¿Qué le pasó a Bachelet?
Nueva Sociedad 212 / Noviembre - Diciembre 2007
Michelle Bachelet se impuso en las elecciones presidenciales de 2006 porque expresaba una combinación de continuidad (con los gobiernos de la Concertación) y cambio (por su condición de mujer y su promesa de renovar el gabinete). Desde que asumió, sin embargo, diversos episodios no previstos provocaron una caída de su popularidad: las protestas estudiantiles, la caótica implementación del Transantiago y la indecisión en algunos temas claves la han forzado a implementar dos cambios de gabinete en menos de un año y medio de gobierno. El artículo sostiene que Bachelet, sin descuidar las señales de cambio, debe recuperar la esencia de la Concertación, la gestión eficiente de una economía social de mercado y el sólido respaldo de los partidos políticos que integran la coalición.
Bachelet: cambio y continuidad
Como todo aquel que logra éxitos impresionantes al comienzo de su carrera, Michelle Bachelet corre el riesgo de que sus acciones posteriores no estén a la altura. ¿Qué foto podría entrar en los libros de historia que no fuera la de Bachelet, la primera mujer en alcanzar la Presidencia de Chile, poniéndose la banda presidencial por primera vez? ¿Podría algún evento de su cuatrienio superar el monumental registro de su toma de poder? La elección de Bachelet fue tanto una señal de cambio como un poderoso mensaje de continuidad. Ella pertenece a la misma coalición que ha estado en el poder desde el fin de la dictadura de Augusto Pinochet en 1990. Después de tres gobiernos concertacionistas consecutivos, Bachelet difícilmente podía buscar representar un cambio del modelo de gobierno. De hecho, su victoria constituyó un récord de continuidad: con su triunfo, la Concertación se convirtió en la más longeva de las coaliciones políticas en el poder en la historia democrática de Chile (Alcántara Sáez/Ruiz-Rodríguez; Funk; Navia 2006c; Siavelis). En América Latina, ese récord es solo superado por la Alianza Republicana Nacionalista (Arena), de El Salvador, que ha ganado cuatro elecciones presidenciales consecutivas desde 1989.
Desde el fin de la dictadura militar, Chile sólo ha tenido gobiernos concertacionistas, a tal punto que la coalición ya ha controlado La Moneda por más años de los que estuvo Pinochet en el poder. Adicionalmente, la coalición ha resultado victoriosa en las cinco contiendas parlamentarias realizadas desde 1989 y en las cuatro disputas municipales celebradas desde 1992 (Morales). Las encuestas han mostrado una tendencia sostenida del electorado a favor de la Concertación por sobre la oposición nucleada en la Alianza por Chile. Incluso hoy, las encuestas muestran que tres de los cuatro presidenciables con más posibilidades de alcanzar el poder en 2009 pertenecen también a la coalición oficialista.
El triunfo de Bachelet en enero de 2006, entonces, representó sin duda un cambio notable, en tanto llevó al poder a la primera presidenta de Chile. Pero también confirmó la enorme fortaleza electoral de la coalición centroizquierdista (Angell/Reig; Morales; Navia 2006a; Siavelis). Un precedente complejo
Como muestra el gráfico 1, los presidentes chilenos han gozado de una saludable popularidad desde el retorno de la democracia. Patricio Aylwin, comprensiblemente, inició su gobierno con altísimos niveles de aprobación. Aunque su popularidad cayó durante los siguientes cuatro años, se retiró con niveles de apoyo superiores a 50%. Su sucesor, Eduardo Frei, nunca logró revertir la tendencia a la baja y, pese a haber ganado con el porcentaje más alto de votos del Chile democrático, nunca pudo superar el 50% de popularidad. Durante la recesión económica de 1999, cuando terminaba su mandato, los niveles de aprobación de Frei cayeron a 28%, mientras que la desaprobación alcanzaba 45%. Ricardo Lagos, en cambio, fue de menos a más. Después de una disputada contienda electoral, comenzó su mandato con una aprobación inferior a 50%, pero lo terminó con niveles superiores a 60%. Apenas 20% de los chilenos desaprobaba su desempeño (Navia 2006b).
