dominantes reflejan prístinamente la verdadera realidad en que ellas se mueven. Normalmente esas ideologías reflejan esa realidad de manera doble: por una parte dicen la verdad, en la medida en que la ideología de esas clases traduce su real modo de penetración y apropiación de la realidad social, y en parte ocultan la verdad, en la medida en que esa ideología no logra trascender la práctica de la clase cuya conciencia expresa y refleja por tanto los límites de su conciencia histórica, dejando en la penumbra, en la oscuridad o falseando, la parte de la realidad que no penetra y que no es necesario que conozca para cumplir el papel que le asigna la estructura social en que está inserta.

Los nacionalismos europeos del siglo XIX 

La ideología de la burguesía europea en ascenso, su imagen de la realidad social, reflejaba más verazmente esa realidad que la concepción tradicional e inmovilista del mundo, propia de la sociedad feudal. Piénsese en la idea de Adam Smith sobre el valor creador del trabajo. Pero a su vez, no era capaz de ir hasta la raíz que explica el desarrollo social, y al ignorar el mecanismo de la explotación del trabajo, dejaba en la penumbra ese aspecto esencial de la vida social, o lo falseaba, dando una interpretación ilusoria del proceso de la creación del valor.

Cuando las burguesías se rebelaron contra el orden tradicional-feudal, lo hicieron en nombre de la nación. En Francia esa forma de presentar la rebelión contra el absolutismo y los remanentes feudales alcanzó su expresión más depurada. Era la nación francesa, investida del poder de gobernarse -la soberanía nacional-, la que se erguía frente a los Borbones. La Nación era una entidad que comprendía a toda la población francesa, que pugnaba por unificarse cada vez más, dejando de lado las segmentaciones estamentales y corporativas que la escindían, suprimiendo las barreras que separaban entre sí a las regiones, consumando así la unidad de la nación francesa en un territorio homogéneo, integrado por ciudadanos libres e iguales ante la ley y dotada de soberanía para autogobernarse. 

Eso era en parte cierto y en parte engañoso. Cierto, en la medida en que efectivamente la Revolución Francesa liberaba idealmente al individuo y creaba sobre la base de la igualdad ante la ley las condiciones para que el capitalismo funcionara. Pero engañoso también en la medida en que la estructura capitalista de la sociedad que así se constituía, fundamentada en la igualdad, era el supuesto necesario para que esa sociedad se escindiera ahora en otra forma, entre burgueses y proletarios. La unidad de la nación francesa pasó a ser así solo aparente, en la medida en que ocultaba la nueva división clasista de la sociedad.

Pero así y todo, ese nacionalismo de la época, tan bien representado por Napoleón, expresaba la fuerza y el interés nacional en lucha contra el pasado tradicional y era el vehículo que arrastraba al desarrollo de la modernidad y del capitalismo, aunque quienes dirigieran esa empresa y se beneficiaran con ella no fuera la nación francesa, sino la burguesía y quienes se unieron a ella. Como todo nacionalismo, el francés de esa época y los que se desarrollaban en otros ámbitos europeos chocaban y se enfrentaban a otros nacionalismos. No había por sobre ellos un interés general común que no fuera el de apoyarse mutuamente contra las resistencias absolutistas. Vencidas estas, solo se relacionaron las nuevas nacionalidades europeas unificadas a través de sus rivalidades y competencias, que traducían los antagonismos económicos y políticos de las burguesías por extender y ampliar sus mercados, sus zonas de influencia política y sus imperios coloniales. 

En resumen, las ideologías nacionalistas del siglo XIX en Europa reflejaban una realidad objetiva: la organización y el desarrollo de los Estados nacionales competitivos, como marcos condicionantes para el desenvolvimiento y la expansión de la industria moderna y, en general, de las fuerzas productivas latentes en el nuevo modo de producción capitalista.

Pero también esas ideologías distorsionaban la realidad y la velaban, al no percibir la nueva división en clases que se generaba en la sociedad capitalista y al querer disimularla, tras un abstracto, supuesto y superior interés nacional.

Los nacionalismos latinoamericanos contemporáneos 

Un auge de los nacionalismos en América Latina se produce un siglo después de su florecimiento en Europa, particularmente a partir de la gran crisis económica mundial de 1929-1930. Estos nacionalismos latinoamericanos apuntan en general en cinco direcciones fundamentales, íntimamente imbricadas entre sí, de tal modo que pueden considerarse como dimensiones diferentes de una sola gran corriente histórica.

En primer lugar, registramos en estos nacionalismos la tendencia a abandonar el modelo de crecimiento, denominado «desarrollo hacia afuera», que reservaba a nuestros países la condición de exportadores de materias primas y de importadores de artículos manufacturados, sobre la base de un esquema de carácter colonial de la división internacional del trabajo, y a sustituirlo por el modelo llamado «desarrollo hacia adentro», que buscaba en el desenvolvimiento de la industria nacional y en la ampliación del mercado interno el modo de sustraer a nuestros países de los vaivenes de la economía mundial, avanzando hacia la conquista de nuestra independencia económica y creando fuentes de trabajo para absorber la creciente explosión demográfica de la población.

