Opinión

La «guerra interna» de Daniel Noboa en Ecuador

Elecciones, crueldad y militarismo


abril 2025

Ecuador se encamina a la segunda vuelta electoral, el 13 de abril, en el marco de una deriva militarista por parte del gobierno nacional. El asesinato de cuatro adolescentes afrodescendientes de Guayaquil a manos de militares revela un trasfondo más amplio, marcado por el estado de excepción y la impunidad.

<p>La «guerra interna» de Daniel Noboa en Ecuador</p>  Elecciones, crueldad y militarismo

Según el capítulo Ecuador de la encuesta regional «Participación política de las juventudes en América Latina» de la Fundación Friedrich Ebert (FES), en el país siete de cada diez jóvenes de entre 15 y 35 años han dejado de «ir a plazas y parques» (69%) o de «usar transporte público» (67%) por miedo a la violencia. A su vez, 60% de las personas encuestadas afirmaron haberse abstenido de «asistir a actividades culturales o deportivas» en los últimos dos años. Tal defección del espacio público es mayor entre clases altas y medias que en los estratos populares. El encierro no parece una opción para estos sectores. En Guayaquil, la carencia de espacios recreacionales atraviesa las zonas periféricas de la ciudad. 

Precisamente, los cuatro adolescentes afroecuatorianos desaparecidos el 8 de diciembre de 2024 salieron ese día de su barrio, Las Malvinas, a jugar un partido en el sur de la urbe y no retornaron más. El fútbol era su pasión y lo veían como una vía para sortear la precariedad. En una sociedad en la que las oportunidades para los afrodescendientes -aproximadamente 7% del total de la población, aunque la cifra es discutida- apenas se han ampliado en 45 años de democracia, el fútbol aparece en la tensión entre frágiles proyectos de movilidad, formas de naturalización de las aptitudes deportivas de sus cuerpos y artefacto de legitimación de las desigualdades. Sobre estos espacios de marginación, la violencia se ha desplegado con la mayor brutalidad en estos años. En particular, apenas el presidente Daniel Noboa declaró la existencia de un «conflicto armado no internacional» el 9 enero de 2024, arreciaron las denuncias de abusos militares contra jóvenes empobrecidos y racializados. El decreto encargó al Ejército el restablecimiento del orden y el combate a las «organizaciones terroristas». 

Así, como en múltiples casos, el perfilamiento racial de Steven Medina (11 años), Saúl Arboleda (15 años) y los hermanos Josué (14 años) e Ismael Arroyo (15 años) por parte de un grupo de militares está en el origen de su detención arbitraria y posterior desaparición forzada, tortura y asesinato. En un país con más de 23.000 homicidios intencionales desde 2020, que cerró 2024 con el mayor número de homicidios en la región (39 por cada 100.000 habitantes), ningún otro episodio en lo que va del siglo ha generado igual conmoción que el de «Los cuatro de Las Malvinas». 

La sociedad aún procesa no solo el abominable asesinato múltiple, sino la indiferencia del poder político ante el caso y los intentos del más alto nivel de encubrir a los responsables. Ante la crueldad oficial, y a pesar de las operaciones de estigmatización y acoso en su contra, las familias de los jóvenes asesinados, colectivos afro y organizaciones de derechos humanos ganaron el espacio público para exigir al Estado verdad, justicia y reparación. Un emergente tejido asociativo rasgó así la credibilidad de la «guerra interna» que, a través de la militarización de la seguridad y más allá de sus magros resultados, supo apuntalar la imagen del presidente Noboa de cara a las elecciones de 2025 y dio incluso cierto barniz de legitimidad al bloque de poder diezmado tras la sombría salida anticipada del cargo de de Guillermo Lasso en mayo de 2023.

