Tema central
NUSO Nº 206 / Noviembre - Diciembre 2006

Estados Unidos, la integración latinoamericana y el lugar de Brasil

Aunque las encuestas a veces exhiben un país dividido en mitades, una observación más detenida del mapa político de Estados Unidos de los últimos años muestra un claro predominio republicano. Se trata, en realidad, de la consolidación de una tendencia nacional-conservadora que tiene profundas implicancias. Luego del 11 de septiembre, EEUU se encuentra hiperinvolucrado en problemas transnacionales para los que ensaya respuestas nacionalistas ineficaces. En ese contexto, América Latina, y en particular Brasil, tienen la oportunidad de abandonar la mirada centrada en los Estados nacionales y profundizar la integración regional.

Estados Unidos, la integración latinoamericana y el lugar de Brasil

Introducción: el mundo antes del cambio

En el prefacio de la primera edición de Los orígenes del totalitarismo, Hannah Arendt describe su época como un tiempo sombrío: «Nunca el futuro fue tan imprevisible, nunca dependimos tanto de fuerzas políticas que no son confiables en el cumplimiento de las reglas del buen sentido y del interés –fuerzas que parecen completamente enloquecidas–».

Arendt escribía acerca de una generación que había vivido dos guerras mundiales y comenzaba a experimentar la Guerra Fría. En aquel momento, la escalada de violencia entre los Estados nacionales parecía no tener fin. El mundo había llegado al límite de la destrucción de todo y de todos.

Pero la razón finalmente prevaleció y los 90 fueron años de optimismo. La competencia entre las dos grandes potencias terminó de forma pacífica. La invasión iraquí a Kuwait fue rechazada por una coalición liderada por Estados Unidos con el sello de la Organización de las Naciones Unidas (ONU). El boom de las «.com» impulsaba la economía estadounidense y la ubicaba en un lugar muy superior al de las demás. Las importaciones de EEUU aumentaban y, gracias a ello, la prosperidad alcanzaba a otras partes del globo, especialmente a algunos países asiáticos.

El mundo, en general, estaba más abierto al comercio. En América Latina, Brasil y Argentina disfrutaban, después de muchos años, de la bonanza de la estabilidad. En esos años el presidente estadounidense Bill Clinton promovió el Acuerdo de Belfast, en Irlanda, e intentó negociar la paz en el conflicto palestino-israelí.

Sin embargo, por detrás de este telón de optimismo actuaban fuerzas transnacionales que con frecuencia tomaban al mundo por sorpresa. No en vano los 90 fueron también los años de las crisis financieras de Asia, Rusia, Argentina y Brasil. Fueron los años de la peor pobreza en África, de las imágenes de la masacre de Ruanda, de la guerra en Somalia, el Congo, Angola y Sudán. África se había transformado en la cuna de la desolación y la enfermedad: 40% de la población sobrevive con menos de un dólar por día y la mitad, con menos de dos dólares por semana; la posibilidad de morir antes de los cinco años es cinco veces mayor que en el resto del planeta; 30 millones de personas están infectadas de HIV y la expectativa de vida es de 59 años. Además de la pobreza y el sida, las áreas menos favorecidas del mundo vieron crecer el extremismo religioso y el terrorismo político. Se registró, durante aquellos años, una serie de atentados de bajo costo para la sociedad global, con el (infeliz) promedio de un ataque cada 2,5 años, y unas 100 muertes.

Después, el 11 de septiembre de 2001, estallaron las torres del World Trade Center, y 3.000 estadounidenses fueron el objetivo de un odio cada vez menos nacional y más transnacional. Como escribió Arendt, parecía que la violencia había llegado a un cierto límite estructural –el fin de todo–, reelaborada ahora en los estadios más difusos de la transnacionalidad.

