Opinión

Los mapuches y la razón de Estado


noviembre 2017

A pesar de los avances políticos, los mapuches viven en Chile una verdadera negación de sus derechos. Una visión de la democracia que se supedita a los intereses económicos ha marginado a los pueblos originarios y amenaza permanentemente su cultura y su desarrollo.

<p>Los mapuches y la razón de Estado</p>

La moderna razón de Estado, basada en el contractualismo liberal, ha sostenido relaciones históricamente tensas y difíciles con los pueblos originarios, incluyendo a aquellos que conservan su propia lengua dentro de los límites territoriales asumidos por los propios estados. Esa dificultad para convivir con comunidades de pueblos históricos que se sujetan a otras visiones de mundo y que sustentan otras prácticas de relación social y con la naturaleza, ha sido perdurable y más conflictiva en el caso de América Latina. En esta región, el Estado ha sido utilizado en diversos períodos históricos como instrumentos de apoyo para políticas oligárquicas y/o de un estrecho nacionalismo, que han acabado en procesos de represión y aislamiento a todos aquellos que son percibidos como ajenos o contrarios al poder o visión de las élites. Es lo que ha sucedido con el pueblo mapuche y sus distintas expresiones (pehuenches y hulliches, entre otros), tanto en Chile como al otro lado de la frontera. Muchos actores de las élites de poder sostienen que lo que corresponde a los ciudadanos y las comunidades es atenerse a lo que dicta la razón de Estado, porque ella representaría, además, un Estado de Derecho. Pero los hechos históricos desmienten esa afirmación.

Como es algo sabido, las reivindicaciones de los pueblos originarios (así como aquellas provenientes de las mujeres, los migrantes, la población LGTBI) relacionadas con la tierra, las condiciones de trabajo, la inclusión política o la demanda por reconocimiento, vienen de muy lejos. Son siglos en los cuales el pueblo mapuche ha aplicado una ética de la resistencia frente a permanentes acciones de asedio y pretensiones de asimilación –muchas veces a través de mecanismos violentos—, que aplica la razón de Estado de diversos gobiernos y sus aliados civiles. Son tensiones y violencias que se hunden lejos en la historia nacional, desde la época de la conquista, la lucha contra el imperio español, y que se mantuvo después, una vez obtenida la independencia, con políticas estatales de expansión territorial, como la llamada eufemísticamente «pacificación de la Araucanía» (1880-1883) efectuada por el Ejército chileno.

Durante los años de la dictadura cívico-militar, el pueblo mapuche también sufrió el asedio represivo de las llamadas «políticas antisubversivas», así como de aquellos grupos de poder terrateniente que deseaban cobrarse revancha de los procesos de reforma agraria y apropiarse de tierras. De lo que se trataba era de incorporar al pueblo mapuche a la nueva lógica neoliberal de privatización, individualismo y mercantilización que se imponía desde el poder militar.

Las políticas de los gobiernos de transición que se sucedieron desde la década de 1990, han sido ambiguas respecto a la «deuda histórica» que se tiene con el pueblo mapuche. Por una parte, se dio curso a un importante debate desde el campo de los derechos humanos (dentro y fuera de Chile), respecto a los derechos indígenas en general, y a la necesidad de que ellos fuesen protegidos mediante declaraciones y convenios. En el país se aprobó la Ley Indígena 19.253 en el año 1993 y se conformó la Corporación Nacional de Desarrollo Indígena (CONADI). Al mismo tiempo y después de varios años de debate, el Estado chileno se incorporó al Convenio 169 de la Organización Internacional del Trabajo (OIT) sobre pueblos indígenas y tribales en países independientes. Durante la presidencia de Patricio Aylwin fue importante el trabajo de una comisión llamada de Verdad Histórica y Nuevo Trato, que contó con participantes de distintas tendencias políticas y culturales, y que generó un valioso informe con recomendaciones de políticas para el Estado y la sociedad. Todo esto contribuyó, sin duda alguna, a una mayor conciencia nacional y a una implicación de otros actores sociales (movimientos sociales, movimiento sindical, de jóvenes) en solidaridad con las demandas del pueblo mapuche.