En segundo lugar, destacamos en el nacionalismo latinoamericano la tendencia a integrar y democratizar las comunidades nacionales, tanto a través de la redistribución del ingreso para ampliar el mercado interno como también mediante la democratización de la vida política, las reformas agrarias y educacionales, la asimilación de los indígenas a la vida nacional, etc., convergentes todas estas políticas hacia la finalidad de conformar un sustrato nacional homogénea a la estructura política del Estado.

En tercer lugar, constatamos en el nacionalismo latinoamericano una tendencia a resistir la penetración económica y la influencia política y cultural de las metrópolis imperialistas, especialmente de Estados Unidos, mediante una política de nacionalización de los recursos básicos, de la protección a la industria nacional frente a la competencia extranjera, de intentos por sostener nuestra plena soberanía política frente a las presiones foráneas y de afirmar nuestra personalidad cultural en nuestras propias raíces históricas. Todas estas políticas constituyen el rasgo antiimperialista, que con mayor o menor intensidad impregna los comportamientos nacionalistas de la época.

En cuarto lugar, distinguimos en estos nacionalismos la tendencia a buscar, mediante la coordinación o la integración de las economías latinoamericanas, a nivel subcontinental o regional, la manera de promover y fortalecer los intereses comunes de América Latina, en oposición a los de las metrópolis.

En quinto lugar, estas políticas nacionalistas asignaban al Estado un importante papel, si no el principal, como promotor del desarrollo económico, de la democratización política, social y cultural y de la nacionalización de los recursos básicos, e incluso, como gestor y dueño de empresas productivas y de servicios que se juzgaban como esenciales para la vida del país. Ello fue así porque la debilidad mayor o menor de las burguesías nacionales las tornaba incapaces de acometer la costosa creación de la infraestructura material y social del desarrollo y de las empresas productivas básicas para sostenerlo, como las proveedoras de energía, la siderurgia, y en general la industria pesada. La actividad planificadora, promotora y gestora del Estado, desarrollada las más de las veces de manera improvisada, superficial e inconsistente, fue sin embargo determinante para reorientar en alguna medida la producción nacional hacia la satisfacción de las necesidades populares, ya que la empresa privada tiende por su naturaleza, en América Latina, a interesarse por la explotación de los rubros productivos más lucrativos y rentables, que son por regla general aquellos destinados a satisfacer las apetencias de los minoritarios sectores de altas rentas. 

Pero en América Latina, más incluso que en la Europa decimónica, estos nacionalismos se mostraron inconsecuentes en la realización cabal de los objetivos históricos hacia los que apuntaban en sus comienzos. Ello, porque en tanto la democratización de las sociedades desataba y favorecía el desarrollo y la radicalización de los movimientos populares y de las clases obrera y campesina, estos se tornaban en un peligro para la estabilidad del orden social, que era necesario conjurar. Surge así en el seno de los nacionalismos, y promovida por los sectores más influyentes de las burguesías nacionales, una tendencia conservadora que buscó la conciliación y la alianza con el imperialismo y las oligarquías tradicionales como medio de controlar el proceso y asegurar la estabilidad y la conservación del orden social.

Solo escapa a este fenómeno la Revolución Cubana, por tantos capítulos originales, en el universo latinoamericano. En este caso, el movimiento social desencadenado por la lucha contra la tiranía batistiana, bajo la dirección esclarecida de Fidel Castro, no se detuvo cuando entró en conflicto con el imperialismo yanqui y la gran burguesía comprometida con él, sino que siguió avanzando hacia la consumación total de los objetivos nacionales y democráticos programados, con el apoyo de los países socialistas y especialmente de la Unión Soviética, cuya ayuda se buscó cuando Cuba fue agredida económica, política y militarmente.

Así y todo, pese a sus inconsecuencias y limitaciones, los nacionalismos latinoamericanos y sus correspondientes ideologías reflejaron una orientación en general progresista, que se expresa en las cinco tendencias que intentamos identificar en su conducta política. Ello se debió y se debe en parte fundamental a que no solo las burguesías nacionales, proclives a la capitulación, les sirvieron de sustento social. También la clase obrera, la intelectualidad progresista y sectores de la pequeña burguesía no productiva -burocracia, magisterio, etc.-, coincidieron y conformaron esos movimientos nacionalistas, alcanzando a veces en ellos influencia determinante. 

Porque, quiérase o no, Lázaro Cárdenas, Juan Domingo Perón, Getulio Vargas, Pedro Aguirre Cerda, Jacobo Arbenz, Víctor Paz Estenssoro, Juan Bosch, Juan Velasco Alvarado, Carlos Andrés Pérez y Omar Torrijos -para citar algunos nombres que hablan por sí solos-, cuál más, cuál menos, interpretaron en su obra gubernativa la fuerza de las tendencias nacionalistas progresistas que fue generando el desenvolvimiento social y político de nuestra América.