Si bien la situación económica ayuda a explicar algunos de los altibajos en los niveles de aprobación presidencial, otras variables también cuentan. Aylwin gozó de una «luna de miel» producida por el reencuentro de los chilenos con la democracia. Su buen gobierno ayudó, aunque no lo suficiente como para sostener los niveles de aprobación cercanos a 70% que registró apenas asumió el poder (Cavallo 1998; Otano; Rojo). En el caso de Frei, el apoyo a su gobierno no se movió a la par del crecimiento económico. Cuando la economía crecía más rápido, en 1995 y 1996, su aprobación cayó. Luego, la crisis económica de 1999 y el final de su mandato generaron una nueva caída en su popularidad. Con Lagos, en cambio, la aprobación presidencial pareció moverse en simultáneo con el crecimiento económico. Cuando la economía crecía poco, en 2000 y 2001, su popularidad estaba estancada. Pero cuando el país comenzó a experimentar un vigoroso crecimiento, su aprobación también se incrementó, hasta llegar a niveles inéditos desde comienzos de los 90 (Navia 2006b). Durante su primer año en el poder, Bachelet vio caer rápidamente sus niveles de aprobación. Si bien la economía pudo haber tenido algo que ver (el crecimiento en 2006 fue de solo 4%), otros factores explican mucho mejor esta situación. En 2007, pese a que la economía se recuperó y cerrará el año con un crecimiento cercano a 6%, la popularidad de la presidenta siguió cayendo. Naturalmente, no son buenas noticias para Bachelet. Si su aprobación sigue disminuyendo pese a que la economía se expande, las expectativas de que su popularidad pueda mejorar en un contexto más adverso, como el que se espera para fines de 2008, son comprensiblemente menores. Algunos errores iniciales: el primer gabinete
Al comenzar su mandato, Bachelet cometió una serie de errores derivados de su necesidad de demostrar que, al ser la primera mujer en llegar a La Moneda, el suyo sería un gobierno diferente. Se trató, en general, de errores de gestación propia. Como suele suceder en el tenis, los primeros errores de Bachelet han sido «no forzados».
El origen de estas equivocaciones puede rastrearse hasta la campaña electoral, durante la cual la candidata había improvisado una serie de promesas que terminaron resultando bastante costosas. Bachelet insistió en que su gobierno impondría la paridad de género en el gabinete, es decir, igual número de hombres que de mujeres. Adicionalmente, prometió que habría caras nuevas en los ministerios, que en su gobierno nadie iba a «repetir el plato». El suyo, dijo, sería el gobierno del recambio y de las mujeres en el poder.
La presidenta mantuvo estas dos promesas al formar su primer gabinete. Y entonces, además de balancear los nombramientos con integrantes de los cuatro partidos que componen la Concertación, tuvo que superponer dos criterios adicionales: igual número de hombres y mujeres, y pocas caras repetidas. Esas promesas complicaban en exceso la ya compleja tarea de nombrar a un gabinete en una coalición multipartidista. Su promesa de paridad de género debía ser extensiva al interior de los partidos. Por ejemplo, la mitad de sus ministros socialistas debían ser mujeres; Bachelet no podía designar solo hombres de la Democracia Cristiana y solo mujeres socialistas. Y además, como prometió que nadie repetiría el plato, tenía que buscar nombres nuevos. Pero como la participación de mujeres en el gobierno se había incrementado en años recientes, muchas de las candidatas naturales a ocupar un cargo en el gabinete ya habían desempeñado funciones de importancia. La promesa de buscar caras nuevas se había hecho extensiva a las mujeres y entonces el número de mujeres experimentadas se volvió particularmente reducido.
La decisión de renovar funcionarios y dejar fuera del gabinete a personajes conocidos resultó popular entre los concertacionistas que esperaban una oportunidad para ocupar esos puestos, pero ignoraba un punto central. En Chile, los presidentes utilizan los nombramientos de su gabinete para posicionar a figuras que puedan convertirse en presidenciables en la siguiente elección. De esa manera, logran proyectar su legado hacia el siguiente periodo (como el propio Lagos lo hizo al nombrar a Bachelet) y controlar las ansias de los aspirantes a la Presidencia. Cuando los presidenciables están fuera del gabinete, La Moneda no puede usar el garrote y la zanahoria para controlarlos y evitar un inicio demasiado temprano de la siguiente contienda. Así, al dejar fuera de su gabinete a las caras repetidas, Bachelet no pudo incorporar a su gobierno a los candidatos más populares para las elecciones de 2009. Por primera vez desde el retorno de la democracia, ninguna de las principales figuras formó parte del gabinete. Por lo tanto, la influencia de Bachelet no se extenderá al próximo periodo y difícilmente tenga alguna incidencia en el nombre del próximo candidato presidencial de la Concertación.
