¿El rock resiste?
Nueva Sociedad 314 / Noviembre - Diciembre 2024
El rock latinoamericano se constituyó en la intersección de dos grandes procesos durante la década de 1960: la modernización y la politización de la sociedad (que, al influjo de la Revolución Cubana, era predominantemente de izquierda). Pero esa intersección resultó fallida: la modernización fue más imaginaria que real y las izquierdas condenaron el rock como apolítico (o cosas peores). El rock fue una contracultura y de ello provino su posibilidad impugnadora, pero también su mala relación con el mundo político clásico.
¡La dictadura, oh, la dictadura! ¡El rock resistirá!¡Estaremos siete años encerrados fumando marihuana y escuchando discos de Yes!
Peter Capusotto y sus videos
1. El 20 de octubre de 1972, una banda de rock se presentó en el estadio Luna Park de Buenos Aires. Se llamaba Billy Bond y La Pesada del Rock & Roll y estaba liderada por su vocalista epónimo, Billy Bond –nacido como Giuliano Canterini, un inmigrante italiano que participaba del entonces naciente movimiento del rock local en múltiples actividades: cantante, pero también empresario y productor artístico–. El concierto iba a ser, originalmente, un festival con varias bandas. Sin embargo, ante una concurrencia escasa en los asientos más caros, los asistentes a los más económicos comenzaron a saltar las vallas para instalarse en las primeras filas, alentados por Bond. Allí comenzó la represión a cargo de agentes de seguridad del estadio y fuerzas policiales. En medio del escándalo y las peleas, la leyenda afirma que Billy Bond gritó, desde el escenario, la frase «¡Rompan todo!». La existencia de la orden no puede probarse; el propio Bond afirmó, años después: «Si lo dije o no lo dije, me chupa un huevo. Cualquiera que estuviera en ese lugar lo diría». El saldo fueron muchos asientos de madera rotos, algunos detenidos por la policía –el propio Bond, entre ellos–, una cobertura periodística catastrofista («El rock infernal. Hordas de hippies arrasaron el Luna Park»1), crecientes dificultades para organizar conciertos en salas porteñas (temerosas de las «hordas de hippies») y un mito: el del primer enfrentamiento entre el rock y el Estado argentino, personificado en sus fuerzas policiales.
La fuerza del mito fue trascendente, hasta hoy. Los incidentes existieron, sin duda: lo que no se puede asegurar es que la frase haya sido pronunciada, aunque terminó consagrada como un dato histórico. Como buen mito, produjo nuevos textos: uno de ellos fue el título de las memorias de Bond, publicadas en 2023. Otro fue el título de la serie documental Rompan todo. La historia del rock en América Latina, producida en 2020 por la compañía Red Creek para Netflix, que la transmitió por todo el continente ese mismo año. La producción ejecutiva estuvo a cargo de cuatro argentinos: Nicolás Entel (a la vez guionista), Picky Talarico (a la vez director), Iván Entel y el músico y productor Gustavo Santaolalla (a la vez, uno de los principales entrevistados a lo largo de los seis capítulos). En el primero de ellos, dedicado a la aparición de las primeras bandas en el continente, el surgimiento de la uruguaya Los Shakers es narrado con la cortina musical de su propia canción «Break It All» (es decir, «rompan todo»), pero la canción no merece ningún comentario explícito –ni una mera sugerencia o inferencia–. En cambio, en el segundo capítulo –titulado, redundantemente, «La represión»–, la narración se demora en los incidentes del concierto de 1972, con varios entrevistados e imágenes fijas de archivos periodísticos (no hay filmaciones del evento). El testimonio central es el del propio Billy Bond, que produce una interpretación, por lo menos, curiosa, para no llamarla exagerada: «La verdad es que se da la primera manifestación popular después del Cordobazo2 (…). En el Luna Park, es la segunda vez que el pueblo se manifiesta contra el sistema físicamente». De inmediato, Santaolalla toma el significante flotante y lo hace explícito: «Este ‘Rompan todo’ se refiere a lo que significa el romper con todo lo que siempre el rock ha querido: con todo el orden establecido, con los abusos de poder, contra todo lo que siempre se ha manifestado».