No hay dudas, entonces, de que hoy vivimos en un mundo totalmente diferente de aquel del siglo XX. El momento actual está caracterizado por la preeminencia de una gran potencia internacional, EEUU, y por el auge de las amenazas transnacionales difusas. ¿Cuáles son las implicancias de este nuevo escenario internacional para América Latina, para los procesos de integración regional y para Brasil? Ésas son las cuestiones que pretendo abordar en este trabajo. Para ello, me adentraré, primero, en el terreno de la política interna y externa de EEUU, con el objetivo de entender la naturaleza del poder internacional al cual me refiero. Luego, trataré de analizar la interacción entre este superpoder y su contexto, especialmente en relación con las amenazas internacionales difusas. Después, procuraré abordar lo que ese momento significa para las relaciones Brasil-EEUU, para entonces reflexionar sobre la situación de América Latina y los procesos de integración. Mi objetivo final es subrayar la dificultad que genera el abordaje nacional de problemas típicamente transnacionales, así como la necesidad de llevar a cabo una reflexión más completa acerca de la transformación del papel de la autoridad en América Latina.

Estados Unidos, cien años después

En 1901, el escritor estadounidense Mark Twain, uno de los mayores referentes de la posición antiimperialista dentro de su país, fue acusado de traidor por haberse negado a luchar en las Filipinas. El escritor alertaba acerca de los riegos de una «guerrilla distante» que amenazaba dividir a la nación entre patriotas y traidores. Cien años más tarde, los atentados del 11 de septiembre de 2001 paralizaron a EEUU y al mundo entero. Fueron, sin dudas, un episodio paradigmático para los medios de comunicación, que dejaría una marca en el pensamiento estadounidense. Las ondas generadas durante los 102 minutos –entre el choque del primer avión y la caída de las torres– todavía repercuten en los canales de noticias, en las burocracias, en los institutos de investigación, en las universidades, en los partidos, en el mercado y en el cine de EEUU.

Luego de los ataques, la expresión «guerra contra el terrorismo» ingresó rápidamente en la lista de los temas con los que los estadounidenses evalúan a su gobierno. Una investigación reciente de la Universidad de Princeton mostró, por ejemplo, que en agosto de 2006 45% de los ciudadanos de EEUU estaba insatisfecho con la forma en la que George W. Bush estaba manejando el asunto. La misma encuesta demostraba que casi la mitad de los estadounidenses (49%) aprobaba al presidente, mientras que la otra mitad lo rechazaba.

Pero aunque las estadísticas parecen exhibir un escenario de división, ésta no se traslada automáticamente al poder político estadounidense. El resultado de las elecciones presidenciales de 2000, en las que George W. Bush fue elegido por primera vez, generó la noción equivocada de que habría una «división» –o incluso una «división profunda»– en EEUU. Luego se dijo que esta división se habría reforzado por el fracaso de la intervención en el Oriente Medio. Para apoyar esta hipótesis, se señalaron tres cuestiones: que ningún partido consiguió 50% del total de los votos, tanto en el Congreso como en la Presidencia; que el Senado estaba dividido en partes iguales (50 votos para los republicanos y 50 para los demócratas), y que el voto popular había sido derrotado por el Colegio Electoral.

Esta interpretación, sin embargo, es errónea. Para el año 2000, el Partido Republicano había vencido en las cinco últimas elecciones en 16 estados que representan 135 votos en el Colegio Electoral, mientras que los demócratas presentaban la misma performance en solo dos estados –Minnesota y Hawai–, que equivalen a apenas 13 votos en el Colegio Electoral. Esto implica que, más allá de las encuestas, existe un claro predominio republicano en el mapa político de EEUU.Cuatro años después de la primera elección de George W. Bush, en 2004, se realizaron nuevos comicios que confirmaron la preeminencia del Partido Republicano. Como demuestran los números (ver cuadro), los republicanos no solo ocupaban la Casa Blanca, sino que eran, además, mayoría entre los gobernadores, los senadores y los representantes en el Congreso.

El mapa político de 2004 –que coincide con el actual, ya que al cierre de este artículo aún no se habían concretado las elecciones legislativas– demuestra que los republicanos dominan la mayoría de los estados de la Federación (mapa 1).Si se tienen en cuenta los resultados por condados, también se refuerza la idea del predominio republicano en la mayor parte del territorio (mapa 2).

Todo esto tiene sentido si se toma en cuenta que, para entender la política estadounidense, es preciso pensar lo «nacional» como un todo compuesto por unidades federadas. A menudo, las investigaciones realizadas para el ámbito nacional engañan, pues la estructura institucional obedece a mayorías regionales y no nacionales, lo cual se expresa claramente en la existencia del Colegio Electoral.

