Coyuntura
NUSO Nº 284 / Noviembre - Diciembre 2019

¿El ocaso del «modelo chileno»?

El estallido social en Chile sorprendió a propios y extraños y puso en tela de juicio tanto el modelo de desarrollo económico como la institucionalidad vigente, en un contexto en el que los actores políticos detentan bajos niveles de legitimidad. Pero ¿por qué un estallido en el país «ejemplo» de la región? Parte de la explicación hay que buscarla en la precarización de las clases medias y en un creciente proceso de politización de las desigualdades, en el marco de un modelo construido durante la dictadura, con una institucionalidad blindada y escasa flexibilidad para incorporar demandas sociales.

¿El ocaso del «modelo chileno»?

Introducción: el estallido social

Las últimas semanas de octubre de 2019 serán recordadas como el inicio de un marcado proceso de efervescencia social en Chile. A inicios de ese mes, el gobierno de Sebastián Piñera anunció un alza de 30 pesos (unos cuatro centavos de dólar) en las tarifas del subterráneo en horario punta. El costo mensual promedio de los pasajes, solamente considerando traslados durante días hábiles, es de 33.200 pesos (unos 45 dólares). En un país en el que el salario mínimo asciende a 301.000 pesos (poco más de 400 dólares), el gasto en transporte resulta elevado1.

El anuncio fue recibido con rechazo por parte de los usuarios, que reclamaban por los altos costos del transporte en el país. Las primeras reacciones del gobierno ante las críticas crecientes fueron explicar las razones técnicas que justificaban el alza y señalar que no había posibilidad alguna de reconsiderar la decisión. Una seguidilla de declaraciones desafortunadas de algunos personeros del gobierno hizo escalar el malestar que comenzaba a hacerse cada vez más evidente. El ministro de Economía Juan Andrés Fontaine, por ejemplo, alentaba a los pasajeros a madrugar para pagar una tarifa de metro más económica (escapando a la hora pico), al tiempo que el ministro de Hacienda Felipe Larraín, al presentar las nuevas cifras de inflación, señaló que tenía buenas noticias para los románticos, porque el precio de las flores se había reducido2.

A escasos días del alza, jóvenes estudiantes de educación secundaria llamaron al público a evadir el pago de pasajes y coordinaban sus acciones de resistencia al alza de precios a través de redes sociales. En varias estaciones, forzaron la entrada al metro y facilitaron el ingreso de usuarios dispuestos a unirse a la medida, bajo la consigna «evadir, no pagar, otra forma de luchar». Rápidamente, esta forma de resistencia fue generando adeptos ante la atónita mirada del gobierno.

Como si se tratase de un reguero de pólvora, en pocos días la consigna de los estudiantes se propagó y comenzaron a desarrollarse protestas pacíficas a escala nacional, acompañadas, en ocasiones, de acciones violentas de saqueo, vandalismo y destrucción de infraestructura pública y privada. En este escenario se fotografió al presidente Piñera en una pizzería en el contexto de una celebración familiar, algo que crispó aún más a la opinión pública. La filtración de un audio de la primera dama, Cecilia Morel, pocos días después, en el que comparaba el estallido social con «una invasión extranjera, alienígena», no contribuyó a calmar los ánimos3. El viernes 25 de octubre tuvo lugar la denominada «Marcha más grande de Chile» que superó todos los pronósticos y congregó alrededor de 1.200.000 personas solamente en Santiago. Las demandas de los manifestantes han sido amplias y heterogéneas, pero su trasfondo ha estado vinculado a un descontento generalizado que muchos asocian a las desigualdades e injusticias que afectan a la ciudadanía chilena. Adicionalmente, buena parte de la clase política ha tenido o bien enormes dificultades para interpretar ese descontento o bien poca disposición para producir cambios que permitieran procesar institucionalmente las demandas de la ciudadanía.