Sin embargo, el balance policial y político del evento se limitó a unas cuantas sillas rotas. Entre el Cordobazo y el Lunaparkazo –si se nos permite el juego de palabras– se había sucedido una importante serie de «puebladas» en ciudades argentinas, todas ellas con víctimas fatales producto de la represión policial y de las Fuerzas Armadas –todas las revueltas se desarrollaron bajo dictaduras militares–. La cifra de 25 personas detenidas durante algunas horas tras el fallido concierto de Billy Bond no parece resistir comparación alguna (afortunadamente) con esos levantamientos populares. Lo mismo estaba ocurriendo en todo el continente: la violencia represiva de los Estados latinoamericanos, dirigida contra sus pueblos, era un organizador de la vida cotidiana y cultural, pero no implicaba la misma violencia física contra los asistentes a los conciertos. Que el rock argentino se arrogara, 50 años más tarde, semejante centralidad «revoltosa» solo puede ser explicado por un proverbial narcisismo. Lo del Luna Park fue una «contravención» policial, sin mayor importancia política.
El «orden establecido» o los «abusos de poder» habían quedado en pie, a pesar de la interpretación de Santaolalla. Sin embargo, la potencia del mito se pone aquí de manifiesto: de mera anécdota policial, se transformó en el título del único relato documental audiovisual dedicado al rock en América Latina –que, como ya se ha dicho varias veces, ni siquiera se molestó en nombrar a Brasil–.
2. En 2023 se lanzó una miniserie sobre la vida de Fito Páez, El amor después del amor, producida por Mandarina Contenidos (y el propio Páez) y dirigida por Felipe Gómez y Aparicio Gonzalo Tobal. La serie, como la anterior, fue uno de los éxitos de Netflix, su distribuidora. Algo de la gramática «resistente» de la anterior estaba flotando en el aire: en la primera escena, luego de que una voz en off narre la muerte en un «enfrentamiento» de «subversivos», un solemne letrero anuncia: «Es el tercer año de dictadura en la Argentina. Miles de personas están desaparecidas, en su mayoría jóvenes. Los artistas son perseguidos. El rock es considerado una voz de resistencia». Algo debe fallar para que sea necesario decirlo tan explícitamente. O afirmarlo a cada rato, aún hoy. No hay, por otro lado, un solo gesto de impugnación, resistencia, herejía o emancipación política en toda la serie, salvo algún consumo ilegal.
La resistencia política del rock argentino y latinoamericano (sin Brasil) es, hasta donde podemos ver, el guion de una serie de Netflix.
3. En 1987, presenté la primera ponencia de mi vida en un congreso de semiótica, que había coescrito con Mirta Varela. Allí osábamos afirmar que el rock nacional –que, a todo esto, era el que había constituido nuestras subjetividades como ninguna otra música durante toda la dictadura, que apenas acababa de finalizar– no era tan resistente como parecía; era, más bien, un conjunto de contradicciones que, además, durante su periodo fundacional, había rechazado la política casi como a un adversario. Los periplos eran, claro, bastante sinuosos: podían incluir las Pequeñas anécdotas sobre las instituciones de Sui Géneris en 1974 y las elipsis inevitablemente críticas de la obra de Charly García hasta 1983 –su «No te dejes desanimar», de 1977, es inolvidable–. O caminos aún más contradictorios, como los que iban de «El extraño del pelo largo», de La Joven Guardia, en 1968, a su sucesión en Octubre (mes de cambios), en 1972, ambos unidos por la composición y la voz de Roque Narvaja, el único roquero exiliado en la dictadura por izquierdista confeso y probado. Pero, en definitiva, el lugar de la impugnación seguía vigorosamente ligado al Nuevo Cancionero del folclore y a la canción de protesta, cuyos cantantes y compositores habían engrosado con mucho la lista de perseguidos y exiliados (para no detenernos en la muerte sospechosa de Jorge Cafrune en 1978). No habíamos hecho ninguna indagación etnográfica: apenas disponíamos de un par de testimonios, coincidentes, de militantes políticos de los primeros años 70 que nos hablaron de su rechazo doctrinario del mundo roquero. Mucho después supimos de la existencia de un potente cántico político: «no somos putos [maricones], no somos faloperos [drogadictos] / somos soldados de Perón y Montoneros». Putos y faloperos: es decir, roqueros. Para ellos, la música resistente y combativa era la explícitamente militante, que varios colegas han trabajado con lucidez y rigor3.
No era cuestión de ponerse a comparar, claro. Pero la tesis presentada fue provocativa: algún asistente al panel se levantó indignado a reprocharnos aún no sé qué. Posiblemente, haber osado plantear que nosotros mismos –nuestra generación– no había sido tan resistente como habíamos supuesto. O como sabíamos, pero no estábamos dispuestos a reconocer. La música popular –el rock nacional dentro de esa bolsa– nos permitía sentirnos resistentes, porque cantábamos canciones que nos dejaban en paz con nuestras conciencias y porque íbamos a recitales en los que, desde 1982 en adelante, cantábamos invariablemente «se va a acabar / la dictadura militar». Pero no porque esos artistas fueran especialmente decisivos en la resistencia a la dictadura. El problema es, quizás, mucho más amplio y no lo hemos encarado nunca con suficiente lucidez: a qué llamamos resistente y, por ende, a qué llamamos colaboracionista y a qué llamamos indiferente.
