Tema central
NUSO Nº 297 / Enero - Febrero 2022

Replantear las políticas de bienestar Dilemas y tensiones entre igualdad y diversidad

La transición tecnológica, la financiarización del sistema, la emergencia climática y nuevas y más complejas formas de desigualdad y exclusión social, ciclos vitales más largos y menos previsibles, concentración urbana y paralela despoblación en otros espacios territoriales obligan a repensar las políticas de bienestar, que fueron concebidas a partir de premisas estatalistas y homogeneizantes. Al mismo tiempo, plantean serios desafíos a la democracia y a las formas de participación política y social.

Replantear las políticas de bienestar  Dilemas y tensiones entre igualdad y diversidad

En su obra clave, La gran transformación, Karl Polanyi advertía, en un lejano 1944, que el profundo movimiento de mercantilización de la vida que se había ido generando a lo largo del siglo xix e inicios del xx tuvo como respuesta un contramovimiento, que demandaba protección frente a la pérdida de referentes y capacidades sociales capaces de compensar las dinámicas empobrecedoras y competitivas que el capitalismo generaba1. La renovada difusión del pensamiento y las reflexiones de Polanyi se vincula con la continuidad, con otros formatos y concreciones, de esos dos movimientos en la actualidad. Lo podemos constatar en la dificultad de los Estados para responder adecuadamente a las demandas de protección frente a las incertidumbres, penalidades, miedos y situaciones de empobrecimiento y exclusión que la Gran Recesión de 2008 provocó al agravar los efectos que el neoliberalismo y la globalización desregulada habían ido generando.

Recordemos que la sociedad industrial se caracterizó por una ruptura clara entre trabajo y subsistencia; por fuertes dosis de innovación tecnológica llegada «desde fuera» de las experiencias laborales cotidianas; por dolorosas transiciones de campo a ciudad; por reducción de formatos familiares; y por fuertes segmentaciones en la división sexual del trabajo. Se establecieron con mayor nitidez fases o etapas vitales que separan formación, trabajo y retiro o abandono de la labor asalariada. Fue entonces, a finales del siglo xix e inicios del siglo xx, cuando los poderes públicos asumieron progresivamente labores de protección y de sustentabilidad vital, como una forma de generar transiciones menos conflictivas y socialmente soportables. Las políticas públicas fueron conformándose como la respuesta institucional (bismarckiana primero, del Estado de Bienestar después) a la dimisión forzada de la familia/comunidad con relación a esas tareas de sostén y protección vital. De esta manera, con distintas concreciones y ritmos según los países y las diversas correlaciones de fuerzas, las responsabilidades sobre las (nuevas) «problemáticas» sociales se fueron trasladando de la esfera colectiva-social (familias, comunidad, barrio, lugar de trabajo) a la esfera institucional-individual (ayudas y subvenciones de los poderes públicos, compra/mercantilización de servicios) y se mantuvo al mismo tiempo la responsabilidad del individuo, la familia y la mujer sobre los aspectos de cuidado y atención, con la colaboración económico-sanitaria de los poderes públicos.

En los últimos años se reconfiguran muchos escenarios superpuestos, que generan un auténtico cambio de época, en el que se modifican tanto las trayectorias personales como las de carácter colectivo: transición tecnológica, financiarización del sistema, nuevas y más complejas formas de desigualdad y exclusión social, menores continuidades en ciclos vitales más largos y menos previsibles, estallidos de emergencia climática cada vez más frecuentes, concentración urbana y despoblación en otros espacios territoriales, y como consecuencia de todo ello, nuevos ejes de conflicto político y social.

En ese contexto, se pone más de relieve el desajuste entre esas nuevas complejidades y los sistemas de protección construidos por los Estados-nación con un fuerte contenido homogeneizador. Estos sistemas casan hoy mal con la exigencia de emancipación y autonomía por un lado, y de reconocimiento de la diversidad por otro2. Y es precisamente en ese escenario donde la necesidad de nuevos pactos sociales, que incorporen vínculos entre autonomía, igualdad y reconocimiento de la diversidad, se vuelve patente. Pero, al mismo tiempo, alcanzar estos pactos exige la colaboración institucional con entidades sociales y de acción comunitaria, así como renovar el protagonismo de las ciudades aprovechando el valor de la proximidad. De esta manera, por un lado, se revivifica el papel de las instituciones para reforzar la capacidad de defensa de las condiciones de vida y de subsistencia de la mayoría de la ciudadanía, y, al mismo tiempo, ello no impide poner en pie procesos y dinámicas mutualistas y comunitarias de protección y de cuidado desde abajo.

