Neoliberalismo y teoría económica
Nueva Sociedad 221 / Mayo - Junio 2009
El Estado y el mercado son instituciones complementarias. El Estado –el sistema constitucional y la organización o aparato que lo garantiza– es la principal institución que coordina las sociedades modernas, el principal instrumento a través del cual las sociedades democráticas moldean el capitalismo para poder alcanzar sus objetivos políticos. El mercado es una institución basada en la competencia que, bajo la regulación del Estado, contribuye a la coordinación de la economía. Desde fines de los 80, el neoliberalismo lanzó un asalto al Estado (y también al mercado) desde la teoría neoclásica y la teoría de la elección pública, que se convirtieron en una metaideología de la época. Aunque el ataque fue feroz, la actual crisis económica confirma la necesidad de reconstruir el Estado y buscar una nueva complementariedad con el mercado.
La idea de un mercado autorregulado implicaba una auténtica utopía. Una institución como esa no podía existir de forma duradera sin aniquilar la sustancia humana y natural de la sociedad, sin destruir físicamente al hombre y transformar su ambiente en un desierto.Karl Polanyi, 1944La oposición entre Estado y mercado se transformó en un problema desde los 80 y 90, cuando el neoliberalismo adquirió tal hegemonía que este planteo comenzó a parecer natural y legítimo. A través de esa oposición, dos instituciones que por su propia naturaleza son estructuralmente complementarias fueron colocadas en el mismo plano. El Estado, en efecto, es el sistema constitucional-legal y la organización que lo garantiza; es, por lo tanto, la institución fundamental de cada sociedad, la matriz de las demás instituciones, el principio coordinador o regulador con poder sobre toda la sociedad, y el aparato político que ejecuta ese poder. Es a través de la ley o del orden jurídico como se coordinan las acciones sociales, y es mediante la administración pública como se garantiza esa coordinación. El mercado, en cambio, es una institución más limitada, pero también fundamental: es el mecanismo de competencia económica regulado por el Estado que logra una coordinación relativamente automática entre las acciones económicas; es la institución que complementa la coordinación más amplia realizada por el Estado.
No tiene sentido, por lo tanto, oponer Estado y mercado. Podemos señalar los problemas del Estado y podemos entender que determinadas actividades se pueden coordinar mejor si el Estado limita su presencia en el mercado. Lo que no podemos es ver las dos formas de coordinación como alternativas: el Estado siempre regulará los mercados. La responsabilidad final por la buena o mala coordinación no será del mercado, que no tiene voluntad, sino de la sociedad, que a través de sus formas de organización política –la sociedad civil o nación– constituye su Estado (y, en el Estado democrático, elige su gobierno).
Las sociedades modernas son sociedades capitalistas organizadas territorialmente en países o Estados-nación soberanos. Actualmente, en el marco del capitalismo global, desaparecieron los imperios y las áreas ocupadas por tribus y clanes, y todo el planeta está cubierto por Estados-nación que constituyen un gran sistema político mundial. Por otro lado, a medida que los países abrieron sus mercados al comercio, la globalización transformó el mundo en un gran mercado, en un gran sistema económico cada vez más integrado. En este gran sistema político y económico, las unidades son los Estados-nación, cada uno de ellos constituido por una nación o una sociedad civil, un Estado y un territorio. En este contexto, un país desarrollado desde el punto de vista económico, social y político es un país cuya nación tiene a su servicio un Estado fuerte y capaz, que a su vez regula un mercado libre y eficiente. Estado y mercado son, por lo tanto, instituciones de la sociedad; son sus instrumentos de acción colectiva, son las herramientas principales de cada sociedad para alcanzar sus objetivos. El instrumento fundamental es el Estado; el mercado lo complementa. Cuanto más fuerte sea una institución, más fuerte será la otra.
Neoliberalismo
No es posible pretender aumentar el poder del mercado a expensas del debilitamiento del Estado, como pretendió irracionalmente el neoliberalismo. Esa ideología –asociada a teorías económicas y políticas aparentemente científicas– inició un verdadero asalto al Estado democrático y social que había comenzado a establecerse desde el New Deal en Estados Unidos y que se consolidó, principalmente en Europa, luego de la Segunda Guerra Mundial. Pero también el mercado fue asaltado: ante la falta de regulación, dejó de cumplir su función en la sociedad y comenzó a degradarse.
Los neoliberales probablemente dirán que la ideología dominante en los últimos 30 años –transformada en sentido común– no buscaba el debilitamiento del Estado: solo buscaba retirarlo de la esfera productiva; es decir, que dejara de ser un «Estado productor» para transformarse en un «Estado regulador». De hecho, una parte del discurso neoliberal descansaba en este argumento. Pero era un discurso vacío, un clásico discurso orwelliano en el sentido de que lo que se dice es lo opuesto a lo que se pretende significar. El papel fundamental del Estado es, de hecho, el de regulador. Pero también puede ser protector, inductor, capacitador (enabling) y, en las fases iniciales de desarrollo económico, productor. El neoliberalismo, por supuesto, no deseaba un Estado con estas últimas cualidades, pero tampoco quería un Estado regulador. El objetivo era desregular en vez de regular.
