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La brecha entre saber y hacer en tiempo de policrisis


Nueva Sociedad 315 / Enero - Febrero 2025

En un mundo que atraviesa una crisis múltiple, parecemos saber más de lo que podemos hacer para cambiar las cosas. El saber científico se articula con cierta impotencia política en medio de la crisis de la democracia. Por eso vale la pena reflexionar sobre cómo nos pueden ayudar la ciencia y la tecnología en ese entorno de incertidumbre y de aparente falta de perspectivas y cómo podrían los científicos, con sus evidencias significativas, contribuir a mejorar las decisiones y las propias políticas públicas.

La brecha entre saber y hacer en tiempo de policrisis

Los tiempos actuales, llenos de incertidumbre, muestran una combinación que, a primera vista, resulta sorprendente: una acumulación de problemas sin resolver, que llegan a poner en cuestión la supervivencia del planeta y de la humanidad, y un nivel de expansión del conocimiento, de la investigación científica y del desarrollo tecnológico que no tiene precedentes. Todo ello, envuelto en una creciente confusión sobre lo que es verdad o lo que es bulo o falsedad. En ese contexto, si bien la democracia se ha consolidado como el sistema político de referencia, en cambio, ha ido teniendo más y más dificultades para ir más allá de un proceso de elección de los gobernantes y para hacer realidad sus promesas de mayor igualdad y dignidad para todos. Un riesgo evidente para el sistema democrático es que la erosión de su credibilidad para combinar pluralismo y capacidad de resolución de problemas puede conducir a hacer más atractivas opciones que, a pesar de su autoritarismo más o menos disfrazado de tecnosolucionismo, ofrezcan mejores resultados en el corto plazo. 

Por otro lado, la idea de progreso ha sido caracterizada de una manera muy lineal, desconsiderando la relación del desarrollo con la naturaleza, y ahora certificamos los límites de esa concepción. El planeta muestra sus heridas y cicatrices e identificamos nuestras responsabilidades en ellas. La combinación de riesgos y entrecruce de amenazas y problemas enquistados que algunos denominan «policrisis»1 está haciendo cada vez más difícil saber por dónde orientar las acciones a desplegar por parte de los poderes públicos. No es solo que se desconozcan las respuestas a los retos planteados, sino que además resulta sumamente complicado definir y, sobre todo, delimitar con exactitud cuál es el problema específico que se quiere afrontar. 

Algunas de las preguntas que inmediatamente surgen en ese escenario son: ¿nos pueden ayudar la ciencia y la tecnología en ese entorno de incertidumbre y de aparente falta de perspectivas? ¿Pueden los científicos, generando evidencias significativas, contribuir a mejorar las decisiones que se toman? Hemos de ser conscientes de que en un sistema democrático no basta con tener razón. Hay que ser capaz de conseguir que muchos otros también compartan esa razón. 

Lo importante es entender que en esa relación entre ciencia y política no alcanza con construir evidencias, por sólidas que sean, para conseguir que las decisiones a tomar sean consistentes con tales premisas. Con las evidencias no es suficiente. Hay que construir argumentos que puedan persuadir a la mayoría de la población. El funcionamiento del sistema democrático pone en cuestión la idea de una verdad única. La puesta en marcha de una política, de una actuación concreta, precisa de acuerdos, y ello se consigue con una mezcla virtuosa de evidencias, argumentos y capacidad de persuasión. Y en ese aspecto la labor de los científicos puede ser de ayuda, a pesar de que su autoridad no provenga de su capacidad de representación, sino de la solidez de sus argumentos, avalados por su propia comunidad de referencia. 

Pero demos un paso más: ¿es posible construir espacios de confianza entre científicos y actores políticos, de comprensión mutua, de tiempos compartidos, en los que se pueda llegar a transacciones y acuerdos viables? Unos, los científicos, acostumbran a considerar que los políticos van a la suya y solo les interesa mantenerse en el poder, mientras que los otros, los políticos, creen que a los científicos solo les interesa quedar bien con sus colegas y subir en el escalafón académico.

Las páginas que siguen, que forman parte de un trabajo más amplio en curso, incorporarán algunos elementos que consideramos relevantes en un debate que entendemos fundamental en plena revolución tecnológica, en una profunda recomposición de los equilibrios globales y cuando más abiertamente se percibe la distancia entre las promesas de la democracia y su desigual e irregular cumplimiento.

