Tema central
NUSO Nº 304 / Marzo - Abril 2023

Los espectros de la Revolución Cubana y la izquierda latinoamericana

La relación de la izquierda regional con la Revolución Cubana ha sido siempre muy compleja. Sin duda, las agresiones imperiales le han dado al proceso nacido en 1959 una sobrevida épica que no provee el resultado del sistema posrevolucionario. Pero la izquierda socialista democrática está obligada encontrar un camino que deje atrás el pesado manto de penitente de la gesta cubana.

Los espectros de la Revolución Cubana y la izquierda latinoamericana

Es algo aceptado reconocer que la Revolución Cubana fue un hecho trascendental del siglo xx latinoamericano. Aún hoy, casi siete décadas después de su irrupción, sigue siendo recordada como un factor presente. Esto ocurre con frecuencia con las revoluciones, pues poseen tal atractivo emocional que siguen siendo invocadas como amuletos ideológicos, en particular por los políticos, incluso cuando estos encabezan procesos subsiguientes que niegan la propia motivación revolucionaria. En México –donde ocurrió la otra gran revolución latinoamericana del siglo xx (1910-1917)–, las clases políticas posrevolucionarias legitimaron sus actos con su marca, con notable éxito, durante más de 60 años. Y en Cuba, donde aún merodean algunos espectros de los fundadores, se continúa hablando de la actualidad de la Revolución. Se hace contra toda evidencia, para consumo de las franjas de apoyo incondicional, disminuidas drásticamente desde la década de 1990, cuando comenzó la crisis sempiterna denominada «Periodo Especial». Pero la imagen es efectiva para mostrar cierto consenso social a su favor siempre que, como sucede, las franjas críticas y opositoras sean contenidas mediante la represión y la invisibilización. 

En este artículo trataré de discutir las razones de la relación cambiante entre la Revolución Cubana (y la posrevolución subsiguiente) y los sectores de la izquierda latinoamericana, donde aún existen bolsones significativos de apoyo, si bien por razones y con intensidades diferentes. A trazos gruesos, este apoyo puede remitirse a dos posicionamientos. Por un lado, existe una franja de apoyo minoritaria, pero de alta visibilidad publicitaria, constituida por los condottieri que nutren los comités de solidaridad y actúan como verdaderos fasci di combattimento que buscan intervenir con violencia contra cualquier manifestación de oposición al gobierno cubano. Es un apoyo emocional, por ende irracional, para el que algunos viven y del que otros viven, que no admite argumentos y que, en lo fundamental, asume a Cuba como el paradigma exclusivo del cambio social en el continente. Pero, sobre todo, existe un sector de la izquierda que asume la Revolución Cubana como lastre oneroso pero inevitable, y anda su camino cubriéndola con un manto de condescendencia vergonzante, sea mirándola de soslayo o simplemente no mirándola. Hacen como aconsejaba Jorge Luis Borges: olvidan como forma de perdón.

Un funcionario cubano que tuvo a su cargo, durante dos décadas, la representación del Partido Comunista de Cuba (es decir, del Estado cubano) en el Foro de San Pablo ha confesado en una serie de artículos su «disgusto» ante lo que considera un «reflujo de la izquierda latinoamericana». Aun en desacuerdo con el dictamen, habría que apreciar la sinceridad del autor: «La solidaridad con la Revolución Cubana», afirma, «nunca estuvo en duda, pero por esos años surgió la noción de ‘defensa del derecho de Cuba de construir su propio proyecto’, como fórmula ambigua que permitía tanto mantener una postura solidaria con Cuba frente a la hostilidad imperialista, como tomar distancia del proyecto cubano de construcción del socialismo». Y luego confiesa su desvelo:

En cada encuentro del Foro, reunión del grupo de trabajo, seminario, taller, intercambio con fuerzas sociales o políticas de otras regiones y demás actividades, había que librar duras batallas políticas e ideológicas: había choque, enfrentamiento, disgusto, tensión, desgaste. Había que defender a Cuba, rechazar que el capitalismo se hubiese democratizado, demostrar que las fuerzas populares eran quienes habían conquistado espacios democráticos.1

Sin intentar sacar al autor de su laberinto, vale la pena preguntarse qué sucedía con los miembros del Foro de San Pablo cuando preferían mirar a un lado y refugiarse en el argumento westfaliano de la autodeterminación. ¿Por qué? 

