La múltiple transformación del Estado latinoamericano
Nueva Sociedad 104 / Noviembre - Diciembre 1989
El pensamiento democrático latinoamericano se encuentra en una encrucijada. Es evidente que el discurso ideológico que lo nutrió tradicionalmente, que concedía al Estado un rol central como agente de cambio, no se compadece ya con la realidad, entre otras cosas, porque ese Estado está hoy feudalizado por las corporaciones. La ecuación que igualaba transformaciones progresistas con Estado, válida hasta fines de los 50, está ya vaciada de contenidos y es incapaz de resistir la ofensiva neoconservadora, que deifica al mercado como único regulador de la economía. Hacen falta fórmulas innovadoras, originales, imaginativas, capaces de renovar esquemas ya perimidos y de enfrentar la ofensiva de la Nueva Derecha. La vía para ello tiene como presupuesto teórico una distinta proyección de las relaciones entre Estado y sociedad.
Quizás el tema más recurrente planteado en la actual discusión sobre la crisis es el de los roles del Estado. Se trata por cierto de un tópico universal, que abarca tanto a las sociedades del centro como a las de la semiperiferia; a las economías centralmente planificadas como a las mixtas. La controversia emerge en los años 70 y se corresponde con la decadencia (o mejor, con la disfuncionalidad con respecto al desarrollo capitalista) del llamado Estado de bienestar en los países capitalistas avanzados y del Estado de compromiso nacional-popular (o populista) en las sociedades más atrasadas. Su presencia en las dos latitudes indica que estamos frente a un verdadero debate de época.
El eje de la discusión se sitúa alrededor de las funciones económicas del Estado, pero no podría decirse que se agota allí. Más aún, una hipótesis central de estas notas es que sin un análisis profundo sobre los aspectos institucionales del Estado y sobre la necesidad de implementar serias reformas en ellos, la polémica acerca de su transformación como regulador de la economía pierde densidad.
Puede imputarse al diluvio propagandístico del liberalismo conservador la principal responsabilidad en la banalización de un tema tan necesitado de exámenes rigurosos. La crisis en la relación entre Estado y sociedad es un hecho insoslayable; pero no todos sus diagnósticos son iguales, por lo que también difieren las soluciones propuestas. Veamos someramente el diagnóstico neoliberal, que se extiende como mancha de aceite sobre nuestro continente.
En verdad, se trata de una mirada conservadora sobre la realidad de nuestras sociedades que repite hoy, encarnados en líderes civiles y en partidos y movimientos de tradición popular, los mismos argumentos que una década atrás utilizaron los militares en varios países latinoamericanos para derrocar a gobiernos constitucionales. El supuesto básico es que la sobrecarga de demandas sobre el Estado hace imposible la gobernabilidad del sistema. La solución, por lo tanto, no puede ser otra que reducir esa presión.
Con ese simple argumento, que a mediados de la década del 70 fundamentó la idea de la «crisis de la democracia», queda sin especificar la pregunta decisiva: ¿cuáles son las presiones que deben descargarse del sistema político? En verdad, la respuesta queda implícita: lo que resulta ya inmanejable, dada la crisis fiscal del Estado, es su intervención directa en la economía (como productor de bienes y servicios) y su intervención social, como agente redistributivo. Como una réplica exacta de la discusión en los países centrales sobre la crisis del Estado de bienestar, el jaque es, en nuestros países, al Estado populista, la versión local de la «coalición keynesiana» que hegemonizó las economías de posguerra. Pero ¿son realmente así las cosas? Será bueno verlas con un poco más de detalle.
La crisis del populismo
La verdad es que el modelo redistributivo del populismo murió entre nosotros, latinoamericanos, hace bastante tiempo, como primera respuesta de ajuste del capitalismo local al estallido de la crisis a mediados de la década de los 70. Decir hoy que la razón fundamental del deterioro del Estado es el exceso de intervencionismo social suena, al menos, a exageración en sociedades en donde el descenso de las condiciones de vida se agrava día a día, en donde no existe seguridad ni previsión social, en donde crece la marginalidad, la desnutrición, la enfermedad, la falta de vivienda, el analfabetismo.
Mientras mucho se habla -y con razón- de la enorme deuda externa acumulada, poco se habla de la deuda social contraída con los pueblos, lo que puede resumirse en un solo dato: en una década casi todas las sociedades latinoamericanas han retrocedido más de 20 años en sus índices de bienestar. La situación de pobreza es hoy similar a la que prevalecía a comienzos de 1970 y el número absoluto de pobres en América Latina creció de 120 a 160 millones.