El estallido social experimentado por Chile pone en tela de juicio el llamado «modelo chileno». En la medida en que la protesta social interpela tanto al modelo de desarrollo económico como a la institucionalidad vigente, en un contexto de baja legitimidad de los actores políticos, su irrupción responde no solo a una pugna redistributiva sino también a tensiones de naturaleza política. Este artículo está organizado de la siguiente manera: primero, analiza los componentes centrales del modelo chileno, tanto en términos socioeconómicos como políticos; en segundo lugar, examina las raíces del estallido social; en tercer lugar, discute la dimensión política del conflicto que experimenta Chile; y, por último, propone algunos elementos que deben tomarse en consideración para salir de esta crisis de manera satisfactoria.

El modelo chileno

A inicios de octubre de 2019, dijo Piñera: «en medio de esta América Latina convulsionada veamos a Chile, nuestro país es un verdadero oasis con una democracia estable; el país está creciendo, estamos creando 176.000 empleos al año, los salarios están mejorando»4. Esta visión de Chile como un modelo a seguir ha estado profundamente arraigada en parte de la clase política y de la elite económica y ha sido también compartida por destacadas figuras internacionales, desde Roberto Azevêdo, director de la Organización Mundial del Comercio (omc), hasta el ex-presidente de Estados Unidos Barack Obama. En realidad, la idea de que Chile era un caso excepcional fue inicialmente promovida por el economista de la Universidad de Chicago Milton Friedman, quien acuñó el concepto de «milagro chileno» ya en la época de la dictadura de Augusto Pinochet.

Pero ¿qué es y cómo se gesta el llamado modelo chileno? En mi libro The Politics of Social Policy Change in Chile and Uruguay: Retrenchment versus Maintenance, 1973-19985 analicé este asunto en más detalle. Allí explico que el modelo chileno está consagrado en dos grandes documentos: «El Ladrillo» y la Constitución Política de Chile de 1980. El primero comenzó a gestarse en los años previos al quiebre democrático de 1973. En 1956, la Universidad Católica de Chile firmó un convenio de cooperación con la Universidad de Chicago que permitiría a los estudiantes más destacados de su Departamento de Economía realizar estudios de posgrado en la casa de estudios estadounidense. Varios de los egresados producto de ese convenio, a quienes se denominó Chicago boys, participaron, a su regreso, de la elaboración de un programa de desarrollo económico (posteriormente denominado «El Ladrillo») destinado a la campaña de Jorge Alessandri, candidato presidencial de derecha en las elecciones de 1970. El programa cayó en el olvido una vez que el socialista Salvador Allende ganó las elecciones presidenciales. Pero el golpe de Estado de junio de 1973 resucitó el documento, que rápidamente llegó a manos de los integrantes de la Junta de Gobierno. A partir del quiebre democrático, buena parte de las propuestas de «El Ladrillo» fueron implementadas en el contexto del gobierno militar de Pinochet.

Este documento ofrece un diagnóstico de los principales problemas del país, a saber: crecimiento económico insuficiente, estatismo, escasez de empleos productivos, inflación elevada, atraso agrícola y altos niveles de pobreza extrema. Para hacer frente a esos desafíos, el documento propone una serie de medidas de mercado destinadas a promover el crecimiento económico en un contexto en el que debía primar el principio de subsidiaridad del Estado. En otras palabras, el Estado debería abstenerse de intervenir en la economía y en la provisión de bienes y servicios, y limitarse a hacerlo solo cuando el mercado (y en ocasiones la familia) no lo hiciera. La política social quedó subordinada a la política económica y el ministro de Hacienda se transformó en un «superministro» al que respondían todos los ministros sectoriales. En políticas sociales, se empujó por una mayor focalización, por la comprobación de medios, la privatización y la municipalización. Los beneficios sociales se redujeron y concentraron solamente en los sectores más pauperizados de la sociedad, el gasto público social se «racionalizó» y las reglas de elegibilidad se volvieron más estrictas. El otro documento central para comprender el «modelo» es la Constitución Política de Chile de 1980. El principal gestor de esa Carta Magna fue Jaime Guzmán, uno de los asesores más cercanos a Pinochet y más tarde fundador de la Unión Democrática Independiente (udi), un partido conservador que en la actualidad integra la coalición de gobierno de Piñera. Guzmán pertenecía al gremialismo, un movimiento católico de derecha compuesto principalmente por integrantes de la clase alta tradicional, vinculados al Partido Conservador. La Constitución de 1980 buscó, entre otros propósitos, despolitizar y desmovilizar a la sociedad, limitar la polarización ideológica y promover la estabilidad preservando el statu quo.