Exportar la revolución

Los años 60 albergaron un collage planetario incitante que asumía por igual los procesos de descolonización en África, los avances económicos y técnicos del llamado «campo socialista», los movimientos políticos y culturales de 1968, la guerra de Vietnam y sus reacciones antibélicas, la Revolución Cultural china y la emergencia de un pensamiento contestatario que atacaba con igual furia al capitalismo que al saber domesticado por años de conciliación fordista. En América Latina, ello se expresó como una erosión de la hegemonía estadounidense y la emergencia de proyectos reformistas que tomaban nota de la inquietud social, pero que –golpeados por la derecha y por la izquierda– terminaron generando más frustraciones que logros perdurables. Una señal temprana pero estruendosa del clima que viviría la región ocurrió en 1958, cuando el entonces vicepresidente Richard Nixon intentó una gira de «buena voluntad» por varios países de América Latina y casi termina linchado en una calle de Caracas.

La Revolución Cubana es inseparable de esa efervescencia de «nuestros años 60». Se inició con la implantación, a fines de 1956, de grupos guerrilleros en las modestas montañas orientales de Cuba, que en solo dos años lograron derrotar a una dictadura impopular que había cerrado el camino a todo arreglo cívico. Sus líderes eran jóvenes carismáticos cuyo máximo dirigente, Fidel Castro, tenía la edad de Cristo, y no faltaban los ministros veinteañeros. Un argentino con un largo recorrido latinoamericanista e imagen cinematográfica, Ernesto «Che» Guevara, se encargó de informar al mundo de los percances de la Revolución para devenir mito de una nueva época a ser construida por hombres también nuevos, desmercantilizados y movidos por la moral y la solidaridad. 

En cuanto revolución –es decir, como proceso de cambios radicales en función de una meta definida como socialismo por sus líderes–, el proceso cubano había terminado hacia 1965. Por entonces se había producido la estatización de la economía, se habían generado cambios sustanciales de alto valor social, la población había sido encuadrada en un sistema de organizaciones partisanas, los grupos opositores habían sido derrotados militar y políticamente, y tanto la burguesía como la clase media habían emigrado masivamente a Florida, donde gastarían las próximas décadas planificando una vendetta versallesca que nunca tuvo lugar contra el régimen de la isla. En ese mismo 1965 se fundó el Partido Comunista de Cuba (pcc)2 –núcleo organizativo de la nueva elite política– y se anunció la intención de redactar una nueva Constitución, que en definitiva no vio la luz hasta una década más tarde y bajo otros signos. El quinquenio siguiente fue una primera etapa posrevolucionaria en la que persistieron los afanes autóctonos y una fuerte vocación tercermundista –en particular, latinoamericanista–, inspirada en aquella invitación del «Che» Guevara: hacer tantos Vietnam como el imperialismo no pudiera soportar. El sello determinante fue el voluntarismo, tanto en el plano interno –con el fallido Gran Salto Adelante caribeño de la «zafra de los 10 millones»– como en el externo –con el fomento de los focos guerrilleros en el subcontinente–.

Fue en este decenio cuando la Revolución Cubana consiguió cautivar a América Latina. Al decir de John Halcro Fergurson –un periodista británico liberal–, la imaginación latinoamericana fue conmovida como nunca antes desde los días de las revoluciones independentistas, al poner sobre la mesa la posibilidad de retar la hegemonía norteamericana en su Mare Nostrum y emprender un camino propio de desarrollo, que luego sería sistematizado, desde ópticas diferentes, en la vigorosa «teoría de la dependencia»3. Su principal interlocutor fue una nueva izquierda –hastiada de la parsimonia de los partidos comunistas y otros grupos de la izquierda tradicional– que canalizó sus energías políticas en heroicos ejercicios de impaciencia. 