No hay, pues, Estado populista por desmantelar; la tarea ya está hecha. Es cierta, sin embargo, la situación de crisis fiscal que atraviesa la mayoría de los Estados latinoamericanos y es real, también, que ella se ha constituido en una de las causas de la inflación y del deterioro productivo que castiga nuestras economías. Dejando de lado discutir la responsabilidad que le cabe al peso de la deuda externa (aun cuando ese cálculo no debería dejar de hacerse), parece evidente que el desfasaje entre recursos y gastos del Estado no es imputable a una política asistencial progresiva no financiada, sino, en todo caso, a otras funciones subsidiadoras llevadas a cabo por los gobiernos. Y es ahí donde la discusión con el liberalismo conservador adquiere otro sentido, una vez que los alcances del intervencionismo estatal pueden ser analítica y empíricamente diferenciados.
La crítica neoliberal
La crítica de derecha al Estado intervencionista y social que los capitalismos maduros de Occidente pusieron en práctica a partir de la Segunda Guerra Mundial atacó sobre dos frentes: la sobrecarga de pretensiones igualitarias y el exceso de participación democrática. Ese, se recuerda, fue el diagnóstico propuesto por la Trilateral Commission a mediados de los 70, que traía consigo la recomendación pertinente: mercantilizar las prestaciones sociales y despolitizar a la sociedad, para aliviar al Estado de las demandas exageradas que se volcaban sobre él. En palabras de la jerga sistémica, la receta procuraba deflacionar la política y la economía, ante los riesgos de una inflación rampante que carcomería tanto al poder como al dinero. Ese camino se intentó en algunas sociedades del capitalismo central (siendo el «thatcherismo» y el «reaganismo» sus ejemplos emblemáticos), manteniendo vigentes las normas del liberalismo político. Entre nosotros se buscó lo mismo, pero de manera más brutal, por vía de las dictaduras militares, con lo que la ecuación entre privatización y autoritarismo resultaba más clara todavía.
Esto sucedió en varios países latinoamericanos desde mediados de la década pasada, sin resultados demasiado alentadores ni para la economía ni para la política. Se perdió la democracia (es decir, se eliminaron las «sobrecargas de participación»), se desmanteló el asistencialismo redistributivo (es decir, fue obligado al repliegue el «exceso de igualitarismo»), pero los problemas de la crisis fiscal del Estado no se resolvieron. Más aún, esa fue una de las hipotecas recibidas por los gobiernos encargados de los primeros tramos de las transiciones democráticas. ¿Qué es lo que falló? Quizás el análisis de un caso, el argentino, pueda guiar al argumento que dé respuesta a ese interrogante.
Estado prebendalista, capitalismo asistido
Tres son las funciones básicas que lleva a cabo todo Estado en una sociedad compleja. La primera tiene que ver con los roles constitucionales, que garantizan la vida comunitaria: proveer a la defensa, a la seguridad interna, a la justicia, a la administración burocrática, al resguardo del medio ambiente, por citar las esenciales. La segunda es la función económica, siempre vigente, pero enormemente acrecentada a partir de la década del 30. Estos roles -que se suman a los anteriores «bienes públicos puros» que el imaginario neoliberal supone como los únicos legítimos- reconocen dos niveles: por un lado, la producción directa de bienes y servicios; por el otro, menos transparente, la complicada malla de seguridad que el Estado brinda a los capitalistas privados con mayor poder de presión corporativa. La tercera función del Estado moderno es, por fin, aquella a la que ya se aludió, de asignador, con criterios redistributivos, del llamado gasto social, víctima propiciatoria de todos los intentos conservadores por superar el «congestionamiento estatal». Vale la pena reflexionar un poco sobre las funciones económicas, porque allí se encuentra un nudo importantísimo de la cuestión en debate.
Un aspecto muy significativo es, ciertamente, el del Estado como productor, a partir de la ola nacionalizadora de los años 40 y 50. Pero sobre este punto de las empresas públicas volveré más adelante, porque me interesa ahora detenerme sobre el gasto que la sociedad realiza para asegurar, por vías indirectas, la acumulación privada. Como se ha dicho, esa función es mucho más opaca y difícil de cuantificar, porque generalmente, en tanto egreso, aparece confundida dentro de partidas presupuestarias genéricas y, en muchos casos, toma la forma de disminución de ingresos. Varios autores -el italiano Giorgio Ruffolo entre ellos- han estudiado el tema en relación con los países europeos, demostrando que la cara complementaria del Estado asistencial es el capitalismo asistido, como alternativa fácil a la planificación.