La presencia de quorum calificado y mayorías especiales para introducir reformas de fondo y la autonomía que concede a instituciones tales como el Banco Central y el Tribunal Constitucional buscaron blindar y perpetuar el «modelo». Tal como sostienen Javier Couso y Alberto Coddou, el quorum calificado y las supermayorías implican que cualquier transformación significativa al statu quo requiere del apoyo de la oposición en ambas cámaras6. Es importante señalar, además, que los principales componentes del modelo socioeconómico y político diseñado en dictadura poseen rango constitucional, por lo que el horizonte de posibilidades para los actores políticos es limitado.

A pesar de la transición democrática en 1990, el «modelo chileno» demostró tener una notable resiliencia y los ejes centrales identificados antes se mantuvieron mayormente intocados. Más allá de las reglas de juego constitucional que limitan los cambios, la extraordinaria estabilidad del modelo chileno estuvo vinculada al hecho de que logró mantener niveles de crecimiento económico elevados. Además, la pobreza tuvo una reducción marcada, de 25,6% en 1990 a 8,1% en 2015, mientras que la indigencia pasó de 13% a 3,5% en el mismo periodo, según cifras oficiales. Lo anterior contribuyó a legitimar esas políticas entre círculos empresariales, políticos de diferentes partidos y los sectores más acomodados de la población.

Sin embargo, el «modelo chileno» fue cosechando detractores que, si bien en la década de 1990 eran aislados, fueron en aumento a partir del nuevo milenio. El «modelo» supone la existencia de una estrategia de desarrollo económico de mercado y una Constitución diseñada para preservarlo. Algunos críticos apuntaban a las enormes desigualdades que las políticas de mercado generaban, mientras que otros cuestionaban fuertemente la Constitución de la era Pinochet. Parte de estos cuestionamientos se vinculaban a los «amarres» institucionales diseñados para dificultar el procesamiento de cambios a las reglas del juego. Sin embargo, la crítica más recurrente apunta al hecho de que la Constitución de 1980 arrastra un pecado de origen, pues fue diseñada e impuesta en dictadura. A pesar de algunas modificaciones, los elementos centrales de la Carta Magna sobrevivieron a la dictadura.

Explicar el estallido social

Las razones del estallido social que remece a Chile son múltiples y complejas7. No obstante, cuatro factores parecen ser particularmente relevantes: la expansión de sectores de ingresos medios precarizados; una brecha creciente entre expectativas y logros; un marcado proceso de politización de las desigualdades y, finalmente, una arquitectura constitucional rígida e incapaz de procesar institucionalmente las demandas ciudadanas. Como ya señalamos, desde la transición democrática Chile ha sido capaz de reducir la pobreza marcada y sostenidamente. Esta reducción dio origen a la emergencia de sectores de ingresos medios altamente precarizados. De acuerdo con la Encuesta Suplementaria de Ingresos del Instituto Nacional de Estadísticas de Chile, 50% de las personas ocupadas del país gana menos de 400.000 pesos (unos 540 dólares). El sueldo promedio per cápita en Chile asciende a 573.964 pesos (alrededor de 770 dólares). La pensión promedio para los hombres chilenos asciende a 320.000 pesos (432 dólares) y para las mujeres a 192.000 pesos (260 dólares). Tan solo 1,7% de los chilenos gana más de tres millones de pesos (algo más de 4.000 dólares). Todos los quintiles de ingresos en Chile gastan más de lo que ganan, a excepción del quintil superior8.