Políticas sociales y desigualdad persistente

Como sabemos, se tiende a relacionar el nivel de bienestar general de una sociedad con el nivel de desigualdad existente en ella. En este sentido, podríamos afirmar que las políticas de bienestar o políticas sociales son la expresión del poder organizado para responder de forma explícita (tanto política como administrativamente) a los efectos derivados de la economía de mercado. Se busca garantizar así a individuos y familias un mínimo de protección considerado como indispensable, reducir la inseguridad que generan ciertas contingencias recurrentes (enfermedad, falta de trabajo, vejez) y asegurar el acceso universal a ciertos servicios sociales considerados en cada momento y en cada sociedad concreta como indispensables. De esta forma, la existencia de políticas sociales implica el desplazamiento de ciertas áreas del conflicto social a la esfera de la acción pública en su sentido más amplio.

Sin embargo, conviene entender que el bienestar y la cohesión social no dependen solo de políticas sociales que interactúan entre Estado y mercado, o que su impacto no se limita a la mera corrección de desigualdades materiales. En primer lugar, debemos aceptar que el mercado no es el único espacio generador de desigualdades ni es la única esfera social más allá de los poderes públicos. El nivel de bienestar de una sociedad, así como la propia dinámica de actuación de las políticas sociales, se juegan de hecho en el complejo espacio formado por las esferas pública, mercantil, familiar y asociativa. Las políticas sociales, en este escenario, pueden favorecer o no ciertos procesos de mercantilización y pueden contribuir o no a desplazar al ámbito del Estado actividades previamente asumidas por las familias o el tejido asociativo o comunitario. Y puede también ocurrir que las actuaciones que se lleven a cabo terminen operando como factor de mercantilización o de privatización familiarista o comunitaria de funciones o acciones de bienestar anteriormente asumidas por la esfera pública.

Podríamos por tanto afirmar que las políticas sociales son, de hecho, espacios de gestión colectiva de los numerosos ejes de desigualdad (de clase, de ciudadanía, de género, etc.) que atraviesan las diferentes esferas (pública, mercantil, asociativa, familiar) que presentan las sociedades contemporáneas. En la bibliografía más divulgada sobre políticas sociales y Estados de Bienestar, no ha sido habitual tratar sobre las especificidades tipológicas de los modelos de países de Europa del Sur (España, Grecia, Portugal y en parte Italia) y América Latina. A partir de las transiciones democráticas en esos países y de la consolidación de sistemas políticos democráticos, se ha ido produciendo la lenta incorporación, con evidentes diferencias entre ellos, en el universo tipológico de las políticas de bienestar. Para algunos, el modelo de estos países se define sobre todo por los bajos niveles de gasto social, con regímenes de protección social y empleo que tienen incrustaciones social-caritativas.

Lo que constatamos, por un lado, es que los parámetros globales relacionados con pobreza, enfermedad, acceso a la educación y servicios de salud han ido mejorando en los últimos años gracias a la implementación (desigual y parcial, si atendemos a los diversos territorios del mundo) de las lógicas redistributivas y compensatorias ya mencionadas. Pero, por otro lado, los estudios de Anthony B. Atkinson, Thomas Piketty y otros especialistas han puesto claramente de relieve que la desigualdad interna de los países y la desigualdad global entre ricos y pobres han aumentado, con graves problemas en términos de desocupación y de reducción de las posibilidades de ascenso social3. La globalización, la facilidad de movimiento de capitales y la falta de capacidad para hacer pagar impuestos a las grandes fortunas han roto o debilitado significativamente el pacto redistributivo que estaba en la base de las políticas de bienestar.

¿Tenemos las políticas sociales adecuadas para los tiempos en que vivimos?