La Revolución Cubana ofrecía a esta generación política justo lo que estaba buscando: un algoritmo comprobado de que era posible alcanzar el poder sin esperar la generación de un capitalismo moderno por parte de una burguesía nacional que, por lo demás, no existía. El «Che» Guevara sintetizó esta propuesta en varios principios: era posible ganar una guerra al ejército, la guerra debería ser librada mediante guerrillas en el campo y, lo que era más importante, para hacerlo no era necesario contar con la mayoría desde el principio, pues la propia lucha revolucionaria iría generando la adhesión de las masas. Esto último constituía la médula del asunto y llevaba a un extremo la propuesta bolchevique de la vanguardia como generadora desde afuera de una conciencia de la que la clase carecía. Solo que mientras Lenin tuvo el cuidado de hacer descansar la estrategia en el rol educativo y organizativo del partido en plazos medianos, y el vietnamita Ho Chi Minh apuntó a la propaganda armada con cierta paciencia, en el caso del guevarismo se trató de un ejercicio voluntarista, en ocasiones suicida, que convocaba al pueblo, a veces sin las más mínimas condiciones, desde un núcleo guerrillero de vanguardia. Todo un nuevo guisado neodogmático que animó la práctica y la producción ideológica de esa izquierda, sostenido en el éxito de una experiencia cubana en la cual el relato oficial exaltó el papel de los «barbudos», al tiempo que se invisibilizó la lucha de masas urbana en los estertores de la dictadura de Fulgencio Batista. 

Un libro, Revolución en la Revolución, de Régis Debray, devino la biblia de los nuevos tiempos. Y una serie de reuniones y eventos fueron organizando el guion. Una de estas reuniones –la conferencia de la Organización Latinoamericana de Solidaridad (olas)– tuvo lugar en La Habana en 1967 y planteó una declaración general de 19 puntos que reiteraba que «el contenido esencial de la revolución en América Latina está dado por su enfrentamiento al imperialismo y a las oligarquías de burgueses y terratenientes». De ahí que «el carácter de la revolución es el de la lucha por la independencia nacional, la emancipación de las oligarquías y el camino socialista para su pleno desarrollo económico y social», guiada por el marxismo-leninismo, basada en la lucha armada y garantizada por lo que llamaba «la existencia del mando unificado político y militar como garantía para su éxito». No dejaba espacio para el reformismo ni para «otras formas de lucha», que solo eran consideradas legítimas mientras se subordinaran y tributaran al operativo guerrillero. Y Cuba devenía una «rica fuente de experiencias (…) una imagen optimista del futuro»4. Con ello, la Revolución Cubana alimentó un esquema de amigo/enemigo que fue crucial para la estructuración del mapa político e ideológico del siglo xx latinoamericano5.

Los fusiles, las urnas y todo lo demás

Apenas tres años después de aquella jornada de entusiasmo revolucionario, la situación comenzó a cambiar drásticamente. Todos los focos revolucionarios alimentados por La Habana fueron reprimidos con el apoyo estadounidense y sus líderes fueron asesinados o encarcelados. En cambio, los únicos intentos de cambio social progresista que llegaron a ser gobierno en el continente aparecieron de la mano de circunstancias que nada tenían que ver con la línea de la olas: proyectos reformistas animados por la Alianza para el Progreso, como la Revolución en Libertad de la Democracia Cristiana en Chile, el nacionalismo militar revolucionario (Perú, Bolivia y Panamá) y el triunfo electoral de la coalición izquierdista liderada por Salvador Allende en Chile, con la que Fidel Castro mantuvo siempre una distancia inflexible en el ámbito ideológico, como ha sido detalladamente discutido por Rafael Pedemonte6. Pero tampoco estas experiencias fueron perdurables, y si algo caracterizó los años 70 y la década siguiente fue la estrategia contrainsurgente coordinada por eeuu, que ensombreció el continente y lo sumió en un clima de represión sin precedentes. 

Aunque podía suponerse que esto abriría una nueva oportunidad revolucionaria –de hecho, brotaron algunos intentos insurgentes sin impactos políticos significativos–, ya Cuba no estaba en condiciones de reanimar su activismo revolucionario. Tras años de voluntarismo irresponsable de sus dirigentes, la economía cubana llegó a un punto de agotamiento que solo era posible revertir desde una alianza más estrecha con el bloque soviético. Para conseguirla, la elite posrevolucionaria tuvo que renunciar a muchas cosas, y entre ellas, a su mística de crear «muchos Vietnam». Aunque se mantuvo alguna retórica latinoamericanista, se congelaron los apoyos a los grupos armados remanentes7 y los pocos líderes revolucionarios que quedaron en la isla se vieron obligados a desistir o a marchar hacia verdaderas inmolaciones, como fue el caso de Francisco Caamaño en República Dominicana en 1973. 