Un año después, expandimos esa ponencia en un cuadernillo que osó llamarse libro, aunque no dejaba de estar apenas mecanografiado: le pusimos Revolución, mi amor. El rock nacional 1965-19764. Para nosotros, el título era la síntesis perfecta de lo que queríamos proponer: para el rock, no había oxímoron en juntar palabras que venían de dos universos de sentido distintos. Pero era, además, el título de la cuarta canción del lado 1 del disco de Roque Narvaja que nombré más arriba. Él era capaz de creer que no había contradicción.
4. Si hay en este punto un problema por resolver, se produce porque el debate se organiza fundamentalmente a partir de un mito y de un conglomerado de percepciones, antes que de datos e investigación rigurosa. El mito fue constituido por los «intelectuales orgánicos» del rock nacional –sus periodistas especializados– a la salida de la dictadura5. Hacia 1985, el mito no tenía fisuras: el rock había sido un espacio resistente e impugnador de la dictadura. Para eso, había debido dejarse a un lado el Festival de la Solidaridad Latinoamericana, el concierto colectivo y de masas en que los músicos de rock locales rindieron tributo a los soldados de la Guerra de Malvinas, una acción en línea con el nacionalismo en boga difundido desde el gobierno militar. Cuarenta años después, la ausencia de Virus y de Los Violadores en ese evento todavía resuena críticamente; y el impacto del festival sobre el mito es tan peligroso que obliga a seguir negándolo. El periodista Sergio Marchi, en una nota dedicada a la efeméride, cita al músico Raúl Porchetto: «El Festival de la Solidaridad Latinoamericana fue lo contrario a lo que muchos dicen. El rock fue fundamental en su aporte en la emergencia, y creo que su mensaje influyó mucho después en el derrumbe de la dictadura». Concluye Marchi: «De colaboracionismo, nada»6. Ese puro exceso de significados –negar un colaboracionismo que no se reprocha y expandirlo hasta volver al rock un actor en la caída de la dictadura– nos demuestra, por inversión, el carácter mítico del relato impugnador.
En 1987, sin embargo, la visita de Sting a Argentina y su peregrinaje a la Casa de las Madres de Plaza de Mayo –y la sucesiva presencia de las Madres en el escenario del estadio del club River Plate– causó sorpresa en los ambientes roqueros, que comprobaron que sus credenciales resistentes presentaban algunas fisuras7. En 1993 propuse que la eficacia del mito se producía en ausencia de un contradiscurso: sencillamente, lo que había sido desplazado de la escena era el discurso de las juventudes militantes de la década anterior, reemplazado por el de una nueva generación que había construido su subjetividad en intersección con esa música, el rock, y ese mito. No había nadie dispuesto a contradecirlo.
Por eso, las percepciones: la cuestión no era tanto el análisis minucioso de las relaciones entre música rock y política durante la dictadura, sino el modo en que esa relación había sido percibida por sus actores. Básicamente, la paranoia de los jóvenes había sido construida con esmero por la política represiva de terror y silencio; un silencio que solo salía de su clandestinidad para detener a pelilargos y roqueros en las calles y, muy especialmente, a la salida de los conciertos. Que se respondiera a esa paranoia con un poco de orgullo (si nos persiguen, por algo será) no estaba tan mal, después de todo. El vendaval de la dictadura nos impactó de tal manera que debíamos salir como pudiéramos; incluso, inventando resistencias heroicas que solo podían existir en nuestras imaginaciones democráticas.
A estas percepciones extendidas no les podía contestar el periodismo especializado que, por el contrario, las había constituido. Posiblemente, el texto en el que mejor se explican es la parte final de Música, dictadura, resistencia, de Esteban Buch –un joven que a los 17 años, en 1980, fue a escuchar a Serú Girán a un concierto inesperado en Bariloche, y a partir de ello somete a su interpretación implacable todo el problema: es decir, la música, la dictadura y la resistencia–8.