Ante la creciente demanda de un «hombre fuerte» que gestione la crisis, la escenificación guerrerista dio entidad política a un presidente que se encontró con el poder y que hizo de ella el motor de su ejercicio gubernativo. Ni la serie de denuncias por desapariciones, ejecuciones extrajudiciales, falsos positivos y otros abusos de la fuerza pública, ni los evidentes límites de esa estrategia de seguridad han fisurado el proyecto belicista de Daniel Noboa, de 37 años e hijo del magnate bananero Álvaro Noboa. La intervención de las Fuerzas Armadas para blindar su campaña por la reelección -el actual mandatario fue elegido en 2023 para completar el periodo de Lasso- deja claro que, de triunfar, la política de guerra continuará traccionando, y a mayor escala, el conjunto de la acción estatal. A modo de actos proselitistas, de hecho, Noboa anunció hace poco la contratación de Blackwater, empresa de mercenarios con condenas internacionales, y la instalación de una base militar de Estados Unidos en Galápagos, y se reunió en privado en Miami con Donald Trump para reforzar la cooperación en seguridad. Así, entre la oferta de una violencia extrema y la indiferencia ante las violaciones de los derechos humanos, el presidente encara el balotaje con la candidata del correísmo, Luisa González (Revolución Ciudadana), sin límites a su dominio. El expediente de los adolescentes de Guayaquil ilumina la naturaleza de tal poderío y sus impactos en los comicios.

Desaparición forzada, ejecución extrajudicial

En el último registro con vida que queda de los jóvenes, estos estaban siendo sometidos y humillados por una patrulla de 16 hombres de la Fuerza Aérea Ecuatoriana. La presión para que el gobierno otorgue pistas sobre su desaparición pasó de boca de sus familias y organizaciones de derechos humanos a las redes sociales, las calles y los actores políticos. En su primera reacción, tras dos semanas de las denuncias, el Bloque de Seguridad del gobierno negó la participación de las Fuerzas Armadas en los hechos, inculpó a los grupos del crimen organizado y dijo que los jóvenes habían sido detenidos mientras delinquían. 

El Ministro de Defensa e instructor antiterrorista cerró la alocución ceñido al guión oficial que coloca a sus críticos como enemigos internos: «calificar desde lo político este lamentable hecho como una desaparición forzada es hacerle el juego al crimen organizado». No era la primera vez que las denuncias por violaciones de derechos humanos se retrataban como acciones politizadas propias del bando criminal. Días más tarde (el 23 de diciembre), Noboa dijo que declararía «héroes nacionales» a los jóvenes. ¿Iba a honrar a quienes su gobierno acusaba de delincuentes? ¿Sabía ya el desenlace de los hechos y por eso compensaría a las víctimas con el estipendio establecido en la Ley de Héroes? ¿Quería callar las denuncias? Se anticipaba lo peor.

La Fiscalía General esperó, no obstante, hasta el 31 de diciembre para confirmar que, según las pruebas forenses, los cuatro cuerpos calcinados encontrados días antes cerca de la Base Aérea de Taura correspondían a los menores desaparecidos. El cuadro quedaba más claro: tras su arbitraria aprehensión (la justicia dijo que no delinquieron), los muchachos fueron incomunicados y conducidos fuera de Guayaquil. Más tarde, continuaron las torturas y finalmente fueron asesinados, y sus cuerpos fueron incinerados -para desvanecer evidencia- y luego ocultados cerca de predios militares en una zona rural. Dijo uno de los padres tras el reconocimiento de los cadáveres: «Por sus callos, sus juanetes de pie de futbolista [pude] distinguirlo, porque la cabeza tampoco estaba». 

La crueldad nombra una violencia desbordada. Según los militares, los adolescentes fueron liberados con vida en una carretera a medianoche y allí fueron capturados por alguna banda. Un testigo los vio golpeados y semidesnudos. Para el Comité Permanente por la Defensa de los Derechos Humanos (CDH) de Guayaquil, «la narrativa sobre la participación del crimen organizado [crea] un chivo expiatorio para desviar la atención». El informe de la autopsia, recién presentado a fines de marzo, afirma la existencia de impactos de bala por disparos en la cabeza mientras estaban de espaldas y de rodillas.  

