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Walter Lippmann o el liberalismo contra la democracia


Nueva Sociedad 315 / Enero - Febrero 2025

Tras los fracasos del laissez faire, Walter Lippmann teorizó la necesidad de utilizar el Estado para transformar a la especie humana, tildada de inadaptada a su nuevo entorno. Volver sobre algunas de estas ideas permite repensar la crisis actual de la democracia y su defensa.

Walter Lippmann o el liberalismo contra la democracia

La democracia «minimalista»1

En la década de 1980, era imposible no toparse con la democracia. Era nuestro ideal, el ideal de una generación que pensaba asistir prontamente a su triunfo universal. No necesitaba ser definida. Caía de maduro. Las críticas –pues las había– seguían siendo minoritarias. Con todo, lejos de ser producto de un sentido de la historia o de una reflexión filosófica por fin consumada sobre el buen gobierno, esa evidencia que acompañaba al ideal democrático procedía del contexto histórico particular en el cual estábamos inmersos. Hasta allí, y desde la salida de la Segunda Guerra Mundial, dominaba el enfrentamiento entre la democracia y el comunismo, cuyo fin nadie vislumbraba del todo. Pero aquella lucha no tenía por objeto el gobierno del pueblo por sí mismo. Esto era visto como algo irrealista, cuando no peligroso. La experiencia del fascismo y del nazismo había marcado a fuego los espíritus. Se desarrolló entonces una aproximación minimalista. 

En su libro Capitalismo, socialismo y democracia, publicado por primera vez en 1947, Joseph Schumpeter expuso los elementos fundamentales de la teoría realista de la democracia. Allí afirma que el bien común es una ilusión, ya que la divergencia de intereses no es conciliable. Y de serlo, persistirían de todos modos las oposiciones en cuanto a los medios para alcanzar ese fin consensual. Dicho en otros términos, la voluntad general no existe; o al menos nada tiene que ver con la racionalidad. La crítica de Schumpeter versa asimismo sobre los individuos. Las voluntades políticas individuales son calificadas de «confuso amasijo de vagos impulsos flojamente afectos a eslóganes prefabricados y a diversas impresiones erróneas»2. El individuo es racional en lo que a él refiere, pero el colectivo dentro del cual se inscribe se le escapa. Schumpeter añade consideraciones sobre la muchedumbre y su irracionalidad3. Concluye: «La democracia (...) no significa ni puede significar que el pueblo gobierne efectivamente en ninguno de los sentidos evidentes que cobran los términos ‘pueblo’ y ‘gobernar’. Democracia significa tan solo que el pueblo está en condiciones de aceptar o de descartar a los hombres llamados a gobernarlo»4

La crítica realista de Schumpeter desemboca en una concepción minimalista de la democracia, reducida a la contienda electoral y a las elecciones libres. Este enfoque coincide con aquel que se desarrolla a inicios de los años 1980, sostenido por el fin de las dictaduras en Portugal y España5. La universalidad de la democracia está de vuelta y acompaña la política exterior estadounidense de Ronald Reagan, quien habla de «democracy promotion» [promoción de la democracia] en el marco del combate estadounidense contra el comunismo soviético. La perspectiva es la de la transición hacia la democracia. En los hechos, se trata de promover la formación de regímenes políticos favorables a Estados Unidos, y sobre todo cercanos a su modelo de sociedad. 

Por tal motivo, la democracia que se fomenta está compuesta por la libertad de expresión, la formación de partidos políticos y, sobre todo, el libre mercado. El valor cardinal es la libertad individual. Esta concepción desliga la democracia del resultado de las políticas implementadas. Todo se concentra en los procedimientos. Buena o mala, una política es democrática si procede de un voto y si puede ser sancionada elecciones mediante. 

Pero enseguida la universalidad se pondrá en tela de juicio. Los nuevos regímenes democráticos atraviesan sobresaltos que dan testimonio de los límites de una aproximación estrictamente procedimental. Se observan resistencias a esa democratización. En El choque de las civilizaciones, publicado en 1996, Samuel Huntington asigna la democracia a Occidente, en particular. Insiste entonces en las condiciones culturales de posibilidad, los valores occidentales. Ergo, más allá de las elecciones libres, se deben tener en cuenta otros criterios para consolidar los nuevos regímenes democráticos. Tal consolidación supone ante todo que los ciudadanos asocien la realización de sus opciones políticas a la democracia, que por lo mismo emerge como el mejor régimen. Todos los conflictos se resuelven mediante instituciones democráticas. El Estado de derecho es pensado como condición para la instauración de la democracia, lo cual trae aparejado sobre todo el refuerzo de los tribunales constitucionales con miras a limitar el poder del pueblo, capaz de socavar el liberalismo político. 