5. Posiblemente haya sido gracias al documental ¡Rompan todo! que El Colegio de México nos invitó, junto con Abel Gilbert, a escribir una historia del rock en América Latina9. El primer acuerdo fue que la hipótesis organizadora sería que el rock latinoamericano se despliega en procesos de modernización truncos y en relación con estados de excepción políticos. En todos los casos nacionales, es notorio un momento epigonal inicial, una invención ligada a la reproducción de la escena rocker iniciada en torno de Elvis Presley en Estados Unidos. Pero, luego, el desarrollo de cada escena del rock está en profunda conexión con los modos de modernización de esas sociedades a lo largo y ancho del desarrollismo de la década de 1960; modernizaciones contradictorias, variadas, electrónicas (según afirmara José Joaquín Brunner) o híbridas (siguiendo la categoría popularizada por Néstor García Canclini). En esa trama, la modernización de la música popular es un subproducto hasta lógico del mismo proceso: el rock & roll invade la cultura latinoamericana. García Canclini afirma que la modernización es múltiple, combinando repertorios cultos y populares, híbridos, una categoría que ha sido acreedora de tanto éxito como deudora de tantos debates; pero coincide con Brunner en que el operador central de esa modernización es la industria cultural y la cultura de masas –antes que los procesos de democratización de las sociedades–. Por eso es que, en una versión o en otra (no son antitéticas), la modernización es más estilística e imaginaria, simbólica, que efectiva: cambian estilos y signos de consumo, pero no los términos de intercambio o la distribución de la renta10.Pero, dijimos, son modernizaciones truncas, fallidas: a mediados de los años 70, el proceso desarrollista culmina en buena parte del continente en dictaduras militares que compiten entre sí, no por sus grados de modernidad, sino por su salvajismo represivo.
Por ello, la modernización se teje en relación con historias políticas regularmente excepcionales, que van desde el desarrollismo autoritario argentino hasta la crisis de la democracia uruguaya, desde la dictablanda brasileña hasta la violencia colombiana, para señalar solo algunos ejemplos. Si la aparición del rock en el continente está ligada a la emergencia de nuevas culturas juveniles, la hipótesis de la modernización trunca permite leer los pliegues particulares, así como los puntos de contacto: se trata de una música que, en varios países, se despliega en medio de fuertes tensiones políticas que van desde el golpe militar (Brasil, Argentina, Uruguay, Chile, Perú) hasta la fuerte agitación o el conflicto armado (Colombia), pasando por una situación, nuevamente, excepcional: una democracia represiva que, como veremos, censura el rock como ninguna dictadura (México).
6. Por todo eso, postulamos una suerte de segunda hipótesis: la de un reiterado conflicto del rock con las izquierdas continentales, tanto las educadas en los mandatos del realismo cultural soviético como las seducidas por la experiencia de la Revolución Cubana. El recelo de las izquierdas hacia el rock se extiende en América Latina hasta el final de las transiciones democráticas en los años 80 del siglo pasado, donde pueden aparecer ciertas aproximaciones. El rock latinoamericano se cuida, en general, de ser capturado por los protocolos de la Guerra Fría: le concede ese privilegio a la canción de protesta, aunque coquetee, ocasionalmente, con ella –con más franqueza, hacia el final de las dictaduras y el inicio de los procesos de transición, cuando ya ninguno de los dos (ni el rock ni la protesta) son los mismos–. Lo suyo es, fundamentalmente, una paradoja que no se organiza políticamente: ser una crítica a la cultura de masas creada en el centro de la cultura de masas y sin otra aspiración que ser cultura de masas. Este aparente galimatías no es mío, sino del crítico estadounidense Greil Marcus, aunque podemos suscribirlo11.
En ese lugar y esa aspiración, el rock afirma que «rompe estructuras», pero no se asume como insurreccional, sino solo como contravencional: el corte de cabello y una noche o dos en una cárcel son suficientes. Hay, empero, dos situaciones excepcionales: el martirio en 1973 de Víctor Jara, figura central de la Nueva Canción chilena, pero con simpatías y entreveros con el rock de su país; y el encarcelamiento, en 1967, de los brasileños Caetano Veloso y Gilberto Gil. Ambas excepciones definen una posibilidad que será minuciosamente evitada –y, por eso mismo, no repetida–. Quince años más tarde, los distintos rocks nacionales podrán construir, sin ninguna vergüenza o pudor revisionista, hagiografías autobiográficas y geográficas que insistan sobre la resistencia; 40 años después, ese relato puede consagrarse como leyenda y como documental de Netflix. Pero los propios narradores, esas voces «nativas» de los roqueros –¡todos hombres, para colmo!–, ya se han transformado en rockstars, en estrellas del espectáculo; han sido actores de dramas políticos que no reclamaron su martirio, o que supieron apartarse a tiempo de su posibilidad.
