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La política energética latinoamericana: entre el Estado y el mercado


Nueva Sociedad 204 / Julio - Agosto 2006

En América Latina, como en ningún otro lugar, la energía es inseparable de la política. El nacionalismo energético, sumado a viejos conflictos territoriales y falta de inversión, genera dificultades para lo que debería ser el objetivo de largo plazo: afianzar un mercado energético común. Hay alianzas –Cuba- Venezuela, México-Centroamérica, Mercosur-Venezuela– pero aún falta mucho por hacer. En ese sentido, una América Latina energéticamente integrada podría negociar con más fuerza la venta de derechos de emisión de dióxido de carbono a la Unión Europea, avanzar en el desarrollo de la energía nuclear y explorar nuevas fuentes, como los biocombustibles, la energía eólica y la geotérmica.

La política energética latinoamericana: entre el Estado y el mercado

Energía y política

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Probablemente no haya otra región en el planeta donde la energía y la política estén tan estrechamente relacionadas como en América Latina. Disponer de una compañía petrolera o una empresa de gas estatal se considera un signo de soberanía nacional, y los símbolos nacionales tienen un valor muy alto en la región. Esto podría sorprender a los europeos o los estadounidenses, que han aprendido que el capital es claramente apátrida. Pero en Latinoamérica, un continente cuyas materias primas son explotadas por extranjeros desde hace siglos, el hecho de poder disponer de los recursos propios constituye mucho más que una inversión de capital. Refleja también el deseo de poder utilizar de una buena vez las riquezas naturales, aparentemente inconmensurables, en beneficio propio. Trabajar para sí mismos y no para potencias extranjeras, ése parecería ser el deseo de muchos latinoamericanos, y es un deseo que en principio no se les puede reprochar.

Ahora bien, esto no quiere decir que el resto de los países no tenga también una relación especial con sus materias primas, sobre todo cuando se supone que se trata de reservas estratégicas. América Latina no se diferencia del resto del mundo en este parecer básico, sino más bien en la medida en que se conectan entre sí la política y las materias primas y, sobre todo, la política y la energía.

Las materias primas, sobre todo el petróleo y el gas, son una herramienta cómoda para hacer política. En 2005, cuando Buenos Aires vivió un verano extremadamente caluroso, el presidente Néstor Kirchner dispuso que el gas argentino se destinara en forma prioritaria al consumo interno; a partir de entonces, se exportó menos gas a Chile. Como consecuencia, hubo que racionalizar la energía en Santiago. Más conocida es la negativa de Bolivia a venderle gas a Chile, país al que pretende presionar para obtener una salida al mar.

Pero una política de apropiación del petróleo y el gas tiene dos caras, una favorable y otra no tanto. Entre los aspectos positivos, se encuentra el hecho de que los ingresos provenientes de la extracción de petróleo y gas les otorgan a los países un margen mayor de acción, interno y externo. En algunos casos, como en México o Venezuela, los ingresos de las compañías petroleras estatales fluyen en gran parte hacia el presupuesto público y financian el Estado. La nacionalización impide, además, que las multinacionales (sobre todo las estadounidenses) se inmiscuyan indirectamente en los asuntos de política interna: funciona, por lo tanto, como una medida defensiva contra las intrusiones de las potencias extranjeras. Para los que conocen la historia de las relaciones entre América Latina y Estados Unidos, esta actitud resulta comprensible. Por ejemplo, la nacionalización del petróleo mexicano y la creación de Pemex en 1938, bajo la presidencia de Lázaro Cárdenas, no solo respondieron a motivos económicos, sino que reflejaban la complicada relación con EEUU. Para demostrar la importancia que otorgan los mexicanos a esta decisión, alcanza con mencionar que tiene rango constitucional. Esa actitud restrictiva fue a menudo criticada; el presidente Vicente Fox intentó incluso modificarla, aunque sin éxito. Sin embargo, para ser justos, hay que decir que todos los estados norteamericanos (a excepción de Texas, Luisiana y Mississippi) prohíben la extracción de petróleo en sus aguas territoriales por parte de empresas extranjeras.