Miradas e intereses distintos ante un mismo escenario

Decía Jorge Wagensberg, en uno de sus célebres aforismos, que la historia de la ciencia es la historia de las buenas preguntas, mientras que la historia de las creencias es la historia de las buenas respuestas2. Sirva la cita para poner de relieve que ciencia y política tienen objetivos y orientaciones distintas. Sirva también para explicar, en parte, las dificultades en que se encuentran los sistemas políticos de todo el mundo a la hora de tratar de dar respuesta a los retos urgentes que, de manera unánime, la ciencia ha planteado. Unos, los científicos, muestran evidencias, acumulan estudios e investigaciones, señalan los riesgos de que se alcancen puntos de inflexión que no permitan ya remedio alguno. Otros, los políticos, estén más o menos de acuerdo en el diagnóstico, navegan entre todo tipo de dificultades, intereses y presiones, buscando respuestas plausibles que puedan aprobarse en el seno de las instituciones legitimadas para decidir en nombre de todos.

En 2007, Jean-Claude Juncker, entonces presidente de la Comisión Europea, afirmó que «todos sabemos lo que hay que hacer, lo que no sabemos es cómo conseguir ser reelegidos una vez que lo hayamos hecho». Es una manera clara de exponer cómo los problemas que responden a retos globales y de mediano y largo plazo son, en la política cotidiana, fácilmente postergados por problemas quizás de menor rango, pero mucho más significativos a corto plazo para mantenerse en el poder, en el constante tejer y destejer de las contiendas electorales. Un político en el poder sabe bien que sin el corto plazo no hay largo plazo y eso acaba condicionando muchas de sus posibles iniciativas que requerirían tiempos más dilatados. 

Nada de todo esto es absolutamente nuevo. En tiempos muy lejanos, Maquiavelo, en su más celebrada obra, El príncipe, afirmaba que algunas de las decisiones más difíciles de tomar eran aquellas que implicaban costos evidentes e inmediatos para algunos, mientras que los que presuntamente se iban a beneficiar de tales decisiones no eran conscientes, ni percibían con la misma premura, las ventajas que para ellos conllevarían. Son precisamente este tipo de decisiones, que acostumbran a desplegarse a través de políticas regulativas, las que, como decía Theodore J. Lowi3, concentran los costos en aquellos que más rápidamente van a ver afectados sus intereses por el cambio en el statu quo, mientras que aquellos que, a la larga, podrán beneficiarse de la implementación de tales políticas no son en absoluto conscientes de tales beneficios futuros y, por tanto, no acostumbran a movilizarse a favor de algo que es aún un proyecto en ciernes. 

Lo que ahora constatamos son los condicionantes de fondo con que las democracias contemporáneas se enfrentan a un horizonte repleto de cambios de gran calado, en el que efectos como pandemias y catástrofes naturales son cada vez más frecuentes. Nos estamos refiriendo, claro está, a la emergencia climática, largamente pronosticada, pero que ahora amenaza de forma cada vez más evidente la vida y la supervivencia de muchos rincones del mundo; pero también a otras urgencias que, de manera combinada y con pautas de interacción cada vez más claras, están generando escenarios de riesgo civilizatorio. 

Disrupciones tecnológicas frenéticas, desigualdades enquistadas y cada vez más graves, hambrunas y situaciones de sequía persistente, migraciones descontroladas, conflictos armados que ponen en peligro los equilibrios globales: ese conjunto de factores y las interacciones que generan entre sí –la mencionada «policrisis»– han hecho que cada vez sea más difícil saber por dónde y cómo abordar los efectos que todo ello tiene sobre las perspectivas de futuro y las políticas a desplegar por parte de los poderes públicos. 

El resultado es una erosión profunda de los puentes de confianza entre dirigentes representativos, esfera pública y ciudadanía. Por otro lado, nunca como ahora se dispone de tanta información y de tanto conocimiento acumulado, y es precisamente en este contexto donde más dificultad existe para que la ciudadanía sepa a qué atenerse en los procesos decisorios que la democracia representativa exige. La democracia afronta pues una significativa falta de acuerdo sobre el diagnóstico de los problemas que la aquejan, y eso contrasta con una capacidad científica y analítica nunca antes alcanzada.

¿Políticas sin política?

En Europa hemos contado hasta ahora con la posibilidad de que otros decidan por nosotros. Y así, no ha sido extraño utilizar a la Unión Europea como chivo expiatorio que justificara las decisiones incómodas. Como decía Vivien A. Schmidt, en Europa se ha ido avanzando, haciendo «políticas sin política» (policies without politics), mientras que en los Estados miembros las complejidades de la política cotidiana hacían difícil alzar la vista y tomar decisiones de políticas públicas más a mediano y largo plazo4. No es pues extraño que la especialización de la ue en políticas regulatorias (que son las que más problemas generan a corto plazo, ya que, como recordábamos, movilizan a los afectados y no a sus potenciales beneficiarios) aliviara las cargas de los Estados miembros que se refugiaban en las dinámicas opacas de Bruselas para justificar los costos de la implementación de las directivas.