Los nacionalismos latinoamericanos de mediados de nuestro siglo -denomínense nacional-populistas, nacional-revolucionarios, desarrollistas o justicialistas-, acusan, pues, el carácter ambivalente y contradictorio de la realidad social y de la composición de clases que los sustentó. Por un lado, expresan las tendencias e intereses objetivos ligados a la consecución de la independencia, el desarrollo y la integración nacionales, con un contenido mayor o menor de democracia, antiimperialismo y vocación latinoamericanista. Por el otro, manifiestan los límites orgánicos de estas tendencias, ligados a los intereses de clase que las sostienen, límites que las llevan a transar y comprometerse con el imperialismo y las oligarquías, a ser inconsecuentes en el proceso de democratización y a resistirse a buscar el apoyo y la alianza con las fuerzas sociales, políticas e ideológicas que empujan al mundo en su conjunto, hacia adelante y hacia el socialismo. 

Las ideologías con que se ha tratado de racionalizar estos nacionalismos conforman en general un pensamiento híbrido, en el que se mezclan, sin mayor consistencia, elementos recogidos del marxismo, otros provenientes de la teoría del desarrollo que se gestó alrededor de la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (Cepal) a fines de los años 40, algunos propios de las llamadas posiciones «terceristas», o de aquellas que creen ver en la oposición entre países «ricos» y países «pobres» la contradicción fundamental de la humanidad, sin excluir ingredientes tomados en préstamo de la ideología socialcristiana, o hasta de los propios fascismos europeos.

Dicha ideología -no obstante su inconsistencia teórica- recoge y refleja por una parte fenómenos sociales objetivos, y por la otra se divorcia de la realidad, cuando se ampara en elucubraciones subjetivistas para encubrir las limitaciones e inconsecuencias de las fuerzas sociales que aspira a interpretar. El doble carácter, veraz por un lado e ilusorio por el otro, propio de las ideologías de las clases dominantes, impregna también las proposiciones teóricas en las que pretende fundamentarse el nacionalismo latinoamericano.

El falso nacionalismo del fascismo chileno 

¿Qué tiene que ver el nacionalismo chileno, que sirve de cobertura ideológica a la experiencia política de Pinochet, con el nacionalismo latinoamericano al que hemos hecho referencia?

La respuesta es simple y tajante: nada, absolutamente nada. 

En efecto, la ideología presuntamente nacionalista del régimen militar chileno no revela nada de la naturaleza real de ese régimen, que pretende legitimarse en ella. En ese sentido, es una ideología absolutamente opaca, que no da cuenta de la realidad que presume interpretar, sino que al contrario, la ignora y la falsea en absoluto. Por lo mismo, el supuesto nacionalismo chileno no tiene nada de nacionalista, sino que precisamente es su negación radical si por nacionalismo entendemos, en términos de nuestro tiempo y espacio latinoamericano, la presencia política de todos o algunos de los rasgos que más atrás hemos caracterizado como definitorios de esa corriente histórica. El pretendido nacionalismo de los militares chilenos es así absolutamente mendaz. No es sino una criatura artificial y artificiosa destinada a darle alguna cobertura presentable y respetable a un proyecto político y a un régimen social que es en su esencia antinacional, y por ende, antichileno. 

Señalábamos como el primer rasgo del nacionalismo latinoamericano su tendencia a construir economías vueltas «hacia adentro», opuestas al modelo colonial de inserción en el sistema económico mundial, que las orientaba «hacia afuera».

La política del régimen pinochetista es precisamente la inversa. Ha procurado destruir el intento de varias generaciones de chilenos, por más de 50 años, de dar forma a una economía orientada hacia el interior, respondiendo al impulso y a las luchas del movimiento obrero y popular y a los intereses de sectores de la burguesía nacional.

Chile se ha abierto durante el régimen militar al comercio y a la inversión extranjera, sin limitaciones ni reservas, abandonando toda la legislación proteccionista a la industria nacional, ya sea de tipo aduanero, tributario o crediticio. El país ha vuelto a la primera mitad del siglo XIX, al pleno imperio del laissez faire, laissez passer en el plano de las relaciones económicas internacionales.

No interesa por tanto al fascismo chileno desarrollar el mercado interno a través de una democrática redistribución del ingreso, que cree poder de compra interno para la producción nacional. Interesan, por el contrario, los salarios bajos, para poder hacer competitiva esa producción en el mercado mundial y favorecer su exportación. No interesa, por lo mismo, tampoco absorber la cesantía mediante la creación de nuevas actividades productivas que generen fuentes de trabajo. Interesa sí la existencia de un voluminoso «ejército de reserva de trabajo», para presionar los salarios hacia abajo y favorecer la competitividad internacional de la producción chilena. No importa por tanto, tampoco, que desaparezcan o quiebren industrias, aumentando el desempleo. Ello es necesario para «sanear» la economía y colocarla en condiciones competitivas. Por lo tanto, tampoco cuenta la obligación de satisfacer las necesidades de la población como patrón orientador de la actividad productiva. Esta debe dirigirse hacia otro destinatario: el mercado internacional y subsidiariamente, a satisfacer la demanda de los ricos. Igualmente, y para proveer de capitales para llevar a cabo este proyecto económico, hay que facilitar la inversión extranjera en la explotación de las materias primas minerales o agrícolas y en el pequeño ámbito en que puede subsistir la industria nacional competitiva en el mercado mundial. 