En adelante, el «internacionalismo» cubano se produjo fundamentalmente como acción de Estado tanto en operaciones militares –principalmente en África– como en misiones humanitarias. La revolución latinoamericana –si hacemos la excepción del recatado apoyo a la lucha armada en Centroamérica– ya no era una prioridad de la política exterior cubana. La imagen heroica de la isla resistiendo no solo al imperialismo norteamericano, sino también al hegemonismo soviético, se derrumbó al calor de los subsidios, y su política exterior se escoró, fundamentalmente, en función de los intereses de la Unión Soviética. Y aunque este alineamiento podía producir hechos de alto significado positivo para la izquierda –por ejemplo, la intervención militar cubana en el cono sur africano–, también conllevó complicidades frustrantes, como la connivencia con la horrible dictadura militar en Argentina entre 1976 y 19838.

En el plano interno, Cuba dejó de ser el laboratorio de una nueva sociedad apoyada en el mito guevarista del hombre nuevo, donde se ensayaba un tipo de democracia supuestamente superior al orden liberal. El acceso privilegiado al mercado soviético y la afluencia de ingentes subsidios dieron a los dirigentes cubanos un respiro y les permitieron la construcción definitiva de un entramado político totalitario, que ya asomaba desde los años 60. Al mismo tiempo, se desarrollaron políticas sociales de alta calidad que permitieron la movilidad ascendente de las mayorías, principalmente a través de la educación, y el acceso equitativo a un consumo discreto pero suficiente para evitar la irradiación de la pobreza y la marginalidad, como sucedía en el resto del continente como resultado de la crisis de los modelos desarrollistas y de la implementación de políticas de ajustes monetaristas.

Se trataba de un cuadro complejo, en el que la izquierda guardaba distancia de lo que era evidentemente una dictadura represiva que condenaba a sus críticos a la prisión o la emigración, pero al mismo tiempo producía un sistema de bienestar social que había dotado a la sociedad insular de niveles de equidad y prosperidad compartida como nunca antes en su historia. O, trasladándonos a la política exterior, que se alineaba medularmente con las políticas hegemonistas soviéticas, pero al mismo tiempo generaba impulsos tercermundistas que indicaban cierto grado de autonomía. La solución que la izquierda dio a este dilema fue sencillamente mirar a un lado, dejar a Cuba como una suerte de pie de página y referirse a ella, cuando resultaba inevitable, desde el ángulo en que algo quedaba de la Revolución Cubana y donde posiblemente se había producido el principal aporte de esta a la historia continental: la geopolítica y, en particular, la condena al bloqueo/embargo y otras acciones hostiles del gobierno estadounidense hacia Cuba. Justamente el punto que causaba tantos desvelos al representante cubano en el Foro de San Pablo.

El distanciamiento relativo de Cuba y la mayor parte de la izquierda continental no solo se vinculaba a lo que sucedía en la isla, sino a la forma en que la izquierda iba asumiendo sus compromisos políticos. Como antes anotaba, la brutal represión de las dictaduras militares desmanteló gran parte de la institucionalidad que había sustentado la proyección político-cultural de la izquierda en el continente –partidos, organizaciones sociales, grupos de pensamiento–, y sus dirigentes y activistas fueron encarcelados, asesinados u obligados a tomar el camino del exilio. De los escombros surgió una autocrítica que abarcó tanto a los sobrevivientes como a la nueva generación. Y ello implicaba muchas novedades que los dirigentes cubanos veían como retrocesos políticos. Dos de ellas merecen ser destacadas.