Pero esta distribución de roles ha ido perdiendo fuelle. La politización de la escena europea ha ido en aumento. Hay más gente descontenta con una globalización que la deja atrás. La reducción del gasto en las crisis financieras de 2008 tampoco ayudó. Y a ello se ha añadido el uso que la extrema derecha está haciendo de la pérdida de estatus y de la erosión de la identidad nacional que la policrisis y los movimientos migratorios generan. Recientemente, la misma Schmidt ha reconsiderado su planteamiento y nos habla de «politics against policy» [política contra las políticas]5 para referirse a lo que ocurre en muchos Estados miembros de la ue, mientras que en la sede comunitaria se produciría, con la significativa entrada de exponentes de la extrema derecha tras las elecciones de junio de 2024, un incremento notable de la politización (politics with policy) y, por tanto, de los debates de fondo sobre la senda a seguir en el cambio de época.

Independientemente de que algunos consideren que esa creciente politización de la escena comunitaria puede ser un factor positivo (que revierte de alguna manera la falta de interés ciudadano que la ha caracterizado), mientras que otros ven con preocupación la pérdida de eficacia y rendimiento que tal cambio puede generar, lo cierto es que la politización existe y que puede resultar positiva o negativa según afecte a cada política y según la perspectiva de cada actor. En todo caso, lo preocupante es que todo ello acaba más bien siendo utilizado no tanto para reforzar la legitimidad de las instituciones europeas, sino para erosionar y polarizar los propios sistemas políticos nacionales. Ejemplos recientes de esto los hemos visto con el tema de la política migratoria o con los debates sobre el futuro de la agricultura en cada país (siendo precisamente la Política Agraria Común una de las políticas más relevantes de la construcción europea).

El camino de la ciencia

Volviendo a Wagensberg, «complejidad más anticipación es igual a incertidumbre más acción», y para ello nada mejor que acudir a la ciencia. La situación de policrisis es extremadamente compleja, ya que cada uno de sus componentes es extraordinariamente intrincado y afecta a múltiples actores e intereses, situados en todas las escalas posibles, desde la global a la más cercanamente local. Y, por otro lado, con el término «policrisis» se quiere poner el énfasis en la constante interacción entre sus distintos campos: la crisis ambiental afecta con más virulencia a espacios con graves carencias sociales y difícil acceso a las tecnologías más avanzadas. Los procesos migratorios tensionan más a aquellos países que han ido manteniendo, bien que mal, las políticas de bienestar más significativas, y ahora crece el temor en las clases medias de que la erosión sea aún más grave con la llegada masiva de inmigrantes.

La ciencia nos puede ayudar a hacer más manejable esa infinita complejidad sin reducir la riqueza de matices de esa realidad. Otra cosa es que lo que nos diga la ciencia nos sirva para poner en práctica una política concreta de respuesta.

La democracia basa su fuerza y resiliencia en el hecho de incorporar al proceso decisional al conjunto de la ciudadanía con derecho a voto, que vive inmerso en las circunstancias que se pretende mejorar. Su propia vivencia tiene importancia y sirve para modular lo que desde una perspectiva científica se considera relevante. No se trata de prohibir opinar en contra de la evidencia. El derecho a la duda es plenamente legítimo en democracia. También lo es el permitir que se luche contra los fundamentos del propio sistema democrático si se utilizan las reglas que la democracia tiene establecidas para disentir. Lo cual no implica que los defensores de la democracia no hagamos todo lo posible para reforzar la relación entre evidencias científicas, conocimiento disponible y solidez de las decisiones políticas a tomar frente a los retos que tenemos planteados. 

Las decisiones públicas, por técnica y científicamente sólidas que sean, no por ello son socialmente neutrales, ya que generan costos y beneficios, perdedores y ganadores. A nuestro entender, cuando se habla de ciencia para las políticas públicas (science for policy), se quiere relacionar más intensamente conocimiento, actores, intereses y decisiones con la pretensión de mejorar la eficacia de las medidas a tomar sin menoscabar los fundamentos pluralistas y abiertos del sistema democrático. Relacionar mejor hechos y valores, buscando políticas que puedan articularse en el complejo mundo de las ideas, intereses y efectos, debería ser un objetivo prioritario de las democracias avanzadas.

¿Nos puede ayudar la ciencia?

Como hemos visto, el procedimiento de toma de decisiones en la esfera pública tiene sus propios condicionantes que limitan las aplicaciones automáticas de las aportaciones científicas. Y, al mismo tiempo, el escenario en que se mueven los científicos tiene lógicas propias. La idea de ciencia se relaciona con un conocimiento elaborado a través de un método específico que asegura la objetividad, la inteligibilidad y la posibilidad de que la propia realidad u otra aportación científica desmientan lo afirmado6. Si seguimos a Robert K. Merton, diríamos que la palabra «ciencia»7 se utiliza para caracterizar diferentes cosas: una variedad de métodos característicos y asumidos por la comunidad de científicos en cada disciplina; un conocimiento acumulado que surge de la aplicación de estos métodos; una actitud, valores y normas que gobiernan las actividades científicas; y las múltiples combinaciones que puedan derivarse de lo anterior.