Por lo general, los latinoamericanos tienen una conciencia nacional muy marcada. Esto podría deberse a que el nacionalismo es a veces el único gancho que mantiene unidas a sociedades muy heterogéneas. Los símbolos nacionales reemplazan el consenso social, y cuanto más grande es la brecha entre ricos y pobres, mayor es la necesidad de realizar acciones de compensación para mantener el país unido. Las materias primas, sobre todo el gas y el petróleo, son esa clase de símbolos.

Tras estos comentarios, se debería concluir que los países latinoamericanos con reservas de petróleo y gas se encuentran entre los más ricos del mundo. Sus ingresos deberían garantizar un alto nivel de vida. Sin embargo, como bien sabemos, lamentablemente no es así. Al contrario: los países petroleros suelen ser países pobres. La riqueza se reparte entre la clase alta y para el grueso de la población queda poco y nada. Además, ni la industria del petróleo ni la del gas, ni tampoco la minera, generan empleos para mucha gente. Su valor agregado se advierte recién después del refinamiento y la comercialización. Es evidente que el petróleo no es en sí una condición suficiente para el bienestar. En ese sentido, tal vez sea Noruega el único país que utiliza sus riquezas naturales para promover el bien común. Para que un país sea rico, no alcanza con que tenga petróleo o gas: sin democracia y sin una política social, la mayor reserva de petróleo no resultará suficiente.

Pero aun cuando se implementen políticas sociales financiadas con los ingresos del petróleo, esto tampoco alcanza. La distribución no es suficiente si no viene acompañada por una ética del trabajo que no apueste a las limosnas de un Estado supuestamente rico. En ese sentido, el nacionalismo energético impide el desarrollo de una ética del trabajo dinámica. No solo en Latinoamérica, sino también en Rusia y en Oriente Medio, observamos cómo el nacionalismo energético paraliza a las sociedades. Los ingresos del petróleo vuelven generosos a los gobiernos, al menos mientras se mantengan los precios, pero al final generan una cultura asistencialista. Un buen ejemplo es Venezuela. El hecho de que un país tan bendecido por la naturaleza, y por ende tan rico, tenga que pedirle a Cuba maestros y médicos para cubrir sus necesidades básicas habla a las claras de la mentalidad generada por la riqueza petrolera. Las inversiones futuras (si es que las hay) se orientarán solo al sector primario –petróleo y gas– y no a aquellos sectores que generan la verdadera riqueza de una nación: educación, investigación, instituciones sociales, infraestructura vial y, sobre todo, industria. Solo así se explica por qué los países más prósperos no son aquellos dotados de grandes reservas de petróleo y gas, sino, asombrosamente, aquellos que deben conseguir ese petróleo y ese gas en el mercado mundial y a precios altísimos.

El nacionalismo energético latinoamericano genera una desventaja adicional: impide las inversiones extranjeras y disminuye así las posibilidades de innovación. México es un ejemplo de ello: el Estado obligó a Pemex a pagar impuestos abusivos, y por esa razón no se realizaron las inversiones necesarias para explorar nuevos yacimientos. Por otra parte, como las empresas multinacionales no tenían permiso para operar en el territorio, comenzó a extraerse menos petróleo y menos gas; ahora, incluso, México tiene que importar gas. Bolivia, bajo la conducción de Evo Morales, corre un riesgo aún mayor. La nacionalización puede cerrar el acceso al capital y la tecnología, y es dudoso que Pdvsa pueda cubrir el espacio que quedará vacante si otras empresas internacionales abandonan el país.

La integración de las redes

Ahora bien, no todos los países latinoamericanos disponen de yacimientos de petróleo y gas. Algunos, sobre todo los centroamericanos, sufren la escasez de petróleo. A la hora de repartir las reservas de este hidrocarburo, la naturaleza también se olvidó de Cuba. Argentina, Chile, Uruguay y Paraguay no son exportadores, sino importadores de petróleo o gas.

Las reservas de agua también están distribuidas de manera desigual, aunque sigue habiéndolas en cantidad suficiente. Para empeorar aún más las cosas, las distancias suelen ser grandes y la densidad poblacional, baja. Si bien los grandes centros urbanos están bien abastecidos de electricidad y gas, la energía a menudo es un problema en el campo debido a sus altos costos. Según datos de la Agencia Internacional de Energía (IEA, por sus siglas en inglés), en 2002 46 millones de latinoamericanos carecían de acceso al suministro de electricidad.