Para el neoliberalismo, el Estado debía ser un Estado «mínimo», lo que significaba al menos cuatro cosas: primero, que dejara de encargarse de la producción de determinados bienes básicos relacionados con la infraestructura económica; segundo, que desmontara el Estado social, es decir, el sistema de protección a través del cual las sociedades modernas buscan corregir la ceguera del mercado en relación con la justicia social; tercero, que dejara de inducir la inversión productiva y el desarrollo tecnológico y científico (que dejara de liderar una estrategia nacional de desarrollo); y cuarto, que dejara de regular los mercados y, sobre todo, los mercados financieros, para que se autorregularan. La propuesta más repetida fue la desregulación de los mercados. ¿Cómo era posible, entonces, hablar de un Estado regulador? Más sincero habría sido decir «Estado desregulador». Lo que se pretendía era, en efecto, un Estado débil, que convirtiera la economía en el campo de entrenamiento de las grandes empresas.
El neoliberalismo fue la ideología hegemónica desde el comienzo de la década de 1980 hasta el inicio de 2000. Fue la ideología adoptada y promovida por los gobiernos estadounidenses a partir de Ronald Reagan. Desde inicios del nuevo siglo, sin embargo, la intrínseca irracionalidad del neoliberalismo, su fracaso en promover el crecimiento económico de los países en desarrollo, su tendencia a profundizar la concentración del ingreso y a aumentar la inestabilidad macroeconómica demostrada por las continuas crisis financieras de los 90, constituyen indicadores de su agotamiento. Pero fue el crash de octubre de 2008 y la crisis actual, que obligó al Estado a intervenir fuertemente para salvar bancos, empresas y familias endeudadas, la señal definitiva del colapso de esa ideología: el fin de su hegemonía. Al final, el tan despreciado Estado era llamado para salvar al mercado. El neoliberalismo es hoy una ideología muerta. ¿Estaré siendo injusto con el neoliberalismo? Como siempre fui crítico de esta corriente, traigo a colación el testimonio de Francis Fukuyama, un conservador pero no un neoliberal que, en La construcción del Estado: gobierno y organización en el siglo XXI1 (2004), ensaya una fuerte crítica a la política neoliberal impulsada por EEUU en los países menos desarrollados, principalmente los africanos. En su libro, Fukuyama demuestra cómo esa política llevó al debilitamiento de los Estados y cómo un Estado débil deriva en un Estado fracasado (failed state)2. Por supuesto, los Estados-nación fracasados son casos límites, pero son los casos límites los que aclaran las situaciones ambiguas.
El neoliberalismo suele definirse como un liberalismo económico radical, como la ideología del Estado mínimo y de los mercados autorregulados. Estas definiciones son correctas, pero la primera presenta un problema grave. Al final, tanto el liberalismo político como el económico fueron conquistas sociales –y hubo muchas formas de liberalismo radical que no tenían nada de neoliberales3–. Por lo tanto, creo que es conveniente definir el neoliberalismo comparándolo históricamente con el liberalismo. El liberalismo era, en el siglo XVIII, la ideología de una clase media burguesa en lucha contra la oligarquía de los señores de la tierra y de las armas apoyados por un Estado autocrático. Por eso, caracterizar el neoliberalismo, una ideología reaccionaria, como un liberalismo económico radical, no parece adecuado, porque el liberalismo radical del siglo XVIII o comienzos del siglo XIX era revolucionario. En rigor, el neoliberalismo es la ideología que los sectores más ricos de la sociedad utilizaron a fines del siglo XX contra los pobres y los trabajadores y contra el Estado democrático social. Es, por lo tanto, una ideología eminentemente reaccionaria. Una ideología que –apoyada en la teoría económica neoclásica de las expectativas racionales, en el nuevo institucionalismo y en las versiones más radicales de la escuela de la elección racional– montó un verdadero asalto político y teórico contra el Estado y los mercados regulados. Si comparamos estos 30 años neoliberales con los inmediatamente anteriores, veremos que, en los países ricos, las tasas de crecimiento fueron menores, la inestabilidad económico-financiera aumentó y la renta se concentró, mientras que en los países en desarrollo que aceptaron esa ideología las tasas de crecimiento resultaron insuficientes para alcanzar a los países desarrollados (catching up).