Estas capas medias precarizadas tienen muy poco acceso a los beneficios sociales, pues buena parte de estos se basan en mecanismos focalizados y de comprobación de medios dirigidos a los más pobres. El costo de los servicios sociales es elevado en el país, y la calidad y oportunidad de los servicios y la atención varían según capacidad de pago, lo que genera fuertes desigualdades. La situación de la salud sirve para ilustrar este punto. En Chile, la mayor parte de la población (78%) está afiliada al sistema público de salud. Dentro del universo de estos afiliados, la atención de la salud es gratuita solamente para los individuos carentes de recursos o para quienes perciban menos de 250.000 pesos (337 dólares) o sean beneficiarios de una pensión básica solidaria. El resto de los afiliados al sistema público de salud debe afrontar gastos de bolsillo según su nivel de ingresos. Cabe recordar que el salario mínimo asciende a 301.000 pesos, con lo cual incluso los individuos que lo perciben deben realizar copagos de salud, en un contexto en el que Chile es el quinto país de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (ocde) en gastos de bolsillo9. No existe cobertura de medicamentos, salvo para algunas patologías, y tampoco políticas que permitan afrontar los costos de enfermedades catastróficas.

Esta clase media precarizada acumula una enorme frustración fundamentalmente en torno de las desigualdades en el acceso, la calidad y la suficiencia de la salud, las pensiones, la educación y el empleo. A esto deben sumarse otras inequidades, vinculadas a categorías socioestructurales, como la clase, el género y la etnia, y fuertes desigualdades regionales y subnacionales. La visión relativamente extendida dentro de la clase política y las elites económicas respecto de la existencia de un «milagro chileno» o, como sostuvo el presidente, de que Chile puede considerarse un «oasis», contrasta fuertemente con las percepciones de muchos ciudadanos y ciudadanas. El mensaje de las bondades del «modelo chileno», de un país que crece de manera sostenida, que ofrece oportunidades para quienes las saben aprovechar, en el que el «milagro» llenaría de bendiciones a todos y todas, generó expectativas crecientes que no se han podido cumplir.

La reducción de la pobreza y la ampliación masiva de la matrícula universitaria, producto del acceso a créditos avalados por el Estado introducidos por el presidente Ricardo Lagos en 2005, contribuyeron a que estas expectativas crecieran aún más. De hecho, ya en 2007, 70% de la matrícula universitaria chilena correspondía a estudiantes de primera generación, según el Consejo Nacional de Educación (cned)10. Sin embargo, la realidad mostró que muchos de esos estudiantes de primera generación tenían enormes dificultades para avanzar en sus carreras y concluir sus estudios, ingresar a universidades de buen nivel, conseguir empleos de calidad una vez concluidos sus estudios y hacer frente a las deudas producto de los créditos contraídos para estudiar.

Parte de la bibliografía clásica sobre conflictividad enfatiza que las brechas entre las expectativas y la realidad suelen estar detrás de los conflictos sociales e incluso de las revoluciones. Por ejemplo, en su clásico artículo «Toward a Theory of Revolution» (1962)11, James Davies desarrolla un enfoque de deprivación relativa, comúnmente asociado a la llamada «curva j». Según esta visión, las revoluciones ocurren después de periodos de expectativas y gratificaciones prolongadas, seguidas por retrocesos bruscos que provocan inseguridad y descontento. La expectativa no siempre es un fiel espejo de la realidad, pero los ciudadanos suelen estar dispuestos a tolerar un cierto nivel de discrepancia entre ambas. Sin embargo, cuando la distancia entre la expectativa y la realidad se acrecienta marcadamente, esto puede dar lugar a lo que Davies llama una brecha intolerable que puede conducir a estallidos sociales violentos.

En este contexto de creciente insatisfacción, signada por la percepción de que las inequidades son persistentes, la protesta ha sido un canal privilegiado para visibilizar el descontento. En efecto, desde 2006, cuando los estudiantes secundarios chilenos se movilizaron demandando cambios en la educación, Chile ha experimentado distintas olas de protesta. Tras un largo periodo de desmovilización social, producto de 17 años de autoritarismo, los ciudadanos chilenos comenzaron a salir a las calles en un esfuerzo por politizar las desigualdades. Si bien las movilizaciones se iniciaron para denunciar las inequidades de la educación, Chile ha experimentado protestas masivas vinculadas a distintos sectores y categorías socioestructurales (medio ambiente, pensiones, género, salud, etc.).