De todo esto ha resultado, después de cinco años de experiencia fascista, un perfil de la economía chilena que es la negación del esfuerzo nacional por independizarse económicamente, o romper o atenuar su dependencia del extranjero, y por orientar la producción hacia la satisfacción de las necesidades básicas de la población -esfuerzo que con todas sus carencias, debilidades y vicios, había sido sin embargo la constante de todas las políticas económicas chilenas desde hace más de medio siglo-. 

Chile ha vuelto a ser solo una pieza en el mercado mundial que gobierna el capital transnacional. Su destino no es sino servir al óptimo aprovechamiento de sus recursos en función de un interés que no es el suyo. Lo que es antinacional, por definición.

En segundo lugar, anotábamos que lo que caracterizaba a los nacionalismos latinoamericanos era su tendencia hacia la integración nacional. Chile había realizado durante decenios, empujado por el movimiento popular, un serio esfuerzo hacia la conformación de una comunidad nacional homogénea, integrando progresivamente a más y más capas y sectores sociales -antes marginados de la civilización- a la vida política, económica y cultural del país. Habíamos logrado ser, ayudados por nuestra homogeneidad étnica y cultural, el más integrado de los países latinoamericanos. El grado de participación política de las masas era alto y siempre creciente. El peso del pueblo en la dirección de la cosa pública era decisivo. El ingreso nacional se distribuía cada vez más democráticamente. No éramos un país de grandes ricos, por un lado, y de inmensas mayorías misérrimas y marginadas, por el otro extremo. Éramos un país cada vez más mesocrático. Con todo lo bueno, también con todo lo malo que implica esa «mesocratización» del país, tanto desde el punto de vista económico como político. Pero, al fin y al cabo, con todos esos defectos, estábamos construyendo exitosamente una verdadera comunidad nacional. Nuestros sistemas educacionales y de salud pública y el incesante proceso de concientización, educación política y expansión cultural en el seno de las masas contribuían eficazmente a ello.

Ahora bien, el resultado de todo ese esfuerzo hacia la integración nacional sobre la base de la ampliación y profundización de la democracia en todas sus dimensiones, todo eso ha intentado ser demolido pieza por pieza, parte por parte, por el fascismo chileno.

Hoy en día, a más de cinco años del golpe militar, ya no hay un solo Chile. Hemos sido escindidos como país, como pueblo y como nación, en dos segmentos, profundamente separados, distantes y distintos, que no dialogan y se ignoran entre sí. Somos ahora dos países en uno, cada uno con diferente status económico y político, con diferente cultura, valores y estilos de vida. En otras palabras, hoy existen dos Chiles.

Se ha ido produciendo en el transcurso del último lustro un violento y acelerado proceso de marginación progresiva de cada vez más amplios sectores de la vida económica, política y cultural del país. Económicamente, la inmensa mayoría de la población -no solo obreros y campesinos, sino también crecientes sectores de las capas medias- ya no participa en la vida económica, sino como fuerza de trabajo, como cosas, cuya única injerencia en el sistema productivo consiste en trabajar para otros, consumiendo lo necesario para poder vivir y reproducirse, y poder así ofrecer al sistema lo que requiere para sobrevivir: mano de obra barata. También aquí hemos vuelto al pleno siglo XIX, a la etapa que Marx llamaba de la acumulación primitiva. 

Para analizar la marginación política no hemos de gastar palabras, para hacer saber lo sabido. No hay partidos políticos, ni sindicatos (los que subsistían han sido últimamente disueltos para ser rehechos conforme lo requiere el sistema), ni Parlamento, ni elecciones, ni reuniones públicas, ni libertad de opinión ni de prensa. Ciento cincuenta años de incesante lucha por la democracia y de conquistas democráticas han querido ser borradas de un plumazo. No se quiere que el pueblo piense, se organice, luche y participe. De nuevo todo el poder a las elites, a los privilegiados, a las oligarquías y a quienes administran el Estado en su interés: los militares.

El Servicio Nacional de Salud está desmantelado. La medicina, radicalmente privatizada. La educación pública, jibarizada. Menos escuelas y liceos; los maestros como nunca, mal pagados. Las universidades, intervenidas militarmente. Sus profesores de pensamiento libre, excluidos. Sus estudiantes críticos, o sospechosos de ser políticamente activos, expulsados de las aulas. Los planes de vivienda popular, reducidos a cero. Solo hay construcción para quienes puedan pagar sus altos costos: los ricos.

Se importa todo lo que sea necesario para satisfacer las apetencias consumistas de las minorías, que se han aprovechado del modelo económico «concentrador y excluyente», que contra viento y marea han querido implantar en Chile los Chicago boys, siguiendo las ortodoxas recetas del liberalismo manchesteriano de la primera mitad de la pasada centuria. Total, se produce y se importa para las minorías. El comercio es para ellos. Las recreaciones, para ellos. La educación, la cultura y la ciencia, para ellos. Para el resto, para la inmensa mayoría de los chilenos, nada. Solo servirles como fuerza de trabajo.

Santiago está limpio y ordenado. Se atiende bien a los turistas. Las vitrinas de su comercio en los barrios oligárquicos nada tienen que envidiar a las de capitales europeas o norteamericanas, a las de Hong Kong, Seúl o Singapur. La ciudad toda está rehecha a gusto de los intereses y aspiraciones de los grandes ricos -que antes no los había en la cantidad y magnitud de ahora- y quienes viven o parasitan directamente de ellos, aprovechándose de los subproductos y restos del festín.