Tras la orden de prisión preventiva (31 de diciembre de 2024) por delito de desaparición forzosa para los 16 implicados, y luego del hábeas corpus a favor de los padres que señaló «responsabilidad estatal», se multiplicaron los intentos del bando militar de desvirtuar las investigaciones y perturbar las audiencias. Se ha intimidado a familiares, a testigos y a las magistradas que conducen el proceso. Los militares actúan desde una posición de fuerza e impunidad enraizada en la nula disposición civil a ejercer los controles que le corresponden y en la vigencia de un estado de excepción permanente justificado en la figura del «conflicto interno». Tal discrecionalidad se redobló con la consulta popular de abril de 2024 que reformó la Carta Magna para que el apoyo de los militares a la Policía en tareas de seguridad interna no requiera una declaratoria de excepcionalidad: 72% del electorado respaldó la reforma propuesta por el Ejecutivo. Así, la militarización de la seguridad perdió carácter extraordinario y entró al cuerpo constitucional. La guerra remodela los órdenes estatales.

Bajo este régimen, el CDH ha documentado 16 casos de desaparición forzada en 2024. Se trata de 27 personas desaparecidas, 9 menores de edad, tras operaciones militares cuyo patrón de intervención combina ingresos a domicilios particulares sin orden judicial; detenciones aleatorias; uso excesivo de fuerza contra detenidos y familiares; irrespeto a los protocolos para tratamiento de menores de edad y humillaciones, entre otros. A la vez, el entorno de los desaparecidos denuncia la obstrucción sistemática de sus denuncias en el sistema judicial. 

En el caso de «los cuatro de Guayaquil», no solo el escuadrón militar guardó información por semanas luego de las denuncias por la desaparición, sino que, dado el escándalo en vísperas de la primera vuelta electoral, se implicaron directamente el ministro de Defensa, el Comando Conjunto y hasta el presidente -con su nula exigencia de cuentas a su gabinete de seguridad-. No sería ese el escenario propicio para que, como esperan los abogados de las familias de los jóvenes, la justicia abra un nuevo expediente por «ejecución extrajudicial», además de aquel por «desaparición forzada». Otras voces hablan de crimen de Estado. 

Con la invasión de la fuerza pública a la Embajada de Ecuador en México, ordenada por Noboa para detener al ex-vicepresidente Jorge Glas, quedó claro que el presidente no calibra sus decisiones guardando apariencia de respeto a normas de cualquier índole. Es improbable entonces que hacia adelante pueda verse persuadido por los diversos organismos internacionales -ver, por ejemplo, el pronunciamiento de la  Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH)- que exigen al Estado claridad sobre la participación militar en la desaparición y asesinato de los jóvenes de Guayaquil. Es más, cuando en mayo de 2024 Human Rights Watch denunció las violaciones de derechos humanos en Ecuador, el viceministro de gobierno, Esteban Torres, rechazó el reporte recurriendo al relato conspiranoico de la extrema derecha global sobre la cercanía entre George Soros y organizaciones civiles: «Atrás de esa ONG está Soros, que promueve en todo el mundo la desorganización de las sociedades y la  penetración de grupos irregulares escudados en temas de derechos humanos». Ya era abierto ahí el desprecio del gobierno por los derechos humanos y el señalamiento de sus defensores como «protectores de bandidos». 

Negacionismo y política de la crueldad

En una de sus dos alusiones al crimen de Guayaquil, el presidente dijo en X que «no habría impunidad». Oficial y oficiosamente, empero, el gobierno no ha cesado de desestabilizar las investigaciones y desprestigiar a los querellantes. Se combinan allí tres líneas de acción -negacionismo de los hechos, amenazas a jueces y estigmatización racista de las víctimas y sus entornos-, sostenidas en el tácito acuerdo de impunidad del eje cívico-militar y su capacidad intimidatoria. Como arma política de primer orden, el miedo compone, en palabras de Rita Segato, una «pedagogía de la crueldad» que, al normalizar la usual violencia del Estado, ataca las vías de politización del dolor y busca desterrar todo signo de sensibilización con el sufrimiento de los otros. Noboa nunca dio condolencias públicas, no ofreció apoyo a las familias ni mostró alguna consternación por el caso.