Desde la perspectiva de los científicos, no está entre sus prioridades el «hacerse entender», ni tampoco que sus conclusiones «sirvan». Su motivación principal es la curiosidad: hacerse preguntas que en su disciplina sean consideradas originales y relevantes. Las condiciones por cumplir serán la objetividad (sin alterar el objeto o la realidad que se quiere analizar), la inteligibilidad (es decir, la capacidad de entender algo especialmente complejo), el poder relacionar fenómenos entre sí creando tipologías y establecer parámetros que tengan validez más allá del propio experimento, o, de manera cada vez más discutible, el poder establecer algunos nexos de causalidad entre hechos y circunstancias, y la dialéctica que incorpora la falsabilidad (no hay verdades eternas, lo serán mientras no se demuestre lo contrario). La única certeza que se tiene es sobre lo que es falso. La certeza es solo temporal.

Si bien la capacidad de generar conceptos abstractos y, por tanto, la capacidad de producir conocimiento vienen de muy lejos8, fue desde mediados del siglo xviii cuando la ciencia y la tecnología se convirtieron en promesas creíbles de progreso y desarrollo y empezaron a considerarse como claves para el crecimiento económico. Se vislumbró que si se quería progreso, debería apostarse por reforzar la generación de conocimiento, que redundaría en mejoras técnicas y en más bienestar9. Doscientos años después, fue también la ciencia la que advirtió de los efectos de ello y propuso poner límites al esquema de progreso permanente. El futuro se nos ha convertido en un presente continuo que nos abruma y absorbe con una crisis en perpetua evolución. Ha crecido la sensación de descontrol y de incertidumbre. La ciencia ha seguido desarrollándose e incrementando su capacidad de análisis y diagnóstico, mostrando los avances y riesgos que implican ciertas decisiones, pero poniendo también de relieve la capacidad y las consecuencias de ir más allá de lo razonable.

Esta cultura de la ciencia ha ido acompañando la evolución y desarrollo de la investigación, alcanzando cotas de producción de investigaciones y de publicaciones inimaginables hace solo algunos decenios10. Pero, al mismo tiempo, ha ido haciendo más compleja la esfera de lo que se considera o no ciencia. La cualidad de investigación científica no tiene un listón objetivo, sino que es un atributo relacional que otorga la propia comunidad de los investigadores11. Lo que implica que hay un componente de «confianza» que cada vez resulta más relevante en la ciencia, en las dinámicas sociales y en las interacciones entre ciencia y sociedad. La sobreproducción científica, además, facilita que, para aquellos problemas sociales más complejos y mayores niveles de incertidumbre, exista suficiente diversidad de estudios y enfoques como para poder seleccionar evidencias en apoyo de argumentos opuestos. Más ciencia no reduce necesariamente la complejidad, sino que la puede incrementar. 

En la medida en que la ciencia y la tecnología y sus interacciones con las dinámicas de la política y las políticas se intensifican, es más difícil seguir asumiendo que la confianza en la utilidad potencial de esa investigación es algo que está siempre presente. De ahí la creciente preocupación de una parte de la comunidad científica por la evolución del sistema, que genera incentivos perversos para producir outputs (número de publicaciones) que no está claro que consigan los efectos más relevantes y significativos (los vinculados a originalidad, relevancia, calidad o impacto social)12

Los científicos pueden ser reacios a relacionar su investigación directamente con la utilidad por diversas razones, muchas de las cuales se basan en la preservación de la integridad científica y la percepción pública de la ciencia. Muchos científicos se adhieren al concepto de ciencia pura, que busca el conocimiento por sí mismo, independientemente de sus aplicaciones prácticas. La ciencia debe estar libre de presiones externas, tales como intereses políticos o comerciales, para mantener su objetividad. Si los científicos se mostrasen demasiado centrados en lo que respecta a la utilidad de su investigación, ello podría erosionar la confianza pública en la ciencia. Por otro lado, la transferencia de conocimiento de la investigación básica a aplicaciones prácticas tampoco es fácil. Puede llegar a ser un proceso complejo e incierto. 

En paralelo, la llamada «ciencia posnormal» ha puesto de manifiesto que, si a lo largo de la historia los desafíos de la ciencia se planteaban en el reino de las ideas y en el control del mundo natural, ahora la ciencia debe afrontar los efectos que su poder ha generado en relación con la supervivencia misma de la humanidad13. Y en este reto civilizatorio, la calidad de las aportaciones científicas no podrá valorarse solo a partir de los productos que genere. Su capacidad transformadora aumentará si es capaz de asumir valores e intereses que eran considerados ajenos a la práctica científica, y que ahora se entiende que forman parte de la construcción de conocimiento público, avanzando así hacia una ciencia socialmente robusta14. Desde esa perspectiva, la comunidad de referencia ya no es únicamente la formada por los propios pares o colegas de investigación, sino esa comunidad extendida con la que se comparten objetivos sin que ello tenga que implicar inevitablemente caer en la subjetividad o la pérdida de calidad científica.