A pesar de los puntos en común, el rock y la política fueron –¿son?– sensibilidades en colisión. Comparten, entre otros, el juvenilismo, pero difieren en qué hacer con los adultos; comparten la rebeldía, pero no la revuelta; comparten la confianza en la novedad, pero no en todas las novedades (las izquierdas dudan de la guitarra eléctrica y de las sustancias alteradoras de conciencia, lo que las acerca, paradójicamente, al campo del conservadurismo artístico más tradicionalista; el rock, por su parte, duda del socialismo hasta el punto de no nombrarlo). Comparten, paradójicamente, una sensibilidad: la homofobia. Pero para las izquierdas, esto se transforma en una advertencia: el mundo del rock es de «maricones y drogones».
Esto fue afirmado originalmente en la Cuba socialista y por el mismísimo Fidel Castro. Luego de algunos titubeos, la Revolución privilegió la interpretación fácil: en tanto invento estadounidense, el rock solo podía ser un ariete del imperialismo, y en consecuencia fue censurado con bastante perseverancia. El 14 de marzo de 1963, Fidel encabeza un acto conmemorativo en la escalinata de la Universidad de La Habana y se despacha contra los jóvenes roqueros. La contrarrevolución, afirma, aglutina a burgueses y mariguaneros, esbirros y rateros, vagos y viciosos. El público le responde: «¡Los flojos de pierna, Fidel!», «¡los homosexuales!». Fidel se ríe y no desmiente la acotación: por el contrario, habla de «pantaloncitos demasiado estrechos», de «guitarrita en actitudes elvispreslianas», de libertinaje, de «shows feminoides». Y culmina: «nuestra sociedad no puede darles cabida a esas degeneraciones»12. Por supuesto, el rock circuló, de todas maneras, en la isla: clandestinamente, gracias a los discos que llevaban los funcionarios en sus viajes y reproducían sus hijos.
7. Nuestras hipótesis nos permitieron conectar mundos en principio disímiles: de México a Argentina, los rocks locales habían atravesado periplos similares, en los que la relación con la modernización era fundacional y la relación con la política era mutuamente excluyente. Allí reside lo mejor de las continuidades, así como en algunas otras coincidencias también basadas en lo que ya llamamos «momento epigonal inicial»: en todos lados hay imitadores de Elvis, en todos lados hay Beatles locales, y en todos lados hay Woodstocks (salvo en Brasil, reemplazados por un fenómeno peculiar que fueron los festivales televisivos, organizados por las grandes cadenas locales, la tv Record de San Pablo y la tv Globo de Río de Janeiro, entre 1965 y 1972).
Las diferencias, claro, son abismales, aunque los traspasos y flujos son más frecuentes de lo que se pensaba. Caetano Veloso debuta en un festival con una banda de cinco argentinos; el rock argentino lo inventan Los Shakers en Uruguay; la tradición andina (un espacio geográfico, pero muy especialmente cultural y hasta lingüístico) conecta a Los Jaivas chilenos con los Polen peruanos o los Génesis colombianos. México permanece más aislado del sur latinoamericano y más pendiente del norte del Río Grande (con dos figuras chicanas y de frontera como Ritchie Valens y Carlos Santana), pero refunda su rock de la mano de los roqueros argentinos de finales de los años 80: tras el éxito de Miguel Mateos, Los Enanitos Verdes o Soda Stereo, aparecen los productores Oscar y «Cachorro» López (Gerardo López von Linden, que había llegado a México como bajista de Mateos), y también Aníbal Kerpel, ex-tecladista de la banda argentina de rock sinfónico Crucis y socio de Gustavo Santaolalla desde que este había producido al argentino León Gieco. En 1988, Santaolalla produce el primer disco de Maldita Vecindad y los Hijos del Quinto Patio, y a partir de allí reinventa el rock latinoamericano, que se puede describir como organizado por su paleta de productor: a los mexicanos Maldita Vecindad les suma Café Tacvba, Molotov y Julieta Venegas; los puertorriqueños Puya; los argentinos Divididos, Bersuit Vergarabat, Árbol y Erica García; los uruguayos Peyote Asesino y La Vela Puerca; el colombiano Juanes, y allí no se agota la lista, sino que apenas comienza.