Este financiamiento que la sociedad, vía el gasto público, le otorga al sector privado asume formas diversas, pero que pueden ser resumidas en cuatro fundamentales: los subsidios directos, las exenciones impositivas, la orientación del poder de compra del Estado y el proteccionismo, como salvataje corporativo de los riesgos de la competencia. Por cierto que la relación entre Estado y capitalismo es de orden estructural y solo ingenuamente podría predicarse que los gobiernos deban dejar de ejercer una función protectora del capitalismo; el problema es con qué criterio ella se ejercita y con qué grado de transparencia se lo hace en un régimen democrático.
¿Cuáles son las consecuencias de esta práctica para la forma de las relaciones entre orden político y orden civil? Hace unos años, Fernando Henrique Cardoso, pensando en Brasil y haciendo referencia a que la relación privilegiada (en términos económicos) entre Estado y sociedad pasaba por la mediación que se establecía entre gran empresa y burocracia pública, aludía a los «anillos burocráticos» que cortaban horizontalmente a esas dos estructuras (incluyendo a las sindicales), lo que implicaba que una parte de los intereses de la sociedad civil pasaban a existir dentro del Estado. En esta operación perversa de lobbying y presión corporativa, no hay otra resultante posible que una deformación de la intervención estatal: al trasladarse al seno del gasto público la puja distributiva, el Estado deviene una máquina prebendalista, que asigna privilegios. Capitalismo asistido y Estado prebendalista marchan de la mano. El caso argentino es una buena ilustración, pero estoy seguro de que lo mismo podría decirse de otras situaciones en Latinoamérica.
Asediado por los grupos de interés, el Estado resulta casi horadado por los «anillos burocráticos», que llegan virtualmente a colonizarlo y a hacerle perder su condición de representante de intereses colectivos, para transformarlo en dador de leyes para el beneficio privado, es decir, de privilegios.
Este crecimiento de las funciones económicas del Estado es una de las primeras consecuencias de la crisis que estalla a mediados de la década de los 70, oportunidad en que los grupos privados buscan amparo en las políticas subsidiadoras del Estado. Se incrementan los regímenes de promoción, las ventajas impositivas, los reintegros de todo tipo y el fisco, inclusive, se hace cargo de empresas quebradas. La deuda externa privada es estatizada y se transforma en una obligación social, mientras simultáneamente las grandes empresas hacían del contrato de obra pública su principal negocio. Este proceso se agravó en Argentina durante el supuestamente «privatista» régimen militar impuesto a partir de 1976 y quedó como una herencia pesada para la transición democrática iniciada en 1983 con el gobierno de Alfonsín.
Así, entre el monto de los servicios de la deuda externa estatizada y el de los subsidios de distinto tipo a un capitalismo asistido y parasitario, el fisco debía oblar alrededor de 10 puntos del PBI por año. Frente a ello palidece lo transferido para gastos sociales (sin excluir la necesidad de una mejor asignación de los mismos, para tornarlos más eficientes) y aun el déficit de las empresas públicas, que debe ser también corregido, entre otras cosas porque buena parte de él tiene que ver con la apropiación que los contratistas privados hacen de su renta, a través de los «anillos burocráticos» que forjan con la burocracia y con el propio aparato sindical.
La democracia y la reforma del Estado
Los años 80 colocaron a buena parte de los países latinoamericanos ante un desafío particular: la combinación entre la voluntad de construcción de regímenes democráticos y una gran crisis económica, que obliga a redefinir las relaciones entre Estado y sociedad; entre gobierno y mercado; entre política y economía. Se trata, pues, de una doble oportunidad: la de superar las formas del autoritarismo (no solo como modo de ejercer el poder, sino también como cultura política) y la de modificar un tipo de acumulación, que desde finales de los 60 ha perdido su capacidad expansiva. Y ambas tareas pasan centralmente por reformas en el Estado.
En este sentido, un razonamiento meramente «economicista» sobre la cuestión peca de superficial. Sin embargo, ese sesgo parece ser el predominante en el debate. Así, todo suele resumirse en el enfrentamiento abstracto entre «privatistas» y «estatistas» sobre un tema también parcial -en relación con las reformas que deben necesariamente llevarse a cabo-, como es el de la situación de las empresas en manos de los gobiernos. Lo que debería seriamente debatirse, en cambio, es la transformación estructural del Estado, en lo económico y en lo político.