Ciencia para las políticas. ¿Cómo avanzar?

De manera simple, podríamos decir que el reto de la «ciencia para las políticas» es combinar la potencia analítica de la ciencia, manteniendo los parámetros de calidad de la comunidad científica, y al mismo tiempo conseguir que las evidencias sean socialmente útiles. Desde la perspectiva de los políticos, se sabe que las decisiones a tomar están condicionadas por la escala de valores propia de cada decisor, atendiendo intereses contradictorios, buscando coaliciones de actores que respalden y que todo ello pueda implementarse siguiendo las directrices que condicionan la manera de hacer de los poderes públicos. 

¿Puede ser lo resultante de todo ello compatible y coherente con lo que ha emanado de la investigación científica? La diferencia de perspectivas es notable. Para el político, el contexto, los matices de cada situación social, lo son todo. Para los científicos, el contexto más bien es algo que distorsiona la finalidad de su trabajo. Lo que está en juego es la capacidad de mantener los espacios, la autonomía, la credibilidad de cada actor. ¿Pueden los científicos mantener los fundamentos de su legitimidad sin caer en el activismo o la instrumentalización? ¿La demanda de los políticos surge de una genuina voluntad de conseguir mayor eficacia en su acción institucional, o solo buscan conseguir que sus decisiones tengan mayor legitimidad, más «autoridad»? ¿Están los actores sociales dispuestos a contrastar las posiciones que defienden a partir de sus intereses y valores con expertos que afirman que su única razón de presencia en el debate es defender lo que sus investigaciones objetivamente muestran?

El debate no es nuevo, aunque ahora, dada la coyuntura de emergencia y policrisis, tenga una mayor visibilidad. En la década de 1950, C.P. Snow15 puso de relieve la lejanía entre el mundo de las humanidades y el mundo de la ciencia. Unos desconocían todo sobre la ley de la gravitación universal y a los otros les costaba identificar las obras más significativas de Shakespeare. Años más tarde, Nathan Caplan16 utilizó la idea de las dos comunidades para diferenciar entre los científicos sociales y los «hacedores de políticas». Para Caplan, el problema no era meramente técnico (de falta de competencias de unos en el terreno de los otros), sino más bien ideológico y de valores. 

La especificidad de los temas que interesaban a unos y a otros los alejaba de la convergencia. Y eso era más relevante para los científicos cuyas prioridades estaban alejadas de la utilidad potencial de sus trabajos analíticos. La cosa era aún más complicada cuando se pasaba a los temas relativos a la puesta en práctica de la decisión. Entre el diagnóstico de lo que era conveniente hacer y la especificidad de las microdecisiones a las que estaban obligados los implementadores existían mucha distancia y muchos recovecos que se alejaban de las recomendaciones generales. Ese cambio de escala entre el conocimiento puro y duro que rodeaba la diagnosis y el conocimiento blando (más propio de los «practicones», de los que actúan en el terreno) al que era necesario llegar a la hora de poner en práctica las recomendaciones era más bien un lugar de desencuentro. Por un lado, la ciencia, las evidencias, los libros y los opinadores; por el otro, los decisores, los gestores, los afectados por cada decisión que también tienen «su conocimiento». La «ciencia» y el «conocimiento» del terreno en el que se tenían que concretar decisiones y distribución de costos y beneficios eran algo no compartido.

Los desafíos a los que nos enfrentamos en pleno Antropoceno, es decir, en plena convicción de que la actividad humana y el medio ambiente en que se enmarca son una única realidad, deben partir de los condicionantes que los actores humanos y no humanos plantean en cada decisión a tomar. La naturaleza, lo que nos rodea, ya no es una realidad inerte sobre la que podamos operar sin más. Ello exige una nueva combinación de reconocimiento, capacidad de transformación, orientación estratégica y un sólido sistema de conocimiento17

Es ese el contexto en el que las aportaciones de Bent Flyvbjerg18 (siguiendo a Aristóteles) en relación con un espacio de «ciencia para las políticas» pueden resultar esclarecedoras. Flyvbjerg parte de la distinción entre la episteme como expresión del conocimiento científico, la téchne representando el conocimiento técnico y la phronesis como forma de conocimiento que, por su propio objeto de estudio, incorpora en el análisis valores, juicios y decisiones, buscando en definitiva tener relevancia en la práctica social. La ciencia en general, y en particular las ciencias sociales, no pueden dejar a un lado la distribución de costos y beneficios, quién gana y quién pierde ante cada decisión, y qué mecanismos de poder, de influencia o de persuasión se utilizan para conseguir la puesta en práctica de tal o cual decisión. 