La primera fue la revalidación de una gran ausente de todo el movimiento generado en torno de la Revolución Cubana: la democracia. Como mencioné antes, la Revolución Cubana se sintió impelida a actuar no solo contra una dictadura, sino también contra una democracia «agotada» que había funcionado en Cuba entre 1940 y 1952. La idea de la democracia siempre aparecía en este discurso como la crítica a un dominio de clases y por ello debía ser superada junto con este dominio. En su lugar, aparecía un vago desiderátum que remitía más al caudillismo plebiscitario que a la democracia política, y más al involucramiento amorfo que a la participación autónoma de la sociedad. Nuevamente, el «Che» Guevara –ideólogo de primer orden de esta etapa– dejó varias imágenes altamente ilustrativas. Según Guevara, «huyendo al máximo de los lugares comunes de la democracia burguesa» se trataba de liberar al hombre mediante «nuevas» prácticas desalienantes:

A la cabeza de la inmensa columna –no nos avergüenza ni nos intimida decirlo– va Fidel, después, los mejores cuadros del Partido, e inmediatamente, tan cerca que se siente su enorme fuerza, va el pueblo en su conjunto, sólida armazón de individualidades que caminan hacia un fin común; individuos que han alcanzado la conciencia de lo que es necesario hacer; hombres que luchan por salir del reino de la necesidad y entrar al de la libertad.9

Leer este documento, y en general la obra de Ernesto Guevara, siempre conmueve por la pasión de una prosa, por lo demás, de alta calidad literaria. Pero no puede olvidarse que la marcha que estaba describiendo era en realidad la construcción de un orden que, como ha demostrado Samuel Farber, resultaba más autoritario que el pasado dictatorial que proclamaba negar10. Más aún, hoy Cuba es el país más autoritario de América Latina, que siente de cerca la porfía de las otras dos experiencias «revolucionarias»: Venezuela y Nicaragua. Esta experiencia, y en general toda la experiencia de los llamados «socialismos realmente existentes», estuvo en la base de una nueva aprehensión de la democracia como valor indispensable de una nueva sociedad, o como medio por el cual era posible conseguir esa transformación. En términos de Erik Olin Wright, la izquierda comenzó a pensar el futuro deseable como una «habilitación social» mediante transformaciones «simbióticas» y/o «intersticiales» en las que predominaba la noción del compromiso positivo y de los pequeños logros hacia una «metamorfosis emancipadora», en detrimento de las estrategias rupturistas de asalto al poder que habían constituido la raison d’être de la izquierda revolucionaria a lo largo de los años 6011

Una segunda cuestión estaba referida a los sujetos del cambio social. La Revolución Cubana nunca se aferró al dogma obrerista que imperaba en la cultura de los partidos comunistas sovietizantes. Tampoco arropó la idea, muy cara al maoísmo, del campesino pobre como motor de la revolución. En su lugar movió la figura de «pueblo» (una herencia del populismo latinoamericano), que ya había estado presente y había sido definida con cierto detalle en el programa revolucionario inicial. Pero era un concepto que arrastraba dos pesadas mochilas. Una era su inspiración clasista/ocupacional, en la medida en que se percibía como compuesta por estudiantes, profesionales, obreros, campesinos, desempleados, etc., todos los cuales tenían en común la explotación capitalista. Luego, que el pueblo, frente al poder revolucionario (aun cuando se lo proclamaba protagonista), se convertía en una masa amorfa, no solo subordinada, sino realizada en relación con la vanguardia. Era una diversidad acotada que no dejaba espacio al reconocimiento de otras identidades e identificaciones sociales, y por ello Cuba resulta hoy una de las sociedades latinoamericanas donde menos han avanzado los derechos y los enfoques particulares que constituyen esa diversidad. Ello resultaba totalmente disfuncional para una izquierda obligada –por razones éticas, pero también sociológicas y políticas– a dar cuenta de la diversidad y la autonomía de los sujetos, clases, pero también géneros, orientaciones sexuales, generaciones, así como distinciones culturales, ambientales, locales y étnicas. 

La dudosa solidaridad con los escombros de la Revolución

El mundo de la Revolución Cubana y la insurgencia de los años 60 fue uno de los últimos aldabonazos de una «modernidad sólida» que ya no existe. Siguiendo a Zygmunt Bauman, hoy experimentamos un mundo de flujos, líquido, plagado de incertidumbres y escenarios cambiantes12, que obligó a la izquierda a variar sus paradigmas en la misma medida en que la fortaleza de la Revolución Cubana se derrumbaba. Hasta dónde esta mudanza ha implicado el abandono por parte de sectores políticos y personalidades de compromisos sociales y políticos definitorios de la izquierda, o hasta dónde se trata de una variación de métodos y estilos en la búsqueda de un mundo realmente superior y perdurable, es un tema relevante, pero que sale de nuestro objetivo en este artículo. Lo que me interesa es destacar que, en cualquier circunstancia, la mirada esquiva de la izquierda continental hacia Cuba constituye una complicidad vergonzante y éticamente cuestionable.