La gestión política de la pandemia demostró que esa concepción autorizaba políticas autoritarias, decididas por unos pocos. En Francia, en los hechos, el presidente de la República tomó un sinnúmero de decisiones solo, sin que esto generara una verdadera reacción. Si las causas de ese silencio casi absoluto son múltiples, no dejemos de subrayar la importancia concedida al criterio de cumplimiento del Estado de derecho. El Consejo de Estado, así como el Consejo Constitucional, validaron todo o casi todo6. En tal contexto, algunos hasta llegaron a maravillarse ante el modelo chino, cuya supuesta eficacia en la pandemia demostraba, a su juicio, una superioridad en comparación con la democracia. En los tiempos que corren, esta parece percibirse cada vez más como un lujo: inútil en tiempos de paz, peligrosa en tiempos de guerra. Nosotros pensamos, por el contrario, que la democracia es hoy más que nunca una necesidad, y en todos los tiempos. 

Neoliberalismo y democracia7

Queda por comprender dónde y cómo, tanto uno como el otro, nos encontramos con esa necesidad. Si recapitulamos lo que acaba de ser recordado, el filósofo contemporáneo se halla en una situación insostenible. Mientras que su disciplina lo incita a dudar de la legitimidad del modelo democrático, su época lo obliga a considerarlo como un valor cardinal, que nadie puede legítimamente discutir. En todos los casos, la democracia se asemeja a una abstracción lejana: una lista de derechos individuales que por principio no dejaría de prolongarse, acoplada al mercado mediático de las opiniones por un lado y a su valor casi moral que esgrime Occidente por otro. Jamás es una realidad política en la cual se experimente algo así como un demos y el hecho de que este último pueda ejercer el kratos

La primera vez en la vida que atravesé una experiencia democrática fue al ser designada jefa de cátedra en la universidad, momento en que se entabló una lucha histórica contra la reforma de la enseñanza superior iniciada bajo la presidencia de Nicolas Sarkozy, la cual apuntaba a implementar textos europeos elaborados a fines de los años 1990 y comienzos de los años 2000. Al entrar en la universidad, descubrí un mundo que en teoría debía administrarse con las herramientas de la «democracia representativa», y por ende, con todas las peculiaridades del gobierno representativo: delegación del poder a los representantes, efectos de clientelismo ligados a las elecciones, pérdida de injerencia de los interesados en su propio destino, reinado de la técnica y los expertos. Pero sobre todo descubrí, a partir de 2008 y del movimiento «La Universidad para»8, que la democracia universitaria era capaz de reinstaurar en todo momento un colectivo deliberante. En tiempos de crisis, nos considerábamos legítimos para reunirnos en asamblea general, en un anfiteatro o en la explanada (suerte de plaza pública donde toda la comunidad universitaria era llamada a congregarse) para deliberar, no solo acerca de la continuidad que debía adoptar el movimiento, sino de lo que queríamos para la universidad en general. 

Ese colectivo deliberante claramente había identificado a su adversario: el neoliberalismo, y lo acusaba de destruir la universidad y de impedir que esta se administrara por sí misma de modo autónomo. La ley de Sarkozy, empero, había hecho de «la autonomía de las universidades» su bandera y se había bautizado a sí misma «Libertad y Responsabilidad de las Universidades» (lru). Por lo tanto, lo que teníamos enfrente era una concepción neoliberal de la autonomía que conducía a la imposibilidad de una autonomía democrática. ¿Cómo era posible semejante tergiversación? Habitada por ese interrogante, decidí leer las famosas clases que Michel Foucault había dado a finales de la década de 1970 sobre ese nuevo liberalismo, que acababan de publicarse9. Su respuesta era clara. Al promover a un individuo emprendedor de sí mismo, el neoliberalismo transformaba a cada uno de nosotros en una microempresa en competencia con las demás, y nos compelía a interiorizar esas normas novedosas que nos prescribíamos a nosotros mismos sin cesar. Ese era el nuevo contenido de la «autonomía» y la «libertad»: «ley que uno se prescribe» a sí mismo10. También en el hospital, cuyas mutaciones yo iba siguiendo gracias a los profesionales de la salud inscritos bajo mi dirección en la universidad, esa concepción de la autonomía era la que estaba triunfando. En un mundo que se define por la escasez de los recursos, pacientes y personal sanitario se veían forzados a ser autónomos sin excepción, o sea, a ser capaces de optimizar los programas de cuidados, ser productores de salud y participar activamente en la competencia en torno de la innovación. 

