Opinión

El embarazo: gran ausente en el debate sobre el aborto


marzo 2018

El debate sobre la despenalización del aborto es una de las cuestiones centrales del feminismo. ¿Por qué las discusiones, generalmente centradas en la ciencia o en la religión, omiten la cuestión del embarazo? ¿Y si ese fuera un punto central para pensar el derecho a la despenalización del aborto?

<p>El embarazo: gran ausente en el debate sobre el aborto</p>

¿Usted está a favor o en contra del aborto? Más que formular una pregunta, estos signos de interrogación encierran la respuesta en una sola sílaba. Como si fuera un multiple-choice, esa pregunta a quemarropa obliga a rebajar los pensamientos a un sí o un no sin vueltas, sin matices, ajenos a la experiencia, lejanos de la vida. Pero no hay nadie «a favor» del aborto. Todos están «en contra»: quienes lo condenan, se oponen al aborto legal –y favorecen, de hecho, su clandestinidad- y quienes defienden su legalización se oponen al aborto clandestino. Por tanto, antes de encarar cómo se plantea y se empantana el debate sobre el aborto, constatemos primero que su prohibición nunca tuvo como efecto disminuir la cantidad de abortos, y su legalización no generó en ningún país el aumento del número de mujeres abortantes pero sí redujo drásticamente el número de mujeres muertas por abortar en condiciones inseguras.

La pregunta interesante es: ¿por qué sigue siendo penalizado a lo largo de dos mil años bajo distintos argumentos, razones, intereses y valores? Entre los romanos abortar no significaba matar una vida humana ya que se consideraba el feto como parte del cuerpo de la madre. Sin embargo, si la mujer abortaba contra la voluntad del marido, era penada con la muerte por quitarle el beneficio y la decisión sobre su paternidad. Entre los cristianos –incluyendo a la iglesia católica hasta 1869–, abortar antes del tercer mes de embarazo no significaba matar una vida humana ya que se consideraba que hasta ese momento el cuerpo del embrión no recibía el alma humana. Sin embargo, las mujeres que abortaban eran condenadas por un crimen peor llamado «fornicación». Entre los juristas modernos, Francisco Carrara tipificó el aborto como un «delito contra el orden de la familia» y un siglo más tarde el código fascista italiano lo incluyó entre aquellos «cometidos contra la integridad y la salud de la especie».

Desde hace treinta años, se produjo un giro que transformó por completo el terreno en que se discute el aborto. Si hasta la década de 1970 la consigna era «separar el sexo de la reproducción», hoy el aborto se incluye entre los «derechos reproductivos». Antes decíamos «aborto libre y gratuito», hoy decimos «aborto seguro». En lugar de la «libertad sexual», hoy se aboga por la «maternidad responsable». Quiero subrayar que no siempre abortar significó lo mismo, que no siempre se pensó de la misma manera, que el hecho no generaba las mismas reacciones y que solo desde hace unos años convoca a la defensa de la vida. Si antes estaba ligado a la liberación de la mujer y la moral sexual, hoy encontramos la cuestión del aborto inscripta en el terreno de la bioética y los derechos humanos1.

Esta «flexibilidad ética» con la que durante dos mil años se ha logrado mantener, bajo muy distintos modos de organización políticos y sociales, bajo diversas culturas, ideologías, creencias y relaciones de poder, y con un arsenal de argumentos heterogéneos –económicos, religiosos, patrióticos, morales, biológicos, lógicos y científicos– la condena y persecución de las mujeres que abortan, convierte el fenómeno del aborto en un prisma privilegiado para comprender el patriarcado.

Por último, observemos que la cuestión del aborto es una especie de grieta que corroe el mapa de los alineamientos políticos convencionales: se puede ser de izquierda como de derecha, y esto no indica nada respecto de la postura frente al aborto (Lenin lo legalizó y Stalin lo prohibió, es legal en Estados Unidos y en Cuba, lo condenan tanto el conservador Rajoy en España como el antiimperialista Correa en Ecuador.)

II

Para condenar a las mujeres que abortan suele hablarse de «homicidio» o «asesinato». Sin embargo, el aborto no se equipara a un homicidio ni siquiera para quienes lo prohíben. Ni los códigos penales que lo prohíben sin excepción lo incluyen dentro de la figura de homicidio –siempre están separados en dos figuras diferentes: una cosa es «abortar», otra es «matar a otro». Todos conocemos alguna mujer que abortó o a alguien que conoce a alguna mujer que abortó; muy pocos de nosotros conoce a alguien que haya matado a una persona nacida (y probablemente estos casos estén muy ligados al poder, legítimo o ilegítimo, de poderosos o marginales). Todos podemos conseguir el teléfono de un abortero, muy pocos el de un mercenario. Y si alguien escucha a una mujer diciendo «yo aborté», no saltará de su silla. Pero si otra le dice: «yo maté a mi hijo» (de un año, de diez años, de cincuenta) le correrá un escalofrío. Ni el más sincero enemigo de la legalización del aborto logra sentir algo semejante cuando se trata de una mujer que aborta.

