El juego y la guerra
julio 2018
Para muchas mujeres, el fútbol es un padecimiento delicioso que nada tiene que ver con un pasatiempo que el patriarcado les otorga dentro de la categoría de «permitidos tolerables». La cantidad de mujeres que disfrutan y juegan al fútbol demuestra que la idea de que se trata de un «deporte de varones» es solo una construcción social. Las mujeres reclaman la pelota.
Fue Gary Lineker, el ex-futbolista inglés devenido en periodista deportivo, quien acuñó la famosa frase según la cual «el fútbol es un deporte simple que inventaron los ingleses, juegan 11 hombres contra 11, y siempre gana Alemania». Está claro que, visto lo visto en Rusia 2018 y después de muchos años de cumplirse como una sentencia divina, la afirmación de Lineker pierde verosimilitud en el momento en que la selección alemana queda eliminada en fase de grupos por primera vez en su historia. Lo que no perdió verosimilitud alguna es una parte del sintagma que enuncia una realidad al parecer escrita en piedra: el fútbol es un deporte de hombres jugado por hombres, un bien de consumo capital y un configurador del universo masculino. Pero ¿existe algo así como un universo masculino?
Como toda manifestación cultural emanada de un entramado social, el fútbol posee características que fueron dando forma a su campo semántico a lo largo del tiempo. Tiene rasgos que nos atraviesan en nuestros acontecimientos personales y comunitarios, y que construyen un determinado lenguaje que en algún momento de nuestra vida comenzamos a entender. Se trata de un lenguaje que sentimos como compartido, que internalizamos como alfabeto tribal. Esto tiene como consecuencia que sea el deporte colectivo más consumido en el mundo y que actualmente represente una industria que mueve en todo el globo la cantidad de varios Productos Internos Brutos combinados. Es decir, el universo futbolístico es también un enorme campo de disputa por el sentido, un escenario global –un cuerpo– donde todo es político.
El fútbol entendido en estos términos no puede implicar una cuestión menor o irrelevante para las banderas tradicionales del feminismo. Pero si a esto le sumamos el proceso de aceleración que irradia el movimiento feminista estos últimos años, nos encontramos ante una disputa mucho más fuerte y radical de lo que se percibe a primera vista. No solo porque según datos (incompletos) de la Federación Internacional de Fútbol Asociado (FIFA), 30 millones de mujeres juegan al fútbol –federado, profesional o amateur– en todo el mundo, sino también porque otros tantos miles de millones consumimos, gritamos, sufrimos y amamos el fútbol (no solo en los mundiales, como gusta esgrimir el machismo más rancio). Para muchas es un padecimiento delicioso que nada tiene que ver con un pasatiempo que el patriarcado nos otorga dentro de la categoría de «permitidos tolerables».
En este sentido, muchas son las prácticas que desde el feminismo han ido surgiendo como respuesta y acciones de disputa política ante la hegemonía de los varones sobre el mundo del fútbol. Algunas bien podrían encuadrarse en una línea histórica que guarda estrecha relación con las distintas olas feministas; emanaciones concretas y situadas en países y regiones de arraigada tradición futbolística.
En dicha línea, hay ejemplos que van desde el primer partido internacional disputado por una suerte de selección femenina de fútbol en el año 1917 en Inglaterra (conformada por mujeres trabajadoras fabriles, esposas de los hombres que volvían maltrechos del frente de batalla o directamente no volvían, jugadoras de los equipos de sus pueblos que, sin dilación, fueron prohibidos por la Asociación de Fútbol en 1920 –esgrimiendo argumentos tales como que era un deporte indecoroso para la mujer y podía provocar lesiones que interfirieran con el único propósito del género que es la procreación–); pasando por el programa de escuelas de fútbol femenino en Uganda –un país en el que muchas mujeres mueren de SIDA, se les practica el horror de la ablación, se las prostituye desde niñas o se las viola colectivamente si se llega a saber que son lesbianas–. A estos ejemplos se suman los de países nórdicos como Noruega y Dinamarca, en los que las selecciones masculinas mayores acordaron donar parte de sus altísimos sueldos profesionales para que los seleccionados femeninos cobrasen lo mismo que ellos. En América Latina, en cambio, la situación es muy diferente. La Confederación Sudamericana de Fútbol (CONMEBOL) es la que menos dinero invierte en el desarrollo del fútbol femenino en todo el mundo. Según datos del último informe de la FIFA, destina 2.462.000 dólares anuales a repartir entre las federaciones nacionales, mientras que la Unión de Asociaciones Europeas de Fútbol (UEFA) presupuesta 99.113.000 dólares por año, en función del objetivo FIFA de duplicar la cantidad de jugadoras mujeres en el mundo para el año 2026. Está de más traer aquí la comparación con los presupuestos regionales destinados al fútbol masculino. Los resultados son la encarnación de lo absurdo y lo insultante.