Por eso, para percibir qué está ocurriendo hoy en la política estadounidense, conviene abordar la situación de los estados de la Federación y no mirar solo a la nación en su conjunto. Datos de julio de 2006 de Survey USA señalan índices de aprobación al gobierno de Bush menores a 40% en buena parte de los estados en los que los demócratas vencieron en las últimas elecciones. Si se cruzan los datos de esa encuesta con la distribución de votos del Colegio Electoral, queda claro que los índices de desaprobación al gobierno se sitúan justamente en los estados más populosos y que se inclinan por los demócratas en las elecciones: Nueva York (con 31 votos en el Colegio Electoral), Pensilvania (con 21), Illinois (con 21) y California (con 55) (mapa 3). Esto significa que, dado el carácter federal del sistema político de EEUU, los índices de desaprobación no necesariamente se convertirán luego en mayorías institucionales.

En realidad, la situación política actual de EEUU puede verse como parte de una tendencia, ya antigua, de fortalecimiento y consolidación de corrientes ideológicas identificadas con el «conservadurismo» y el «nacionalismo», que fueron suscritas por el Partido Republicano en diferentes momentos de la historia del país. Este fenómeno histórico-social tiene mucha influencia en la política interna y externa de EEUU, y es independiente del gobierno de Bush. En lo que respecta a las reacciones internacionales, estas corrientes vienen ocupando ideológicamente el campo de las «respuestas» en un momento en que las preguntas son muchas, en especial acerca de la forma de garantizar la seguridad nacional en un ámbito hostil, con la propagación del sentimiento antiestadounidense a través del mundo.

Nacionalismo y conservadurismo

El hecho de que las tropas de EEUU actúen hoy en todos los rincones del planeta se explica sobre todo por la difusión en ese país de un fuerte sentimiento nacionalista, abrazado desde 1860 por el Partido Republicano. Esta ideología, antes típicamente europea, se fortaleció en EEUU a partir de la llegada de los inmigrantes del Viejo Continente y del anticomunismo de la Guerra Fría, datos fundamentales para la construcción y consolidación de un «ser nacional» que mantiene encendido el tradicional faro de la excepcionalidad. En ese sentido, hay que recordar que muchas prácticas comunes hoy en EEUU –el culto a la bandera, el juramento diario de lealtad en las escuelas, el amplio reconocimiento del himno oficial y la mano derecha en el corazón en el momento de cantarlo, la formación de estilo militar en las escuelas secundarias y la propia militarización de los espectáculos de fútbol americano– son prácticas propias de fines del siglo XVIII y comienzos del XIX, cuyo propósito era «americanizar» a los hijos de los inmigrantes. En aquella época, justamente, EEUU emprendía su primera intervención extraterritorial no continua en Cuba, a la que siguió, para disgusto de Mark Twain, la ocupación de las Filipinas.

Se trataba de un nacionalismo clásico, que percibía al ámbito internacional como un espacio que debe ser aprovechado para el desarrollo y el fortalecimiento de la Nación. Era un nacionalismo volcado hacia el mar, con características imperiales, que tuvo en Theodore Roosevelt a uno de sus exponentes más notables. El viejo Ted era, en 1898, el joven héroe del Oeste.

Después, durante el siglo XX, en EEUU se consolida una ideología del «ser», originada en una antigua idea de «ejemplo», transformada en «excepcionalidad» en relación con los enemigos internos y externos. Entre los primeros sobresale el «traidor», que nace junto con la confusión entre nacionalismo y patriotismo; entre los segundos prevalece la idea del «mal» –comunista, nazi, extraterrestre, indio, terrorista– como parte de una relación en la cual el otro es visto como degenerado.

Hay ejemplos antiguos. En 1894, la Universidad de Wisconsin fue duramente atacada por la Asamblea estatal, de perfil populista, por negarse a separar de su cargo a un profesor socialista. En 1924, la misma Asamblea firmó una ley que prohibía «la enseñanza de hechos históricos considerados antipatrióticos por los políticos y por el pueblo del estado». De la misma forma, una ley del estado de Nueva Jersey, sancionada en 1921, prohibía aquellos libros didácticos que «traicionaran, falsificaran, desfiguraran, distorsionaran, dudaran o negaran los eventos que culminaron en la Declaración de Independencia o en cualquier otra guerra en la que EEUU hubiera participado o fuera a participar».