Pero las diferencias abismales no son solo estéticas –un análisis detallado de las posibilidades sonoras del rock latinoamericano nos llevaría varios tomos más agregados al que escribimos–; también pueden verse en los modos en que esa relación tirante y mutuamente excluyente con el mundo político solía terminar en el silencio o en el rechazo. Los panoramas no son siquiera parecidos cuando aparecen las dictaduras. Por ejemplo, si aceptamos nuestra tesis de que el primer rock brasileño –entendido como contracultura– es el tropicalismo13, la dictadura encierra sin causa a Caetano Veloso y Gilberto Gil –luego, también a Rita Lee, pero en este caso acusándola de consumo de drogas– y luego los envía al exilio, al igual que a Chico Buarque, que no era tropicalista. Nada de eso ocurre en Argentina, donde las presiones son más sutiles, aunque la censura es igual de férrea –ambas escenas roqueras sufren prohibiciones por doquier–: ningún roquero argentino pasa más de una noche en una comisaría. En Chile, las relaciones entre la izquierda y el rock son más complicadas, porque la Unidad Popular ocupa el aparato estatal entre 1970 y 1973 y regula el mercado discográfico, lo que dificulta las carreras roqueras frente a la oficialista Nueva Canción de protesta. Allí, la figura crucial de Víctor Jara se propone como puente: defiende a Los Jaivas y a Los Blops, les abre la puerta de la grabadora estatal, invita a los últimos a acompañarlo en la grabación de su canción señera «El derecho de vivir en paz», en apoyo a la lucha de los vietnamitas. Jara propone «invadir la invasión»: lee con inteligencia el origen anglosajón de la cultura del rock, incluso en sus rasgos contraculturales, y propone ocuparla con la imaginación juvenil y socialista. La dictadura, desde 1973, reparte las cargas de modo desigual: Víctor Jara es uno de los primeros asesinados por el régimen pinochetista; Los Blops se disuelven y Los Jaivas se exilian –primero en Argentina, luego en Europa–.
8. El caso mexicano es el que quizás nos permite explicar mejor nuestros argumentos. Tras el epigonismo inicial, como hemos dicho –el historiador estadounidense Eric Zolov habla de «Elvis refritos»–14, el rock mexicano se despliega, durante toda la década inicial, tan ligado a la escena estadounidense que, incluso, recupera el inglés como lengua, luego del «esfuerzo traductor» de los Enrique Guzmán y sus Teen Tops, entre otros. Y así llega al Festival de Avándaro, en 1971, el Woodstock mexicano –y, a la vez, el festival latinoamericano de rock más masivo de esa historia fundacional–. Pero, en el medio, ocurren las dos grandes matanzas de jóvenes estudiantes a manos de las fuerzas estatales y paraestatales mexicanas: la Masacre de Tlatelolco de 1968 y el Halconazo del mismo 1971. El rock mexicano permanece en una relativa indiferencia. Durante los días del Festival de Avándaro, la «resistencia» es, nuevamente, contracultural y no política –permítasenos esta separación meramente esquemática–: los asistentes consumen drogas públicamente, una asistente se desnuda («la encuerada de Avándaro»). Los Peace and Love, encabezados por los hermanos Ricardo y Ramón Ochoa, presentan su gran éxito, «Mariguana» («esta canción que es nuestro himno y que nos identifica a toda la juventud»), que se limita a repetir la palabra en series ascendentes y descendentes; provocadora, aunque un tanto repetitiva (son ocho minutos de reiteración del esquema). Le sigue «We Got the Power», que alterna su letra en inglés con un estribillo en español: «Tenemos el poder». Ochoa dispara, en un rapto de inspiración, la frase «Chingue a su madre el que no cante». En ese preciso momento, se sabrá después, se interrumpe la transmisión radiofónica de Radio Juventud. El locutor, Félix Ruano Méndez, irá preso por algunos días.
Los problemas comenzaron al día siguiente. Las condenas políticas e incluso eclesiásticas fueron abrumadoras. El movimiento roquero no solo no tenía el poder, sino que comprobó velozmente en qué manos estaba este. Una muchacha desnuda, una celebración alucinógena y, lo que es peor, un grito antifamiliar como el ya celebérrimo «chingue a su madre» se revelaron como el non plus ultra de lo que el régimen del Partido Revolucionario Institucional (pri) y el tradicionalismo mexicano podían tolerar de la rebeldía juvenil. El Estado acababa de asesinar informalmente a más de 500 personas en tres años; no le iba a trepidar el pulso para sanciones y prohibiciones que, incluso, fueron acompañadas hasta por la izquierda cultural: acusaban a los jóvenes de «anestesiados» y «colonizados» –no olvidemos que el mayor festival roquero de la historia latinoamericana se cantó mayoritariamente en inglés; las banderas mexicanas estaban intervenidas, reemplazando el águila por el símbolo de la paz (inventado por el hippismo «gringo»)–. Sin que mediara un decreto oficial, el rock mexicano sería prohibido y perseguido por, paradójicamente, una de las pocas democracias latinoamericanas –a la que Mario Vargas Llosa denominaría «la dictadura perfecta», precisamente por su rostro aparentemente democrático–. La censura que siguió a Avándaro fue brutal. Se cancelaron conciertos, se rompieron contratos discográficos y se estableció la represión cuando el rock mexicano fue eliminado de las ondas radiofónicas y literalmente empujado a los barrios de las afueras de las ciudades, donde permaneció aislado por más de una década. No hay una orden, ni un decreto, ni una ley, ni siquiera un bando: simplemente, la censura y la prohibición se ejecutaron desde la veda municipal sobre los conciertos, las indicaciones verbales sobre la radiofonía, las presiones sobre la prensa. Las discográficas prefirieron ceder a suicidarse: no podían publicar discos que corrieran el riesgo de no poder difundirse.