En resumen, y para ahorrar palabras, para el fascismo chileno, nada de unidad ni de integración nacionales. Hay que rehacer a Chile sobre la base de la convivencia en dos mundos separados, de una minoría que decide, manda y disfruta, y de una mayoría reprimida, que trabaja y que calla. Esa es la «pura y santa» verdad de Chile, para los fascistas. Demasiado simple y esquemática. Pero simple y esquemática es la mentalidad de los economistas juntistas made in Chicago y la de los militares cuarteleros, que en íntima simbiosis, dominan, oprimen y destruyen a Chile. 

En tercer lugar, señalábamos como característico de los nacionalismos latinoamericanos su orientación en alguna medida antiimperialista.

Tampoco nada de eso se advierte en la experiencia fascista chilena. Por el contrario, y como punto de partida, como marco general de referencia, en su definición política la Junta Fascista se ha proclamado Aliada consciente e incondicional de quienes en el plano mundial defienden al «mundo libre» y a la «civilización cristiana occidental», y señalando como su enemigo fundamental al marxismo, «intrínsecamente perverso» -pidiendo prestado al léxico cristiano un término que los mismos cristianos cuestionan hoy día-, y al «comunismo internacional», presunto agente y promotor de cuanto negativo ocurre en el mundo. 

Con tal definición de «principios», no es difícil entender que el fascismo chileno se haya ubicado desde el comienzo del lado del imperialismo, bajo el alero engañoso y mendaz del «anticomunismo», que bien sabemos el papel que cumple como fachada para encubrir a la reacción y a la contrarrevolución en todas las partes del mundo. 

Pero además, el fascismo chileno ha sido consecuente con esa definición de «principios». Y en el plano doméstico no se demoró en iniciar un vasto proceso de desnacionalización de todas las áreas económicas que Chile había recuperado de manos del capital foráneo: minas, bancos y fábricas. Y no contento con eso, ha facilitado con empeño que empresas que antes estaban en poder del capital privado chileno pasen al dominio del capital extranjero. Los recursos naturales del país -desde sus ricos yacimientos minerales hasta sus bosques y zonas potencialmente petrolíferas-, todo ha quedado a disposición del capital imperialista, dejándose sin efecto la legislación proteccionista y nacionalista que reservaba al Estado o limitaba la penetración foránea en esos decisivos rubros económicos. Si a eso se añaden las facilidades otorgadas para que los artículos importados puedan entrar a Chile y dejar fuera de competencia a la industria nacional, y el gigantesco endeudamiento externo en créditos a corto plazo, que acentúan hasta el extremo nuestra vulnerabilidad y dependencia frente a la finanza internacional, se podrá tener una idea exacta de este nacionalismo sui generis, que no es antiimperialista, sino al contrario, aliado obsecuente y agente incondicional de la implementación del gran proyecto transnacional que tiende a diluir y a hacer «sal y agua» de las naciones en desarrollo de escasa potencialidad económica, convirtiéndolas en mero escenario inerme e impotente donde los intereses cosmopolitas del capital imperialista puedan imponer su voluntad sin contrapeso, sin que haya nadie ni nada que pueda enfrentarlos. 

En cuarto lugar, indicábamos que los nacionalismos latinoamericanos se orientaban en alguna medida en el sentido de promover el concierto, el acuerdo, la cooperación o hasta la integración total o parcial de las economías y de las políticas de nuestros países, para mejor hacer frente a los obstáculos opuestos por la actual injusta estructura de las relaciones internacionales, a sus metas de independencia y de soberanía.

También en este ámbito, como en los demás, el fascismo chileno ha seguido la dirección precisamente opuesta. Como muestra definitiva de esta orientación antinacional de su política, basta señalar su decisión de abandonar el pacto de integración económica de los países andinos, con lo que de un golpe destruyó la tesonera labor de más de un decenio para procurar la complementación de las economías de los países andinos, con la mira de defenderse primero de la penetración imperialista y de las deformaciones económicas que esta trae consigo, como asimismo para favorecer el desarrollo industrial en el ámbito andino, sobre la base de la ampliación de los reducidos mercados separados de nuestras repúblicas y del aprovechamiento de las ventajas comparativas que cada uno de ellos tiene para especializarse en el desarrollo de determinados rubros productivos. 

Al separar a Chile del Pacto Andino, el fascismo chileno asentó un golpe gravísimo al porvenir económico del país. Consecuente con su política global, Pinochet segregó a Chile del proceso global de desarrollo económico nacional latinoamericano, convirtiendo a nuestro país en simple factoría del capital extranjero, ligando a nuestra economía como apéndice a las economías de las metrópolis imperialistas, y abandonando por tanto las promisorias posibilidades económicas que se abrían para Chile, dentro del contexto andino, a mediano y a largo plazo. 

Para qué decir, que dentro de su estrecho concepto chovinista y localista de nación, el fascismo chileno ha sido incapaz de vertebrar todo concierto con nuestras naciones hermanas en el ámbito político. Lo único que ha logrado es enemistarnos con todos nuestros vecinos y colocar a la seguridad nacional de Chile en su más difícil situación desde que el país existe, poniendo en peligro hasta la propia integridad territorial de la república.