En 1945, cuando las dos bombas atómicas explotaron en Japón y pusieron fin a la Segunda Guerra Mundial, dos minorías se disputaban el control político e ideológico de la política exterior estadounidense. Una bregaba por el desarme universal, la gobernanza mundial y la generación de lazos de confianza con Rusia, inclusive en relación con los secretos atómicos. La otra minoría, nacionalista (en esa época, todavía una minoría), creía que la posesión de la bomba atómica otorgaba a EEUU la posibilidad de forzar a los comunistas a obedecer sus reglas de juego.

El anticomunismo radical de la segunda generación de inmigrantes (como Joseph McCarthy) respondía a la campaña de americanización lanzada durante y después de la Primera Guerra Mundial, que tenía como objetivo la identificación de posibles desleales (traidores) entre los «extranjeros». Así, los patriotas pasaron a ser los que trabajaban por la ampliación del poder de la Nación –es decir, por el nacionalismo– y no aquellos movidos por el amor a la Nación. En 1958, los estudiantes de la Universidad de Notre Dame eligieron como el «Patriota del Año» a Wernher Von Braun, nada más y nada menos que el ingeniero responsable del bombardeo nazi sobre Londres trece años antes. Mucho después, a fines del siglo XX, el nacionalismo, con el Partido Republicano en el gobierno, derrotaría al Imperio Soviético: las puertas se abrirían para que EEUU ejerciera su verdadero poder en el ámbito internacional.

Al mismo tiempo, la ideología conservadora se fortaleció ampliamente durante el siglo XX. Se consolidó así una unión (nacional-conservadora) y una identidad (la del conservador que tiene fe en las ideologías tradicionales). El movimiento conservador estadounidense se origina en los 50, como oposición al New Deal de Franklin D. Roosevelt y el Partido Demócrata. La idea original es que los liberales contribuyeron, a través de las instituciones del New Deal, al aumento de las burocracias y a un legalismo institucionalizado, que atentaba contra ciertas ideas tradicionales de libertad. Durante la Guerra Fría, el conservadurismo se expresó en una sentencia: «Dios dio a América el monopolio de la virtud, y al comunismo, el monopolio del pecado». Dios habría dado a América también la bomba atómica, que pasó así a representar el antiguo y actual sentido de la «oportunidad» del conservador que cree en las ideologías «excepcionales» de su propia Nación.

Pese a ello, durante la primera mitad del siglo XX, en un país tradicionalmente considerado «liberal», ni siquiera los republicanos ubicados más a la derecha se decían conservadores. En 1970, sin embargo, la mayoría de la población estadounidense se denominó de ese modo voluntariamente, lo que anticipaba la etapa que comenzaría con la elección de Ronald Reagan en 1980. Aquel año marcó el fin del monopolio del antiguo establishment liberal. Había llegado la hora de poner fin al Estado grande, pese a los megaproyectos lanzados en aquellos años, especialmente en el campo militar, como el de la Guerra de las Galaxias. Había llegado, también, la hora de clamar contra el Estado policial, pese al refuerzo del poder de los servicios de inteligencia; de desatar la libre iniciativa, pese al apoyo muchas veces dudoso a las grandes empresas; y de recuperar los valores tradicionales estadounidenses y de la civilización occidental.

Oportunidad

Una tesis muy difundida en el campo de las relaciones internacionales sostiene que en las últimas décadas se ha producido una transformación paradigmática en lo que respecta a la seguridad y la economía de los países en el ámbito global. Esto no significa señalar la globalización como la causa de todos los males actuales, sino resaltar, por un lado, la debilidad del concepto de «retaliación» como garantizador y ordenador de la seguridad nacional, y, por otro, subrayar el pasaje de una economía de tipo fordista, característica de la posguerra, a otra llamada por algunos «milenaria».

En el campo de la economía, las diferencias entre ambos sistemas son muchas. El modelo anterior se basa en el consumo de masas, los Estados grandes e interventores, la autonomía, la protección, las garantías. El segundo, en cambio, implica otros valores, como la productividad, la libertad, el individuo y la interdependencia. Motor pero también producto de la transición del primer sistema hacia el segundo, EEUU experimenta hoy una fuerte sensación de renacimiento, similar quizás a la que vivió luego de la Guerra Civil. La percepción es que el país es capaz de ajustarse a las transformaciones económicas del ámbito internacional más rápidamente que otras naciones, una idea que muchas veces es interpretada en el exterior de otra manera: como un proceso que tiene a Washington como el principal impulsor –y el principal interesado– en producir los cambios.