Cada vez hay más esfuerzos orientados a buscar salidas a esta penosa situación. Por un lado, se están construyendo más redes y, por otro, se crean instituciones de suministro descentralizadas. En ese sentido, resulta alentador el hecho de que cada vez son más firmes los esfuerzos por interconectar las redes de energía y gas de los distintos países o regiones. De ese modo, con el correr de los años podría, incluso, afianzarse una red energética latinoamericana y, como consecuencia, un mercado común energético.

Muchos ejemplos recientes confirman esta hipótesis. El 13 de junio de 2006, el presidente mexicano, Vicente Fox, y su par guatemalteco, Oscar Berger, inauguraron las obras de la línea de interconexión eléctrica entre ambos países. El proyecto prevé para 2015 la ampliación de la interconexión a otros países latinoamericanos. De este modo, no falta mucho para que se pueda transportar corriente eléctrica desde la ciudad mexicana de Chiapas hasta Colombia. También está prevista la construcción de una central térmica conjunta en Guatemala o Panamá, cuyo costo rondaría los mil millones de dólares. Además, para 2015 se planea finalizar la construcción de un gasoducto que unirá Venezuela con Chiapas.

También hay planes para tender líneas de interconexión eléctrica en Sudamérica. Existen proyectos entre Colombia y Ecuador, Perú y el norte de Chile, y entre el sur de Bolivia y el norte de Argentina. Las ventajas económicas son evidentes: las líneas de interconexión eléctrica permiten un intercambio que trasciende las fronteras y evita gastos en la construcción de instalaciones de generación innecesarias. Expertos de la Organización Latinoamericana de Energía (Olade) calculan que la integración energética permitiría ahorrar entre 4.000 y 5.000 millones de dólares por año.

Una propuesta que generó aún más repercusión es el proyecto de Venezuela de construir un gasoducto, el Gran Gasoducto del Sur, que parta de ese país y atraviese Brasil hasta llegar a Argentina, con la integración posterior de Bolivia, Paraguay y Chile. Su costo se calcula en unos 20.000 millones de dólares y se estima que su construcción generaría empleos para un millón de personas. Actualmente, el proyecto es analizado por grupos de expertos de los países involucrados, quienes están evaluando su viabilidad económica. Las cifras son enormes: se contempla el suministro de 150.000.000 m de gas a lo largo de 8.000 kilómetros.Aún es pronto para juzgar su factibilidad. Probablemente sea ventajoso si contribuye a que el continente estreche sus lazos hasta formar un mercado gasífero unificado. En ese caso, sería un símbolo tangible de la integración. Pero, por lo que se sabe hasta el momento, su conveniencia parece dudosa. Hasta ahora, siempre se consideró que no es rentable transportar gas a una distancia mayor a los 4.000 km. Como las pérdidas de presión son muy altas, es preferible transportarlo en forma de gas natural licuado (GNL) por vía marítima y regasificarlo en las terminales.

Este megaproyecto fue propuesto por Venezuela, país que cuenta con reservas de gas suficientes y cuyos ingresos petroleros le brindan el capital necesario para impulsar las obras. Por otro lado, la iniciativa se relaciona con el deseo de ingresar al Mercosur. No es la primera vez que Venezuela utiliza el petróleo y el gas para su política exterior. En junio de 2005, el presidente Hugo Chávez creó Petrocaribe, un acuerdo que permite a los países caribeños pagar sus cuentas petroleras con créditos a largo plazo (24 años) y tasas de 1%, y que incluso prevé un período de gracia de dos años sin intereses. En virtud de este proyecto, solo República Dominicana ahorra gastos anuales por unos 240 millones de euros. Como si fuera poco, Chávez incluso ha llegado a suministrar energía a ciudades gobernadas por la izquierda en El Salvador y Nicaragua.