Después de negar la participación militar en el episodio e inculpar al crimen organizado, las Fuerzas Armadas han insistido en que se trataba de jóvenes que delinquían. Ante el señalamiento de que la aprehensión fue irregular, aludieron a «errores de procedimiento». A la vez, sin disimular el estereotipo racial que invocaba, la defensa de los militares explicó dichos «yerros» diciendo que «no parecían niños… uno era muy alto». La adultización ha sido identificada como razón de la discriminación, violencia y disciplina excesiva que soportan jóvenes afro en diversos contextos. Hace parte además de una ideología justificatoria de la explotación de sus cuerpos percibidos como amenazantes pues contradicen la «normalidad» en materia de infancia y género. La desposesión de los niños afro de su condición de tales, sobre la base de atribuciones racistas sobre corporalidades bajo sospecha, les resta toda protección en contextos de violencia reforzada como el que vive el país. Aquello es más dramático cuando, como lo admitió uno de los oficiales arrestados, los militares desconocen los protocolos a seguir en sus patrullajes: «Salimos a la calle por orden de arriba, no porque estamos capacitados». «Arriba», sin embargo, tampoco hay claridad. Distintos marcos y órdenes se yuxtaponen en la conducción de la «guerra». Si el derecho internacional humanitario rige en un «conflicto armado interno» -para proteger a quienes no intervienen en las confrontaciones-, el enmarcado antiterrorista del gobierno autoriza una violencia indiscriminada contra difusos enemigos internos. Nadie sabe bien qué distingue a la «delincuencia común» de las «bandas criminales». De hecho, en agosto de 2024 Noboa dispuso actualizar los manuales operativos de la Ley sobre el Uso Legítimo de la Fuerza que permite abrir fuego incluso en situaciones de amenaza delictual simple. Paradójicamente, esa ley señala que no rige para las Fuerzas Armadas en caso de «conflicto interno»  (artículo 2). Para un ex-comandante del Ejército, la ambigüedad del comando político del conflicto hace que los militares no tengan un régimen al que ceñirse. 

Precisamente, cuando la justicia determinó el caso como una desaparición forzada bajo responsabilidad del Estado, aludía a errores y omisiones en el comando de las operaciones de «guerra» y no solo a «excesos» de la tropa. Tras la sentencia, el gobierno arrancó una nueva ofensiva. Con apoyo de trolls e influencers, instaló la tesis de que no cabe indulgencia con menores de edad pues esa condición facilita la impunidad de los ilícitos en que son involucrados. El primer debate presidencial reprodujo esta tesis al indagar si cabe juzgar a menores delincuentes como adultos. 

Se justificaba así el crimen de los jóvenes de Las Malvinas desde una gramática penal contraria a la protección especial a niños y adolescentes y que procura mayores sanciones para ellos. La idea, usual en la región, ha ganado eco en Ecuador con la recurrente práctica de reclutamiento de menores por el crimen organizado. Eliminar los beneficios penales de tales categorías, sostiene el relato punitivista, desincentivaría a las bandas a engancharlos. El reclutamiento forzado concierne, no obstante, territorios de marginamiento y debacle de los servicios públicos. En tal vacío estatal los grupos del crimen organizado toman control del espacio y afirman técnicas extorsivas sobre las familias mientras proveen recursos y «protección» a los jóvenes. Hay ya reportes de desplazamiento forzado interno en barrios dominados por las bandas y donde adolescentes afro cambian de domicilio para evitar su captura por aquellas o por la policía. Un caso emblemático es el de Socio Vivienda 2, Guayaquil, donde el 6 de marzo de 2025 -en plena campaña- se registró una masacre con más de 22 personas muertas. Según el Fondo de las Naciones Unidas para la Infancia (Unicef), la tasa de homicidios de menores creció 604% entre 2019 y 2023. Escenarios de juvenicidio no solo aluden a la constante eliminación de jóvenes, sino a una condición límite en la que determinados procesos de precarización y estigmatización identitaria facultan el sacrificio de ciertas vidas. El triple negacionismo oficial del caso -«no fuimos nosotros (Fuerzas Armadas)», «no es delito apresar delincuentes», «no eran niños»- sitúa a los jóvenes excluidos y racializados en una zona de sacrificio. 