Esa transformación se refiere, por lo menos, a cuatro áreas de actividad: la administrativa, para mejorar sus rendimientos; la económica, no solo en lo que se refiere a la posibilidad de privatizar total o parcialmente empresas estatales, sino también a la de «privatizar» el capitalismo subsidiado que vive de la protección del Estado; la social, tratando de reestructurar el gasto, minimizando los costos burocráticos y maximizándolos en términos de equidad, para orientarlos hacia las categorías más débiles, reduciendo la ayuda a otras; y por fin, la institucional, que en muchos casos, como el de Argentina, supone la reforma de una Constitución decimonónica para adaptarla a los tiempos actuales.
Sobre todos estos temas, el progresismo democrático puede y debe articular discursos que lo diferencien tanto del estatalismo vigente hace cuatro décadas y hoy anacrónico, como de la modernización conservadora en boga.
Señalaba más arriba la paradoja marcada por la coincidencia entre el surgimiento de procesos políticos democratizadores y la descomposición de modos de regulación económica que se da en la experiencia contemporánea de América Latina. La reconversión capitalista a escala mundial impone ajustes a estas sociedades, imposibles de evitar. La revolución tecnológica en marcha está sin duda hegemonizada por el centro capitalista y hasta las grandes economías planificadas y centralizadas que se diseñaron como alternativa deben subordinarse, para poder salir de su propia crisis.
Este es un dato que la URSS, China y buena parte de la Europa del Este ya han asumido. ¿Qué les queda a nuestras economías semiperiféricas sometidas, por añadidura, a una deuda externa descomunal?
La descomposición aludida se expresó en primer lugar -inercialmente o inducida por autoritarismos militares- a través de procesos de empobrecimiento y dualización, cuyos signos fueron la desindustrialización, el desempleo, la marginalidad urbana y la informalidad, y el retroceso generalizado de los índices de bienestar, que me han permitido afirmar que la muerte del Estado populista de compromiso tiene ya bastante más de una década.
La instalación, en los 80, de nuevos gobiernos democráticos en Argentina, Brasil, Uruguay, Perú y Bolivia se enfrentaba a esa desagregación residual, sin advertir (o advirtiendo con muchas vacilaciones) que el ajuste era inevitable y que la democracia debía hacerse cargo de él, para que la inequidad no fuera en aumento. Se cayó en la tentación de creer que el mero cambio político podía revertir ese deterioro, pero esa presunción, fracasó como lo demuestra, entre otros, el último tramo de los gobiernos de Alfonsín, de Sarney o de Alan García. Peligrosamente, la economía solo parecía resolver sus problemas de adaptación por caminos como el chileno (luego el boliviano), pero a costos sociales y políticos muy duros. La otra cara de la recuperación de la democracia era, en cambio, una persistente inflación, que consolidaba transferencias regresivas y brutales del ingreso, poniendo en peligro la consolidación de los nuevos sistemas.
De tal modo, la alternativa de la modernización conservadora pasa a ocupar el centro de las expectativas, a través de un hábil discurso que la transforma imaginariamente en la única posibilidad viable. El «ajuste» se muestra así en su perfil ortodoxo, que quizás resolverá algunos desequilibrios macroeconómicos que influyen sobre el proceso de acumulación del capital pero, a la vez, acentuará los patrones de desigualdad, y es muy probable que desemboque en formas de autoritarismo político. Si la reconversión tiene éxito, este demorará bastante tiempo y la sociedad que lo reciba habrá profundizado los rasgos de marginalidad económica y social, en una matriz de estratificación muy regresiva. Lo que hoy aparece como probable futuro inmediato de Argentina, Brasil y Perú es presente en sociedades en las que la modernización conservadora se ha efectuado, como Bolivia y Chile. ¿Habrá que someterse a esa perspectiva como a una fatalidad?
Privado, estatal, público
Es evidente que el pensamiento democrático latinoamericano se encuentra hoy en una difícil encrucijada. El discurso ideológico que lo nutrió tradicionalmente, que concedía al Estado un rol central como agente de cambio, no se compadece ya con la realidad, entre otras cosas, porque ese Estado está hoy feudalizado por las corporaciones. La ecuación que igualaba transformaciones progresistas con Estado, válida hasta fines de los 50, está ya vaciada de contenidos y, por lo tanto, es incapaz de resistir la ofensiva neoconservadora, que deifica al mercado como único regulador de la economía. Hacen falta fórmulas innovadoras, originales, imaginativas, capaces de renovar esquemas propios ya perimidos y de enfrentar la ofensiva de la Nueva Derecha. La vía para ello tiene como presupuesto teórico una distinta proyección de las relaciones entre Estado y sociedad.
