Opinión

México arde

Entre el gasolinazo, la incompetencia y los privilegios políticos


enero 2017

El aumento de la gasolina desató la furia social en México. Los ciudadanos se movilizan contra Peña Nieto y los privilegios de la clase política.

<p>México arde</p>  Entre el gasolinazo, la incompetencia y los privilegios políticos

La sociedad mexicana comenzó el año con aumentos. El 1 de enero el gobierno decidió incrementar los precios de la gasolina y el diésel hasta un 20%. Para colmo de males, desde el 18 de febrero, la liberalización del precio de los combustibles provocará un ajuste diario en sus costos que, aunado a la volatilidad del peso, no hará sino volver más cara la gasolina día tras día. La situación, sin embargo, no acaba ahí. No contentos con los aumentos en la gasolina, los representantes gubernamentales anunciaron el aumento de las tarifas eléctricas.

Las noticias sobre el aumento se produjeron en temporada de asueto, con el presidente Enrique Peña Nieto jugando al golf y con Luis Videgaray, nuevo secretario de Relaciones Exteriores, declarando que llegaba al puesto para aprender. Ante la grave crisis de las finanzas públicas y una política exterior difícil con Trump en el horizonte, el gobierno decide hacerle frente con el sello de la casa: la frivolidad, ignorancia e incompetencia de su clase política.

Según el Instituto Mexicano para la Competitividad (IMCO), el gasolinazo provocará un aumento en la inflación de la canasta básica de 16%, un incremento general de los precios de 8,5% y un aumento en el costo del transporte de 8,2%. No se trata solamente, como lo han dicho el gobierno o algún ecologista despistado, de no seguir subsidiando el uso del automóvil (medida loable), que se ha convertido en una de las mayores problemáticas nacionales. De lo que verdaderamente se trata es de utilizar los precios y criterios internacionales para justificar los impuestos y aumentos a la gasolina. Nada se dice, en cambio, de la reducción del impuesto sobre la renta y otros tributos (como sucedió en Finlandia e Inglaterra), ni de un amplio programa de transporte público que pueda sustituir al privado (como en Suecia, Alemania e Inglaterra), ni tampoco se apela a que esos impuestos sirvan para consolidar la seguridad social, como ocurrió en Francia.

La gente se ha enardecido porque sabe que los gasolinazos no financian mejores políticas públicas, sino que cubren algunos de los faltantes de las arcas del Estado, como los que han dejado gobernadores como Javier Duarte. Así, mientras que la gasolina se estandariza a precios internacionales, México tiene uno de los salarios mínimos más bajos del continente, debido –nos dicen– a la responsabilidad de reducir espirales inflacionarias.

Para la aprobación de las reformas hacendaria y energética, el gobierno de Peña Nieto utilizó como leitmotiv un argumento falso: afirmó que los precios del gas, de la electricidad y de la gasolina dejarían de modificarse. Felipe Calderón, antecesor de Peña Nieto, prometió construir la primera refinería en 30 años para disminuir las importaciones y el costo de la gasolina. A cambio, entregó un proyecto en el que se invirtieron 620 millones de dólares y solo se construyó una pared. Ambos gobiernos han compartido como titular de la Secretaría de Hacienda a José Antonio Meade, uno de los autores del gasolinazo y de la política energética junto con el «aprendiz» Videgaray. La mentira y el engaño son condiciones ontológicas del gobierno mexicano, sin importar emblema partidario.

La sociedad se movilizó de manera inmediata ante el gasolinazo, y frente a la indiferencia y la superficialidad de los políticos, empezó a organizarse en una amplia protesta social que no deja de crecer. Marchas, bloqueos en las principales carreteras, toma de gasolineras, mensajes en las redes: todo corrió como reguero de pólvora haciendo que en 27 de los 32 estados federativos que conforman el país se produjeran protestas multitudinarias. Sectores que tradicionalmente apoyan al gobierno, como los organismos empresariales y las clases medias y altas, han mostrado sus diferencias con este incremento. La unidad en la construcción de los movimientos sociales resulta difícil. Pero el gasolinazo parece erigirse en un parteaguas, en la gota que derrama un vaso lleno de corrupción, impunidad, violencia, incompetencia y frivolidad del gobierno mexicano.