Lo que une y justifica los dos caminos es, precisamente, la aplicación del «poder relativo» de EEUU, en especial en lo que respecta a los dos requisitos clásicos de la idea de poder: económico y militar. Así, la ampliación del poder estadounidense sería una consecuencia natural de la adaptación exitosa, mientras que, desde otro punto de vista, aparece como un plan puesto en práctica.

Un producto claro de esta dinámica de extremos es la visión conservadora y nacionalista estadounidense de que la diferencia de poder es en verdad una «oportunidad», expresión que remite al título de la obra de Richard Haas, Opportunity. Allí se alude a «un momento sin precedentes, en el cual EEUU tiene la chance de construir un mundo donde las personas estén seguras, libres y puedan disfrutar de un nivel decente de vida». Así, se advierte que ese «nuevo» EEUU llegó acompañado de las tradicionales corrientes de la política exterior de ese país, pero no como un conjunto de ideas estancadas, sino como nociones transformadas por la historia. El viejo wilsonianismo, por ejemplo, es absorbido por el «nuevo» conservadurismo estadounidense, aunque solo en lo que respecta a la promoción universal de la democracia y no en relación con las instituciones internacionales representadas en los años de Woodrow Wilson por la propuesta de la Liga de las Naciones.

Todo esto termina por fortalecer otro producto de las actuales relaciones entre EEUU y el mundo: el antinorteamericanismo, originado muchas veces entre los que más sufren las transformaciones y los que cuentan con menor amparo del poder público, y que se potencia como resultado de la asociación de EEUU con el proceso de transformación de la economía internacional.

A ese contexto de antinorteamericanismo creciente y de consolidación de un poder nacionalista en la estructura política estadounidense, se suma la dificultad para dar respuestas en dos cuestiones básicas. Por un lado, la seguridad nacional, dada la incapacidad del mecanismo clásico tradicional, la retaliación (o disuasión), para contener un ataque del «gran terrorismo». Por otro, los problemas graves que asolan al planeta –el terrorismo, la pobreza, el sida, la degradación del ambiente–, que están fuera del alcance de las estructuras políticas.

La cuestión es que la consolidación del nacional-conservadurismo en la sociedad estadounidense anticipa una larga permanencia de las respuestas nacionalistas a los muchos desafíos presentados por el contexto exterior. Esto significa que, por muchos años, seguramente habrá una superpotencia excesivamente involucrada –y mal involucrada– en diversos temas, lo que a su vez genera una amplia libertad de acción local a aquellos actores que no son percibidos como un «problema».

La conexión Brasilia-Washington

¿Qué implica todo esto para las relaciones entre Brasil y EEUU? George W. Bush y Luiz Inácio Lula da Silva mantuvieron, hasta ahora, una relación cordial. Ambos presidentes son conscientes de que no piensan de la misma forma, pero incluso así mantienen una interacción pragmática que no excluye algunos deslices. Por ejemplo, cuando Lula se manifestó públicamente en contra de la invasión a Iraq, o cuando Brasilia emite señales de simpatía a los regímenes populistas de la región, o cuando Washington da pie a la expansión del sentimiento antiestadounidense en América Latina. En esos momentos, el conservadurismo nacionalista estadounidense se convierte, en el campo de la política externa, en un interlocutor muy poco dispuesto a discutir proyectos. En la última visita a Brasil, por ejemplo, George W. Bush describió un sueño idílico para las tres Américas: un continente libre de drogas, de violencia y de hambre. En ningún momento, sin embargo, Bush se mostró dispuesto a discutir o debatir los planes que traía en carpeta, sino apenas a buscar el apoyo brasileño a éstos.Como era previsible, el tránsito hacia un régimen de Posguerra Fría tuvo un impacto profundo en las relaciones entre Brasil y EEUU. Algunas opciones salieron del campo de juego y fueron sustituidas por otras. En efecto, ya no hay espacio internacional (a no ser que se tenga la poco feliz idea de apoyar las causas terroristas internacionales) para apostar al juego triangular de los años 30 y la Guerra Fría, periodos durante los cuales las relaciones entre ambos países estuvieron intermediadas por una referencia antiestadounidense (el nazismo y el comunismo).