Sin embargo, este proceso de politización de las desigualdades no ha sido capaz de sortear una institucionalidad rígida, consagrada en la Constitución de 1980, que fue diseñada por el gobierno de Pinochet precisamente para resguardar la estructura institucional vigente y el modelo de desarrollo socioeconómico. Como ya señalamos, varios mecanismos institucionales dificultan el procesamiento y la adopción de las transformaciones que demanda la ciudadanía organizada. Si bien la Constitución experimentó algunos ajustes, los ejes centrales se mantuvieron. A las reglas allí consagradas se suman otras, tanto formales como informales, que refuerzan la permanencia del statu quo. Por ejemplo, el legado de un sistema electoral que, durante años, subrrepresentó a las fuerzas minoritarias y sobrerrepresentó a las mayoritarias; el cuoteo político de acuerdo con la afiliación partidaria, y la autonomía de algunas instituciones vinculadas con las políticas económicas dificultan la adopción de los cambios estructurales que la sociedad civil movilizada demanda. Todas estas señales apuntaban a una ciudadanía cada vez más descontenta y distanciada de sus autoridades, convencida de que el uso de los canales institucionales de presión no surtía efecto. La otra cara de la moneda fue una clase política desconectada de la sociedad, que no supo o no quiso leer el descontento acumulado.

La dimensión política del conflicto

El estallido social que hoy afecta a Chile se gestó, por tanto, durante décadas. Su irrupción tuvo características volcánicas, en el sentido de que es el resultado de una acumulación de tensiones socioeconómicas y políticas a lo largo del tiempo. En este caso, la suba del precio de los pasajes de metro, junto con el mal manejo inicial del gobierno, contribuyeron a desencadenar la crisis, pero esta comenzó a gestarse lentamente desde mucho antes y pudo haber estallado en otro momento también, pues, como se lee habitualmente en grafitis y carteles de manifestantes, «no fueron 30 pesos, fueron 30 años».

Uno de los principales desafíos que afronta el gobierno al lidiar con esta crisis es que el sistema y los actores políticos sufren serios problemas de legitimidad. Chile ha exhibido, a partir de la transición a la democracia, un desplome de los niveles de identificación partidaria. En 2005, según la Encuesta Nacional icso-udp, 48% de la ciudadanía decía no sentirse identificada con ningún partido, pero en 2015 era 81% el que no reportaba identificación partidaria alguna. El declive también afecta los niveles de confianza en las instituciones políticas. En 2005, la confianza en el gobierno, el Congreso y los partidos alcanzaba 32%, 13% y 7%, respectivamente, pero en tan solo una década esas cifras habían caído a 13%, 4% y 3%. En suma, los actores e instituciones políticas presentan problemas de legitimidad12.

Probablemente donde la pérdida de legitimidad se ha materializado de manera más clara es en la caída de los niveles de participación electoral en Chile. La primera elección presidencial después del quiebre democrático, celebrada en 1989, alcanzó un nivel de participación de casi 90%. Desde entonces, la participación electoral se ha desplomado. En efecto, si se consideran los 25 años que precedieron a la elección por segunda vez de Michelle Bachelet, es posible constatar que Chile experimentó un descenso de 35% de la participación electoral. Este declive es impactante, incluso a escala global. En efecto, según el Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (pnud), se trata de la caída más pronunciada del mundo después de la de Madagascar13. La última elección presidencial, que llevó a Piñera al poder, tuvo un nivel de participación cercano a 50%.

El principal desafío que enfrenta Chile es que un gobierno altamente impopular, con bajos niveles de adhesión, es el que deberá liderar una salida de la crisis en la que el país está sumido. Y hasta ahora, las iniciativas del gobierno no han logrado los resultados esperados. Desde que se produjo el estallido social, el presidente Piñera ha intentado sortear la crisis a partir de tres principales tipos de respuestas secuenciales. Durante los primeros días de la crisis, luego de demorarse en reaccionar a los llamados a evadir el pago de los pasajes del metro, el gobierno criticó las movilizaciones sociales, al tiempo que condenó fuertemente a los «violentistas». Piñera no tuvo reparos en admitir que Chile enfrentaba una guerra y dirigió energías a reestablecer el orden público a través del estado de emergencia y de los toques de queda.