El problema de la hoja de ruta
Si bien reclutó a destacados técnicos para su equipo de campaña, Bachelet no logró articular una hoja de ruta adecuada para sus cuatro años en el poder. Las 36 medidas que prometió cumplir en sus primeros 100 días de gobierno incluían iniciativas que ya habían sido materializadas durante el gobierno de Lagos y también algunas promesas, como la reforma del sistema electoral o la creación de un Ministerio de Seguridad Ciudadana, que difícilmente podrían concretarse durante los primeros tres meses de gestión. Al llegar la fecha fatídica, la Alianza por Chile denunció acertadamente que Bachelet no había logrado cumplir la mayor parte de sus promesas.
La presidenta aprovechó su primera rendición de cuentas ante el Congreso, el 21 de mayo de 2006, para delinear los ejes de su gobierno. El clima se había enrarecido debido a las demandas de algunos parlamentarios oficialistas que reclamaban un incremento del gasto fiscal, a la luz del impresionante superávit acumulado por el Estado como producto de la bonanza económica de los años recientes y de los altos precios del cobre. En ese contexto, Bachelet enunció los cuatro ejes sobre los que esperaba construir el legado de su gestión: la reforma del sistema previsional, la reforma de la educación preescolar, el impulso a la innovación y al emprendimiento y la mejora en la calidad de vida en la ciudad. Sobre la base de estos grandes temas, entre los cuales la reforma previsional aparecía como el más ambicioso, Bachelet esperaba ordenar a un gobierno que ya había dado varias señales de descoordinación.
Pero en los meses siguientes una serie de eventos irrumpió violentamente en la agenda política: las protestas de los estudiantes secundarios, la caída de la tasa de crecimiento, los conflictos internos ante las confusiones en la política exterior (especialmente, respecto a la relación con Venezuela) y la compleja implementación del Transantiago. Todo esto dificultó la capacidad del gobierno para mantener la agenda centrada en los cuatro temas previstos. La hoja de ruta existía, pero no sirvió para iluminar el accidentado camino que tomaría el gobierno en los meses siguientes. Las protestas estudiantiles
Si bien Bachelet había indicado que la educación preescolar sería uno de los ejes de su gobierno, las protestas estudiantiles que se iniciaron en mayo de 2006 la obligaron a ampliar su foco hacia una reforma más profunda del sistema educacional. Los estudiantes secundarios que protestaron contra la mercantilización de la educación habían cursado sus estudios bajo gobiernos de la Concertación. No eran hijos de la dictadura, sino los primeros hijos de la democracia que se aprestaban a llegar a la edad adulta. Y estaban descontentos.
El sistema educacional chileno es característico de un país con un modelo económico neoliberal. El Estado asigna subsidios a todos los estudiantes para que sus padres puedan matricularlos en escuelas públicas o en escuelas particulares-subvencionadas, que reciben dinero del gobierno pero son gestionadas por una institución, una corporación o una sociedad. Los padres, naturalmente, también tienen la opción de no aceptar el subsidio y elegir colegios privados. Pero el subsidio estatal va dirigido a cada niño con el fin de estimular la competencia entre los establecimientos públicos y los particulares-subvencionados. Durante los gobiernos de la Concertación, el porcentaje de niños que asisten a escuelas particulares-subvencionadas aumentó dramáticamente. Hoy hay casi tantos niños en escuelas particulares-subvencionadas como en escuelas públicas. Al mismo tiempo, las escuelas subvencionadas pueden optar por el mecanismo de financiamiento compartido. Esto es, pueden exigir pagos adicionales. Y aunque los padres siempre tienen la opción de enviar a sus hijos a escuelas públicas, que no exigen pagos adicionales, estas en general ofrecen una educación inferior a la que brindan las escuelas particulares-subvencionadas, por lo que los padres que tienen la posibilidad eligen estas últimas.
Los dueños (sostenedores) de las escuelas particulares-subvencionadas pueden o no tener fines de lucro. Aunque el gobierno ha establecido una serie de mecanismos de control, estos son claramente insuficientes. Adicionalmente, no hay información adecuada disponible para que los padres puedan evaluar la calidad de la educación que reciben sus hijos. El gobierno de Bachelet había prometido adoptar reformas que mejoraran la calidad general de la educación, que incluirían una bonificación en el subsidio educacional para los niños de familias de menores ingresos, con el fin de estimular la creación de buenos colegios para los sectores más desposeídos, junto con el mejoramiento de los mecanismos de rendición de cuentas y control de calidad en los colegios públicos y particulares-subvencionados. Además, el gobierno y la oposición coincidieron en la necesidad de entregar más información a los padres para que puedan evaluar mejor el tipo de educación que reciben sus hijos.