Esta redefinición programática vale para las cuatro áreas ya señaladas en que la reforma es imprescindible: la burocrática, la económica, la asistencial y la institucional. Su clave es la introducción de una tercera dimensión, que supere la visión dicotómica que enfrenta de manera absoluta «lo estatal» con «lo privado». Esa dimensión ausente es la de «lo público», entendida como un espacio que pueda asegurar en los más extendidos ámbitos de la vida colectiva una mayor información, participación y descentralización de las decisiones. Es este crecimiento del poder de la sociedad civil (y no de un «mercado» atomizado, que favorece a los más poderosos en desmedro de los más débiles); es este fortalecimiento del espacio público en relación al orden estatal y al orden privado, lo que le permite a la teoría democrática vincular la reforma económico-social del Estado con la reforma política del Estado.
Esta opción de ningún modo elimina los roles del mercado -insustituibles para el buen funcionamiento de la economía-, ni subestima los roles decisorios del Estado. Lo que potencia es la reconstrucción de la sociedad ahogada por el centralismo burocrático, tanto como por la mercantilización de todas las relaciones humanas.
El Estado, dentro de este proyecto de democratización sustantiva, deja de absorber lo público para transformarse en un núcleo regulador, en el que las distintas alternativas generadas en la sociedad pueden tener expresión. El Estado, así, se descongestiona de demandas y de poderes, que pasan a ser autoadministrados por la comunidad, sin transformarse en parte del mundo de la mercancía. La forma de esta democratización en lo económico y social es la cogestión, la autogestión, la cooperativización, que crean entre lo privado y lo estatal un espacio de socialización, de descentralización y de autonomización de las decisiones.
Esta economía de estructura mixta, bajo control de la sociedad, exige un tipo de organización política que acerque a representantes y representados, que desburocratice la gestión y la haga más transparente, que incremente la participación del ciudadano. Todo ello implica reformas institucionales profundas, que abarcan desde la organización del Estado hasta la modernización del sistema de partidos y el fortalecimiento del poder de estos frente a las corporaciones y los «anillos burocráticos» que penetran en la administración gubernamental. En muchos países esos cambios suponen una reforma de las Constituciones vigentes.
En la hora actual en Latinoamérica ese debate ya está incipientemente planteado, en consonancia con los procesos posautoritarios. Un punto esencial del dilema es el choque entre presidencialismo y parlamentarismo, habida cuenta del enorme peso que la primera de esas dos tradiciones tiene en el continente. Claro que ese es sólo un aspecto de la reforma democrática de las relaciones entre Estado y sociedad, pues alude al modo de representación más apto en un sistema pluralista, en el que rige la división de poderes. El otro es el que tiene que ver con la apertura de otras vías de participación, que amplíen a la democracia representativa clásica con institutos de la democracia directa, como el referéndum, el plebiscito, la revocatoria y la iniciativa popular. También, por cierto, con la descentralización, la real vigencia de la autonomía municipal, la reforma de las fuerzas armadas, la jerarquización de los partidos políticos o la institucionalización de las demandas corporativas en consejos consultivos, que asesoren a los poderes del Estado.
Pero en ese esquema ampliado de participación, es evidente que el escenario del Parlamento pasa a ser decisivo. Entre nosotros, cuando tuvo vigencia, no pasó de ser un mero aparato ratificador de la voluntad del Poder Ejecutivo. La discusión internacional acerca de la disminución objetiva del papel del Parlamento en los procesos de toma de decisiones a partir de la mayor complejidad social y de una creciente necesidad de especialización tecnocrática tiene larga data. Sin desconocer el realismo de ese diagnóstico, cabe decir que su opuesto, el cerrado presidencialismo, presenta también fallas notables, sobre todo en términos de democratización y transparencia suficientemente conocidos.
¿Cómo salir de esta disyuntiva entre participación y eficiencia decisional? Una respuesta posible es la combinación de aspectos del presidencialismo con el fortalecimiento del rol parlamentario, introduciendo la figura de un primer ministro, responsable ante las Cámaras como jefe de gobierno, diferenciado del jefe de Estado. Esto, además de beneficiar nuestros hábitos políticos, en la medida en que resaltaría el papel de los partidos, haría más transparente la vida institucional, al facilitar la instalación de «gobiernos de programa», sostenidos sobre coaliciones variables de base parlamentaria, con objetivos discutidos a la luz pública. Significaría, además, una válvula de resguardo frente a las crisis políticas, porque el reemplazo del gobernante no implicaría la quiebra del sistema. No constituiría, claro, una panacea (ninguna fórmula jurídica lo es), pero ayudaría bastante en la tarea global e imprescindible de reforma democrática del Estado en la que estamos empeñados hoy los latinoamericanos.