En medio de estas protestas inéditas y sin liderazgos concretos, llamó la atención que en algunos lugares como Veracruz, Hidalgo, Puebla, Nuevo León y las zonas limítrofes entre la Ciudad de México y la zona conurbada se produjeran actos de rapiña y vandalismo, realizados por grupos de choque agrupados en bloques de diez a 50 personas que eran transportados de manera conjunta en autobuses. Estos grupos llegaban a los supermercados y saqueaban distintos productos, especialmente pantallas de televisión. Al mismo tiempo, por las redes sociales se llamaba a la gente a permanecer en sus casas y a cerrar negocios ante la posibilidad de un saqueo generalizado y del uso de la fuerza pública de manera indiscriminada contra todo aquel que se encontrara en la calle. Una psicosis generalizada se extendió ante la posibilidad de una violencia que no se sabía de dónde iba a venir ni a qué hora llegaría. En una escena digna de Buñuel, yo me encontraba en una funeraria al norte de la ciudad, justo en los límites con el estado de México y en la cual nos encerraron por un par de horas ante el temor que se desbordara la violencia. Violencia que ni siquiera estaba presente en la zona. Lo mismo ocurrió con los pequeños comercios locales. Por un par de horas, solo se escuchaban las sirenas de la policía, que iban y venían, al parecer sin destino fijo y con la única intención de mostrarse públicamente.

En los días siguientes se comprobó que parte de la histeria colectiva surgía de alrededor de medio millar de cuentas falsas en Twitter. Se hablaba de «información de un golpe de Estado» y se solicitaba «no salir tarde, ni alejarse de sus casas porque la cosa se pondrá muy fea». Se difundían imágenes de los conflictos en Siria, Turquía e Irak y se pretendía hacerlas pasar por hechos que ocurrían en México, mientras que eran detenidas centenares de personas. ¿A quién sirve el propósito de sembrar el miedo colectivo? Parece un procedimiento del manual de la doctrina del shock. Ante la impopularidad del gobierno, los saqueos y la rapiña justificarían la mano dura de la policía para aplastar cualquier protesta social. ¿Demasiado fantasioso? Se les ha advertido a los transportistas que cualquiera que participe en un bloqueo carretero (protesta activa pero pacífica) no solamente podrá ver revocada su concesión, sino que podría enfrentar años de prisión por realizar «ataques a las vías de comunicación». El gobierno sabe que esta medida ha sido demasiado impopular y pretende contener el descontento social antes de que crezca. Desacreditar las protestas y justificar la mano dura es la receta que saben de memoria. Justo en medio de esto, se dirimen una nueva Ley de Seguridad Interior que llevaría a tener un estado de excepción en la vida cotidiana y una Ley de Archivos que pretende borrar de un plumazo nombres e identidades en los documentos oficiales e históricos, a la vez de estar supeditada a la Secretaría de Gobernación y no a la de Cultura, como sucede en la mayoría de los países. ¿Casualidades?

Que quede claro: no es solamente el alza de las gasolinas, que podría ser justificada en un esquema de precios internacionales o de políticas públicas ecologistas, lo que ha colmado la paciencia. Es una clase política que no se cansa de exprimir a la ciudadanía para mantener sus privilegios. Al tiempo que se anunciaba el alza de la gasolina, también nos enteramos de generosos bonos de fin de año para los diputados, de costosos seguros médicos privados para la burocracia dorada y de la aprobación de la compra de celulares y autos de lujo para uso personal de los funcionarios. Mientras los barrios se llenan de inseguridad y violencia porque la policía brilla por su ausencia, se defiende la propiedad privada de los grandes consorcios. Los ciudadanos tenemos salarios de hambre y, ante la escasez de pan, nuestra clase política nos manda a consumir pasteles.

La memoria recurre a movimientos de insurrección que se dieron en condiciones similares, como la «guerra del gas» en Bolivia (2003) o los que ocurrieron en Etiopía, cuando la crisis del petróleo de 1973 provocó un alza de la gasolina y de los índices inflacionarios que terminaron con el derrocamiento de Haile Selassie. ¿Será este un elemento decisivo para la construcción de un movimiento social fuerte y articulado, o simplemente quedará como un episodio más, un clavo más en el ataúd de la sociedad mexicana?


Foto: https://www.flickr.com/photos/65650720@N02/

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