A primera vista, las clases de Foucault parecían confirmar la definición corriente del neoliberalismo y así era como se las entendía en la mayoría de los casos. Para quienes leían rápido, Foucault presentaba el neoliberalismo como una doctrina económica cuya ambición era promover la forma del homo œconomicus y la implantación de las leyes del mercado por doquier, en suma, un liberalismo dentro del cual no había nada verdaderamente «nuevo» (neo) bajo el sol11. Pero resulta que Foucault sí insistía en una diferencia primordial con la teoría liberal clásica. En efecto, para los nuevos liberales, el mercado no era en absoluto un dato de la naturaleza, y por consiguiente no bastaba con un laisser faire de los procesos sociales y económicos espontáneos para que este aconteciera naturalmente. Muy por el contrario, el mercado era una idea en el sentido más filosófico de la palabra: un ideal o una «idea de la razón» en el sentido de Immanuel Kant, o una «realidad eidética» en el sentido de Edmund Husserl, quien retomaba el término eidos del léxico de Platón. Los nuevos liberales alemanes, que se basaban en estos filósofos para teorizar aquello que denominaban «ordoliberalismo», extraían una conclusión muy clara: para instaurar ese orden (ordo) y lograr que esa idea sucediera, vale decir, la idea de un mercado perfectamente leal y regulado, necesitaban artificios del Estado. Debían volver a movilizar y modificar todo el arsenal estatal, con sus leyes, reglas y normas, y con el conjunto de sus políticas públicas (educación, salud, acción social), tanto para instituir el mercado como para formar y fabricar a sus agentes. Precisamente con el objeto de tomar conocimiento de esa necesaria mutación fue que todos los liberales del mundo se dieron cita en París en vísperas de la Segunda Guerra Mundial, en agosto de 1938, en torno del libro del ensayista, cronista y diplomático estadounidense Walter Lippmann, The Good Society [La buena sociedad]12. Tras la crisis de 1929 y los estragos de la Gran Depresión de la década de 1930, cuando el capitalismo librado a sí mismo había flaqueado completamente, quedaba claro para los nuevos liberales que era menester teorizar el retorno activo y permanente del Estado a la gestión de los asuntos humanos. Pero leyendo a Lippmann, pude descubrir que la matriz de los neoliberales era más ambiciosa aún. El Estado no solo tenía a su cargo administrar los asuntos de los hombres. Tenía como misión transformar a la especie humana, tildada de inadaptada a su nuevo entorno, signado por la globalización del trabajo, de los intercambios y de las ideas. Así como los economistas clásicos y neoclásicos habían postulado la ficción del homo œconomicus, los nuevos liberales, que proclamaban ser realistas, afirmaban, a la inversa, que la especie humana no era ni racional, ni capaz de calcular de manera económica sus costos y beneficios. Para ellos, el homo œconomicus era una ficción que no existía más que en la mente de los economistas y que jamás podría realizarse. La realidad antropológica era el resultado de una larga historia evolutiva, que finalmente había culminado en la existencia de una especie inepta, llena de razonamientos sesgados y profundamente inadaptada a su entorno. De tal constatación presuntamente realista, Lippmann extraía una serie de consecuencias políticas sobre la democracia que lamentablemente Foucault no había examinado. 

Para afrontar el problema político del buen gobierno, Lippmann pretendía ante todo retomar lo que ya había llamado en 1922, en El público fantasma13, la «pregunta de Aristóteles»: ¿cómo resolver la contradicción entre las capacidades finitas de la especie humana y la muy alta complejidad de su entorno? Aristóteles había creído poder resolver el problema instituyendo límites estrechos a la polis. Pero para Lippmann, la ciudad-Estado teorizada por los griegos era en verdad tan arcaica como la comunidad aldeana de los primeros asentamientos humanos. Dado que el sentido de la historia iba hacia la mundialización de todas las actividades, la solución aristotélica estaba totalmente superada. Había que readaptar al conjunto de las poblaciones a un nuevo entorno, sin límites ni fronteras. 