Pero, al final, lo importante es cómo concretamos esta posibilidad. A pesar de que hayamos ido incidiendo en aspectos que complican la entrada de los científicos en el espacio de la decisión pública, las dificultades no están solo en los científicos. La presencia de científicos que limiten de alguna manera el ámbito de decisión, desmientan argumentos de cualquiera, intervengan con una autoridad que no es la habitual en cada política, es también un problema. Un problema para los políticos y para las estructuras administrativas e incluso para los actores sociales más comúnmente aceptados en los procesos de elaboración de las políticas públicas, acostumbrados a lidiar entre sí, sin demasiados condicionantes externos.

¿Qué científico para qué política? ¿Qué política para qué ciencia?

Decía Henry Kissinger que una decisión no es lo mismo que una conclusión. Y podríamos añadir que una evidencia no es el destino. Reforzar científicamente la definición de un problema raramente acaba conduciendo a una mejor política pública si no se acompaña de una gestión e interacción de esas aportaciones con el conjunto de actores implicados en la decisión política19

Los científicos que trabajan en políticas públicas acostumbran realizar análisis sobre alguna política o cuestión en concreto (por ejemplo, los programas que tratan de reducir la pobreza), usan muchas veces datos procedentes de sus propias investigaciones y llegan a conclusiones que consideran de mejora de la política analizada. Su labor suele finalizar aquí. Hay poca tradición del científico social de concebirse como un ingeniero que puede poner su capacidad y conocimiento al servicio del diseño de soluciones específicas y factibles. En este sentido, poco se dice sobre qué acciones en concreto convendría llevar a cabo, qué modificaciones del programa sería necesario emprender, cómo afectaría a los presupuestos públicos, qué se debería dejar de hacer si se hace tal cosa, cómo actuar frente a las reacciones de los funcionarios y de los receptores de las ayudas ante las alteraciones de lo que hasta entonces se hacía. El análisis es básicamente técnico, dando por supuesto que los objetivos del programa o de la política (habitualmente muy genéricos para tener más consenso) son los que realmente se quieren conseguir. Se da también por supuesto que la estructura de implementación está alineada con la política, dispone de los recursos necesarios para la tarea, y que no hay «ruido» político entre lo que se dice querer conseguir y lo que realmente puede observarse cuando se examina la puesta en marcha del programa. Nada de ello se acerca a lo que ocurre en realidad.

Todo ello nos indica que, para que la política se base en las evidencias, es necesario que el análisis científico entre en aspectos de carácter político y social (¿hasta qué punto era una prioridad política?, ¿qué otras cuestiones políticas influyeron?) y también en las limitaciones institucionales y administrativas que condicionan el proceso de implementación y, finalmente, la propia perspectiva de los receptores o ciudadanos. En otras palabras, para ser influyente, la ciencia para la política no puede obviar la ciencia política, particularmente, el análisis de políticas públicas.

No estamos diciendo con esto que el científico tiene que dejar de hacer su trabajo desde su propia perspectiva entrando en terrenos que no le son propios. Lo que decimos es que el valor añadido real de su labor con relación a la política que analiza lo definirá su capacidad de interacción con otros actores, ponderando lo concreto que supone poner en práctica esa política. En definitiva, cómo pasar de la descripción a conseguir impacto. Y ello requiere un cierto engagement, una cierta implicación activa con audiencias no académicas, entrando en la operatividad de lo que se propone20. No se trata de que el científico ponga su conocimiento al servicio de tal o cual objetivo. De lo que se trata es de que vaya más allá de la constatación de un problema y que trate de entrar en el escenario de la política y de la administración para poder comprender mejor la realidad social y proponer soluciones más viables. En cierta manera, que conozca mejor su objeto de estudio y el escenario y los actores con que es necesario interactuar para que sus recomendaciones puedan llegar a implementarse. En definitiva, que contribuya a una «ciencia socialmente robusta», es decir, a una ciencia contextualizada, que responde a las necesidades sociales existentes y que, gracias a la implicación de actores no directamente científicos, acaba siendo una ciencia más vigorosa, sólida en sus fundamentos y en sus impactos o consecuencias.

Los elaboradores y decisores de políticas acostumbran a mirar adelante. Tratan de conseguir cambios que los sitúen mejor en su perspectiva de reelección. Como afirmó Eugen Bardach, la esencia del análisis de políticas es «confrontar costos y beneficios y proyectarlos en un futuro incierto»21. El factor incertidumbre es clave, y está poco presente en la labor científica, ya que limita su análisis a lo que puede controlar y se basa en lo que ya ha ocurrido. Y ese es un factor que aleja a quienes están metidos en la harina de las decisiones públicas de la «elegancia» de las conclusiones de una investigación. 