Tras aludir a la condecoración a los menores, Noboa solo se refirió al caso obligado por el debate presidencial del 19 de enero de 2025. Uno de sus contrincantes le preguntó si sabía el nombre de los adolescentes asesinados y lo conminó a «pedir disculpas». No lo hizo. No era la primera vez, sin embargo, que el presidente había mostrado absoluta frialdad y desapego ante los males de la República.

Así, en medio del clamor por localizar a los adolescentes, Noboa publicó en sus redes, el 29 de diciembre, sus nuevos tatuajes de cuatro aves fénix realizados por un tatuador de Hollywood. Los representan a él en tiempos difíciles y a sus hijos que siguen el ejemplo de quien «cae, se levanta y continúa», posteó en Instagram. Plan Fénix es como el gobernante denomina a su estrategia de seguridad. Si bien no se han conocido detalles del plan, desde la «declaratoria de guerra» quedó claro que el asedio a jóvenes habitantes de «zonas rojas» es una de sus aristas. Las primeras imágenes virales del despliegue militar mostraban decenas de operativos de perfilamiento racial seguidos del sometimiento y agresión a «sospechosos». Como el presidente, muchos portaban el tatuaje de algún animal. Aquello reforzaba el estigma delincuencial (las mayores bandas organizadas tienen como símbolo animales salvajes) que, a ojos de militares y policías, ya les confería su apariencia y color de piel. De inmediato creció la demanda por borrar tales marcas. Con su muestra hollywoodense de fin de año, Noboa mostraba su indiferencia con el caso y remarcaba las jerarquías de clase, género y raza que, en tiempos de guerra, autorizan solo a determinados cuerpos a circular públicamente. Otra fotografía en festejos playeros junto a su esposa circuló el 1 de enero mientras en Las Malvinas tenía lugar el cortejo fúnebre transformado en verdadero acto de resistencia de la comunidad. En medio de la herida colectiva, con la exhibición de su cuerpo reluciente entre tatuajes y fiestas, Noboa elevaba el espectáculo de la crueldad al escalón más alto de la desvinculación, la negación del dolor ajeno y la necesidad de ritualizar la muerte.

En enero de 2025 se cumplió el plazo que dio la justicia a la cartera de Defensa para que ofrezca disculpas a los familiares de Ismael, Josué, Saúl y Steven. El ministro aprovechó la ocasión para intimidar a la jueza que dictaminó la sentencia. Denunció incluso acoso a los militares: «Señora jueza, he cumplido con lo que dispuso a pesar de que llegaremos hasta las últimas consecuencias para que se sancione su actuación… no permitiré que esto se utilice para arrodillar a las Fuerzas Armadas… debe investigarse la narrativa de derechos humanos como instrumento de persecución». A los gritos, el gobierno invertía las cargas, tomaba el lugar de víctima y representaba a los adolescentes como puro instrumento de una ofensiva en su contra. En la reiteración del embate directo contra las organizaciones defensoras de derechos y en el desprecio por las mediaciones diseñadas para mantener la violencia a distancia, la crueldad toma forma política. El enemigo interno se extiende allí a todos los planos. En esos días las granjas oficiales sugerían que en el cortejo barrial de «los cuatro de Guayaquil» se escucharon disparos y se usaron motos como en los funerales narco, lo que fue puesto en cuestión por algunos medios críticos. El tejido vecinal, comunitario y asociativo que sostuvo la denuncia quedaba bajo sospecha. 

Militarización

Días antes de la amenazante disculpa del ministro de Defensa, el Comando Conjunto se arrogó funciones de interpretación jurídica para dejar sentado su alineamiento con el decreto en que Noboa designó a una nueva vicepresidenta, tras el desplazamiento ilegal de la vicepresidenta Verónica Abad. 