En ciertos círculos intelectuales todavía está en discusión si el conjunto de estas acciones producidas por el feminismo y tendientes a la equiparación de la situación actual del fútbol femenino con el masculino no reproducen las nociones básicas del llamado «feminismo de la igualdad»; es decir, si en definitiva no son acciones equivalentes a reclamar que las mujeres podamos ser directoras o CEOs de grandes corporaciones o desempeñemos actividades y tareas tradicionalmente inscriptas dentro del universo masculino, en una suerte de operatoria de sustitución igualitaria, de política de no exclusión, de deseo de participar del falocentrismo y sentir que se ganan batallas allí donde los hombres nos toleren por el solo hecho de no contradecir una atmósfera políticamente correcta. Sin embargo, gracias al trabajo organizado del feminismo llamado «de base», gran parte de esta discusión va entrando en los tibios vientos de la obsolescencia, puesto que todos los logros y éxitos obtenidos por todos aquellos que conforman el universo del fútbol jugado por mujeres provienen de construcciones colectivas organizadas y autoconscientes de su propio agenciamiento.
Y esto nos hace retomar el interrogante del principio. Es decir, la pregunta por la existencia o no de un universo masculino en contraposición a un universo femenino. Interrogante cuya respuesta tiene como condición de posibilidad la aceptación de un acontecer humano estrictamente binario, en el que solo se puedan dar relaciones internas en clave antagónica. Ahora bien, si rechazamos esa premisa de pensamiento, el problema se traslada a una pregunta superadora –mucho más profunda y pertinente– que hoy se hacen muchos colectivos como La Nuestra, coordinado por Mónica Santino, que aúna fútbol y empoderamiento en la Villa 31, una de las más grandes de la enorme y fagocitante ciudad de Buenos Aires: ¿estamos haciendo fútbol femenino o fútbol feminista? Para poder esbozar una respuesta, Mónica realiza una reapropiación del juego como noción nuclear en el fútbol y en el desarrollo general de la vida. A dicha operación, entonces, se propone sumarle el campo semántico de lo bélico, entendido como procedimiento metafórico que da sentido a muchos de los rasgos que conforman el universo fútbol. Así, si tomamos ambas nociones, no es necesario hacer ningún esfuerzo para concluir que las mujeres hemos sido excluidas históricamente tanto del juego como de la guerra.
En el primer caso y a muy temprana edad, el juego se nos presenta como una práctica viable siempre y cuando esté atravesada por una proyección futura. Es decir, se juega a las muñecas que juegan a ser mujeres adultas, que se enamoran y se casan; se juega a cocinar y a limpiar; se juega a tener bebés de plástico simulando la mayor y única alegría posible en la vida de una mujer que es la maternidad, etc. En muy pocos casos es incentivado el juego colectivo entre mujeres o propiciado un ámbito de libertad en el que las niñas efectivamente elijan a qué jugar por fuera de la paleta de color rosa. Y esto sin mencionar que rápidamente el juego desaparece de nuestras vidas para dar lugar a acciones que se inscriban dentro de un sentido de madurez y precocidad; sentido que muchas veces está íntimamente relacionado con una temprana sexualización de nuestros cuerpos.
En el segundo caso –y amén de las contadas excepciones históricas de mujeres guerreras cuyas vidas no se han desvanecido en las gélidas brumas de la historia patriarcal–, la guerra ha sido el «constructo» por excelencia de lo viril, del coraje, de la valentía del hombre. Ha sido incluso uno de los pocos ámbitos en los que la masculinidad se ha permitido la camaradería genuina y una fraternidad atravesada por la ternura y la afectividad en un registro tolerable entre varones y, por tanto, no compartido de ninguna manera con las mujeres, a quienes la guerra les tiene reservados espacios que van desde la espera penelopesca hasta la prostitución patriótica, pasando por la posibilidad de ser consideradas sujetos (trabajadoras) de manera efímera y temporal durante la ausencia de los hombres.
De este modo, si usamos el juego y la guerra como pivotes hermenéuticos, podemos ver que el fútbol se entiende, se vive y se padece dentro de un conjunto de relaciones producidas entre estos dos grandes campos semánticos que, por fuerza histórica y devenir, excluyen lo femenino. Pero, ¿es realmente así? Está claro que no, al menos si atendemos a los ejemplos que hemos visto y los situamos en la historia del deporte, puesto que ha habido fútbol jugado por mujeres desde el inicio mismo de los tiempos. No es que las mujeres nos hemos anoticiado de que existía un deporte colectivo hermoso, llamado poéticamente «dinámica de lo impensado», que nos resultó en algún momento atractivo y quisimos una tajada. No es que la construcción de los diferentes marcos teóricos del feminismo vinieron a decirnos que el fútbol también era un campo de disputa por el sentido y que debíamos, en consecuencia, operar sobre él y sólo reclamar un estatuto de igualdad. Es que, en realidad, nos fuimos encontrando con la revolución de la apropiación. Una apropiación en la que reclamamos para nosotras mismas tanto el juego como la guerra, porque no solo somos capaces de jugar y de dar batalla, sino porque ambas son modulaciones profundamente humanas de cualquier lucha y, por tanto, no es que nos caen azarosamente en el fragor feminista de la actualidad. Nos atraviesan a todas como territorios materiales y afectivos que nutren nuestra fuerza política, que son nuestro cuerpo, nuestra potestad. Y ahí estamos, jugando al fútbol, poniendo el cuerpo, perforando el arco del patriarcado con un balazo de volea combada, hasta que el obús del feminismo haga que sea innecesario, irrelevante e inefectivo hablar de fútbol femenino; hasta que la potencia de un nuevo paradigma reconfigure la frase de Gary Lineker de una vez y para siempre.