Las protestas y los incidentes violentos no cedieron, así que Piñera cambió de estrategia. Junto con el mantenimiento del toque de queda y el estado de emergencia, el presidente se disculpó ante la ciudadanía por su falta de visión, convocó a los presidentes de todos los partidos y anunció diversas medidas, incluyendo algunas de carácter inmediato, para, en su opinión, responder a las demandas de la ciudadanía. Entre las iniciativas planteadas, se proponía incrementar las pensiones básicas y los aportes solidarios a las pensiones más bajas, establecer un seguro para afrontar las enfermedades catastróficas, mejorar el acceso a los medicamentos, subir el ingreso mínimo, crear un mecanismo para estabilizar las tarifas eléctricas, incrementar el impuesto global complementario a los sectores de mayores ingresos, impulsar el establecimiento de salas cunas universales, rebajar las dietas parlamentarias y los sueldos más altos de los funcionarios públicos, limitar la reelección de congresistas y reducir el número de parlamentarios, entre otras propuestas14.

Las medidas anunciadas por el gobierno no surtieron el efecto esperado ya que las protestas no cedieron y, de hecho, a pocos días de los anuncios, se produjo la movilización de carácter político más importante de la historia de Chile. Esto forzó al gobierno a cambiar de estrategia nuevamente, a poco de iniciarse la última semana de octubre. El presidente se mostró más abierto y el gobierno propició instancias de diálogo ciudadano con actores no políticos, suspendió el estado de emergencia y los toques de queda y anunció cambios en su gabinete. Sin embargo, una vez más estas estrategias no han logrado poner fin a las protestas.

¿Cómo superar esta crisis?

No hay fórmulas mágicas para salir de esta crisis. Si bien es probable que no exista un repertorio único de medidas o estrategias que aseguren una resolución satisfactoria de la conflictividad social, avanzar decididamente en esa dirección requerirá al menos de siete elementos. En primer lugar, es necesario reconocer que esta no es solamente una crisis que interpele las desigualdades existentes en Chile. Esta es, sobre todo, una crisis de carácter político, que involucra un fuerte cuestionamiento no solo a las autoridades y los patrones de distribución del poder político, sino también a los arreglos institucionales que dificultan el procesamiento de las transformaciones necesarias para promover una mayor equidad.

En segundo lugar, es imperioso asumir que las desigualdades no son solo económicas. Un breve repaso a los patrones de movilización de los últimos 13 años, a las encuestas de opinión pública y la literatura relevante, revela que las desigualdades en disputa exceden a los ingresos. Probablemente, el acceso desigual a bienes y servicios públicos sea un elemento central, pero también hay una interpelación a las desigualdades territoriales, étnicas, de género, etarias, entre otras. Mantener una mirada economicista y tecnocrática, basada en una estrategia para mejorar ingresos de manera focalizada, no resolverá las tensiones.

Tercero, la crisis no cederá si el gobierno se empecina en mantener solamente una estrategia basada en la adopción de una lista de medidas para mejorar la situación de grupos pauperizados de la sociedad. Junto con esto, se requiere avanzar hacia una agenda más ambiciosa de largo plazo. Esto supone no solo contar con un diagnóstico claro de los orígenes del descontento ciudadano (algo en lo que varios académicos y varias académicas vienen trabajando desde hace tiempo), sino también desarrollar diversas estrategias para reducirlo.

En cuarto lugar, dado que los actores políticos exhiben bajos niveles de legitimidad, cualquier agenda de transformación con alguna posibilidad de sobrevivir debe involucrar la participación no solo de los actores políticos, sino también de actores de diversas procedencias, sensibilidades, posiciones ideológicas e instituciones.

