Fuerzas Armadas y gobiernos de izquierda en América Latina
Nueva Sociedad 213 / Enero - Febrero 2008
Tradicionalmente influidas por Estados Unidos, las Fuerzas Armadas latinoamericanas han jugado un rol político crucial. Hoy han vuelto a los cuarteles, y el hecho de que acepten sin mayores traumas subordinarse a gobiernos de izquierda demuestra que han alcanzado cierto grado de profesionalidad. Pero esto no significa que no haya problemas pendientes, como la injerencia de los militares en asuntos de seguridad interna en algunos países, y tampoco implica que los gobiernos de izquierda tengan una línea de acción común. Así lo demuestran las diferentes políticas militares de Venezuela, Bolivia y Argentina, así como las dificultades para avanzar en la creación de unas Fuerzas Armadas Sudamericanas.
Introducción
El Estado moderno se caracteriza fundamentalmente por cumplir las funciones de integración y mantenimiento del orden en una sociedad, para lo cual debe monopolizar el control de la violencia física (tener el monopolio de la fuerza). Pero este monopolio de la capacidad coercitiva debe tener tres atributos fundamentales: contar con legitimidad, es decir, con aceptación social, lo que diferencia a un Estado de un grupo ilegal con capacidad coercitiva; operar bajo los límites del Estado de derecho; y limitar su acción a un espacio territorial determinado.
Las Fuerzas Armadas son una de las instituciones fundamentales para ejercer la función de coerción y control del Estado y para darle credibilidad al ordenamiento jurídico, dotándolo de eficacia. Como señala el general en retiro Paco Moncayo, «las Fuerzas Armadas son una institución básica de todo Estado, no importa su forma de organización, su nivel de desarrollo, su modo de gobierno o su tradición histórica y cultura. (...) El derecho interno es respaldado por una capacidad de coacción indispensable, la existencia de una administración monopólica de la violencia legítima (...). La propia creación de los Estados se produjo gracias a la obra libertadora de sus ejércitos».
Por otro lado, la democracia implica gobiernos elegidos periódicamente por la mayoría de los ciudadanos dentro de un sistema de pluralidad política y en un marco jurídico preestablecido, el Estado de derecho. En un régimen democrático, la función de coerción del Estado, a cargo de diferentes instituciones, entre ellas las Fuerzas Armadas, está supeditada a los gobernantes civiles legalmente elegidos. En una democracia, la supremacía del poder civil sobre el poder militar se entiende como «la capacidad que tiene un gobierno democráticamente elegido para definir la defensa nacional y supervisar la aplicación de la política militar, sin intromisión de los militares (...). La supremacía civil lleva a eliminar la incertidumbre respecto de la lealtad de largo plazo de las fuerzas armadas a las autoridades civiles».
En síntesis, el poder del Estado se fundamenta en una mezcla de consenso y coerción, pero debe ser ejercido dentro de un marco legal y con un nivel aceptable de eficacia, para lo cual las Fuerzas Armadas son una institución fundamental. En un régimen democrático, estas deben estar subordinadas al poder político civil, que las orienta y conduce políticamente.
La influencia estadounidense en las Fuerzas Armadas de la región
Desde comienzos del siglo XX, América Latina quedó bajo la influencia de Estados Unidos en materia de seguridad. Fue así como, entre la Primera Guerra Mundial y el fin de la Segunda, se produjo un realineamiento de las Fuerzas Armadas latinoamericanas, que cambiaron de paradigma: el modelo prusiano fue sustituido por el estadounidense, gran triunfador en las dos confrontaciones mundiales. Adicionalmente, EEUU se consolidó por esos mismos años como la potencia económica, militar y política de la región.