Más allá de la pregunta retórica que encabeza este apartado, lo cierto es que, en ese nuevo escenario, marcado por la incertidumbre y la volatilidad, se va produciendo un proceso de reestructuración de las políticas sociales que tiene notables dosis de complejidad y presenta una dimensión múltiple, con ritmos distintos en diferentes áreas geográficas. Como hemos apuntado de forma esquemática al inicio de este artículo, desde diferentes ópticas se ha coincidido en caracterizar este ciclo de reestructuración como una fase de cambio del paradigma social de alcance similar al que representó la transición del Antiguo Régimen al Estado liberal-industrial, o de este al Estado de Bienestar en pleno fordismo.

Desde el punto de vista productivo, el impacto de los grandes cambios tecnológicos ha modificado en su totalidad las coordenadas del industrialismo. La mundialización económica, combinada con la facilidad de comunicación y compra a distancia, ha permitido el aprovechamiento de los costos diferenciales a escala planetaria, desarticulando empresas y plantas de producción. Palabras como «flexibilización», «adaptabilidad» o «movilidad» han reemplazado a «especialización», «estabilidad» o «continuidad». La sociedad del conocimiento y la comunicación busca el valor diferencial, la fuente del beneficio y de la productividad en el capital intelectual y en la conectividad, frente a las lógicas anteriores centradas en el capital físico y humano, pero al mismo tiempo genera precarización y reducción salarial de forma generalizada. Incluso lo que parece estar en juego es la propia concepción del trabajo como elemento estructurante de la vida, de la inserción y del conjunto de las relaciones sociales. En este sentido, las consecuencias más inmediatas de esta reconsideración del trabajo afectan en primer lugar lo que podríamos denominar la propia calidad del trabajo disponible y, en consecuencia, la capacidad del trabajo de seguir siendo el factor clave para la supervivencia y el bienestar. El capital se nos ha hecho global y permanentemente movilizable y movilizado, mientras que el trabajo solo es local, y cada vez es menos permanente, más condicionado por la volatilidad del espacio productivo. El proceso de terciarización ha sido también evidente, reforzado por el paso de tareas antes internalizadas en las industrias y ahora subcontratadas externamente. Por consiguiente, el valor final de un determinado producto incorpora el valor producido por una multiplicidad de figuras laborales que no forman parte de una misma organización: desde las que extraen las materias primas hasta las que las transforman inicialmente, las que diseñan o ensamblan, las que produjeron el software que alimenta la robotización o la logística de distribución, etc. La financiarización de todo el proceso obliga asimismo a integrar en el esquema de análisis los distintos intereses financieros que se asignan a cada fase productiva, y todo ello cruzado además por fronteras nacionales en las que se sitúan esas distintas fases de extracción-diseño-producción-distribución-financiarización. Lo que antes estaba integrado en el universo «fábrica-empresa» queda ahora tremendamente fragmentado y segmentado, a partir de la combinación de distintos regímenes laborales, tipos de contrato y salarios y, por tanto, hay una muy difícil articulación de los trabajadores frente a los intereses corporativos o patronales, a su vez, fragmentados y diversificados, pero todos ellos financieramente dependientes. El resultado final es una sensación generalizada de desprotección frente a los cambios que se van produciendo4. El desajuste entre esta situación y políticas sociales pensadas e implementadas desde otros parámetros y en otro contexto resulta palmario.

Un efecto evidente de todo ello es la proliferación de situaciones en las que determinados colectivos permanecen en situación de pobreza a pesar de estar trabajando. Es el caso de la pobreza laboral, encarnada por los denominados working poor [trabajadores y trabajadoras pobres] o in-work poverty [pobreza activa]. La concepción tradicional del empleo lo situaba como garante del bienestar de manera multidimensional y, en cambio, concebía la pobreza como básicamente ligada al desempleo y a la inactividad laboral5. De esta forma, los sistemas de protección diferenciaban a los colectivos construidos sobre la base de su relación con el empleo, descartando, de alguna manera, que podían acabar mezclándose. Las ayudas se planteaban para quienes no tenían trabajo y, habiendo cotizado, tenían derecho a esa ayuda. Las ayudas no contributivas o asistenciales estaban pensadas para aquellos no trabajadores que presentaban situaciones de necesidad.