Pero no todos están entusiasmados con estas iniciativas. México y Colombia, por ejemplo, las ven como una provocación. El 3 de junio de 2004, los presidentes de esos dos países anunciaron la construcción de una refinería en América Central para bajar los costos del combustible en la región. Se planea que procese 360.000 barriles diarios de petróleo, 70% de los cuales provendrán de México, y se estima que su construcción costará unos 6.000 millones de dólares. El proyecto cuenta con financiamiento del Banco Interamericano de Desarrollo y se llevaría a cabo en Panamá o Guatemala. Una vez en funcionamiento, se espera que genere un ahorro de hasta ocho dólares por barril. Como lo demuestra esta iniciativa, México tiene sus propias metas en política exterior. En diciembre de 2005, en Cancún, se sentaron las bases para la creación de un mercado eléctrico y gasífero centroamericano, un proyecto que enlaza la ciudad de Chiapas, en el sur de México, con sus vecinos más próximos en Centroamérica.

Como contrapartida, Venezuela profundiza sus lazos con Cuba. Chávez se propuso modernizar la refinería construida en Cienfuegos en la década de 1980 con la ayuda y la tecnología de Rusia, para lo cual planea desembolsar, según datos oficiales, entre 635 y 780 millones de dólares. En la actualidad, casi todo el petróleo que se procesa en Cienfuegos es de origen venezolano, y parte de sus productos refinados se venden en Centroamérica.

Hay otros proyectos tendientes a interconectar las redes gasíferas entre países vecinos, entre los cuales se incluye la anexión de México a la red de gas boliviano. Actualmente, México exporta parte del gas natural que extrae a EEUU, que se ha ido convirtiendo cada vez más en importador de energía. Y como no puede extraer lo suficiente para abastecer a ese gigantesco mercado, deberá cubrir el bache con importaciones de gas. Lo lógico es que lo adquiera en Sudamérica.

Estos pocos ejemplos demuestran hasta qué punto las inversiones en energía responden a esquemas políticos. Se reafirman alianzas, como la que existe entre Cuba y Venezuela, o los países centroamericanos se anexan a México y se transforman, en cierto modo, en su «patio trasero» o, en el mejor de los casos, en un puente hacia Colombia. Con su proyecto del Gasoducto del Sur, Venezuela también intenta acercarse al Mercosur para crear, junto con Brasil y Argentina, un contrapeso frente a EEUU.

Pero muchas veces no es sencillo tender un puente entre países. Tomemos como ejemplo el caso de Chile y las relaciones con sus vecinos. Este país genera un tercio de su energía a partir de gas que proviene exclusivamente de Argentina (15 millones de m de gas por día). Sin embargo, la capacidad de extracción argentina no alcanza para cubrir la demanda interna y las exportaciones a Chile. Además, como el Estado argentino dispuso que los precios del gas se mantuvieran bajos, las compañías no invirtieron lo suficiente. Por otro lado, las reservas de gas son limitadas, por lo que Argentina se ve obligada a importar de Bolivia cinco millones de m de gas adicionales. Aunque Argentina pagaba 3,35 dólares por millón de BTU (Unidad Térmica Británica), luego de una negociación entre los presidentes Néstor Kirchner y Evo Morales el precio se fijó en 5 dólares por BTU.

Uno podría preguntarse cuál es el problema: Argentina podría trasladar el aumento a Chile, y Chile –que ya se acostumbró a pagar precios suntuarios por la energía– tendría que ver cómo se las arregla. Pero las cosas no son tan sencillas. Chile y Bolivia interrumpieron sus relaciones diplomáticas en 1978, debido a la negativa de aquél de ceder una franja costera para que Bolivia recupere su salida al Pacífico. Por esa misma razón, Bolivia no le vende gas natural, e incluso considera ilegal el abastecimiento desde Argentina, en tanto no se pruebe que se trata de gas extraído solo en ese país. No se descarta, en ese sentido, la posibilidad de que Bolivia disminuya sus exportaciones a Argentina, lo cual puede redundar a su vez en la suspensión del abastecimiento a Chile.

Ante esa perspectiva, a Chile se le plantea un camino difícil. Tendrá que reemplazar el gas argentino por gas natural licuado (GNL) proveniente de Asia, que es muy caro. Pero para poder hacerlo, primero debe construir terminales y negociar acuerdos con los abastecedores, lo cual lleva tiempo, por lo que podría sufrir escasez de energía en el corto plazo. En segundo lugar, hay que señalar que esta situación afecta principalmente el norte del país, donde se asienta la explotación minera. Sucede que, por razones geográficas, el norte, el centro y el sur no están interconectados energéticamente, por lo que no pueden suplirse internamente en caso de escasez. Todo esto significa que la negativa de Bolivia de abastecer a Chile por intermedio de Argentina podría asestar un duro golpe al sector minero chileno.