En política, como también decía Kissinger, un cierto grado de incertidumbre es algo que puede considerarse hasta incluso necesario para poder escoger finalmente el curso de acción que los políticos ven en el último momento como más propicio. Si estuvieran seguros de que la acción emprendida acabará teniendo el resultado previsto, su rango de libertad de acción se reduciría enormemente. La combinación entre nuevas perspectivas y cursos de acción ya conocidos resulta conveniente. Los académicos abren el escenario, los gestores se centran en lo que saben que funciona. Los políticos se sitúan en esa intersección.

Como ya se ha comentado, tampoco podemos obviar que muchas cuestiones que hoy siguen encalladas o no avanzan con claridad no lo hacen por falta de evidencias sino porque tienen una fuerte carga normativa y un disenso político de fondo que no siempre se explicita. En estos casos, como señala Roger Pielke Jr.22, el científico tiene más opciones de actuar de «desatascador» si se dedica a proponer y diversificar las posibles alternativas de acción (alguna de las cuales es posible que genere los consensos necesarios para ser adoptada) que si continúa poniendo más evidencias sobre la mesa.

A modo de conclusión: ¿cuáles son las perspectivas de futuro de la ciencia para las políticas públicas?

Sin poder extraer conclusiones definitivas de lo que es aún un proceso en marcha en Europa, sí quisiéramos resaltar lo que entendemos resulta más significativo en la reflexión que preside la elaboración de este texto. Parecería innecesario decirlo, pero el escenario en que operan los decisores políticos y el debate sobre cómo encarar la compleja situación de «policrisis» ha sido contaminado por opiniones sin fundamento, por bulos o afirmaciones conspiranoicas que, si bien no son ninguna novedad, disponen como nunca de una capacidad de difusión masiva y de intoxicación significativa. Los análisis científicos pueden ayudar a comprender mejor un problema político, pueden contribuir a evaluar distintas opciones políticas que se planteen al respecto, ayudar a diseñar soluciones que puedan ser operativas y, en definitiva, a distinguir los hechos probados de los bulos infundados. La ciencia para las políticas pretende ayudar a los responsables políticos a diseñar e implementar acciones que sean efectivas y, de esta manera, reforzar el sistema democrático en momentos en que está en duda su capacidad de cumplir sus promesas de igualdad y representatividad.

La característica definitoria de la «ciencia para las políticas públicas» es su capacidad de producir conocimiento científico para la acción de los poderes públicos, pero no por ello ha de darse por sentado que sus recomendaciones son aplicables sin más por el hecho de que provengan de una fuente legítima por su «pericia» y su grado de conocimiento sobre los temas que se dirimen. El funcionamiento del sistema democrático exige que todo ello sea objeto de debate público y plural, y ahí el juego de intereses y la búsqueda de construir argumentos que consigan un respaldo mayoritario no dependen solo del conocimiento científico o de la «calidad de la investigación», sino también del conocimiento «laico» o tácito de los distintos actores y de la «calidad del debate democrático» que finalmente permitirá conducir a una decisión.

Ha crecido, y todo apunta a que seguirá creciendo, de manera irreversible la significación del conocimiento y de la tecnología en el desarrollo de la humanidad y de sus formas de vida, trabajo y convivencia. La digitalización, la inteligencia artificial, los inicios de la revolución cuántica o el posible impacto del metaverso ponen de relieve un proceso que no parece tener límites. Pero, al mismo tiempo, aumentan enormemente las dudas y los conflictos sobre las implicaciones éticas y sociales de esa evolución y sobre qué camino tomar ante cuestionamientos generales como los que proyecta la emergencia climática. Surgen nuevas pandemias, reaparecen los conflictos armados en Europa y crecen el conflicto abierto o las tensiones en otros escenarios. Persiste y se enquista la desigualdad a pesar de la recuperación de los índices de crecimiento. Sabemos más que nunca lo que nos pasa y, al mismo tiempo, la capacidad desinformativa y perturbadora sobre la relación evidencias-argumentos nunca había sido tan generalizada.

La fragilidad de la democracia se concentra ahora en su falta de resolución de problemas, en contraste con alternativas autoritarias que se presentan como más resolutorias a corto plazo. La combinación de ciencia y democracia, con todas las dificultades que plantea y que hemos señalado, es la alternativa que hemos tratado de presentar aquí. En definitiva, no se trata de privar a la democracia de su fundamento más esencial, que es el libre debate sobre problemas, soluciones y vías para avanzar. Pero entendemos que el cambio de época que atravesamos y la magnitud de los retos a los que nos enfrentamos exigen una conexión mayor entre la elaboración del conocimiento y del progreso técnico, muy centrada en los hechos, y el mundo de las decisiones políticas, al que se le atribuye el monopolio de los valores ya que él mismo se ocupa de los efectos que tales decisiones tendrán sobre el conjunto de la población. Relacionar mejor hechos y valores, buscando políticas que puedan articularse en el complejo mundo de las ideas, intereses y efectos, debería ser un objetivo prioritario de las democracias avanzadas.