Hace mucho tiempo que el sistema cubano no ofrece oportunidades reales de movilidad social, algo que los cubanos comunes buscan emigrando por cualquier vía. La crisis sempiterna está despoblando la isla, que pierde habitantes en términos absolutos. Y ninguna de estas calamidades –una economía que no crece, servicios sociales empobrecidos, escasez alarmante de viviendas, salarios irrisorios e insuficientes– puede ser explicada por el bloqueo/embargo estadounidense, un dato ciertamente lesivo para la comunidad nacional que merece ser condenado, pero que ha sido manipulado ad nauseam por la clase política cubana para poder presentarse como un último bastión de resistencia y justificar sus alianzas y posiciones internacionales francamente deplorables. 

La izquierda socialista democrática está obligada a encontrar un camino, y no puede lograrlo con el pesado manto de penitente de la Revolución Cubana, ni de otras experiencias autoritarias erigidas en nombre del socialismo. Lo recordaba Marx a los revolucionarios del siglo xix, cuando les pedía liberarse del peso de las generaciones muertas: «dejar a los muertos enterrar a sus muertos para realizar su propio objeto». Entonces podremos mirar la epopeya cubana de 1959 con admiración, evaluar sus logros y fracasos con total objetividad y dejar que quienes murieron en ella o bajo su inspiración nos hablen sin los apremios de las coyunturas.

  • 1.

    Roberto Regalado: «Reflujo de la izquierda latinoamericana (I)» en La Tizza, 18/5/2021.

  • 2.

    El viejo partido prosoviético se llamaba Partido Socialista Popular (PSP) desde 1944.

  • 3.

    J. Halcro Ferguson: «The Cuban Revolution and Latin America» en International Affairs vol. 37 No 3, 7/1961; Claudio Katz: La teoría de la dependencia. Cincuenta años después, Batalla de Ideas, Buenos Aires, 2018.

  • 4.

    OLAS: «Conferencia de la Organización Latinoamericana de Solidaridad. Documentos» en Casa de las Américas No 45, 11-12/1967, disponible en http://laventana.casa.cult.cu/....

  • 5.

    Norbert Lechner: «Los nuevos perfiles de la política» en Nueva Sociedad No 130, 3-4/1994, disponible en nuso.org.

  • 6.

    R. Pedemonte: «La Revolución cubana de cara al desafío ideológico de la ‘vía chilena al socialismo’ (1959-1973)» en Revista de Indias vol. LXXXII No 286, 2022.

  • 7.

    Tanya Harmer: «Two, Three, Many Revolutions? Cuba and the Prospects for Revolutionary Change in Latin America, 1967-1975» en Journal of Latin American Studies vol. 45 No 1, 2/2013.

  • 8.

    Gabriel C. Salvia: «Para un dictador no hay nada mejor que otro dictador» en El País, 26/11/2014. Sobre la dictadura argentina y sus vínculos con la urss, v. Andrey Schelchkov: «El Partido Comunista de la Unión Soviética, el Partido Comunista argentino y la dictadura militar, 1976-1983» en Revista Izquierdas No 51, 2022.

  • 9.

    Che Guevara: «El socialismo y el hombre en Cuba», 1965, en Marxists.org, www.marxists.org/espanol/guevara/65-socyh.htm.

  • 10.

    S. Farber: Cuba Since the Revolution of 1959, Haymarket, Chicago, 2011.

  • 11.

    E.O. Wright: Construyendo utopías reales, Akal, Madrid, 2014.

  • 12.

    Z. Bauman: Modernidad líquida, FCE, Ciudad de México, 2001.

Este artículo es copia fiel del publicado en la revista Nueva Sociedad 304, Marzo - Abril 2023, ISSN: 0251-3552


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