Frente a la concepción tradicional de la pobreza entendida como la carencia de ingresos económicos suficientes, los estudios sobre la exclusión social aportaron una mirada multidimensional a las situaciones de dificultad. La exclusión social puede ayudar a describir con mayor precisión el carácter heterogéneo, multidimensional, procesual y estructural de determinadas situaciones de dificultad experimentadas en las sociedades contemporáneas6. Pero, en cambio, genera la necesidad de superar la lógica tradicional de las administraciones públicas de basarse en la jerarquía entre esferas de gobierno y en una división competencial, cuando, de hecho, acomodar la acción pública a la lógica de exclusión exige trabajar de manera más integral (entre esferas de gobierno) y transversal (entre espacios competenciales distintos). Y, además, todo ello funciona mejor si se actúa desde cerca de los problemas, mientras que en general se acostumbra tomar las decisiones significativas en políticas sociales en la esfera del gobierno estatal-nacional, lo que implica decidir desde lejos y, forzosamente, con lógicas homogéneas. Lo cierto es que la gran mayoría de los parámetros socioeconómicos y culturales que fundamentaron durante muchos años la sociedad industrial están quedando atrás, y ello es visible en todas partes. Asistimos a una época de transformaciones de fondo y a gran velocidad. Los vectores de cambio, en cualquier tamaño de la realidad, predominan sobre los factores de estabilidad. Los instrumentos de análisis y reflexión que hemos ido desgranando, y que dieron lugar a lo que se conoce como modelo fordista y keynesiano de bienestar, resultan cada vez más obsoletos. Tenemos problemas sociales específicos del siglo xxi, a los que tratamos de dar respuesta con conceptos y estrategias más propias del siglo xx, y en no pocas ocasiones utilizando instrumentos de administración y control más propios del siglo xix y la concepción weberiana del Estado.

Igualdad, diversidad, autonomía

Las políticas de bienestar se construyeron desde lógicas de respuesta a demandas que se presumían homogéneas y diferenciadas, y se gestionaron, como decíamos, de forma rígida y burocrática. Hoy, en cambio, tenemos un escenario en el que las demandas, por las razones apuntadas más arriba, son cada vez más heterogéneas, caracterizadas por una multiplicidad que parece requerir formas de gestión flexibles y desburocratizadas. Vivimos en un mundo en el que la cuestión de la diversidad como valor va a ser clave, y no podemos olvidar que muchas veces hay una cierta confusión entre igualdad y homogeneidad. Lo contrario de la igualdad es la desigualdad, y lo contrario de la homogeneidad es la diversidad. Se puede tratar de mejorar los aspectos relacionados con la igualdad entre las personas sin por ello tratar a todo el mundo de la misma forma. Es esta una problemática que afecta a todas las edades y situaciones. Crece la exigencia de que se reconozcan las distintas maneras de ser persona. En cuestiones culturales, religiosas, lingüísticas, pero también de identidad y opción sexual, así como de consumo alimentario, o en decisiones que afecten a la salud y a sus tratamientos, aparece la cuestión de la diversidad.