Para entender la incidencia de EEUU en las Fuerzas Armadas latinoamericanas es necesario tener en cuenta algunos elementos básicos. En primer lugar, desde fines del siglo XIX América Latina ha estado expuesta solo a la influencia norteamericana en temas de seguridad y defensa. Esta influencia, obviamente, ha estado condicionada por las concepciones estadounidenses y por la definición de amenazas formulada por Washington en cada momento histórico. Finalmente, esta influencia se ha ejercido de dos formas: directa, para lo cual se ha intentado estandarizar a los ejércitos de los países latinoamericanos según el modelo del de EEUU mediante la adopción de una doctrina similar; e indirecta, a través de la publicación de textos –manuales y revistas– para los militares.
Durante la Guerra Fría, la noción de seguridad impuesta por EEUU en América Latina estuvo asociada a las hipótesis de guerra. «Abarcaban la guerra mundial, la guerra convencional entre países latinoamericanos y la guerra revolucionaria en el seno de cada uno de esos países. (...) La hipótesis de guerra revolucionaria era considerada como una posibilidad real inmediata.»
En este panorama, y como respuesta a las amenazas definidas por EEUU, surgió la Doctrina de Seguridad Nacional, que partía de la idea de un enemigo global único, el comunismo, y su expresión dentro de cada país a través del denominado «enemigo interno». En este contexto, dos instrumentos fueron importantes para el ejercicio de la hegemonía norteamericana y para el alineamiento estratégico de los países latinoamericanos con EEUU: el Tratado Interamericano de Asistencia Recíproca (TIAR) y los acuerdos bilaterales de asistencia militar.
Fue así como, influidos por la Doctrina de Seguridad Nacional, los militares dieron una serie de golpes en América Latina. La secuencia, que se inicia con el golpe de Estado de Brasil en 1964 bajo el mando del general Humberto Castello Branco, se fue extendiendo, como una mancha de aceite, por toda la región. Las transiciones a la democracia y el fin de la Guerra Fría
Desde los 80, los regímenes autoritarios comenzaron a mostrar signos de agotamiento. Fue el inicio de los procesos de transición a la democracia, que tuvieron un énfasis político-institucional, centrado en la necesidad de construir democracias electorales. Para ello se descuidó la dimensión económica y social de la democracia y se privilegió la dimensión política.
Esto generó tensiones diversas, como parte del reacomodo institucional cívico-militar. Volver al modelo de subordinación militar al poder civil democráticamente elegido no fue un trámite sencillo y generó conflictos en tres campos diferentes: en primer lugar, el «arreglo de cuentas con el pasado», especialmente en relación con las violaciones a los derechos humanos; en segundo término, el tema pretoriano, es decir la subordinación militar al poder civil, que implicaba el retorno de los militares a los cuarteles y la adopción del marco constitucional y legal; y, finalmente, el margen de autonomía de las Fuerzas Armadas en varios campos, como la educación militar, el gasto y la definición de nuevas misiones.
A fines de los 80 se produjo el fin de la Guerra Fría y el hundimiento de los regímenes socialistas de Europa Oriental, lo cual generó efectos inmediatos en América Latina. El mundo pasó de un escenario marcado por la bipolaridad a otro caracterizado por la unipolaridad en lo político-militar y cierta multipolaridad económica, ya que pareciera avanzarse, aunque todavía sin la suficiente claridad, hacia la conformación de bloques económicos regionales.
Las prioridades de seguridad de la agenda global, fuertemente condicionada por EEUU, están marcadas por las denominadas «nuevas amenazas», que abarcan temas como el tráfico de drogas, la criminalidad internacional, la utilización irracional del medio ambiente, la consolidación de la democracia y el respeto a los derechos humanos. El narcotráfico fue definido por EEUU como el nuevo enemigo y la principal amenaza para su estabilidad política y la de la región, y pareciera ocupar el lugar que dejó vacante el comunismo.