Sin embargo, las demandas históricas del pueblo mapuche se sostienen a nivel internacional. Se fundamentan en los derechos sociales y en los derechos colectivos de los pueblos, entendidos también como derechos humanos. Esta concepción choca con un modelo neoliberal cuyas bases no se han modificado desde el fin del a dictadura. Este modelo que tiene como pilares el resguardo de la propiedad privada, las inversiones y los derechos individuales encuentra problemas para congeniar con los derechos de las comunidades originarias. A pesar de la aprobación de la ley indígena, de la creación de una institución a nivel estatal para atender sus asuntos, y de la compra de tierras para las comunidades, esa ambigüedad sostenida en la prevalencia del modelo neoliberal de economía y democracia ha hecho que el conflicto entre el Estado chileno y las comunidades mapuches se haya desarrollado en medio de políticas excluyentes y de un clima de desconfianza por parte de las comunidades. Los privilegios que se concedían –merced a la legislación heredada- a las forestales y la aprobación de proyectos como la hidroeléctrica Ralco, que obligaron al desplazamiento de las comunidades y, por tanto, a la pérdida de su lugar de vida. Como resultado de estas políticas, a fines de la década de 1990, volvió a emerger el protagonismo del movimiento social mapuche para contrarrestar la expansión forestal y de centrales térmicas o hidroeléctricas. Además, las organizaciones mapuches han promovido lo que llaman un proceso de recuperación de tierras, incluyendo en esas acciones, algunas quemas de camiones.

A todo esto, habría que agregar todos los casos en los cuales han actuado Fuerzas Especiales de la Policía y se ha militarizado la Araucanía. Estas situaciones han tenido el dudoso respaldo legal de la aplicación de la ley antiterrorista heredada de los tiempos de la dictadura –cuestionada en todas las instancias internacionales de derechos humanos a las que se ha recurrido—. Debido a la aplicación de esta doble política han perdido la vida muchos comuneros y no siempre se ha hecho justicia con sus casos. En muchas comunidades se vive un clima de permanente amedrentamiento y vigilancia. No podemos olvidar, por lo demás, el componente racista y autoritario que atraviesa a la sociedad chilena.

En este último mes, la justicia ha dado un mensaje claro respecto de causas en las que se ha querido involucrar – a través de la prensa y la acción de grupos de poder- a personas del pueblo mapuche. Los tribunales han decretado la libertad de todos aquellos comuneros a los que se mantuvo encarcelados durante meses, en una injusta aplicación de la prisión preventiva, por el caso del incendio de la casa donde murieron sus dueños. Al mismo tiempo, desde el Ministerio del Interior se impulsan operaciones de inteligencia y represión, que en nada contribuyen al diálogo que tiene que existir entre las partes. No será el amedrentamiento o la represión el medio que enderezará un histórico conflicto. La razón de Estado no ha querido orientarse por los medios del diálogo abierto para avanzar hacia nuevos acuerdos y posiciones en esta temática, que trasciendan la supeditación al mantra del crecimiento económico. Pero tienen que ser acuerdos sin manipulación, sin hipocresías u oportunismo, los que abran paso a una suerte de pacto de justicia que, para que sea duradero, deberá estar considerado en la construcción mancomunada de una nueva constitución. Se supone que, en una república democrática, la razón política y los ideales de justicia e igualdad, tienen que partir por proteger a los más desfavorecidos y no a la inversa. El mercado, la propiedad, el capital y las finanzas parecen estar hoy un escalón más arriba, en particular si se trata del pueblo mapuche. Con ello se muestra la escala de valores que priman en el derecho y la política actuales.

No se ha oído decir mucho a los actuales candidatos a la presidencia respecto a este tema. Salvo uno de ellos, que promueve una serie de medidas que podrán conducir al establecimiento de un verdadero nuevo trato histórico, los demás no se han expresado. Pero no solo eso. También el pueblo mapuche es discriminado en los medios de opinión pública. La información que transmiten los principales medios sobre de lo que sucede en la Araucanía es sesgada y parcial, y tiende a estigmatizar negativamente el accionar de las comunidades. Por eso podemos decir que las palabras de Violeta Parra siguen de plena actualidad: «Arauco tiene una pena/Que no la puedo callar/Son injusticias de siglos/Que todos ven aplicar. Levántate Huenchullán /Nadie le ha puesto remedio/Pudiéndolo remediar». Y agregaba: «(…) Ya no son los españoles/Los que los hacen llorar/Hoy son los propios chilenos/Los que le quitan su pan». Es bueno tener en cuenta que una razón de Estado conducida por una ceguera interesada y egoísta como método para construir sociedad y política, lleva siempre dolorosos presagios.

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