Las aportaciones desde la perspectiva de la interseccionalidad han tratado de generar un marco en el cual situar las desigualdades sociales y de poder como un tema multifacético y cambiante. Las experiencias de desigualdad y de poder no son unívocas, sino que las identidades de género o las posiciones de clase o racializadas se cruzan y combinan con las distintas situaciones de poder existentes en cada momento o circunstancia. La aportación analítica esencial es que raza, género o clase no pueden ser entendidos como variables singulares, ni tan solo como elementos incrementales de desigualdad, sino como modalidades interconectadas de poder a través de las cuales reconstruir identidades, experiencias y prácticas7. De esta manera, se trató de evitar los problemas de invisibilidad que afectaban al colectivo feminista afroestadounidense en los años 808. Esta orientación exige atender la complejidad de las situaciones de desigualdad en momentos en que hay una exigencia de reconocimiento de las distintas opciones vitales que personas y colectivos ejercen cada vez con más convicción y fuerza, tratando asimismo de entender los escenarios de cambio y de fluidez de situaciones que contrastan con visiones más fijas y esencialistas. Ha crecido la influencia de esta orientación en el debate de las políticas sociales, aunque también se cuestiona que genera una gran fragmentación de situaciones y posiciones que debilita el eje central de conflicto, centrado en el sistema capitalista y su intrínseca consecuencia inequitativa9. La reconstrucción de derechos es prioritaria, pero conviene hacerla desde parámetros distintos a los que impulsaron los paradigmas de la segunda posguerra. Sigue teniendo plena vigencia y perentoriedad la construcción de escenarios de equidad que permitan compensar la desigualdad de condiciones (y, por tanto, la insuficiencia de la lógica de igualdad de oportunidades). Pero ello ha de hacerse compatible con las dinámicas de reconocimiento de la diversidad, ya que parece irreversible la exigencia de que cada quien tenga derecho a ser como quiera ser, siendo al mismo tiempo igual que los demás en su condición de ciudadano. Y todo ello desde el fundamento de la autonomía personal, una autonomía no desvinculada, articulada comunitariamente, para evitar lógicas de individualización sin compromisos ni responsabilidades. La conjunción de grandes cambios sociales genera, como hemos venido insistiendo, nuevas complejidades, y aumentan las incertidumbres. Los padecimientos del día a día de la gente no encuentran acomodo en sistemas de protección pensados e implementados en un escenario distinto, como el que caracterizó la segunda mitad del siglo xx. En muchos países del sur de Europa y de otras partes del mundo, la familia (y la mujer en especial) ha jugado un papel clave no solo de vínculo, sino también de cuidado, seguridad y protección, y se planteó de esta manera en la propia política social10. En la práctica, ello significó que el sistema público de protección no se ocupara de los cuidados, sino que los trasladara de manera informal a las mujeres11. La mayor calificación de las mujeres, la diversificación de los esquemas familiares y el aumento en la necesidad de cuidados como resultado de la mayor longevidad han ido generando una clara crisis en la posible continuidad de ese modelo familiarista. 

Estamos pues ante una crisis profunda de la organización patriarcal de los cuidados, que no es ajena al cambio demográfico. Por otro lado, la cada vez más plural composición cultural e identitaria de las sociedades contemporáneas es una nueva palanca de exigencia de reconocimiento de la diversidad. E incluso la crisis ambiental genera problemas de desigualdad e injusticia, al afectar más a poblaciones que se ven obligadas a vivir cerca de enclaves más vulnerables o que presentan más riesgos para la salud12.

Las crisis de la familia, el trabajo y la naturaleza, además del debilitamiento de la homogeneidad nacional en virtud del fenómeno global de la inmigración, tiene puntos en común y tiene, además, dinámicas que interactúan unas con otras. La conjunción de tales dinámicas va poniendo en aprietos a las respuestas estrictamente basadas en el mantenimiento de las lógicas tradicionales de las políticas sociales o las recetas neoliberales cada vez con menor recorrido. Se necesitan respuestas que reconozcan la interdependencia entre políticas sociales, políticas de necesidades básicas y políticas de sostenibilidad, en un marco general de reconocimiento de la diversidad. La aproximación interseccional puede ayudar a identificar mejor situaciones de exclusión y desigualdad y, al mismo tiempo, facilitar alianzas entre distintos sectores que, de no tener ese marco común, tendrían más dificultades en reconocerse y actuar de manera conjunta13.

¿Crisis de la democracia?

En definitiva, los interrogantes planteados son muchos y no solo afectan a los fundamentos y el despliegue de las políticas sociales, sino que además, por la propia concepción de la democracia como una forma de gobierno en la que el funcionamiento del sistema reposa sobre un «nosotros» común y equitativo, afectan a la misma democracia. La fuerte erosión de los valores democráticos de igualdad y, por ende, de representación, ante la dificultad de mantener la capacidad redistributiva y protectora de manera generalizada, por un lado, y la indudable capacidad de las elites financieras para influir en todo tipo de decisiones en cualquier parte del mundo, por el otro, han colocado al sistema democrático en una difícil situación. Si se sigue de cerca la bibliografía académica sobre el estado de la democracia en el mundo, se observa que ese tipo de afirmaciones no son en absoluto nuevas. La democracia es una sucesión de experiencias históricas que nunca ha tenido una vida fácil, y que siempre ha tenido que vérselas con multitud de adversarios. De hecho, como afirma Nadia Urbinati, la democracia nació al mismo tiempo que sus adversarios14. Pero si bien todo ello es cierto, también lo es el hecho de que últimamente han proliferado los ensayos que apuntan a que la crisis actual de la democracia es más bien aguda o incluso terminal15.