Luego de los atentados del 11 de septiembre, el terrorismo se sitúa como la amenaza fundamental. Subordina a todas las demás: la llamada «Doctrina Bush» se caracteriza por considerar a las redes terroristas y a los Estados débiles o colapsados como las principales amenazas a la seguridad nacional de EEUU. En ese contexto, se prioriza la guerra contra el terrorismo global, se consolida el unilateralismo y se apela a la acción militar preventiva.
Los cambios políticos y el nuevo rol de las Fuerzas Armadas
A comienzos del nuevo milenio, América Latina atravesó una serie de cambios políticos. Una oleada de partidos y líderes de izquierda triunfaron en Sudamérica: en 2003, Luiz Inácio Lula da Silva fue elegido presidente de Brasil; en 2003, Néstor Kirchner llegó al poder en Argentina luego de la crisis política de 2001; en 2004, Tabaré Vázquez ganó las elecciones presidenciales de Uruguay con el apoyo del Frente Amplio-Encuentro Progresista-Nueva Mayoría. A ellos se suman Michelle Bachelet en Chile, Evo Morales en Bolivia, Rafael Correa en Ecuador y el caso sui géneris de Hugo Chávez en Venezuela, quien llegó al gobierno tras la crisis del sistema de partidos y luego de un intento de golpe militar. También se puede mencionar, como parte de esta ola de triunfos de la izquierda, las victorias de Martín Torrijos en Panamá y el retorno de Daniel Ortega a la Presidencia de Nicaragua.
Lo central es que, en simultáneo con el ascenso de la izquierda, parece ponerse en acción una nueva política de disciplinamiento por parte de EEUU, expresada después del 11 de septiembre en la lucha contra sus dos grandes enemigos globales: el terrorismo y el narcotráfico. Esta política se refleja en la Iniciativa Regional Andina, que es la extensión del Plan Colombia al conjunto de los países de la subregión, y luego en la nueva Estrategia de Seguridad Nacional promulgada por Washington en septiembre de 2002 y ratificada en 2006.
La tensión es clara. Los gobiernos mencionados, que pueden denominarse de «izquierda democrática», no proceden de partidos políticos tradicionales y son producto de formaciones o coaliciones novedosas, pero tienen algunos rasgos en común: uno de ellos es la búsqueda de mayor autonomía frente a EEUU, sin que esto necesariamente signifique una confrontación con la potencia.En los últimos años, las Fuerzas Armadas de América Latina han vivido procesos diversos. En la mayoría de los países de la región hay un esfuerzo por delimitar su campo de acción, orientado a la defensa y la seguridad nacional, especialmente exterior, y el ámbito de las policías dedicadas a los asuntos de seguridad pública y seguridad ciudadana. En esta perspectiva, Colombia constituye el ejemplo extremo inverso, por cuanto la persistencia de la violencia ha impedido una diferenciación de roles. Esto ha generado una «militarización» de la policía y, como espejo, la «policialización» de los militares. Esto también ha hecho que los países limítrofes de Colombia, como Venezuela y Ecuador, ubiquen a buena parte de sus Fuerzas Armadas en las zonas fronterizas para tratar de contener los efectos del conflicto armado.
En concordancia con lo anterior, se ha procurado encontrar nuevas misiones para las Fuerzas Armadas. Una de ellas son las misiones de consolidación de la paz promovidas por las Naciones Unidas u otras organizaciones internacionales. Uruguay es, en ese sentido, un caso extremo, ya que cerca de 30% de sus militares se encuentra destinado a alguna misión de paz. Otra nueva función se vincula a la participación en situaciones de emergencia generadas por catástrofes de la naturaleza y el involucramiento en políticas de desarrollo.