Ya en los años 80, como mencionamos, el rock mexicano renacería de sus cenizas luego de la «invasión» argentina y la aparición de las grandes bandas que organizaron las dos décadas siguientes: Botellita de Jerez, Maldita Vecindad, Molotov, Café Tacvba, entre otras. Pero lo más significativo para esta historia ocurrió el 1 de enero de 1994, en el mismo momento en que el Ejército Zapatista de Liberación Nacional (ezln) salía de la selva chiapaneca para invadir algunas de las ciudades principales del Estado –y luego retirarse nuevamente a la selva, con una fuerte influencia en la agenda de la izquierda continental durante la década siguiente, bajo el lema «cambiar el mundo sin tomar el poder»–. Ese mismo día, el rock mexicano se proclamó zapatista e inició un largo camino de colaboración y solidaridad con el movimiento, verificado en la organización de conciertos de recaudación de fondos y caravanas de solidaridad.
En 2001, durante la Marcha Zapatista –un fenómeno al que se sumaron intelectuales de todo el mundo–, el gobierno mexicano acordó con los emporios televisivos Azteca y Televisa la realización del concierto de rock «Unidos por la paz», realizado en el Estadio Azteca el 3 de marzo, en el que tocaron las bandas Jaguares y Maná –aunque ambas se habían mostrado solidarias con el zapatismo y negaron que fuera un concierto contrario al levantamiento–. Al día siguiente, los colectivos de roqueros y universitarios de la Universidad Nacional Autónoma de México (unam), la Universidad Autónoma de México (uam) y la Universidad Iberoamericana realizaron una suerte de contraconcierto, llamado Vibra Votán, en la Ciudad Deportiva de la Magdalena Mixhuca, en el que participaron Maldita Vecindad y los Hijos del Quinto Patio, Santa Sabina, Panteón Rococó, Tijuana No! (cuya primera vocalista había sido Julieta Venegas), Salón Victoria y muchos más. Junto a esas bandas, el cronista mexicano Hermann Bellinghausen señala la participación en los colectivos de apoyo al zapatismo, a lo largo de todos esos años, de Guillermo Briseño, Paco Barrios (El Mastuerzo) y su banda Botellita de Jerez, Rafael Catana, La Banda Elástica, Café Tacvba y otra larga lista. «Hasta El Tri de Álex Lora pide que lo inviten», acota Bellinghausen15. Todo el rock mexicano fue zapatista.
9. A pesar de esta distancia entre rock y política que hemos intentado narrar –con la síntesis a la que nos obliga la extensión de este artículo–, el rock pretende aún hoy continuar utilizando el mito de la negatividad contracultural: el rock invocaba, como contracultura, un sentido de oposición y rebeldía que no terminó de constituirse plenamente, condenado por una izquierda temerosa y corta de miras, por un conservadurismo moral impenitente y también por las limitaciones propias del «movimiento», que no pudo resolver ese cúmulo de contradicciones hasta que, capturado por los mecanismos implacables de la industria cultural, solo podía hacer de su negatividad una mueca, porque ya se había transformado a su vez en mercancía de la misma industria que aborrecía. Para luchar contra los poderosos, el jet set y el estrellato no parecen haber sido un espacio fácil. Sí podían serlo para producir buena música: podríamos concluir señalando esa inversión, la de que, justamente, el rock latinoamericano ha producido tanta buena música como poca rebeldía.
Una gran música: mercantilizada hasta en la fantasía de la banda de garage, que solo aspira hoy a multiplicar sus impactos en YouTube o en Spotify así como 60 años atrás soñaba con impresionar a algún productor accidental; patrimonializada por las máquinas estatales –los Estados narran, todo el tiempo, relatos de identidad que les convengan a sus intereses, hasta cuando son contradictorios–. Pudimos escribir una historia del rock justamente porque su tiempo ya sucedió, reemplazado por el archivo y la memoria –aun cuando esa memoria es de una intensidad afectiva y amorosa como pocas memorias artísticas continentales–.