Las protestas estudiantiles de mayo y junio de 2006 recogían algunas de esas demandas, pero también apuntaban más lejos. Los estudiantes protestaban contra el concepto de la educación como un bien de consumo, contra la concepción neoliberal de que la calidad educativa puede mejorarse a través de subsidios a la demanda (bonificación por estudiante para que los padres escojan las escuelas) y una mayor oferta (a través de la competencia entre los colegios). El fin de la Ley Orgánica Constitucional de Educación (LOCE), la norma sancionada en el último año de la dictadura para regular el sistema, se convirtió en la petición más importante de los estudiantes.
Como resultado de las movilizaciones, Bachelet se vio obligada a ceder ante algunas demandas menores de los estudiantes, desde un mejor acceso al transporte público hasta el establecimiento de subsidios para los exámenes de admisión a las universidades. Pero el gobierno también aprovechó la ocasión para nombrar una comisión de más de 80 miembros que se encargó de formular propuestas que condujeran a una reforma profunda de la LOCE. Luego de que la comisión entregara su informe, a fines de 2006, el gobierno anunció que buscaría eliminar los colegios particulares-subvencionados con fines de lucro. Pero el anuncio produjo un debate polarizado que llevó a Bachelet a frenar la iniciativa y congelar temporalmente la reforma a la ley.
Las protestas estudiantiles remecieron al país. Al cuestionar la política educacional implementada por la dictadura y profundizada por la Concertación, los estudiantes pusieron en tela de juicio al gobierno. La simpatía que despertó la movilización por una educación de mejor calidad y más igualitaria constituyó un empuje comunicacional positivo para la gestión de Bachelet. Pero al mismo tiempo, la sensación de que la presidenta no controlaba la agenda y que cualquier movilización podía poner temas sobre la mesa y forzarla a reaccionar dejó un sabor amargo en la clase política.
La reacción de Bachelet ante las protestas estudiantiles agudizó las dudas sobre su capacidad de liderazgo político. Al nombrar una comisión de 80 miembros, Bachelet, ilusamente, buscaba generar un consenso en un tema en el que había profundas discrepancias. La decisión, además, dejó en claro que la presidenta prefería confiar en su propia concepción de la sociedad civil antes que apoyarse en los partidos políticos, tanto oficialistas como opositores, o en los parlamentarios, que son, después de todo, quienes deben legislar y consensuar políticas. El Transantiago
El gobierno buscó retomar el control de la agenda en la segunda mitad de 2006. Si bien la movilización estudiantil la obligó a realizar un temprano cambio de gabinete a solo cinco meses de iniciada su gestión, Bachelet parecía encaminada a alcanzar importantes logros en los cuatro puntos de su plataforma. Después de todo, las movilizaciones estudiantiles la llevaron a ampliar el foco de su iniciativa educacional más allá de la educación preescolar y no habían introducido un nuevo tema en la agenda, sino potenciado uno ya existente.
Como explico más abajo, la popularidad de Bachelet volvió a incrementarse hacia fines de 2006, favorecida por el crecimiento económico y la disminución del desempleo. Y aunque el gobierno siguió cometiendo errores no forzados y cayó en disputas internas que durante un tiempo desviaron la atención de los cuatro temas de fondo, así y todo la segunda mitad de 2006 resultó ser mucho mejor que los primeros seis meses de gobierno.
Pero en febrero de 2007 el gobierno dio inicio a un nuevo sistema de transporte público en la capital que terminó por descarrilar cualquier intento de controlar la agenda política. Diseñado durante el sexenio de Ricardo Lagos, el Transantiago buscaba modernizar el transporte unificando las tarifas, permitiendo las transferencias entre los buses y el metro y automatizando el cobro de los boletos para que los choferes se dedicaran solo a conducir.
Con el Transantiago, cada cosa que podría haber resultado mal falló. El sistema de transportes capitalino colapsó y la idea de realizar una modernización de tipo big bang –total y aplicada de un día para el otro– terminó en un fiasco. Al igual que muchos chilenos, Bachelet estaba disfrutando de sus vacaciones cuando se inauguró el nuevo sistema. Para una presidenta que había puesto la comunicación y el contacto con los ciudadanos en el centro de su discurso, la implementación del Transantiago constituyó un gran fracaso.
La crisis política que produjo la fallida implementación del Transantiago forzó a Bachelet a realizar un segundo cambio de gabinete en marzo de 2007. Las iniciativas destinadas a corregir los errores de diseño e implementación del sistema produjeron solo resultados parciales. En su segundo discurso anual de rendición de cuentas, Bachelet pidió públicamente perdón por los errores.