En varios países, como México, Bolivia y Colombia, por presión de EEUU, las Fuerzas Armadas se han involucrado en la lucha contra el narcotráfico, un tema netamente policial y de orden interno. Esto plantea una serie de riesgos –como la corrupción asociada a una actividad que moviliza una enorme cantidad de dinero– y debilita la división entre políticas de defensa y seguridad interna. Como señala Erubiel Tirado a propósito del caso mexicano: «las Fuerzas Armadas han participado sistemáticamente en la lucha contra el narcotráfico desde hace poco más de 25 años. Desde el inicio de esta participación, existieron señales claras de los riesgos de dicha decisión, en especial la exposición de los militares al poder corruptor del narcotráfico».Finalmente, los triunfos de candidatos de izquierda en varios países de la región han hecho que las Fuerzas Armadas enfrenten el desafío de convivir con gobiernos de este signo político. Al hacerlo, han mostrado su profesionalidad, su subordinación a los marcos constitucionales y su capacidad para tomar distancia de la concepción ideológica de la Guerra Fría. En ese sentido, el gasto público militar no parece haber sido afectado por orientaciones ideológicas:
La pregunta es si la orientación política de los gobiernos cambia los patrones de inversión en defensa, y en principio la respuesta es que no. La orientación ideológica de los gobiernos no genera, en el corto plazo al menos, cambios importantes en las políticas de inversión (...) La retórica de izquierda ha acompañado en los últimos años a los gobiernos de Venezuela y Argentina y sin embargo el comportamiento de los dos países es relativamente distinto. Mientras el gasto militar argentino decae sistemáticamente (...), Venezuela tiene una serie de altibajos con una curva creciente que sin embargo no llega a alcanzar a la inversión de 1997 decidida un año antes de que el presidente Chávez llegue al poder.
En la misma línea, José A. Olmeda ofrece una mirada panorámica acerca de las actuales relaciones entre civiles y militares en América Latina.
En lo que respecta a las relaciones civiles-militares, se advierten distintas pautas según las subregiones analizadas. Así, destaca un control civil débil en los países del Norte y Centroamérica y en los del Arco Andino. México carece de Ministerio de Defensa unificado y los departamentos encargados de la dirección y coordinación del Ejército de Tierra y de la Marina están encabezados por militares. En El Salvador y Guatemala sí existe Ministerio de Defensa, pero está dirigido por militares. Esta misma situación se repite en la mayoría de países que componen el Arco Andino: Bolivia, Ecuador, Perú y Venezuela. Los países del Cono Sur sí presentan una pauta de control civil homologable con el resto de los países occidentales.
Un análisis de tres casos
Venezuela. Durante el gobierno de Chávez se produjo un cambio o una redefinición de la doctrina de seguridad y defensa. De acuerdo con el general Raúl Baduel, ex-comandante del Ejército venezolano, los posibles escenarios de conflicto son cuatro: una guerra de «cuarta generación» con el propósito de desestabilizar el país, como paso previo a la conducción de operaciones destinadas a desorganizar y finalmente destruir el Estado-nación; un golpe de Estado con acciones de subversión y grupos separatistas; un conflicto regional; y una intervención militar internacional liderada por EEUU, al estilo de la coalición que interviene en Iraq.
Heinz Dieterich define de este modo los objetivos de una posible acción militar contra Venezuela: «escarmentar las tesis nacionalistas; garantizarse el acceso irrestricto, seguro y barato a tan importante fuente de energía [el petróleo]; consolidar la tesis del globalismo, y extender el dominio anglosajón del planeta al menos por la próxima centuria».
En este contexto, el gobierno venezolano se ha propuesto incrementar, fortalecer y preparar el componente militar para la defensa en el marco de una guerra asimétrica. Y, al mismo tiempo, profundizar la fusión pueblo-ejército, para lo cual creó la Reserva Nacional y la Guardia Territorial. Venezuela rompió con la doctrina militar de EEUU y la sustituyó por la «Doctrina bolivariana de la guerra defensiva de todo el pueblo». El mismo Chávez definió la necesidad de desarrollar un pensamiento militar alternativo para América Latina y el Caribe con acciones que promuevan una nueva integración militar. Esto explicaría el énfasis de la política exterior venezolana en la integración regional, no solo en la dimensión económica, sino especialmente en la política y militar.