De la teoría estadounidense del gobierno representativo, Lippmann toma asimismo la tesis de la incompetencia de las masas, señaladas por no saber gobernarse a sí mismas14. Para él, como para Alexander Hamilton o James Madison, la masa se caracteriza por lo que llama «la apatía», es decir, la incapacidad para percibirse a sí misma como un solo pueblo y para presentir algo del orden del interés común, deseado por una voluntad general. Y sobre la base de tal postulado, teoriza como ellos la necesidad de un gobierno encabezado por los mejores, o sea los «dirigentes» (leaders) más idóneos. Pero mientras los Padres Fundadores claramente habían elegido la República y la dimensión aristocrática de la elección, contra la democracia, Lippmann tiene la intención de refundar cabalmente la teoría democrática. El sistema político que defiende se presenta así como una teoría del demos y del kratos. Su tesis es que el demos no es un pueblo, sino una población pasiva compuesta de individuos irracionales con deseos profundamente heterogéneos. Y que el kratos debe por tanto ser ejercido como un poder sobre el demos por parte de quienes consigan extirparse de este y que conozcan el fin de la evolución y las direcciones que esta nos impone tomar. En tal contexto, el consentimiento de los gobernados ante el poder de los gobernantes sigue siendo el fundamento de la teoría política. Pero mientras los modernos insisten en la necesidad de recoger ese consentimiento y respetarlo, y mientras los liberales clásicos fundan la racionalidad de las decisiones observadas en los cálculos del homo œconomicus, Lippmann afirma la necesidad de fabricar el consenso a escala industrial. La democracia ya no es el gobierno del pueblo por sí mismo, sino la «fábrica del consentimiento» (manufacture of consent) de la población frente a las decisiones tomadas por los gobernantes15, únicos habilitados para captar el sentido de la evolución. 

Ese sentido no se discute. Se impone mediante lo que Lippmann llama la «gran revolución», que según él se instaura en el siglo xviii con la división globalizada del trabajo y de todos los intercambios. Mientras las masas permanecen atascadas en el inmovilismo y la cerrazón sobre sí mismas, algunos individuos están expuestos a ese nuevo entorno mundial y perciben las necesarias mutaciones. A partir de allí, las políticas públicas conllevan, a juicio de Lippmann, el diagnóstico permanente de las ciencias sociales, únicas en condiciones de esclarecer al dirigente en su ambición de transformar a los colectivos en la dirección correcta. Sociología, antropología, psicología social, pero también productores de industrias culturales, todos ellos son convocados para servir a esa fabricación del consentimiento. 

Para Lippmann, una democracia adulta nunca se opone, pues, en torno de la cuestión de los fines, ya que estos se imponen a todos y todos nos encaminamos hacia el mismo rumbo: «En las sociedades estables y adultas las diferencias son necesariamente poco profundas (...). Podría decirse que una nación es políticamente estable cuando las elecciones no tienen ninguna consecuencia radical»16

Para todos los dirigentes responsables, la agenda manda reformar las sociedades para adaptarlas a la globalización17. La contienda electoral es indispensable, pero sirve tan solo para discriminar a los dirigentes más competentes y controlar su lealtad, nuevo nombre de la virtud de los republicanos. La política es analizada como una competencia deportiva arbitrada por «hinchas» que no están en condiciones de jugar ellos mismos el partido. El público electoral, obviamente incapaz de deliberar sobre los fines y los medios, conserva una única prerrogativa: controlar la seriedad y la honestidad moral de los gobernantes18

Lippmann, también él formado por la filosofía, no duda a la hora de fundar la totalidad de su razonamiento en determinados análisis que dice tomar prestados de Platón: «las imágenes [que están] en la mente» de las masas no pueden nunca corresponderse con la realidad19. Efectivamente, tanto para Lippmann como para Platón, solo los hombres de excepción pueden entrever los fines que se han de perseguir. Pero así como Platón opone el mundo superior de la permanencia al mundo inferior del devenir, Lippmann impone al pensamiento democrático un platonismo invertido. Mientras las masas son acusadas de estar invariablemente encerradas en estereotipos, es decir, en representaciones estables o fijas (stereos) del mundo, los dirigentes serían capaces de ver el carácter siempre fluyente y evolutivo de la realidad y de adaptarnos a ello. De allí deriva una concepción profundamente autoritaria de la acción pública, que no duda en hacer propio el término «democracia» al tiempo que lo desvirtúa. A través de la elección, el sistema democrático otorga todos los poderes a los dirigentes para que estos conduzcan por la buena senda al demos, es decir, a las masas inadaptadas, fabricando además su aceptación de las decisiones. Lo que el nuevo liberalismo designa como «democracia» en realidad es una demagogia: una conducción (agogé) del demos por parte de quienes son nombrados como sus jefes, tutores o maestros20

A partir de este punto, me quedaba un enigma por descifrar: ¿cómo es que el término inventado por los atenienses hacía 2.500 años había podido ser tan maltratado y traicionado? La duda se apoderaba de mí: ¿acaso la democracia ateniense había existido de veras? Con esas dos preguntas reanudé mis combates en la universidad y el hospital, consciente de que la confrontación con Atenas se volvía indispensable.