Después del colapso del Transantiago, el principal legado del segundo año de gobierno de Bachelet, el gobierno se ha mostrado comprensiblemente renuente a adoptar grandes reformas de políticas públicas. La estrategia parece ser no innovar, no arriesgarse a cometer nuevos errores. Pero esto, como veremos, también puede tener sus costos.
La indecisión
Pese a haber realizado dos importantes cambios de gabinete en sus primeros 18 meses en el poder, Bachelet ha sido cuestionada por su aparente renuencia a tomar decisiones difíciles. Su interés en construir consensos parece a menudo frenarla frente a la necesidad de tomar decisiones en las que muchas veces no es posible encontrar una posición común. El mejor ejemplo de esta indecisión ocurrió antes de que Chile anunciara su voto para el representante de América Latina en el Consejo de Seguridad de la Organización de las Naciones Unidas (ONU), a fines de 2006. Las candidaturas de Guatemala y Venezuela habían dividido a la región. En vez de anunciar a quién apoyaría, Bachelet optó por esperar. Las presiones dentro de la Concertación aumentaron. Mientras la Democracia Cristiana presionaba para rechazar a Venezuela, algunos líderes de izquierda hacían campaña en sentido contrario. Pronto, la indecisión presidencial convirtió el tema en una cuestión de política interna que enfrentó a los partidos de la coalición.
Al final, Bachelet anunció sorpresivamente que Chile se abstendría, dado que no había un consenso regional. Si esa hubiera sido la postura inicial, el anuncio podría haberse realizado meses antes, por lo que la mayoría de los observadores concluyó que Bachelet simplemente no logró decidirse. Al fin y al cabo, la indecisión sembró más dudas sobre su liderazgo que las críticas que hubiera recibido por apoyar a Guatemala o a Venezuela.
Las encuestas han registrado cada uno de los movimientos. Bachelet goza de la cuestionable fortuna de ser la primera presidenta chilena cuyos niveles de popularidad están siendo medidos mensualmente por una prestigiosa empresa, Adimark. Después de una comprensible luna de miel que elevó su popularidad a más de 60%, la aprobación de Bachelet experimentó un declive que se acentuó con las protestas estudiantiles de 2006. La presidenta aprendió que las lunas de miel y los niños son por definición incompatibles.
En diciembre de 2006, Bachelet contaba con más de 50% de aprobación, pero entonces llegó la fatídica puesta en marcha del Transantiago. Como lo muestra el gráfico 2, su popularidad ha experimentado una sostenida caída a partir de marzo de 2007. En julio de ese año, el porcentaje de los que apoyaban su gestión era estadísticamente indistinguible de aquellos que la desaprobaban. En agosto, el nivel de rechazo superó el nivel de aprobación. Dieciocho meses después de asumir el poder, Bachelet enfrenta serios problemas con un electorado que votó mayoritariamente por ella en enero de 2006: es la primera presidenta del periodo democrático cuyos niveles de aprobación han caído tan vertiginosamente en tan poco tiempo.
¿Qué hacer?
Bachelet llegó al poder porque representaba una saludable combinación de cambio (primera mujer en la Presidencia) y continuidad (cuarto gobierno de la Concertación). El problema es que las señales de cambio que ha emitido parecen haber sido más poderosas que las señales de continuidad. Peor aún: las protestas estudiantiles y el caso del Transantiago –que refleja un debilitamiento de la tradicional eficiencia en la implementación de políticas públicas de los gobiernos concertacionistas– constituyen una señal poco atractiva de cambio. Bachelet había prometido un cambio positivo y no uno que terminara con gente marchando en las calles y largas colas de espera frente a las paradas de ómnibus.
Para poder recuperar el sendero del éxito que caracterizó a la gestión anterior, y que indirectamente facilitó su victoria electoral, Bachelet debe volver a la esencia de los gobiernos concertacionistas. La adopción de una economía social de mercado sostenida en la fuerte y disciplinada unidad de sólidos partidos políticos constituye el sello de fábrica de la Concertación. Aunque debe intentar modernizar a la coalición, introducir una mayor inclusión social y diversificar la elite en el poder (que fue precisamente lo que su candidatura mejor simbolizó), la presidenta no puede arriesgarse a debilitar las bases que han permitido a la coalición consolidarse como la mejor alternativa de gobernabilidad en Chile. Con todos sus problemas, la Concertación ha podido ganarse y ha sabido mantener viva la confianza de los chilenos. Bachelet debe, por lo tanto, introducir reformas desde la Concertación, para que su atractiva combinación de cambio y continuidad sea tan exitosa en el gobierno como lo fue durante la campaña presidencial de 2005.
Bibliografía
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