Estado
El Estado es la gran construcción institucional de las sociedades. Hegel fue el primero en comprender este hecho y en verlo como la cristalización de la razón, como el momento más alto de la racionalidad humana. Tenemos dificultades para entender esta afirmación porque en general vemos a nuestros Estados como instituciones normativas imperfectas que siempre necesitan reformas (en el sistema constitucional-legal) y como instituciones organizativas pobladas de funcionarios y políticos llenos de problemas, tanto administrativos como éticos (en el aparato del Estado o administración pública).
Pero esta diferencia entre el proyecto y la realidad no le quita al Estado su naturaleza de producto de la voluntad humana, de búsqueda mediante la racionalidad. Mientras una economía y una sociedad sin Estado son el reino de la necesidad, el Estado es el reino de la libertad y la voluntad humanas. En la economía y en la sociedad, cada uno defiende sus intereses y, solo en forma secundaria, colabora con los demás; ambas cosas se realizan de manera desordenada. No existen objetivos comunes ni hay elecciones colectivas. Por eso, cuando los economistas que se autodenominan «liberales» buscan desarrollar teorías sobre la sociedad y la economía sin considerar el Estado y la política, terminan cayendo inevitablemente en el vicio del determinismo. Un determinismo propio de las ciencias naturales, pero que atrae a los economistas en la medida en que vuelve su ciencia más «científica», aparentemente más precisa y con mayor poder de explicación. En realidad, la economía, convertida en una disciplina determinista gracias a simplificaciones radicales respecto del comportamiento humano, resulta engañosa, porque existe un elemento de libertad e imprevisibilidad en cada ser humano y porque el comportamiento social no es la mera suma de los comportamientos individuales. Reunidos en sociedad, los individuos comparten valores y creencias y construyen instituciones que cambian los patrones de comportamiento social. Es a través de la construcción del sistema constitucional-legal dotado de legitimidad y efectividad (el Estado) y a través de las demás instituciones sociales como los ciudadanos transforman su sociedad de acuerdo con esos valores.
Por lo tanto, para intentar entender la sociedad y la economía debemos considerar también el Estado, el gobierno y las demás instituciones que lo integran. Como dice Karl Polanyi, «el liberalismo económico leyó erróneamente la Revolución Industrial porque insistió en analizar los acontecimientos sociales desde el punto de vista económico», porque creyó en la «espontaneidad» del cambio social ignorando «las verdades elementales de la teoría política y la competencia para gobernar (statecraft)» 4. Incluso si están preocupados por sus propios intereses, los ciudadanos son libres cuando también se muestran capaces de regular la sociedad y la economía, organizar el bien común, construir su nación y su Estado; en síntesis, cuando pueden cambiar para mejor su destino. El éxito en esta tarea es, desde luego, siempre relativo, pero si creemos en el progreso podremos rechazar las visiones pesimistas y pensar que el reino de la libertad va, poco a poco, imponiéndose al reino de la necesidad, y que los hombres, a través de la construcción del Estado, van gradualmente dando forma a sociedades más prósperas, libres, justas y cuidadosas del ambiente. El Estado social –o Estado de Bienestar– que las sociedades europeas, principalmente las escandinavas, construyeron, está lejos de ser el paraíso, pero es una señal significativa del progreso alcanzado.
El Estado, como orden jurídico, es la realización concreta de la libertad y la razón humanas. Es nuestro instrumento de acción colectiva por excelencia. Pero es un instrumento imperfecto, no solo porque somos imperfectos sino porque ese «nuestro» jamás se identifica con el de todos, ni con la voluntad general de Rousseau. En cada sociedad necesitamos saber quién es el «nosotros» que construye el Estado y lo usa como instrumento para alcanzar sus objetivos. Cuando Marx y Engels, en el Manifiesto comunista, definieron el Estado como «el comité ejecutivo de la burguesía», se estaban desvinculando del Estado. Le estaban negando racionalidad y legitimidad. Y tenían razón, porque el Estado de aquella época era autoritario y liberal: afirmaba la libertad individual pero negaba la libertad política de votar y ser votado –de participar en el gobierno–. Y también tenían razón en la medida en que las dos formas mediante las cuales la sociedad se organizaba políticamente para determinar las acciones del Estado –la nación y la sociedad civil– eran ellas mismas autoritarias, en la medida en que todo el poder estaba concentrado en una burguesía emergente y una aristocracia decadente. Pero incluso en aquella época –o en aquella fase del desarrollo– la constitución de un Estado-nación pasaba también por la lucha de los pobres y de los trabajadores, ya que la burguesía en ascenso los necesitaba para alcanzar la independencia o la autonomía nacional; es decir, para formar su propio Estado-nación. Entonces, aun cuando no resultarían los más beneficiados por la construcción del Estado-nacional, los trabajadores sabían que ese sería –o podría ser– su instrumento de acción colectiva. Por eso, lucharon por la construcción del Estado y luego por la forma democrática de ese Estado. En este sentido, hay que comprender que la democracia no existe independientemente del Estado: la democracia es el régimen político basado en el derecho a la participación popular en el gobierno de un Estado. Los países más desarrollados poseen un Estado democrático y social porque no solo el propio Estado, sino también la sociedad civil y la nación se democratizaron internamente, porque la desigualdad económica y política disminuyó. En las sociedades de este tipo, los trabajadores y los pobres, aun cuando continúen teniendo menos peso que las elites, han logrado alcanzar alguna participación en la definición de los rumbos de la acción colectiva.