Las sombras que ese conjunto de reflexiones proyecta sobre el devenir democrático son muy importantes. La gente se siente más vulnerable, tiene más temor en relación con el futuro, no acaba de ver cómo colocarse en un contexto crecientemente segmentado, fruto de una explosión de diversidad, y no percibe que el mensaje que le llega desde el poder constituido muestre claridad y proyecte una perspectiva creíble y sólida. La situación es preocupante, en el sentido de que esa fatiga democrática puede verse reforzada y alimentada por quienes no tienen capacidades para hacer frente a la situación por sí mismos y simplemente confían en que las instituciones públicas sigan manteniendo su dinámica de protección. Pero precisamente esa lógica de protección es demasiado genérica y no logra dar respuesta específica a la diversidad de preocupaciones que emergen. La política sigue siendo necesaria en ese escenario aparentemente bloqueado. Una política que solo puede ser democrática si queremos evitar los autoritarismos de signo distinto, autoritario populista o jerárquico tecnocrático, pero autoritarismos al fin. La política democrática ha de recuperar capacidad de protección y ha de hacerlo de manera no jerárquica ni patriarcal. Deberíamos ser capaces de lograr salidas colectivas a las emociones individuales sin posibilidad de conexión. Vivir en igualdad no significa ser homogéneamente iguales, ni excavar sin cesar en lo que nos diferencia. Implica aceptar ese vivir entre semejantes, querer vivir en igualdad reivindicando mi ser distinto y aceptando el de los demás. Se trata de una democracia reforzada desde la aceptación de su complejidad y de una incertidumbre que nos ha acompañado siempre como género humano16.

En esa encrucijada, hay quienes apuestan por la necesaria complementariedad entre un capitalismo avanzado tecnológicamente y un sistema democrático que siga garantizando protección, un sólido sistema de derechos y libertades, y la promesa de un cierto ascenso social en términos de bienestar para las generaciones futuras17. Mientras que la tendencia a salidas autoritarias y de rechazo a una globalización y cambio tecnológico que se perciben invasivos y contrarios a las propias raíces se extiende como una reacción airada, que se expresa muchas veces en otros campos, como el emocional o en la propia identidad de género18.Las coordenadas estructurales que exigen la economía del conocimiento y la innovación digital no solo no deberían poner en cuestión el sistema democrático, sino que más bien nos harían ver la necesidad de sus valores y de la capacidad de equilibrio social que incorpora para poder desplegar todo el potencial de esos nuevos parámetros de desarrollo. La dinámica competitiva inherente al capitalismo, y más en momentos de «destrucción creativa» como los actuales, no es capaz de hacer frente a los problemas de decisión colectiva que se plantean en sociedades socialmente avanzadas. Y, al mismo tiempo, los grandes decisores de la esfera económica no pueden simplemente amenazar con marcharse a espacios más propicios y con menos exigencias democráticas y redistributivas, ya que la base de innovación y creatividad no es tan fácilmente reemplazable como lo fue en su momento la base laboral del fordismo. En la medida en que el avance hacia la sociedad digital necesitará de una gama nada desdeñable de políticas de regulación y acompañamiento, tanto «nacional» como global, esa interrelación entre democracia (con la componente de políticas de protección) y una economía plural, de mercado y social, no parece nada irrelevante19.

Frente a las emociones e infortunios, no son suficientes las buenas razones. Se necesita una dosis significativa de pasión, que plantee empatía y buen hacer frente a odio y acusaciones sin fundamento. Desde una lógica estrictamente racional, se apela a los intereses a la hora de defender propuestas e iniciativas, pero eso ya no es suficiente. Como dice Pierre Rosanvallon en su último libro20, vivimos una época en la que la realidad nos plantea una gran cantidad de retos y padecimientos vinculados a la supervivencia, que se expresan en situaciones de desprecio, de injusticia, de discriminación y de incertidumbre por las que pasan cada vez más personas. Frente a ello, el reforzamiento de la democracia exige apartarse de lógicas que refuercen y agudicen esos malestares y, al mismo tiempo, ir más allá de respuestas estrictamente tecnocráticas incapaces de conectar con tales experiencias negativas. Será necesario fundamentar una representación política más cercana, más fraternal y menos sistémica y delegativa. Representar a la sociedad, compartiendo esas penas e infortunios, haciendo presentes sus emociones y razones.