Las principales críticas a la política de seguridad y defensa iniciada por Chávez apuntan a la tendencia a la militarización de la seguridad, el riesgo de politización de los militares, obligados a defender un proyecto político determinado, y la posibilidad de que se consolide un proceso de militarización de la sociedad civil. Asimismo, se cuestiona el alto grado de concentración en el presidente del poder decisorio en asuntos militares y el heicho de que los temas de seguridad y defensa siguen siendo considerados como asuntos exclusivamente militares.
Bolivia. Al igual que otros países de América Latina, en Bolivia las Fuerzas Armadas y policiales acumulan antecedentes complicados. Así lo describe Loreta Telleria:
En primer lugar, es preciso aclarar que ambas instituciones estuvieron exentas de todo proceso de la reforma institucional en el periodo democrático. En segundo lugar, ambas instituciones siempre garantizaron el equilibrio y la estabilidad de los gobiernos de turno frente al creciente conflicto social. Por ese motivo, se convirtieron en sectores con ciertos privilegios, como ser su seudoautonomía institucional. En tercer lugar, al ser instituciones semiautónomas el principio democrático de dirección política y de subordinación al poder civil fue cuestionado numerosas veces, a través de los continuos amotinamientos policiales y deliberación militar. En cuarto lugar, la falta de control político por parte del Parlamento, sumada a la falta de conocimiento sobre ambas instituciones por parte de la ciudadanía, derivó en un aislacionismo conveniente para policías y militares. En quinto lugar, el divorcio entre la sociedad y las fuerzas armadas y de policía repercutió en una crisis de legitimidad de ambas instituciones. Por un lado, la policía con graves denuncias de corrupción e ineficiencia operativa; y por otro lado, las fuerzas armadas con su pasado represivo y amenazante respecto de los derechos humanos. En último lugar, la falta de modernización institucional de la policía y de las fuerzas armadas hizo que ambas fueran utilizadas en la lucha contra las drogas, el control y la represión de los conflictos sociales y la seguridad ciudadana. En este cambio de roles se produjo la policialización de los militares y la militarización de los policías, agudizando aún más la disputa institucional en la lucha de retener y acumular funciones.
El objetivo del gobierno de Evo Morales consiste en administrar la defensa como una política pública, entre cuyas características principales se encuentra el principio de supremacía civil. El objetivo no es revolucionario, ya que administrar la defensa como una política de Estado no es un planteamiento nuevo o una opción posible, sino una exigencia fundamental en una democracia representativa. Esto, sin embargo, pareciera ir a contravía del esfuerzo de convertir a las Fuerzas Armadas en un eje de apoyo al proyecto político del MAS: Si por un lado el objetivo principal es implantar la norma y la institucionalidad como el elemento fundamental que medie en las relaciones civiles miliares, bajo el control civil; por otro determinadas medidas del gobierno masista, como la directa implicación de las Fuerzas Armadas en los proyectos políticos del MAS, podría cuanto menos neutralizar los esfuerzos orientados en aquel sentido.
Las prioridades de Evo Morales son claras:
Hay dos reivindicaciones populares que han justificado la caída de los anteriores presidentes y que el MAS ha hecho suyas, al punto de ser los ejes fundamentales de su gobierno: la nacionalización de los hidrocarburos y la celebración de una Asamblea Constituyente (...) Para ambas cuestiones, el presidente Morales ha pedido la colaboración de las Fuerzas Armadas, a las que ha otorgado una considerable centralidad.Los cambios se han desarrollado en dos líneas de acción: las relaciones civiles-militares y las nuevas misiones de las Fuerzas Armadas, que han sido bien recibidas por cuanto contribuyen a reforzar la legitimidad social de la institución militar.