El Estado moderno regula los mercados desde su primera forma histórica, el Estado absoluto. Este surgió de la alianza de las oligarquías terratenientes y militares con la naciente burguesía. Poco después se constituyó el Estado liberal, una conquista de la burguesía. La democracia liberal de EEUU y la democracia social de Europa no nacieron de las elites, sino del pueblo. Las elites burguesas estaban satisfechas con el Estado liberal, con el Estado que garantizaba sus derechos civiles. Quienes pidieron participación en la política fueron los pobres y los trabajadores. De allí resultó, en un primer momento, el Estado democrático-liberal y, después de la Segunda Guerra Mundial, sobre todo en los países europeos, el Estado democrático social. En ese proceso de transición y consolidación democrática, al contrario de lo que sucedía con las elites oligárquicas precapitalistas que rechazaban de plano la democracia, las elites burguesas no impusieron un veto absoluto a la democratización, ya que comprendieron que podrían continuar apropiándose del excedente económico aun sin el control directo del Estado5. El Estado democrático hoy existente –ya sea en su forma puramente liberal, sea en la forma social o de bienestar más avanzada– es una conquista de los pobres, de los trabajadores y de la clase media. Y tiene siempre como uno de sus roles fundamentales la regulación de los mercados.
Mercado
El mercado es una institución más modesta que el Estado. Es un mecanismo de coordinación basado en la competencia. No contiene la definición de metas u objetivos, que van siendo definidos por los competidores durante el proceso competitivo. El mercado carece de una autoridad o un poder administrativo que defina sus metas y establezca los medios para alcanzarlas. Cada empresa y cada individuo es un competidor que toma sus propias decisiones de forma independiente. Por esas razones, el mercado es una institución maravillosa. Sin él, sería imposible coordinar los grandes y complejos sistemas económicos que produjo el capitalismo. Solo a través del mercado –y, por lo tanto, de la competencia de precios– es posible lograr una asignación razonablemente eficiente de los recursos humanos y materiales. A través de la competencia y de la tendencia a la igualdad de las tasas de ganancia, el mercado asigna los factores de producción de manera satisfactoria. Si la oferta de capital, trabajo o conocimiento en un determinado sector es menor que la demanda, los precios aumentan en el corto plazo, pero en el mediano plazo los factores de producción se redireccionan hacia esa mayor demanda y los precios vuelven a equilibrarse. Los economistas clásicos ya demostraron cómo, por medio de este mecanismo, el modelo de equilibrio parcial de Alfred Marshall se volvía aún más claro y transparente.
La libertad económica y la creatividad técnica y empresarial, cruciales para el desarrollo de las sociedades complejas, solo son compatibles con la coordinación a través del mercado. En las fases iniciales del desarrollo económico, la intervención del Estado es indispensable para la acumulación primitiva necesaria para la revolución industrial y capitalista. La industrialización de Japón, a fines del siglo XIX, fue dirigida por el Estado, pero ya en 1910 el país privatizó su industria manufacturera. La Unión Soviética y China se desarrollaron inicialmente a través de la inversión estatal. Sus dirigentes pensaban que estaban realizando una revolución socialista cuando, en realidad, estaban cumpliendo la primera fase de la revolución capitalista. La Unión Soviética fracasó en su competencia con EEUU porque su régimen estatal, orientado a construir las bases de la infraestructura económica, se reveló inadecuado para una etapa más avanzada de desarrollo económico. En América Latina, países como Brasil y México lograron establecer una amplia infraestructura económica a través de la acción directa del Estado y de las empresas estatales, pero luego trataron de abrir sus economías a la iniciativa privada y asegurar la coordinación por el mercado.
Pero esa institución maravillosa que es el mercado es también imperfecta, tanto o más que el Estado. Es imperfecta porque es ciega a los valores políticos y humanos fundamentales: la libertad, la justicia, la protección del ambiente. Es ciega, además, a la eficiencia económica que la justifica. En ciertos momentos, el mercado se vuelve increíblemente ineficiente. Esto es así especialmente en tiempos de crisis: el mercado deja de coordinar para descoordinar, para establecer el desorden. Y no podría ser de otra manera, ya que el mercado es el reino de la economía y, como ya señalamos, la economía es el reino de la necesidad, no de la libertad.