En muchas ocasiones se ha apelado a argumentos económicos para intentar eliminar las trabas políticas. No caben dudas de que sería provechoso que las corrientes eléctricas y el gas fluyeran libremente a través de las fronteras, que hubiese seguridad de inversión y jurídica y, sobre todo, que existiera una corte de justicia, políticamente neutral, capaz de intervenir para resolver conflictos. Es por ello que las compañías de petróleo y gas radicadas en Sudamérica insisten en que se separe la cuestión energética de la política y que se les permita construir conductos y centrales eléctricas según criterios económicos, sin la obligación de respetar las fronteras. También exigen que se redacte una «carta sudamericana de energía», según el modelo del Energy Chapter Treaty (Tratado de la Carta de Energía) de la Unión Europea.

Hasta el momento, sin embargo, estas iniciativas han tropezado con resistencias por parte de algunos gobiernos. Bolivia cree que cuenta con las mejores cartas para el largo plazo, teniendo en cuenta sus reservas de gas y las necesidades de sus vecinos. Pero podría equivocarse. Cuanto más presione a Brasil, Argentina y Chile, más se preocuparán estos países por buscar alternativas.

Otro ejemplo es el de la venta de gas a la costa oeste de América del Norte. Los predecesores de Evo Morales iniciaron tratativas con Chile para crear una terminal de gas en el norte de ese país que permitiera exportar gas licuado a México y California. Sin embargo, Bolivia no aceptó la propuesta de crear una zona económica boliviana en territorio chileno e insistió en recuperar su territorio soberano. Chile se opuso y sugirió construir una terminal de gas en el sur de Perú, pero esta alternativa resultó no ser rentable. Entre tanto, México y California compran gas licuado a Indonesia. Y Bolivia perdió un mercado interesante.

Pero el conflicto probablemente no se solucionaría ni siquiera si Chile aceptara cederle a Bolivia una franja de su territorio. En la Guerra del Pacífico, Chile no solamente le quitó a Bolivia su territorio costero, sino que además se apropió del sur de Perú, incluyendo la ciudad de Arica. De modo que, aun si Chile le cediera una franja costera a Bolivia para que se construyera allí una terminal de gas, se trataría de territorio peruano. El conflicto continuaría, pero entre otras banderas.

La demanda de energía de Latinoamérica

Suponiendo que el crecimiento de la demanda actual se mantenga en el futuro, se calcula que las reservas energéticas de Latinoamérica son las siguientes: las centrales hidroeléctricas de 109.720 MW cuentan con un potencial no utilizado de 444.501 MW; las reservas de petróleo alcanzan para 31 años; las reservas de gas alcanzan para 36 años y, calculando el nivel de extracción actual (75 millones de toneladas por año), el carbón alcanza para 280 años más.

Esta exposición un tanto esquemática realizada por la Olade merece algunas aclaraciones. En primer lugar, el desarrollo de la energía hidráulica enfrenta una resistencia cada vez mayor: no todos son partidarios de inundar los valles andinos ni de crear grandes lagos en la llanura brasileña para poder aprovechar el potencial de los cursos fluviales. A todo esto hay que añadir algo que a menudo se olvida: los grandes embalses de Brasil emiten en forma de metano una cantidad de equivalentes del dióxido de carbono similar a la que produciría una central de carbón, por el simple hecho de que se olvidaron de eliminar los árboles y arbustos de los fondos de los embalses. Aunque quitar la madera antes de inundar los embalses incrementa los costos de inversión, los proyectos de todos modos serían factibles.

Hasta ahora, el carbón ocupa un rol secundario. Se extrae sobre todo en Colombia y se exporta a Europa. Por razones técnicas, prácticamente se puede transportar únicamente por vía marítima. Por lo tanto, las centrales de carbón se erigen en zonas costeras. Sin embargo, en el futuro el carbón podría adquirir un rol más preponderante a través de las centrales térmicas de «carbón limpio», que reducen las emisiones de dióxido de carbono. De todos modos, hay que señalar que no todos los carbones son iguales: el carbón brasileño, por ejemplo, se caracteriza por ser muy rico en azufre; para utilizarlo sin dañar el ambiente se requiere un proceso muy complicado.