Y, sin embargo, pertinazmente, con perseverancia, el rock latinoamericano aún intenta esos esfuerzos: tanto los que unen a los músicos del continente como los hálitos de rebeldía. En mayo de 2023, la banda mexicana de rock Molotov y el cantante y compositor de trap argentino Wos (Valentín Oliva) grabaron juntos «Money in the Bank», lanzada en un videoclip, dirigido por Carlos Huerta, que combina el asalto a un banco con la denuncia política16. Con la paradoja correspondiente: el álbum fue lanzado por la discográfica multinacional Warner Music, con sede en Nueva York.
Mientras tanto, en 2020, el rapero argentino Trueno (Mateo Palacios Corazzina) afirmó en su canción «Sangría», grabada junto con el mismo Wos: «Cuando escribimos los políticos tiemblan / Si Diego [Maradona] pone el centro, Batistuta mete el gol / Te guste o no te guste somos el nuevo rock and roll»17.
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1.
En Así, 24/10/1972.
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2.
El Cordobazo fue una asonada obrera y estudiantil en Córdoba, ciudad de la Reforma Universitaria de 1918, que estalló en mayo de 1969, durante la dictadura militar autodenominada «Revolución Argentina».
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3.
Especialmente, son indispensables Tamara Smerling y Ariel Zak: Un fusil y una canción. La historia secreta de Huerque Mapu, la banda que grabó el disco oficial de Montoneros, Planeta, Buenos Aires, 2014, y la compilación de Pablo Vila: The Militant Song Movement in Latin America: Chile, Uruguay, and Argentina, Lexington Books, Nueva York, 2014. Para todo el conjunto (rock y canción militante), resulta esencial el libro de Abel Gilbert: Llevo en mis oídos. Música y sonidos de Cámpora y Perón a Isabel y López Rega, Gourmet Musical, Buenos Aires, 2023.
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4.
Biblos, Buenos Aires, 1988.
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5.
P. Alabarces: Entre gatos y violadores. El rock nacional en la cultura argentina, Colihue, Buenos Aires, 1993.
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6.
S. Marchi: «El Festival de la Solidaridad por Malvinas: el falaz relato de los militares sobre aquella gesta del rock nacional» en La Voz, 30/3/2022.
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7.
Los avatares de esa visita pueden consultarse en Roque Casciero: «Sting y Argentina, el romance sin fin» en Página/12, 17/12/2001.
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8.
E. Buch: Música, dictadura, resistencia. La Orquesta de París en Buenos Aires, FCE, Buenos Aires, 2016.
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9.
Las hipótesis de este texto y varias de las fuentes proceden de A. Gilbert y P. Alabarces: Historia mínima del rock en América Latina, El Colegio de México, Ciudad de México, en prensa.
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10.
J.J. Brunner: «Medios, modernidad, cultura» en Telos. Cuadernos de Comunicación, Tecnología y Sociedad No 19, 9-11/1989; N. García Canclini: Culturas híbridas. Estrategias para entrar y salir de la modernidad, Grijalbo, Ciudad de México, 1990. Fue también una hipótesis central en nuestro trabajo sobre Palito Ortega: el cantautor tucumano significaba una suerte de modernización subalterna. Ver A. Gilbert y P. Alabarces: Un muchacho como aquel: una historia política cantada por el Rey, Gourmet Musical, Buenos Aires, 2021.
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11.
G. Marcus: Rastros de carmín. Una historia secreta del siglo XX, Anagrama, Barcelona, 1993.
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12.
Es el «Discurso pronunciado por el comandante Fidel Castro Ruiz, primer ministro del gobierno revolucionario de Cuba, en la clausura del acto para conmemorar el vi aniversario del asalto al palacio presidencial, celebrado en la escalinata de la Universidad de La Habana, el 13 de marzo de 1963». Un extracto está disponible en www.youtube.com/watch?v=d1m6af500zg.
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13.
Se llamó «tropicalismo» al movimiento musical creado por Caetano Veloso, Gilberto Gil y Rita Lee, entre otros, y encarnado fundamentalmente en el disco que todos ellos (Rita Lee junto con su grupo Os Mutantes) grabaran en 1968: Tropicália ou Panis et Circensis.
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14.
E. Zolov: Refried Elvis: The Rise of the Mexican Counterculture, University of California Press, Berkeley-Los Ángeles, 1999.
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15.
H. Bellinghausen: «La batalla del rock zapatista» en LaHaine, 4/1/2024. Álex Lora fue el fundador de Three Souls in My Mind, luego sucedido por El Tri, una banda enormemente exitosa entre las clases populares.
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16.
El excelente video puede verse en www.youtube.com/watch?v=vrza3uphefk.
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17.
El video está disponible en www.youtube.com/watch?v=xwkkabenwas.