El antinorteamericanismo es una variable política importante en América Latina. El discurso de Hugo Chávez en la ONU, cuando llamó a George W. Bush «El Diablo», deja claro que el tema es, en Venezuela, una cuestión de política interna. Es que el discurso fue pronunciado en el mismo momento en que ese país se ubicaba entre los cuatro mayores exportadores de petróleo a EEUU. En Venezuela, el antinorteamericanismo es un elemento de cohesión interna, como también lo fue, en Brasil, el discurso de Lula contra la segunda invasión de Iraq.

En Brasil, el discurso independiente –y aun antinorteamericanista– forma parte de una larga tradición de política exterior, con las breves excepciones de los periodos posteriores al suicidio de Getulio Vargas y al golpe de 1964. Se trata, sin embargo, de un sentimiento que casi siempre permaneció limitado al discurso, como forma de aumentar el poder de negociación de Brasilia.

Pero es necesario poner las cosas en su contexto. Un dato imprescindible para comprender el mundo de hoy es la gigantesca diferencia de poder relativo, algo nunca visto durante el siglo XX. En términos militares, es inútil pensar en equipararse con EEUU, que gasta 450.000 millones de dólares en armas por año, con apenas 4% de su PIB. Por eso, cualquier camino nacionalista para aumentar el poder de una nación en ese sentido será, por definición, inconducente.

Pero justamente como consecuencia del nacionalismo de EEUU, surgen nuevos caminos, que la potencia es incapaz de controlar. Lo que se abre hoy –para Brasil y también para América Latina– es un campo completamente distinto de posibilidades. La actual configuración del sistema internacional ha creado un espacio para las relaciones transnacionales entre personas y organizaciones (públicas y privadas), más que entre Estados nacionales. El problema es que hoy subsisten por inercia, en Brasil y la región, los viejos paradigmas, reforzados por el antinorteamericanismo como variable política interna, y esto conduce a respuestas anacrónicas. La diplomacia brasileña, por ejemplo, ha interpretado el contexto de Posguerra Fría como una oportunidad para el aumento del poder de la Nación. La diversificación comercial, la multiplicación de las alianzas, el conflicto por un lugar VIP en el Consejo de Seguridad de la ONU, la misión en Haití y la actuación en la Organización Mundial del Comercio (OMC) son representaciones bastantes claras de un camino nacionalista para la política externa de un país que, al mismo tiempo, fija tasas prohibitivas a la importación de computadoras.

La confusión es clara. Brasil incrementa sus relaciones comerciales con Libia, pero tiene poca ligazón afectiva con las poblaciones vecinas. El país y el continente no han creado las condiciones básicas para un intercambio más fluido, ya sea respecto de la infraestructura, las barreras lingüísticas y las culturales, la educación, el turismo interno o las relaciones de negocios.

En síntesis, las tradiciones de las relaciones internacionales enseñan que el poder de Washington constituye una amenaza al sistema mundial. El hecho de que EEUU ostente un poder incomparable al del resto de los países amplió su campo de actuación y de preocupaciones a escala global, fenómeno alimentado además por una ideología anacrónica, incapaz de lidiar con los problemas más importantes del mundo. Todo esto, en definitiva, abre las puertas para una relación más flexible con Brasil y con América Latina, para una mayor autonomía de los países latinoamericanos y para las relaciones entre ellos.

Pero sería un error percibir esa oportunidad como un campo para el desarrollo exclusivo de la Nación. Actualmente, América Latina genera proyectos nacionalistas, como ocurre en Brasil y Venezuela, que compiten en la propia región y llaman la atención de EEUU. En el caso de Brasil, debido a la posible extensión del Mercosur, combatida por los tratados bilaterales de libre comercio; en el caso de Venezuela, por la Revolución Bolivariana y su alianza con el régimen de Fidel Castro. Esta oportunidad, entonces, no debería ser la de reforzar los proyectos nacionales sino la de crear un espacio amplio para la búsqueda de soluciones para problemas comunes.