Algunos cálculos sostienen que el petróleo y el gas de América Latina pueden alcanzar por solo 40 años. La estimación es conservadora, ya que Venezuela dispone de reservas apenas por debajo de las de Arabia Saudita gracias a la «orimulsión»: junto con las arenas de petróleo de Alberta, en Canadá, se trata de uno de los reservorios de petróleo no convencionales más grandes del mundo. Es probable que Venezuela continúe siendo por mucho tiempo el centro de la política petrolera latinoamericana. Pero también es posible que el resto de las reservas sean más grandes de lo que se calcula. Brasil, por ejemplo, ha logrado extraer tanto petróleo en aguas abiertas que acabó por convertirse en exportador.

De todos modos, incluso suponiendo que se lograran utilizar de manera más intensiva las reservas de combustibles fósiles y las centrales hidroeléctricas, está claro que, a más tardar para la segunda mitad del siglo XXI, comenzarán los problemas de abastecimiento. En esta perspectiva, no hay que olvidar que la población latinoamericana sigue creciendo y que buena parte de ella aún no tiene acceso al suministro de energía.

A todo esto se suma la cuestión climática. En este punto, los mecanismos flexibles (mecanismos de desarrollo limpio, MDL) incluidos en el Protocolo de Kioto podrían beneficiar a América Latina. Como los países industrializados no logran reducir lo suficiente sus emisiones de dióxido de carbono, se ven obligados, cada vez más, a comprar derechos de emisión de ese gas a los países en vías de desarrollo. Para que América Latina logre vender sus derechos de emisión debe asumir un compromiso con el ambiente y, para negociar en mejores condiciones, será necesario que se plantee como un solo bloque. Esto, además, podría generar transferencias de capital por miles de millones de euros. Si los proyectos se diseñan de manera adecuada, junto con ese capital fluirán el conocimiento y la tecnología. Por lo pronto, la búsqueda de proyectos MDL adecuados ya ha comenzado. En la actualidad existen casi 200 proyectos certificados en el mundo, de los cuales una gran parte se llevará a cabo en Latinoamérica, sobre todo en México y Brasil.

Un manejo más inteligente de la energía ofrece grandes posibilidades. Aunque hasta ahora el único país que ha conseguido mejorar su eficiencia energética es México, hay técnicas muy sencillas y baratas que pueden aplicarse. Si, en Brasil, por ejemplo, el chuveiro eléctrico (ducha eléctrica) se reemplazara por un calentador de agua que funcionara con energía solar térmica, la demanda pico de electricidad por las noches prácticamente se eliminaría. Los proveedores de energía podrían ahorrar inversiones costosas y los clientes gastarían menos, ya que las inversiones quedarían amortizadas en pocos años.

El segundo potencial es el de las materias primas renovables. Brasil demostró que es posible obtener alcohol de la caña de azúcar, y hoy ese alcohol es utilizado como combustible sin subvención por una gran flota de automóviles. Muchos otros países cuentan hoy con programas para fabricar combustibles biológicos y les conceden particular importancia a los combustibles de segunda generación, es decir aquellos en cuya fabricación se utiliza la planta en su totalidad.

Por otro lado, la energía solar prácticamente no se aprovecha, a pesar de que tiene mucho futuro, sobre todo en las regiones apartadas y alejadas de las redes. Lo mismo ocurre con la energía eólica. En la Patagonia argentina, probablemente el sitio más ventoso del planeta, existen grandes proyectos de este tipo, pero faltan el dinero y la confianza.

En cuanto a la energía nuclear, hay tres países –México (Laguna Verde), Brasil (Angra dos Reis) y Argentina (Atucha y Embalse)– que la utilizan. Sin embargo, en México hasta el momento ningún político inauguró de manera formal los dos reactores nucleares de Laguna Verde, que se encuentran funcionando, ya que la energía nuclear no goza de popularidad. Las obras de construcción de Angra III en Brasil y las de Atucha II en Argentina están suspendidas desde hace varios años. Y la planta nuclear de Juraguá, cerca de Cienfuegos, en Cuba, resultó una inversión ruinosa.