Respecto a las relaciones civiles-militares, el gobierno ha insistido en que la norma y la institucionalidad serán los términos fundamentales bajo los que se determinará esta relación. Esta opción es una novedad si consideramos que la informalidad y el clientelismo han sido predominantes hasta el momento. Desde la transición democrática, los privilegios y las prebendas han sido la moneda de cambio empleada para asegurar la subordinación de las Fuerzas Armadas. En cuanto a las nuevas misiones asignadas a las Fuerzas Armadas para alcanzar esa unidad con el pueblo, si bien mejora la imagen de las Fuerzas Armadas, al dedicarse fundamentalmente a labores de «acción cívica» o desarrollo nacional, la naturaleza de estas misiones se desvía de los cometidos propiamente militares. Con ello se corre el riesgo de obstaculizar una firme dirección civil, uno de los principales objetivos del gobierno, al asignar a las Fuerzas Armadas misiones que corresponden a instituciones civiles.
En relación con las nuevas misiones de la institución militar, afirma Loreta Telleria:
durante el año 2006, las Fuerzas Armadas actuaron en temas de carácter social, de inclusión, humanitarias, resguardo de la soberanía, y en apoyo a las políticas estatales. La prioridad que en años pasados tuvo la lucha contra el narcotráfico y los conflictos sociales, dio paso a una serie de actividades que reflejan una tendencia a la reconfiguración de los roles. Los datos muestran que las Fuerzas Armadas han descomprimido su tradicional rol represivo y han dado paso a un rol activo de acercamiento a la sociedad.Como parte de esta nueva política, es importante destacar la decisión de excluir a los militares de la lucha antidrogas. En palabras de la misma autora, «Este paso significa, en efecto, cortar otro de los nudos fundamentales que alimentaban la relación clientelar entre el poder civil y el militar, mediante la cual éste se aseguraba un ámbito de autonomía. Con ello el gobierno sería coherente con su intención de eliminar este espacio y consolidar el principio de supremacía civil».
Pero esta nueva orientación también genera algunos problemas. Para reemplazar los recursos que antes llegaban a través de la cooperación estadounidense en la lucha antidrogas, se ha planteado establecer un Impuesto Directo a los Hidrocarburos de 2%. Además, se han firmado acuerdos de cooperación militar con Venezuela. El riesgo señalado por diferentes analistas es que la insistencia del gobierno en convertir a las Fuerzas Armadas en su aliado las transforme en «compañeras de viaje» en el desarrollo de las políticas oficiales, lo cual puede generar una politización de aquellas y dificultar el necesario proceso de profesionalización y reacomodo institucional.
Argentina. De todos los procesos de transición a la democracia de América Latina, el de Argentina es sin dudas el caso más claro de subordinación militar al poder civil. El ex-jefe del Estado Mayor del Ejército, Martín Balza, lo explica en estos términos:
Estoy firmemente convencido de que la democratización del Ejército está consolidada e internalizada en todos sus integrantes (…). La guerra de Malvinas consolidó la imprescindible necesidad de un cambio de pautas culturales y fue la causa principal de que comenzara a instrumentarse una gran transformación en la década de los noventa. Abarcó, entre otros aspectos, la asunción de la responsabilidad institucional en la violación de los derechos humanos y de la dignidad de las personas cometidos por la última dictadura militar; la incorporación al acervo cultural militar del respeto irrestricto a las instituciones de la República; un sustancial cambio en el sistema educativo del Ejército; la implementación del servicio militar voluntario en reemplazo del obligatorio; el incremento de las exigencias para los ascensos, ponderando el conocimiento de idiomas extranjeros y títulos universitarios; la erradicación del autoritarismo mediante un liderazgo basado en un mando firme, equilibrado y respetuoso para con el subordinado; una mayor participación de la mujer (…) Tampoco hay que olvidar la reducción cuantitativa de la fuerza privilegiando lo cualitativo y la descentralización orgánica (…).En Argentina, la Ley de Defensa Nacional establece parámetros para garantizar la subordinación militar al poder civil y la no injerencia de las Fuerzas Armadas en los asuntos políticos y de seguridad interior. También menciona la necesidad de desarrollar una reforma en las instituciones castrenses. Se trata de un avance de importancia capital para el establecimiento de relaciones cívico-militares de acuerdo con los principios democráticos y para el debilitamiento de las tareas de las Fuerzas Armadas en asuntos internos. Como era de esperarse, los objetivos de la ley se han ido concretando de manera progresiva. No ha sido sencillo lograr una efectiva conducción política de la estrategia de defensa ni tampoco avanzar en la reforma administrativa de las instituciones militares. No obstante, desde el regreso de la democracia, en 1983, el esfuerzo por limitar el papel de las Fuerzas Armadas a la defensa contra agresiones externas, por su despolitización y por la reducción de su presupuesto, ha sido constante.