  • 1.

    K. Polanyi: La gran transformación. Los orígenes políticos y económicos de nuestro tiempo [1944], FCE, Ciudad de México, 2004.

  • 2.

    Nancy Fraser: «A Triple Movement? Parsing the Politics of Crisis after Polanyi» en New Left Review No 81, 5-6/2013.

  • 3.

    A.B. Atkinson: Inequality: What Can Be Done, Harvard UP, 2015; T. Piketty: Una breve historia de la igualdad, Deusto, Barcelona, 2021; Abhijit V. Banerjee y Esther Duflo: Buena economía para tiempos difíciles, Taurus, Barcelona, 2020.

  • 4.

    Luca Ricolfi: Sinistra e popolo: il conflitto politico nell’era dei populismi, Longanesi, Milán, 2017.

  • 5.

    Imanol Zubero: «Espectadores del dolor ajeno: una imagen no vale más que mil palabras» en Revista de Estudios Sociales No 57, 2016.

  • 6.

    J. Subirats (dir.): Pobreza y exclusión social. Un análisis de la realidad española y europea, Fundación La Caixa, Barcelona, 2004; Miguel Laparra y Begoña Pérez: Procesos de exclusión e itinerarios de inserción, Fundación FOESSA, Madrid, 2008.

  • 7.

    Fiona Williams: Social Policy: A Critical and Intersectional Analysis, Polity, Cambridge, 2021.

  • 8.

    Kimberle Crenshaw: «Demarginalizing the Intersection of Race and Sex: A Black Feminist Critique of Antidiscrimination Doctrine, Feminist Theory and Antiracist Politics» en University of Chicago Legal Forum vol. 1989 No 1, 1989.

  • 9.

    Ibíd., p. 29.

  • 10.

    María José Añón y Pablo Miravet: «Paradojas del familiarismo en el Estado del Bienestar» en Cuadernos de Relaciones Laborales vol. 23 No 2, 2005.

  • 11.

    María Freixanet: «Género, relaciones, cuidados y cambios en la cotidianidad» en R. Gomà y Gemma Ubasart (coords.): Vidas en transición. (Re)construir la ciudadanía social, Tecnos, Madrid, 2021.

  • 12.

    Ian Gough: Heat, Greed and Human Needs, Edward Elgar, Cheltenham, 2017.

  • 13.

    F. Williams: ob. cit.

  • 14.

    N. Urbinati: «Introducción» en N. Urbinati (ed.): Thinking Democracy Now: Annali Fondazione Feltrinelli, Feltrinelli, Milán, 2019.

  • 15.

    Daniel Ziblatt y Steven Levitsky: Cómo mueren las democracias, Booket, Barcelona, 2021; Yascha Mounk: El pueblo contra la democracia, Paidós, Barcelona, 2018; David Runciman: Así termina la democracia, Paidós, Barcelona, 2019.

  • 16.

    R. Gomà y G. Ubasart (coords.): ob. cit.

  • 17.

    Torben Iversen y David Soskice: Democracy and Prosperity: Reiventing Capitalism Through a Turbulent Century, Princeton UP, 2019, p. 257 y ss.

  • 18.

    Birgit Sauer: «Authoritarian Right-Wing Populism as Masculinist Identity Politics: The Role of Affects» en Gabriele Dietze y Julia Roth (eds.): Right-Wing Populism and Gender: European Perspectives and Beyond, Transcript, Bielefeld, 2020.

  • 19.

    J. Subirats: «Dilemas y conflictos del cambio de época. Politizar el cambio tecnológico» en R. Gomà y G. Ubasart (coords.): ob. cit.

  • 20.

    P. Rosanvallon: Les épreuves de la vie. Comprendre autrement les Français, Seuil, París, 2021.

Este artículo es copia fiel del publicado en la revista Nueva Sociedad 297, Enero - Febrero 2022, ISSN: 0251-3552


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