Nota: este artículo es un extracto del libro ¡Democracia! Manifiesto, de Barbara Stiegler y Christophe Pébarthe (La Cebra, Adrogué, 2024). Traducción: Agustina Blanco.

  • 1.

    Esta sección fue escrita por Christophe Pébarthe.

  • 2.

    J. Schumpeter: Capitalisme, socialisme, démocratie, Payot, París, 1990, p. 334, cit. en Charles Girard: Délibérer entre égaux. Enquête sur l’idéal démocratique, Vrin, París, 2019, p. 43 y más generalmente pp. 23-56. [Hay edición en español: Capitalismo, socialismo, democracia, Folio, Barcelona, 1996]. La traducción nos pertenece.

  • 3.

    Ibíd., p. 346. Cita los trabajos de Gustave Le Bon.

  • 4.

    Ibíd., p. 375. La traducción nos pertenece.

  • 5.

    Ver Florent Guénard: La démocratie universelle. Philosophie d’un modèle politique, Le Seuil, París, 2016, pp. 25-73.

  • 6.

    Estas instituciones encarnan en términos más generales un poder aristocrático cuya dimensión liberal no resulta nada transparente. Anne-Marie Le Pourhiet: «Définir la démocratie» en Revue Française de Droit Constitutionnel No 87, 2011, pp. 460-464 y Lauréline Fontaine: La Constitution maltraitée. Anatomie du Conseil constitutionnel, Éditions Amsterdam, París, 2023.

  • 7.

    Esta sección fue escrita por Barbara Stiegler.

  • 8.

    En francés, «L’Université s’arrête» [n. de la t.].

  • 9.

    M. Foucault: Nacimiento de la biopolítica. Curso en el Collège de France (1978-1979), FCE, Ciudad de México, 2007.

  • 10.

    Según la frase del Contrato social de Rousseau, completamente desvirtuada en este caso.

  • 11.

    B. Stiegler: «Qu’y a-t-il de ‘nouveau’ dans le néo-libéralisme?» en Guillaume le Blanc y Fabienne Brugère (dirs.): Le nouvel esprit du libéralisme, Le Bord de l’Eau, Lormont, 2009; Pierre Dardot y Christian Laval: La nouvelle raison du monde. Essai sur la rationalité néolibérale, La Découverte, París, 2009. [Hay edición en español: La nueva razón del mundo. Ensayo sobre la sociedad neoliberal, Gedisa, Barcelona, 2013].

  • 12.

    W. Lippmann: La cité libre, Les Belles Lettres, París, 2005. Sobre el papel central de ese libro en el coloquio fundador del nuevo liberalismo, v. Serge Audier: Le colloque Walter Lippmann. Aux origines du «néo-libéralisme», Le Bord de l’Eau, Lormont, 2012, y B. Stiegler: «Il faut s’adapter». Sur un nouvel impératif politique, Gallimard, París, 2023. [Hay edición en español: «Hay que adaptarse». Tras un nuevo imperativo político, Kaxilda / Palidonia / La Cebra, Donostia-Santiago de Chile-Adrogué, 2023].

  • 13.

    W. Lippmann: El público fantasma, Genueve, Santander, 2011, capítulo VI.

  • 14.

    Ver Manon Delobel: «Peut-il y avoir une ‘intelligence des masses’? Démocratie et intelligence des Pères fondateurs à John Dewey» en Essais No 19, 2023.

  • 15.

    W. Lippmann: Public Opinion, Classic Books America, Nueva York, 2009, p. 185 [hay edición en español: La opinión pública, Compañía General Fabril, Buenos Aires, 1964] y B. Stiegler: «Hay que adaptarse», cit., cap. II.

  • 16.

    W. Lippmann, El público fantasma, cit. y B. Stiegler: «Hay que adaptarse», cit., cap. VII.

  • 17.

    B. Stiegler: «Hay que adaptarse», cit., cap. VII.

  • 18.

    W. Lippmann: El público fantasma, cit.

  • 19.

    W. Lippmann: Public Opinion, cit., p. 5.

  • 20.

    B. Stiegler: Du cap aux grèves. Récit d’une mobilisation. 17 novembre 2018-17 mars 2020, Verdier, París, 2020, cap. I.

Este artículo es copia fiel del publicado en la revista
ISSN: 0251-3552
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