Pero como algunos de estos objetivos solo se han cumplido parcialmente, en 2006 Néstor Kirchner firmó un decreto que apunta a establecer claras restricciones al accionar de las Fuerzas Armadas y garantizar que estas no intervengan de ninguna manera en las decisiones de política interna. Esta decisión se explica por la herencia del pasado autoritario, las violaciones masivas a los derechos humanos y las condiciones en que las Fuerzas Armadas tuvieron que abandonar el poder después de la derrota en Malvinas, legado que permanece vigente en la memoria colectiva de los argentinos y constituye uno de los argumentos más fuertes del gobierno para impulsar las reformas.
El decreto mencionado señala que el Ministerio de Defensa no solo es un órgano de mediación entre el Ejecutivo y las Fuerzas Armadas, sino que debe intervenir de manera directa en la formulación, implementación, ejecución y evaluación de las políticas de defensa. Complementariamente, la norma excluye cualquier tipo de labor militar en la prevención del delito común y deja sentado que solo intervendrán en la seguridad interna cuando haya un estado de guerra civil o un alzamiento armado contra los poderes constitucionales:
Deben rechazarse enfáticamente todas aquellas concepciones que procuran extender y/o ampliar la utilización del instrumento militar hacia funciones totalmente ajenas a la defensa, usualmente conocidas bajo la denominación «nuevas amenazas», responsabilidad de otras agencias del Estado organizadas y preparadas a tal efecto; toda vez que la intervención regular sobre tales actividades supondría poner en severa e inexorable crisis la doctrina, la organización y el funcionamiento de una herramienta funcionalmente preparada para asumir otras responsabilidades distintas de las típicamente policiales.
En cuanto al aspecto organizativo, se le asigna al Estado Mayor Conjunto (EMCO) la dirección unificada del sistema militar y se le transfieren las funciones de comando y organización que antes estaban a cargo de la jefatura de cada fuerza. Esta decisión parte de la idea de que las deficiencias y desatinos de las Fuerzas Armadas, como la conducción de la guerra de las Malvinas, se deben en buena medida a la falta de coordinación entre las tres fuerzas, que actuaban de manera independiente y sin criterios conjuntos.
Finalmente, cabe añadir la sostenida reducción presupuestaria. «Desde 1983 al 2003, la magnitud total de recursos destinados a la defensa se contrajo en 58,7% y la participación de la jurisdicción dentro del presupuesto nacional se desplomó de 13,78% a 7,7%, tendencia que continuó acentuándose hasta el presente.»
¿Hacia unas Fuerzas Armadas Sudamericanas?
En un documento del Núcleo de Asuntos Estratégicos, el presidente Lula sugirió la posibilidad de crear unas Fuerzas Armadas Sudamericanas. «El perfeccionamiento de la política de defensa hará que Brasil fortalezca su capacidad de defensa, aisladamente o como parte de un sistema colectivo de defensa con los países vecinos, para enfrentar las nuevas amenazas y desafíos, garantizar la protección de su territorio y respaldar las negociaciones en el ámbito internacional».