Esto es especialmente relevante en época electoral, pues según la Carta Magna quien ocupe ese cargo de elección popular reemplaza al presidente en su ausencia. Tal cosa debía suceder desde el 5 de enero -inicio del periodo electoral- ya que, para garantizar igualdad entre las candidaturas y evitar usos proselitistas de recursos públicos, la ley establece que quienes opten por la reelección inmediata al mismo cargo deben tomar licencia sin remuneración desde el inicio de campaña. El gobierno, no obstante, puso en duda la prescripción y habló de la no necesidad de acatarla, pues sus candidatos no harían proselitismo. Finalmente, en franco desacato, Noboa entró y salió de campaña bajo la figura de licencias por días. En su «ausencia», lo reemplazó la vicepresidenta nombrada por él, no la elegida en 2023 como parte del binomio presidencial. Así, entre el silencio y las tardías resoluciones de la Corte Constitucional y los órganos electorales y el rechazo del arco político, las Fuerzas Armadas blindaron el arranque de la campaña del candidato-presidente. 

Aunque diversos sectores interpretan la entente de Noboa y los militares como un puntual «intercambio de favores» para navegar la crisis por el caso de los «cuatro de Las Malvinas», desde 2018, durante el gobierno de Lenín Moreno (2017-2021), militares y policías ganaron centralidad en la gobernabilidad del nuevo ciclo estatal. 

Desde entonces, junto con el control de las operaciones en territorio -relegando a la Policía como fuerza auxiliar-, las Fuerzas Armadas han amplificado su voz como actores políticos. Deliberantes en diversas coyunturas y proyectándose como árbitros del conflicto entre civiles, han intervenido incluso directamente en los recientes comicios emitiendo opiniones sobre las candidaturas incómodas para el poder y arrogándose funciones de control. 

Ya en la consulta popular de 2024 se hizo visible un sistema de información electoral paralelo en manos de las Fuerzas Armadas. El informe de Organización de Estados Americanos (OEA) sobre la primera vuelta de 2025 refiere al asunto e insta a que los oficiales no fotografíen las actas de escrutinio, pues esa práctica excede sus facultades institucionales. Hacia el segundo turno, no obstante, el Bloque de Seguridad del gobierno consiguió que el Consejo Nacional Electoral (CNE) prohibiera que la ciudadanía sufrague con celular en mano para que no haga público su voto. La decisión responde a una denuncia que lanzara Noboa, sin pruebas, sobre supuestas extorsiones de grupos criminales para forzar el voto por Luisa González. La transparencia del balotaje está en duda. La misión de la Unión Europea ya ha manifestado su preocupación al respecto.

La inocultable repolitización de las Fuerzas Armadas acompaña la crisis de legitimidad de una elite cuya permanencia en el poder es ya indisociable no solo de los usuales pliegues del neoliberalismo autoritario, sino también del recurso abierto a la guerra y la violencia como reguladores de lo social, artefactos de disciplinamiento a través del miedo, y palancas de acumulación y control de territorios.  

Hundir la causa de los «cuatro de Las Malvinas» no es entonces solo un modo de encubrir al bando militar y a los comandos civiles en los tribunales. Concierne la preservación del «conflicto armado interno» como terreno de excepción para reproducir los órdenes estatales que, mientras se dislocan de las grandes necesidades sociales, sostienen los engarces político-financieros que conectan economías autorizadas y criminales supuestamente perseguidas. El contraste entre los miles de operativos de seguridad en zonas marginadas y racializadas (65.000 presos hasta noviembre de 2024) y el desinterés por consolidar estructuras de seguimiento del blanqueo de capitales pone de manifiesto la selectiva permisividad de las intervenciones estatales, que la guerra busca ocultar. 

Aunque aún es borrosa la cuadratura de poder para desarmar la política de guerra -incluso si Revolución Ciudadana vuelve al poder- las demandas de sus principales víctimas ya alcanzaron al arco partidario y alimentan las opciones del cambio: la Asamblea Popular Plurinacional selló el respaldo de la Confederación de Nacionalidades Indígenas del Ecuador (CONAIE), el Movimiento Pachakutik y las izquierdas a Luisa González y reinvidicó la derogatoria del decreto de «guerra interna». Un primer paso está dado.

Artículos Relacionados

Newsletter

Suscribase al newsletter

Democracia y política en América Latina