La teoría económica es la ciencia del mercado o, mejor dicho, es la ciencia del mercado regulado por el Estado. Es, por lo tanto, una economía política. Los economistas siempre se sintieron tentados a declarar su independencia en relación con el Estado. En los tiempos de Adam Smith y Thomas Malthus, esta aspiración de autonomía tenía sentido, porque el Estado mercantilista era también un Estado autocrático que muchas veces provocaba más distorsiones que correcciones en el sistema económico. Y también tenía sentido asociar a la teoría económica con el liberalismo, porque la burguesía naciente necesitaba un mayor espacio de libertad para desarrollar sus emprendimientos. Sin embargo, los economistas clásicos eran lo suficientemente realistas como para comprender que su teoría no era apenas económica, sino también política. En otras palabras, que el Estado no era un obstáculo, como afirmaría después el neoliberalismo, sino una parte integral del sistema económico.
El asalto teórico
En los últimos 30 años, una coalición entre ricos inversores y una clase media de brillantes profesionales financieros utilizó el neoliberalismo como un instrumento ideológico para su enriquecimiento. No discutiré aquí cómo esa coalición se formó, dominó inicialmente el pensamiento económico de EEUU y Gran Bretaña y cómo, poco después, se transformó en un instrumento del sector más rico de la población. Tampoco me detendré en el análisis de cómo las finanzas, tan necesarias para el buen funcionamiento de un sistema económico, se transformaron en «financierización» (un proceso de creación de riqueza financiera ficticia y de apropiación de una parte considerable de esa riqueza por financistas profesionales). Lo que interesa en esta discusión sobre el Estado y el mercado, además de establecer la relación básica de complementación y jerarquía entre esas dos instituciones, es comprender cuál fue el papel de algunas escuelas de pensamiento en ofrecer los instrumentos esenciales para el asalto neoliberal contra el Estado.
El episodio más conocido en los orígenes del neoliberalismo es la formación, en 1950, en Mont Pelerin, Suiza, bajo el liderazgo de Friedrich Hayek, del grupo de grandes intelectuales liberales, entre los que se encontraba también Karl Popper, Ludwig von Mises y Milton Friedman. Esta reunión, no obstante, fue solo un antecedente. El neoliberalismo aparecerá con toda su fuerza en la ciencia económica en 1960, en EEUU, y se expresará de forma clara en cuatro corrientes de pensamiento: la teoría económica neoclásica; el nuevo institucionalismo basado en los costos de transacción; la teoría de la elección pública (public choice); y la teoría de la elección racional (rational choice). Como veremos a continación, esas cuatro teorías definieron una visión reduccionista del Estado y de la política. La teoría económica neoclásica buscó demostrar la inutilidad de la acción reguladora del Estado; el nuevo institucionalismo intentó transformar el Estado en un «segundo mejor» (second best) en relación con el mercado; la teoría de la elección pública transformó el Estado en una organización intrínsecamente corrupta; y las versiones más radicales de la elección racional redujeron la política a un juego de ganancias y pérdidas en el mercado.
Los economistas nunca consiguieron separar con claridad ciencia de ideología. Por eso no resulta sorprendente que los economistas ahora denominados «neoclásicos» decidieran cambiar el nombre de la ciencia económica, de «economía política» a «economía» (economics), de modo que la separación entre economía y política, entre mercado e ideología, quedara finalmente clara. Así, la economía pasaba a ser una ciencia «pura». Con ese cambio, reconocían que el campo o la esfera económica finalmente había alcanzado un razonable grado de independencia en relación con el resto de la sociedad, lo que permitía definir una ciencia aparte.
Lo que no advirtieron es que eso no justificaba una teoría económica «pura». Tampoco observaron que en realidad estaban siendo más ideológicos que nunca ya que, al pretender esa pureza, estaban escondiendo el elemento político esencial de la economía. La ciencia económica neoclásica daba un paso a ciegas hacia la ideología. Esa teoría, en la segunda mitad del siglo XX, transformó el modelo del equilibrio general de Marshall en una imagen «ideal-realista» del sistema capitalista6. La teoría macroeconómica de las expectativas racionales demostró que no había necesidad de una política económica para corregir el ciclo económico. Como esa nueva macroeconomía había probado ser consistente con el equilibrio general, los modelos de crecimiento demostraron lo mismo. En todo ese gran sistema teórico, el principal criterio de verdad no era el ajuste a la realidad y la capacidad de previsión, como exige una ciencia sustantiva natural o social, sino la coherencia interna, que es el criterio propio de las ciencias metodológicas. Para hacer esto posible, el principal método utilizado ya no fue el empírico o el histórico –el método de Adam Smith y Karl Marx– sino el hipotético-deductivo7. Así, la teoría económica neoclásica se volvió una ciencia puramente hipotético-deductiva y, por eso mismo, puramente matemática, y se transformó en la demostración perfecta de cómo los mercados son o tienden a ser autorregulados. Y, por lo tanto, por qué el Estado es casi innecesario –apenas responsable de garantizar la propiedad y los contratos–.