Interesante resulta destacar cómo los militares chilenos, presuntos profesionales y responsables de la seguridad nacional, han llegado a comprometerla como nunca antes, aislando al país internacionalmente, concitándose el repudio de todo el mundo civilizado, distanciándonos de nuestros hermanos del continente y provocando con todo ello y con su torpe y estrecha visión de la realidad una situación propicia para que se agudicen todas nuestras divergencias con los países vecinos, ofreciéndoles a estos una magnífica oportunidad para resolver esas cuestiones en perjuicio de Chile, de su integridad territorial y de su porvenir histórico.

En quinto lugar, registrábamos como propia de los nacionalismos latinoamericanos su tendencia a asignar al Estado un papel decisivo en el proceso de lograr la independencia, el desarrollo y la integridad nacionales. El fascismo chileno ha procedido también en este plano en un sentido precisamente inverso. Ha caminado hacia un sistemático, consecuente y radical proceso de desmontaje y destrucción de todo el aparato del Estado orientado a promover el desarrollo, transformar la economía y a integrar la sociedad chilena.

La Corporación de Fomento de la Producción, entidad que fue la viga maestra de todo el proceso de desarrollo y transformación económica del país durante los últimos 50 años, ha sido reducida al papel de liquidadora y subastadora de todas las empresas que el Estado logró crear en ese lapso, entregándolas a vil precio a los monopolios nacionales y extranjeros, que se han aprovechado así ilegítimamente del esfuerzo de varias generaciones de chilenos, que con su sacrificio habían logrado establecerlas y desarrollarlas. 

El Banco del Estado, en cuanto institución de crédito y fomento, ha sido reducido a su mínima expresión. Y así todo. La inversión y el gasto público han disminuido en proporciones increíbles. Y no solo el incentivo público a la producción y la acción del Estado en materia de salud, educación y vivienda ha sido limitado al mínimo necesario para poder reproducir la fuerza de trabajo, sino que también lo invertido en obras públicas, y en general en infraestructura, está llegando más abajo del límite permisible para reproducir al sistema. ¡Con decir que el último Campeonato Nacional de Ciclismo no pudo efectuarse porque no había en todo Chile caminos hábiles para ello!

Y lo más grave y revelador es que se ha intentado terminar con el Estado, en cuanto promotor del desarrollo, bajo el supuesto de que la iniciativa privada, rodeada de condiciones favorables, iba a desempeñar ese papel de agente del ansiado «despegue» económico. No ha, sin embargo, ocurrido así. La inversión nacional continúa siendo insignificante. Las riquezas privadas, amasadas con tanto sacrificio del pueblo, se han aplicado al comercio de exportación e importación, a la especulación y al agio, o a la fabricación de artículos destinados al consumo conspicuo de las elites privilegiadas que monopolizan el poder de compra. Los capitales extranjeros se han invertido principalmente en la adquisición de minas, cuya puesta en marcha productiva es de larga maduración. La abundante afluencia de recursos foráneos, en su casi totalidad, ha consistido en créditos a corto plazo, y a alto interés, para financiar a las empresas deficitarias y hacer posible así el periódico pago de sus compromisos en moneda extranjera, engendrándose con ello un círculo vicioso de endeudamiento, que está barrenando en sus cimientos toda la estructura económica de la empresa privada chilena y agotando la capacidad de pago del país para hacer frente a sus compromisos1.

El nacionalismo chileno no es nacionalismo, sino fascismo 

Del análisis precedente resulta que el fascismo chileno y el nacionalismo latinoamericano no solo no tienen nada en común, sino que son precisamente opuestos y contradictorios. Cuando los militares chilenos se autodefinen como nacionalistas, están negando lo que son y se están vistiendo con ropaje ajeno.

Si lo que está ocurriendo en Chile no tiene nada de nacionalista, y es precisamente todo un proyecto político antinacional y antichileno, ¿cuál es su realidad, qué es y cómo puede definirse lo que sé intenta hacer en Chile? Muy sencillo, en Chile no hay nacionalismo, sino lisa y llanamente en Chile hay fascismo. Y el presunto nacionalismo es solo la careta para encubrir, ocultar, disfrazar y desmentir la realidad. En Chile hay fascismo; y un fascismo específico para los países en desarrollo de escasa potencialidad económica, que es un fascismo denominado fascismo dependiente y que tiene por característica privativa -que lo diferencia de los nacionalismos clásicos- el ser precisamente antinacional por naturaleza y estar fundado no en la desorbitada pretensión de hacer de la nación todo -como los fascismos europeos del periodo entre guerras-, sino justamente en lo contrario, en querer convertir a la nación en nada. Que no otra cosa significa el modelo social del fascismo chileno, que se propone rehacer al país histórico sobre la base de la acentuación de la dependencia, de una inserción colonial en el sistema económico mundial, de la superexplotación del trabajo, del silencio del pueblo y de la expropiación a la nación de su derecho soberano a autogobernarse2

Los extremos se tocan. Y aunque en la Alemania de Hitler y en la Italia de Mussolini la exacerbación hasta lo absurdo de lo nacional, en el crudo dominio de los hechos, constituía la forma mediante la cual podía hacerse viable el contenido contrarrevolucionario de su política, y en el caso de Pinochet, ese mismo contenido contrarrevolucionario se logra mediante el proyecto de deshacer a Chile como entidad nacional, los dos tipos de formulaciones contrarrevolucionarias tienen en el fondo de los fondos mucho en común: son ambos fascismos. Fascismo metropolitano e hipernacionalista y agresivo en un caso; fascismo dependiente, cosmopolita y transnacionalizado en el otro, pero en todo caso, fascismos los dos.