Quinto, para contrarrestar los bajos niveles de legitimidad política es imperioso introducir reformas que fortalezcan a los partidos, inhiban el surgimiento de personalismos mesiánicos y promuevan la participación electoral de los ciudadanos desencantados. La reintroducción del voto obligatorio, la adopción de mecanismos de democracia directa y la adopción de listas cerradas y bloqueadas podrían ser opciones razonables para afrontar el escenario en el que se encuentra Chile. Sexto, es necesario reconocer que la forma es tan importante como el fondo. Las contribuciones provenientes del campo de la justicia procedimental muestran que los individuos tienden a sentirse satisfechos cuando las decisiones de las autoridades están basadas en procesos evaluados como equitativos. Las evaluaciones de los individuos respecto de la justicia de los procedimientos permean los niveles de satisfacción y aceptación no solo en términos de los resultados sino también respecto de las autoridades y las instituciones.

Pero por sobre todo, enfrentar una crisis de esta magnitud supone admitir que Chile debe avanzar hacia un nuevo modelo, definido libre y deliberativamente por la ciudadanía y los actores relevantes, en un contexto democrático. Este nuevo modelo probablemente mantendrá algunos componentes del antiguo modelo chileno. No obstante, deberá no solo reflejar las preferencias de una sociedad que ya no es la misma de 1980, sino también promover una institucionalidad libre de amarres y con capacidad de adaptarse y reinventarse en tiempos de crisis. La Constitución Política de 1980, creada entre cuatro paredes e impuesta a punta de sable, no se condice con el Chile del siglo xxi. La salida de la profunda crisis que Chile enfrenta no podrá superarse sin una nueva Constitución.

  • 1.

    Fernanda Monasterio Blanco: «La irreversible y sistemática alza de precios en el Metro de Santiago» en Pauta, 18/10/2019.

  • 2.

    Alejandra Jara: «Fontaine y su llamado a ‘madrugar’ para ahorrar en el metro: ‘Preferiría haberlo dicho de una manera distinta’» en La Tercera, 18/10/2019; «Para los románticos, ha caído el precio de las flores’: ministro Felipe Larraín y su particular análisis económico», video en The Clinic, 8/10/2019.

  • 3.

    «Protestas en Chile: la controversia después de que la primera dama Cecilia Morel comparase las manifestaciones con ‘una invasión alienígena’» en BBC Mundo, 23/10/2019.

  • 4.

    Angélica Baeza: «Piñera asegura que ‘en medio de esta América Latina convulsionada, Chile es un verdadero oasis con una democracia estable’» en La Tercera, 8/10/2019.

  • 5.

    Routledge, Nueva York-Londres, 2005.

  • 6.

    J. Couso y A. Coddou: «Las asignaturas pendientes de la reforma constitucional chilena», Working Papers icso-UDP Nº 2, 2009.

  • 7.

    La explicación del estallido está basada, en parte, en R. Castiglioni y Cristóbal Rovira Kaltwasser: «Political Representation in Contemporary Chile» en Journal of Politics in Latin America vol. 8 No 3, 2016.

  • 8.

    Todos los datos de ingresos provienen de Instituto Nacional de Estadísticas: Encuesta Suplementaria
    de Ingresos, disponible en <www.ine.cl/estadisticas/ingresos-y-gastos/esi>.

  • 9.

    OCDE: «Chile Policy Brief», 2/2018, disponible en <www.oecd.org/policy-briefs/Chile-Expanding-Health-Coverage-es.pdf>.

  • 10.

    «Factores explicativos de la deserción universitaria», CICES-Universidad de Santiago de Chile Proyecto Consejo Superior de Educación, Informe Final, 26/1/2007.

  • 11.

    En American Sociological Review vol. 27 No 1, 2/1962, pp. 5-19.

  • 12.

    Encuesta Nacional UDP, disponible en <http://encuesta.udp.cl/>.

  • 13.

    PNUD Chile: «Condicionantes de la participación electoral en Chile» en pnud, Santiago de Chile, 3/2015.

  • 14.

    Ministerio del Interior y Seguridad Pública: «Presidente Piñera anuncia Agenda Social con mayores pensiones, aumento del ingreso mínimo, freno al costo de la electricidad, beneficios en salud, nuevos impuestos para altas rentas y defensoría para víctimas de delitos», 23/10/2019.

Este artículo es copia fiel del publicado en la revista Nueva Sociedad 284, Noviembre - Diciembre 2019, ISSN: 0251-3552


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