En la década de 1970, la pérdida de dinamismo de las economías desarrolladas, la caída de las tasas de ganancia y la estanflación fueron la oportunidad perfecta para que el neoliberalismo montara su ataque al Estado social. La teoría económica neoclásica logró, tras años de keynesianismo, recuperar su papel dominante. Con sus modelos matemáticos de crecimiento y sus modelos macroeconómicos, también matemáticos, basados en las expectativas racionales, la teoría económica neoclásica volvía a «demostrar matemáticamente» el carácter autorregulado de los mercados. Milton Friedman y Robert Lucas fueron los exponentes de esa lucha exitosa por el monopolio del conocimiento legítimo durante dos décadas. Paralelamente, a partir del modelo de Franco Modigliani y Merton Miller8, los economistas neoclásicos crearon una teoría financiera, según la cual los mercados son intrínsecamente eficientes y no dependen tanto del Estado como de las decisiones particulares de los administradores financieros. Este determinismo económico radical encontró su auge en los modelos de Gary Becker, en los cuales la esfera económica no solo se separó del Estado y de los demás aspectos de la vida, sino que incluso pasó a determinarlos9. Como observó Pierre Bourdieu10, esa separación implicó una «revolución ética» a través de la cual «la esfera de los intercambios comerciales se separó de los otros dominios de la vida (...) y las transacciones dejaron de ser concebidas de acuerdo con el modelo de intercambios domésticos comandados por obligaciones familiares». Gary Becker había ido más allá, al reducir toda la vida personal a la economía.
Más sutil, pero igualmente radical, fue el asalto al Estado realizado por el «nuevo institucionalismo» de Ronald Coase. En vez de ignorar al Estado, esta corriente decidió recuperar las instituciones. Muchos economistas recibieron con alegría esta propuesta, que parecía inyectarle una dosis de realismo a la teoría económica. Pero el nuevo institucionalismo no tiene nada que ver con el institucionalismo histórico de la escuela alemana ni con el institucionalismo americano de John Commons y Thorstein Veblen, tan importante en las primeras décadas del siglo XX. Es un institucionalismo hipotético-deductivo, como también lo fue la teoría política del contrato social de Thomas Hobbes y los filósofos iluministas. Pero mucho más radical. Mientras que los filósofos contractualistas dedujeron el Estado de la necesidad de seguridad y de orden que solo un soberano podría ofrecer en el marco del estado de naturaleza, el nuevo institucionalismo dedujo de los costos de transacción la necesidad de todas las organizaciones, de las cuales el Estado es apenas una más. Para ello, partieron de un postulado que podría definirse como bíblico. La Biblia dice: «En el comienzo era el verbo». El nuevo institucionalismo sostiene: «En el comienzo era el mercado». Es decir, lo primero eran individuos produciendo y haciendo intercambios coordinados por el mercado. No eran los Adán y Eva míticos, ni las tribus errantes de recolectores, ni las comunidades primitivas estudiadas por la antropología, sino individuos competitivos y racionales que, además, incurrían en costos de transacción. ¿Cómo resolvieron ese problema? ¿Cómo redujeron los costos de transacción del mercado? Coase sostiene que lo hicieron mediante la creación de organizaciones, entre las cuales estaba el propio Estado. Así, la sociedad queda afuera de esta teoría, para la cual existen apenas los individuos y las organizaciones (entendidas de una manera mucho más amplia que el concepto de organización burocrática utilizado por Max Weber). Las organizaciones no nacieron de la necesidad de división del trabajo y de la cooperación –es decir, de un proceso histórico complejo– sino de la necesidad de reducir los costos de transacción. Así, el Estado antiguo no fue el resultado histórico del aumento de la productividad que generó un excedente económico y su apropiación por parte de algunos grupos más fuertes, que se revelaron capaces de imponer su ley a los demás y así coordinar en su beneficio toda la acción social, sino apenas una organización formada por burócratas y políticos para reducir los costos derivados de la realización de intercambios en el mercado. El Estado moderno no surge de la formación histórica de las naciones y de los Estados-nación, ni siquiera de un contrato, sino de la necesidad de reducir costos de transacción. Para el nuevo institucionalismo, por lo tanto, el Estado es un second best. El ideal –la forma originaria y «natural» de organizar la sociedad y la economía– es el mercado. El mercado es el origen de todo. El Estado está, por lo tanto, subordinado al mercado.