Todo fascismo, metropolitano o dependiente, nacionalista o transnacional, es siempre una respuesta contrarrevolucionaria a la amenaza de la Revolución. Una respuesta que se caracteriza porque destruye por la violencia y el terror las instituciones democrático-liberales y al movimiento popular organizado, bajo el impulso y en provecho de los intereses del gran capital monopolista. Y una respuesta también que busca legitimarse en la afirmación y en la manipulación de ciertos valores, que siendo compartidos por vastos sectores sociales, son a la vez susceptibles de ser utilizados en contra del movimiento popular organizado, justificándose así su destrucción. 

Definido así el fascismo -como creemos que debe serlo-, la experiencia militar chilena es a todas luces fascista.

Es una respuesta contrarrevolucionaria a la amenaza de la Revolución, que el gran capital monopolista doméstico e imperialista advertía tras el proyecto político de la Unidad Popular. Para enfrentar ese peligro, esos intereses amenazados se articularon en una empresa subversiva con las Fuerzas Armadas, que por razones que no es del caso profundizar aquí, eran susceptibles en esa coyuntura para servir de instrumento material de la insurrección. Para cumplir su objetivo de conjurar el peligro que enfrentaba el orden social, una vez triunfante el golpe militar, se destruyó la institucionalidad democrática chilena y al movimiento popular organizado por medio de la violencia y del terror, haciéndose trizas la Constitución y la legalidad imperantes. Para legitimarse, el nuevo régimen de facto abandonó el ideario democrático-liberal -al que hizo responsable de la emergencia del peligro revolucionario- y recurrió en su reemplazo a los valores del «orden» y de la «patria», valores de amplia vigencia en la población -sobre todo en sus capas medias-, y a los que se presentó como amenazados por el «comunismo internacional» y por el «marxismo-leninismo», definidos así ambos como los principales y mayores enemigos del «orden» y de la «patria».

Esa es la esencia de lo ocurrido en Chile. Lo demás es secundario, lo que no quiere decir que no sea importante ni que pueda impunemente olvidarse o dejarse de lado. Por ejemplo, la identificación de las debilidades y errores cometidos en la implementación del proyecto político de la Unidad Popular, y las carencias e insuficiencias del proyecto mismo, no fueron ajenos al triunfo del fascismo y a la forma como triunfó. Por el contrario, si bien era previsible y hasta seguro que en las condiciones chilenas de entonces emergiera el fascismo, no era necesario que venciera, y que venciera de la manera como lo logró. Esto último corre de cuenta de la forma como se concibió e implementó el programa político de la Unidad Popular, incluyendo sus vacíos, debilidades y errores. Pero este no es ahora nuestro tema y debemos dejarlo de lado. 

En todos los fascismos, cuál más, cuál menos, siempre se trata de presentar la realidad prevaleciente en el momento de la pugna entre el movimiento popular y las fuerzas conservadoras como «desorden». Se quiere ganar con ello a las capas medias, siempre preocupadas de su seguridad futura y temerosas del vacío, de la violencia y de la anarquía. Y luego se liga la supuesta necesidad de combatir el «desorden» con la defensa de la Patria, a la que se tiende a identificar con el orden social existente. De allí por qué siempre es la defensa de la Patria, y de lo nacional, amenazados por el «comunismo» antinacional por naturaleza, el eje de la concepción ideológica del fascismo. A ello se añade la desvalorización de la «democracia» y de la «libertad», a las que se acusa como responsables del «desorden» y, en consecuencia, como medios para que el «comunismo» y la «antipatria» puedan penetrar y debilitar al organismo social.

En el caso chileno -creemos haberlo mostrado-, el nacionalismo con que pretende legitimarse el régimen militar es pura apariencia. El contenido de su obra y de su acción es eminentemente antinacional, antipatriota y antichileno. Porque lo que ha intentado destruir el régimen pinochetista, la democracia chilena, el Estado chileno, la integración de los chilenos, el bienestar de los chilenos, su esfuerzo por independizarse económicamente, sus derechos y libertades, su potencialidad creadora en la democracia, su estilo de vida y de convivencia social, eso es precisamente Chile. Eso es la sustancia del Chile real, del Chile histórico. Y a eso se ha querido demoler sistemáticamente, en un proyecto antihistórico que ha pretendido volver atrás el tiempo, negando y desconociendo la obra y la creación de más de 150 años de existencia nacional, que siempre estuvieron signados por el permanente y continuo ascenso del pueblo, por la ampliación y profundización de la democracia y por el creciente desarrollo de la conciencia política del país.