El periodista uruguayo Raúl Zibechi sostuvo que la idea de crear una fuerza militar de estas características, similar a la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN),
fue divulgada a mediados de noviembre por el coronel de artillería Oswaldo Oliva Neto en un seminario conjunto entre Brasil y la Unión Europea. Aunque el presidente Hugo Chávez ya había formulado una propuesta similar durante la cumbre del Mercosur en julio, en Córdoba (Argentina), el que sea la principal potencia regional la que tome ahora la iniciativa reviste la mayor importancia. El proyecto será sometido el próximo año a los demás gobiernos de la región, aunque se estima que el gobierno brasileño ya ha pactado su aceptación con todos los países. De prosperar, Sudamérica contará con un organismo de unidad política (la Confederación Sudamericana de Naciones) y unas Fuerzas Armadas que la dotarán de autonomía militar.Esta propuesta, formulada inicialmente por Chávez, sugerida en 2003 por Lula y también apoyada en Chile por el Partido Socialista, podría, de acuerdo con algunas opiniones, haberse ya prefigurado con la misión militar de la ONU en Haití, comandada por Brasil e integrada por tropas de Argentina, Chile y Uruguay. En ese sentido, la intervención en Haití podría constituir el anticipo de una futura fuerza militar regional, cuya viabilidad, en el actual contexto subregional marcado por una creciente mayoría de gobiernos de centroizquierda, podría verse como una respuesta preventiva-defensiva frente a eventuales acciones desestabilizadoras.
Sin embargo, hay que hacer la siguiente precisión: una cosa es la propuesta brasileña, que se basaría en procesos de integración regional, con Fuerzas Armadas profesionalizadas, y otra muy distinta la que impulsa Chávez y defienden los círculos bolivarianos del continente, que conciben el proyecto como parte de una confrontación con EEUU. Un ejemplo de esta segunda posición es la del general en retiro René Vargas, de Ecuador:
Estamos asistiendo a una guerra imperial contra nuestros pueblos, es la Cuarta Guerra Mundial, donde los objetivos y las estrategias económicas son claras: Tratados de Libre Comercio, ayuda militar, combate al narcotráfico y la «narcoguerrilla», etc. No son sino pretextos para recolonizarnos. Entonces una forma para hacer fortaleza continental y tener éxito en esta guerra, es la unión cívico-militar, pues somos la misma cosa, somos ciudadanos iguales, el uno por una temporada viste de uniforme, los otros en sus talleres, los ingenieros en sus construcciones, el médico en el hospital. Pero tenemos los mismos orígenes, somos la misma familia latinoamericana.
Teniendo en cuenta estas diferencias y contrastes, lo más probable es que estas iniciativas, en el corto y mediano plazos, no tengan desarrollos reales, más allá de algunas misiones conjuntas de mantenimiento de la paz, como en Haití, o experiencias binacionales, como las que están desarrollando las Fuerzas Armadas de Chile y Argentina.
Breve conclusión
La búsqueda de la seguridad debe contemplar tanto los aspectos militares como los diplomáticos y políticos. Los cambios globales y regionales parecen generar transformaciones que por ahora solamente se insinúan. En ese sentido, los cambios políticos acaecidos en la región y el giro a la izquierda registrado en muchos países han producido una serie de transformaciones en las Fuerzas Armadas.
Esto, sin embargo, no significa que haya una tendencia monocolor en los gobiernos de centroizquierda ni que sean similares los procesos de reforma –doctrinaria, misional, organizativa, operacional– implementados en cada país. Los tres casos analizados en este artículo así lo confirman.
De todos modos, podemos afirmar que, pese a las diferencias, no hay duda de que hoy existen Fuerzas Armadas más profesionalizadas, lo cual, en principio, les permite subordinarse a los gobiernos de izquierda sin mayores traumas. La tradicional influencia de EEUU ha perdido importancia, pero todavía es temprano para considerar este dato como un cambio definitivo de carácter en las Fuerzas Armadas de la región.