El asalto más radical al Estado, sin embargo, fue promovido por la teoría de la elección pública. Como señalamos, su propia denominación es orwelliana, ya que rechaza la idea de una ética pública. Sus principales representantes –James Buchanan y Gordon Tullock– también conciben el Estado de manera reduccionista, como una simple organización. Pero este fue solamente el primer paso que les permitió lanzar un segundo asalto al Estado. El Estado no es apenas una organización, ni siquiera una organización ineficiente. Es también una organización criminal, una organización cuyos integrantes están solo preocupados por obtener más beneficios (rent-seeking), sin ninguna consideración por el bien común o el interés de la sociedad. Finalmente, la última corriente que forma parte de este asalto al Estado es la de la elección racional. Se trata de una corriente amplia y contradictoria sobre la cual es peligroso generalizar. Su postulado más general, sin embargo, indica que la acción colectiva de los grandes grupos es ineficiente ya que se ve perjudicada por los free riders. Como no existe acción colectiva más amplia y más general en una sociedad que su Estado, este se vuelve necesariamente limitado, ineficiente e ineficaz. No importa que la experiencia histórica demuestre otra cosa. El razonamiento aquí es también hipotético-deductivo. Lo que importa es la lógica de la acción social, no su realidad. A partir de la obra de Anthony Downs11, las corrientes más radicales de la teoría de la elección racional pretendieron reducir la lógica de la política a la lógica del mercado. El postulado del homo economicus, utilizado por los economistas, no es absurdo cuando alude a la acción de agentes económicos que buscan maximizar sus ganancias en sociedades capitalistas. Lo que sí es absurdo es partir de ese postulado para montar modelos desligados de la realidad, modelos hipotético-deductivos en los que el criterio de verdad no es la adaptación a la realidad y la capacidad de previsión, sino la coherencia lógica. Utilizar el concepto de homo economicus para analizar la política es contradictorio con la propia naturaleza de la política y la esfera pública: mientras la lógica del mercado es la ganancia, la de la política es el interés público o el bien común. Mientras solo se espera de un agente económico que defienda sus intereses bajo los límites de la ley, se espera mucho más de los ciudadanos y de los funcionarios. Los integrantes del Estado no son solo funcionarios públicos y políticos, son también los ciudadanos del Estado-nación; todos, además de buscar sus propios intereses, están comprometidos con el interés nacional.
Palabras finales
¿Son neoliberales todos los actores de este drama intelectual? La pregunta carece de sentido ya que en todas las ideologías existe un elemento inconsciente fundamental. La definición de neoliberalismo señalada al comienzo de este trabajo a partir de la comparación con el liberalismo es una definición radical, que solo se aplica a la gran mayoría de las personas en la medida en que es inconsciente. Mientras que el liberalismo fue una ideología revolucionaria de una clase media burguesa que luchaba contra una oligarquía y un Estado autocrático, el neoliberalismo fue una ideología reaccionaria de los ricos contra los pobres y contra el Estado democrático social. Muchos de los intelectuales que se identificaron con esas teorías no tenían esos objetivos ni se beneficiaron del neoliberalismo. Pensaban simplemente que estaban haciendo ciencia. Una ciencia que, al postular un tipo de hombre simple, permite la construcción de bellos y precisos modelos matemáticos, que después podrían ser usados para orientar con claridad la política económica. Muchos también pensaron que estaban defendiendo la moral pública al denunciar el rent-seeking de los funcionarios. En realidad, al adoptar los postulados de la teoría económica neoclásica y de la elección pública, se tendía a reducir los patrones morales. Durante el auge de la teoría económica neoclásica, se habló de transparencia en las políticas y se criticó la corrupción como nunca antes (el Banco Mundial, por ejemplo, se transformó en una especie de agencia anticorrupción), pero nunca los patrones morales de los economistas y funcionarios fueron tan bajos. No es casualidad que el último libro de John Kenneth Galbraith se llame La economía del fraude inocente12.
Desde comienzos de los 80, el neoliberalismo se volvió dominante. El Estado, como ya señalamos, comenzó a ser visto como un obstáculo. La política fue identificada con la corrupción o la búsqueda deshonesta de ingresos y con el populismo económico. La teoría económica neoclásica, con el modelo del equilibrio general, la macroeconómica de las expectativas racionales y los modelos de crecimiento, se transformó en una metaideología y la justificación central de la tesis fundamental del neoliberalismo: los mercados autorregulados.
Por otra parte, la teoría de la elección pública, al reducir al Estado y sus funcionarios a la corrupción y al concebir a los ciudadanos como meros agentes económicos que solo buscan proteger sus intereses, podría haber contribuido a mejorar los patrones morales de la política. Pero el resultado fue el contrario. Al negar a hombres y mujeres la posibilidad de un comportamiento republicano más allá de la defensa de su propio interés, estas teorías legitimaron la búsqueda exclusiva del interés propio que supuestamente, bajo los límites de la ley, se transformaría en un interés general guiado por la mano invisible del mercado. Además de estar científicamente equivocados (en la medida en que los valores morales y republicanos son también poderosos motivadores del comportamiento humano), estas teorías también afirmaban la inutilidad de la educación cívica, al colocar en un segundo plano los valores morales y cívicos de los ciudadanos que, aunque no impiden la transgresión, tienden a fortalecer las instituciones.