En el caso chileno, pues, el nacionalismo con que se autodefine el régimen fascista no guarda relación alguna con su conducta y con sus resultados. En este caso, la apariencia no refleja la esencia, sino precisamente la niega. A la apariencia «nacional» del régimen, se corresponde su sustancia «antinacional». Así lo ha ido comprendiendo el pueblo de Chile y la comunidad internacional. De nacionalismo solo tiene el régimen fascista chileno la verborrea patriotera intrascendente de los discursos, el chovinismo provocativo de los militares y el abuso sacrílego que estos han hecho de nuestra bandera y de nuestros símbolos patrios, para ocultar la traicionera puñalada con que han pretendido desconocer, desintegrar y destruir a nuestro auténtico e histórico ser nacional, que no es otra cosa que el Chile democrático, progresista y abierto al porvenir que supo construir nuestro pueblo, el Chile en el que nacimos y al que volveremos.

Anexo 

Los antecedentes oficiales no pueden ocultar el enorme retroceso sufrido por la economía nacional y su reflejo directo en el nivel de vida de la población. 

Se entrega a continuación un conjunto de tablas que buscan mostrar la magnitud del problema. 

Ingreso nacional 

El nivel de 1977 fue inferior en términos per cápita al existente en 1963. Es decir, el retroceso muestra una magnitud de 13 años. (Ver Cuadro No. 1). 

Pero no solamente existió una disminución global del ingreso, sino que su distribución muestra una tendencia regresiva. (Ver Cuadro No. 2). 

A ello habría que agregar el incremento de privilegios a ciertos asalariados (altos mandos de las FFAA, altos ejecutivos de la Administración Pública, altos ejecutivos de la empresa privada) que agudiza la situación del resto, la gran mayoría. 

Gasto social 

La regresión del ingreso de los trabajadores no sólo se manifiesta en la disminución salarial, sino en la baja drástica del gasto fiscal destinado a: viviendas, educación y salud.

Viviendas 

Hoy se construye menos de la mitad de lo realizado durante el trienio 1971-1973. El gasto fiscal (el Fisco es tradicionalmente el constructor de la inmensa mayoría de las viviendas en Chile) per cápita en viviendas fue en 1977 un tercio del promedio 1971-1973. (Ver Cuadro No. 3). En cuanto al número de viviendas, hoy se construye menos de la mitad que en dicho trienio. (Ver Cuadro No. 4). 

Educación 

El gasto fiscal en educación per cápita de los años 1974-1977 es solo 63% del correspondiente a los años 1971-1973. (Ver Cuadro No. 5).

Salud 

El gasto fiscal per cápita en salud entre los años 1974-1977 corresponde solo a 61% del gasto del trienio 1971-1973. (Ver Cuadro No. 6).

Inversiones 

El elevado costo social que se deriva de estas cifras ha sido «reconocido» por la dictadura chilena como una consecuencia de la aplicación de su política. Pero dicho costo estaría justificado, puesto que se estarían sentando las bases para el desarrollo del país. Es decir, sería un costo necesario para garantizar el futuro. Sin embargo, el futuro no se ve muy claro, por el contrario, las perspectivas son oscuras. La Inversión Bruta en Capital Fijo y también como por ciento del Producto hoy son muy inferiores a las cifras históricas. (Ver Cuadro No. 7). En los hechos, el nivel de inversiones apenas permite el mantenimiento de los activos fijos del país considerados en su conjunto. En estas condiciones no existen posibilidades para ningún despegue económico.

Deuda externa 

La deuda ha crecido a partir de 1974 a un ritmo promedio anual superior a los 500 millones de dólares. Pero el año pasado se incrementó en más de 1.000 millones, sin perspectivas que este ritmo disminuya substancialmente. (Ver Cuadro No. 8). (El monto de las exportaciones totales de Chile es de unos 2.400 millones de dólares). 

Como hemos visto, el cuantioso aumento de la deuda no se ha traducido en un consecuente proceso inversionista ni en el mejoramiento de las condiciones de vida de los chilenos.


  • 1.

    Para ilustrar las afirmaciones aquí sostenidas, véanse las estadísticas del Anexo, incluidas al final.

  • 2.

    Precisamos que el carácter por definición de antinacional del fascismo chileno va ligado a la escasa potencialidad económica del país, porque en naciones como Brasil, de mucho mayores recursos naturales y demográficos, el proyecto transnacional de los monopolios les asigna a ellos el papel de «subimperialismos», ya que existen allí condiciones para un relativo desarrollo autónomo nacional, que es requisito para que puedan cumplir su papel de intermediarios y de cabezas de puente de las metrópolis en el llamado Tercer Mundo. El fascismo en esos países asume en alguna medida rasgos nacionalistas, lo que no le resta en manera alguna el carácter contrarrevolucionario a su naturaleza política, sino que le añade simplemente connotaciones nacionalistas, con todo el señalado carácter equívoco y ambivalente que estas tienen cuando son promovidas por las burguesías nacionales dependientes. Pero lo que está claro es que esas connotaciones nacionalistas están totalmente ausentes en la experiencia chilena.

Este artículo es copia fiel del publicado en la revista Nueva Sociedad 40, Enero - Febrero 1979, ISSN: 0251-3552


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