La experiencia latinoamericana

América Latina no necesita cometer el mismo error que EEUU y exacerbar las respuestas nacionalistas a problemas de orden transnacional. La economía es transnacional; la pobreza, el comercio y la inversión, también. Incluso si en la mayoría de los casos las empresas actúan con el apoyo –o incluso, la gerencia– del Estado, las redes de interacción económica son transnacionales. Al igual que la economía, la violencia también es transnacional: cualquier ciudadano de una gran ciudad latinoamericana sabe que el crimen atraviesa las fronteras. Las amenazas de enfermedades también son transnacionales, así como los desafíos al ambiente.

La oportunidad de América Latina pasa hoy por la capacidad para alejarse de las fórmulas anacrónicas del nacionalismo. Ninguna respuesta de carácter nacionalista puede resolver los dilemas de naturaleza transnacional, que actúan en planos diferentes y animados por lógicas distintas. La insistencia en las soluciones «nacionales», impulsada por el proceso histórico-cultural de EEUU, no solo alimenta las amenazas: exacerba también otros nacionalismos y puede, en el mediano plazo, convertirse en el principal factor desestabilizador en el ámbito internacional.

La ventana que se abre en América Latina mira hacia el propio jardín. En lugar de conectarse con un ámbito alterado por una potencia hiperinvolucrada en temas transnacionales a través de respuestas nacionalistas, los países latinoamericanos –y en especial, los de América del Sur– deben mirarse a sí mismos y percibir los problemas comunes: la dificultad generalizada, por ejemplo, para dotar de legitimidad a las autoridades y proveer a las sociedades de bienes públicos básicos.

No hay una ley que estipule que el comercio es la única forma, eterna y fundamental, para la integración regional. Hay otras, como la educación básica y universal de calidad, un sistema de salud eficiente y la garantía de seguridad, de acceso a la justicia y al crédito. En ese contexto, podemos institucionalizar la comunicación de los bancos centrales de los países de la región para evitar crisis financieras y facilitar el crédito. Podemos integrar los sistemas de seguridad pública y pautar una agenda de discusión regional en este terreno. Podemos intensificar los esfuerzos en infraestructura, en especial para el transporte intrarregional; facilitar las transacciones económicas y el movimiento de personas; abandonar la idea restringida del comercio per se y, por la vía de la expansión del Mercosur, abrir una puerta de comunicación con Chile.Esto no significa apartarse de una red de seguridad para enfrentar las amenazas externas. Los países de la región pueden pensar en una alianza militar, una institución de intercambio de informaciones y de entrenamiento regional conjunto, pero como una iniciativa desprovista de cualquier sentido de antinorteamericanismo, que no se convierta en un punto de conflicto con Washington.

Para lograrlo, sin embargo, es preciso redireccionar los esfuerzos, tanto en lo que respecta a la política interna como a la externa. El discurso antinorteamericanista de Hugo Chávez, la decisión de Brasil de enviar tropas a Haití o su búsqueda de un asiento permanente en el Consejo de Seguridad de la ONU son representaciones esquizofrénicas de una política totalmente separada de su función organizadora de la vida pública. ¿Qué precisan los latinoamericanos? ¿Escuelas, hospitales, seguridad, justicia y oportunidades, o revoluciones, dictadores, bombas nucleares y expansión militar?

En última instancia, la conjunción de esfuerzos en la construcción de un ámbito público más fuerte mejorará la seguridad regional, conteniendo las posibles amenazas nacionales y transnacionales. Esto servirá, también, para contener la violencia, potenciar la política, impulsar el comercio y la inversión, y mejorar la calidad de vida.

Vale recordar, nuevamente, a Hannah Arendt:

[Es] la ausencia de nombre del tesoro perdido a lo que alude el poeta al decir que nuestra herencia fue dejada sin testamento alguno. El testamento, al decir al heredero lo que será suyo por derecho, lega posesiones del pasado a un futuro. Sin testamento o, sorteando la metáfora, sin tradición –que seleccione y denomine, que transmita y preserve, que indique dónde se encuentran los tesoros y cuál es su valor– parece que no existe ninguna continuidad consciente en el tiempo, y por lo tanto, humanamente hablando, ni pasado ni futuro, sino solamente la sempiterna mudanza del mundo.

Este artículo es copia fiel del publicado en la revista Nueva Sociedad 206, Noviembre - Diciembre 2006, ISSN: 0251-3552


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