Es difícil prever el futuro de la energía nuclear en Latinoamérica, ya que los gobiernos evitan hacer declaraciones al respecto. Sin embargo, hay claros signos que apuntan a su revalorización. En algún momento, Brasil tendrá que terminar de construir Angra III si no quiere que la inversión se transforme en una tumba multimillonaria. La decisión, seguramente, se tomará después de las elecciones presidenciales. Y, como clara muestra de que Brasil quiere continuar utilizando energía nuclear en el futuro, podemos señalar la inauguración, a comienzos de mayo de 2006, de un innovador centro de producción de uranio enriquecido en Resende. En un principio, la producción se utilizará para abastecer de uranio escasamente enriquecido (entre 3,5% y 4%) a las centrales nucleares de Angra I y Angra II, y más tarde se sumará Angra III. Por el momento, se busca cubrir 60% de la demanda interna. Brasil pretende, incluso, comenzar a abastecer al mercado mundial a partir de 2014.

Lo cierto es que los planes nucleares de Latinoamérica siguen siendo bastante difusos. ¿Cómo se preparan Venezuela y México para la etapa posterior al agotamiento del petróleo? ¿Qué hará Argentina frente a una suba en los precios del petróleo y el gas? ¿Se terminará alguna vez Atucha II, una central nuclear construida en un 70% por Siemens-KWU? ¿Se quedará Chile con sus reactores experimentales o intentará alguna vez suplir su escasez con energía nuclear? ¿Y volverá Cuba a interesarse en la energía nuclear, como cuando la ex-Unión Soviética aprobó la construcción de cuatro plataformas en Juraguá?

Se habla poco de la energía nuclear. En esto tal vez influya, entre otras cosas, el hecho de que en América Latina los primeros en impulsar proyectos de ese tipo fueron gobiernos dictatoriales, lo cual despierta sospechas sobre la relación entre esa industria y los intereses militares. Pero muchos países latinoamericanos continuaron desarrollando tecnologías pacíficas de energía nuclear en tiempos de democracia. Dos años atrás, Argentina le vendió a Australia un reactor de investigación en una licitación internacional abierta. Bajo la presidencia de Hugo Chávez, Venezuela pretende apoyarse cada vez más en la energía nuclear y, para avanzar en ese plan, firmó con Brasil un acuerdo de cooperación en materia nuclear. Por otro lado, México y Argentina trabajan en un plan nuclear internacional de «cuarta generación», una nueva generación de centrales seguras que estarían finalizadas en veinte o treinta años. Y tal vez en algún momento a alguien se le ocurra emular el tratado Euratom de la UE y firmar un acuerdo latinoamericano para crear una autoridad atómica conjunta. Por cierto, Brasil y Argentina crearon en 2001 la Agencia Argentino-Brasileña de Aplicaciones de la Energía Nuclear.

Por último, no debemos olvidarnos de la geotermia. Con sus encadenamientos montañosos, que se extienden a lo largo de todo el continente, desde México hasta Tierra del Fuego, Latinoamérica posee un potencial geotérmico inmenso, que sorprendentemente apenas se utiliza. Hasta ahora, los únicos países que han encarado algunas experiencias dignas de mencionar son México, El Salvador y Nicaragua, y últimamente el tema ha comenzado a estudiarse en Chile. Se trata de una alternativa interesante para desarrollar en forma conjunta un centro de investigación y desarrollo latinoamericano, del cual también podrían participar los países industrializados. Hace diez años, la UE financió un estudio sobre las oportunidades de la geotermia en América Latina cuya conclusión fue que hay un gran potencial, pero lamentablemente no se avanzó mucho más.

Conclusión

El abastecimiento energético de Latinoamérica ha cobrado envergadura política, y su importancia aumenta cada vez más. El manejo de este tema por parte de cada país es decisivo para su futuro económico e industrial. Tal vez algún día las redes energéticas se conviertan en los eslabones de una cadena que conduzca a la integración latinoamericana. Sería deseable: después de todo, la unificación europea también comenzó con un acuerdo sobre energía.

Este artículo es copia fiel del publicado en la revista
ISSN: 0251-3552
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