Poblaciones indígenas, ciudadanía y representación
Nueva Sociedad 150 / Julio - Agosto 1997
El 6 de junio de 1990 por la mañana, un quiteño de clase media y en el umbral de los cincuenta años (blanco-mestizo, por ende, miembro de lo que he calificado en otros trabajos de ciudadano del sentido práctico) enciende su televisor mientras, como de costumbre, se sienta a tomar su humeante café con leche; entre sorbo y sorbo sigue de reojo los informativos televisados, como todos los días. Pero esa mañana sucede algo imprevisto; sorprendido no puede sacar los ojos de la pantalla; queda absorto y pensativo. Descubre un hecho social inimaginable para la opinión pública ciudadana desde fines del siglo pasado: grupos, multitudes de mujeres, hombres y niños vestidos de poncho y anaco invaden la carretera panamericana y levantan barricadas; cierran la entrada de varias ciudades; recorren las calles y plazas de las capitales de provincia de la Sierra: exigen la presencia de las autoridades del Estado para que les escuchen y negocien. Son indios. Se cuentan en cientos de miles, un millón, quizás más; manifiestan en los espacio públicos; se manifiestan: hablan. Días luego, encuentro a mi amigo quiteño todavía inquieto por las imágenes que descubrió en la pantalla de su televisor aquella mañana; me confía: figúrate, yo que daba por supuesto que ya no quedaban indios en el país, descubro en la televisión que hay millones; salen de todas partes; viven en la miseria.