  • 1.

    Anne-Brigitte Kern y Edgar Morin: Terre-Patrie, Seuil, París, 1996; Adam Tooze: «Defining Polycrisis: From Crisis Pictures to the Crisis Matrix» en Substack, 24/6/2022.

  • 2.

    J. Wagensberg: Si la naturaleza es la respuesta, ¿cúal era la pregunta?, Tusquets, Barcelona, 2002.

  • 3.

    T.J. Lowi: «Four Systems of Policy, Politics, and Choice» en Public Administration Review vol. 32 No 4, 1972.

  • 4.

    V.A. Schmidt: Democracy in Europe: The eu and National Polities, Oxford UP, Oxford, 2006.

  • 5.

    V.A. Schmidt: «Reinterpreting the Rules ‘by Stealth’ in Times of Crisis: A Discursive Institutionalist Analysis of the European Central Bank and the European Commission» en Europe’s Union in Crisis, Routledge, Londres, 2018.

  • 6.

    J. Wagensberg: Ideas para la imaginación impura, Tusquets, Barcelona, 1998, p. 15.

  • 7.

    R. K. Merton: The Sociology of Science: Theoretical and Empirical Investigations, The University of Chicago Press, Chicago-Londres, 1973.

  • 8.

    Jürgen Renn: La evolución del conocimiento, Almuzara, Córdoba, 2024.

  • 9.

    Joel Mokyr: The Enlightened Economy: An Economic History of Britain 1700-1850, Yale UP, New Haven, 2010.

  • 10.

    Ver Jake Lewis, Susan Schneegans y Tiffany Straza (eds.): Informe de la Unesco sobre la Ciencia 2021. La carrera contra el reloj para un desarrollo más inteligente, Unesco, París, 2021, disponible en www.unesco.org/reports/science/2021/es/statistics.

  • 11.

    Silvio O. Funtowicz: «Why Knowledge Assessment» en Ângela Guimarães Pereira, Sofia Vaz y Sylvia S. Tognetti (eds.): Interfaces between Science and Policy, Comisión Europea, Ispa, 2003.

  • 12.

    Gianfranco Pacchioni: La ciencia en la encrucijada. Entre pasión intelectual y mercado, Alianza, Madrid, 2021.

  • 13.

    S. Funtowicz y Jerome Ravetz: «Post-Normal Science» en Noel Castree, Mike Hulme y James D. Proctor (eds.): Companion to Environmental Studies, Routledge, Londres, 2018.

  • 14.

    Helga Nowotny, Peter Scott y Michael Gibbons: Re-thinking Science: Knowledge and the Public in an Age of Uncertainty, Cambridge Polity Press, Cambridge, 2001.

  • 15.

    C.P. Snow: The Two Cultures, Cambridge UP, Cambridge, 2012. [Hay edición en español: C.P. Snow y F.R. Leavis: Las dos culturas, UNAM, Ciudad de México, 2020].

  • 16.

    N. Caplan: «The Two-Communities Theory and Knowledge Utilization» en American Behavioral Scientist vol. 22 No 3, 1972.

  • 17.

    Christian Pohl y Gertrude Hirsch Hadorn: Principles for Designing Transdisciplinary Research, Oekom, Múnich, 2007; J. Renn: ob. cit.

  • 18.

    B. Flyvbjerg: Making Social Science Matter: Why Social Inquiry Fails and How It Can Succeed Again, Cambridge UP, Cambridge, 2001.

  • 19.

    Sheila Jasanoff: The Fifth Branch: Science Advisers as Policymakers, Harvard UP, Cambridge, 1998; Brian Wynne: «Carving Out Science (and Politics) in the Regulatory Jungle» en Social Studies of Science vol. 22 No 4, 1992.

  • 20.

    P. Adam: Les dues mirades de l’impacte de la recerca, Monogràfics Saris No 11, 2004.

  • 21.

    E. Bardach: Los ocho pasos para el análisis de políticas públicas. Un manual para la práctica, CIDE, Ciudad de México, 1998.

  • 22.

    R.A. Pielke Jr: The Honest Broker: Making Sense of Science in Policy and Politics, Cambridge UP, Cambridge, 2007; Peter D. Gluckman, Anne Bardsley y Matthias Kaiser: «Brokerage at the Science–Policy Interface: From Conceptual Framework to Practical Guidance» en Humanities and Social Sciences Communications vol. 8 No 84, 2021.

Este artículo es copia fiel del publicado en la revista
ISSN: 0251-3552
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