El ataque al Estado y al mercado lanzado por el neoliberalismo puede ser pensado como parte de un ciclo, como sostuvimos en un trabajo de fines de los 80 que, aunque fue escrito cuando la nueva onda ideológica estaba llegando a su auge, nos permitió predecir su agotamiento posterior13. Sin embargo, aun cuando existe un elemento cíclico en el proceso económico y político, no sería correcto reducir el problema a una cuestión de altos y bajos. Los 30 años gloriosos del capitalismo no fueron un simple proceso de estatización, y la reacción neoliberal fue mucho más radical que un reacomodo cíclico. Por ejemplo, en América Latina hubo, a mediados del siglo pasado, una fuerte intervención del Estado, pero esto correspondía a la etapa de desarrollo de los países y no a un ciclo estatista. Por otro lado, la violencia neoliberal contra el Estado no apuntó solo contra el Estado productor, sino también contra el Estado inductor del desarrollo y contra el Estado capacitador y protector de las personas. El neoliberalismo fue, en suma, una ideología creada contra la forma de Estado más avanzada hasta hoy construida, el Estado democrático social. No fue una corrección cíclica, ni corresponde a una característica necesaria del capitalismo, sino que fue su perversión.
A través del Estado, las sociedades vienen buscando regular y moldear el capitalismo en función de sus valores y sus objetivos políticos. Se ha desarrollado así un sistema combinado regulado por el Estado y por el mercado que está lejos de ser el ideal, que siempre exige correcciones, pero que ha demostrado que puede servir de instrumento para garantizar a los hombres más seguridad, más libertad, más prosperidad, más igualdad y una mejor protección del ambiente. Este proceso de construcción política fue interrumpido y revertido por el neoliberalismo, pero no hay motivos para que no pueda ser retomado.
Bibliografía
Frank, Robert, Thomas Gilovich y Dennis Regan: «Does Studying Economics Inhibit Cooperation?» en Journal of Economic Perspectives vol. 7 No 2, 1993, pp. 159-171. Frank, Robert, Thomas Gilovich y Dennis Regan: «Do Economists Make Bad Citizens?» en Journal of Economic Perspectives vol. 10 No 1, invierno de 1996, pp. 187-192. Mankiw, N. Gregory: «The Macroeconomist as Scientist and Engineer» en Journal of Economic Perspectives vol. 20 No 4, otoño de 2006, pp. 29-46.
- 1. Ediciones B, Barcelona, 2004.
- 2. Por Estado en singular me refiero a la institución fundamental (el orden jurídico y la organización que lo garantiza) de la unidad político-territorial, que es un país o Estado-nación. Cuando en las relaciones internacionales hablamos de «Estados» en plural, nos referimos a países o Estados-nación.
- 3. El Diccionario Enciclopédico Salvat (Salvat, Barcelona, 1954), por ejemplo, define como «liberalismo radical» aquel en el que existe plena independencia entre el Estado y la Iglesia.
- 4. K. Polanyi: ob. cit., p. 33.
- 5. L.C. Bresser-Pereira: «Why Did Democracy Become Widespread and Consolidated Only in the Twentieth Century?», trabajo presentado en la iii Conferencia de la Sociedad Brasileña de Economía Política, Niterói, 29-31 de julio de 2002, revisado en septiembre de 2007, disponible en www.bresserpereira.org.br.
- 6. Ideal, porque el equilibrio general sería el momento del mercado perfecto; realista, porque, no obstante, se pretendía que fuera una teoría realista de lo que es un sistema económico.
- 7. L.C. Bresser-Pereira: «The Two Methods and The Hard Core of Economics» en Journal of Post Keynesian Economics vol. 31 No 3, 2009, pp. 493-522.
- 8. Franco Modigliani y Merton Miller: «The Cost of Capital, Corporation Finance and The Theory of Investment» en American Economic Review vol. 48 Nº 3, 1958, pp. 261-297.
- 9. Michel Foucault criticó de manera pionera este aspecto del neoliberalismo. Ver M. Foucault: Naissance de la biopolitique. Cours au Collège de France (1978-1979), Gallimard, París, 2004. [Hay edición en español: Nacimiento de la biopolítica. Curso en el Collège de France (1978-1979), Fondo de Cultura Económica, Buenos Aires, 2007.]
- 10. Les structures sociales de l’économie, Éditions du Seuil, París, 2000, pp. 17-18. [Hay edición en español: Las estructuras sociales de la economía, Anagrama, Barcelona, 2003.]
- 11. An Economic Theory of Democracy, Harper & Brothers, Nueva York, 1957.
- 12. Crítica, Barcelona, 2004.
- 13. L.C. Bresser-Pereira: «O Caráter Cíclico da Intervenção Estatal» en Revista de Economia Política vol. 9 No 3, 7/1989, pp. 115-130.