No importa cuán irrefutables sean en la arena pública; esos argumentos enmudecen cuando nos alejamos de la escena del debate y nos alejamos del «tema aborto» y nos acercamos a las mujeres que se embarazan y deciden abortar, bajo la ley o contra la ley, y estén de acuerdo o no con su legalización. En ese momento todas las razones invocadas en el debate caen, nadie las invoca, ni siquiera las recuerda.

Porque «el aborto» no existe entre las cosas. Abortar es un verbo, hay ahí alguien que actúa, una mujer que lo hace movida por la violenta irrupción de un embarazo que no buscó pero sobre todo que no quiere continuar y que la compele a tomar una decisión también violenta.

Empero, para justificar y defender la soberanía de las mujeres sobre el destino de sus embarazos, se traducen los motivos y decisiones de las mujeres que abortan al lenguaje neutro (presuntamente asexual = igualitario) del derecho. Se habla de «elección libre», «autonomía» y «control del propio cuerpo». Sin embargo, todos sabemos que la mujer que aborta está atrapada. Quedó embarazada contra su voluntad. Ni quiere tener un hijo ni quiere abortar. Esa mujer está entre la espada y la pared. Le está vedado batirse en retirada, quisiera no haberse embarazado, quisiera perderlo espontáneamente. Como en muchas otras cosas de la vida, decide hacer algo que no quiere. Se trata así de una encrucijada trágica, nadie quiso llegar allí pero ahora no decidir implica continuar el embarazo. Entonces, más que «elegir libremente», esta mujer «decide voluntariamente bajo la coerción de su propio cuerpo» que no quiso, no pudo, o no supo someter a su control.

La acusación de homicidio que pesa sobre las abortantes no apela al Código Penal que lo prohíbe (aunque lo diferencia de aquel) sino a los derechos humanos. Así, el debate del aborto toma la forma de un conflicto interno en su estructura misma como un enfrentamiento a muerte entre el derecho a la vida (del feto) y los derechos a la libertad y a la vida (de la mujer).

Paradójicamente, los reclamos que nos interpelan desde ambas perspectivas son lícitos: encontramos en los derechos humanos argumentos irrefutables tanto para condenar como para defender la legalización del aborto. El conflicto es tan irresoluble como inesperado. ¿Cómo comprender que el mismo fundamento sirva para avalar prohibición y legalización del aborto? ¿Se trata meramente de hipocresía? ¿O quedan a la vista los límites del discurso de los derechos humanos como panacea de las víctimas? Otro es el curso que toman los argumentadores: un círculo vicioso autorreferencial, estéril para dirimir la cuestión. Esquemáticamente sería así: para demostrar que el aborto tiene que ser o no legal, habría que demostrar primero que abortar es o no un homicidio, que a su vez depende de la pregunta de si el embrión es o no es una persona, pregunta que en realidad se reduce a cuándo comienza la persona, cuestión que depende de qué signo distintivo se elija para definirla.

Se recurre entonces a los conocimientos científicos para que diriman la cuestión. Así, si queremos condenar todo aborto, la opción será el ADN y concluir acto seguido que, siendo esta información única e irrepetible, existe una persona humana desde el momento de la concepción. Si pretendemos condenar todo aborto pero aceptamos la fertilización in vitro, designaremos el momento de la anidación en el útero como el hito clave en que nos volvemos verdaderamente humanos. Si buscamos legalizarlo hasta los tres meses, la mejor opción será designar la sensibilidad como signo distintivo de la persona y ubicar sus comienzos a los tres meses de gestación. Si quisiéramos extender el plazo del aborto legal un poco más, el hito clave será concebir la conciencia como cierto estadio del desarrollo del tubo neural, entre el quinto y sexto mes de embarazo, y fechar allí el momento clave en que nos volvemos aptos para los derechos humanos. Y, para extender aún más el plazo, contamos con el concepto de autonomía que permite fijar el momento en que un organismo humano se vuelve propiamente tal cuando es viable independientemente, que aquí significa concretamente vivir fuera de otro cuerpo. Vemos así que con argumentos basados en la ciencia cabe demostrar, con igual rigor, tanto una postura como la contraria. Pero si todas las posturas son igualmente demostrables, ninguna demuestra nada.

Mientras tanto, el conflicto se desplaza: en vez de afrontar la cuestión de si una mujer puede o no decidir tener un hijo, tenemos que discutir primero qué es un ser humano. De nuevo la experiencia de las mujeres que abortan queda fuera del debate del aborto. En esta peculiar combinación entre derechos humanos y ciencia, paradójicamente, queda alienada la experiencia de la mujer que aborta.

¿Por qué? Porque queda expulsado el embarazo. No solo expulsado: tachado, suprimido, negado, invisibilizado. ¿Cómo? ¿Se puede hablar de aborto sin hablar de embarazo? Los discursos que han colonizado el terreno de la discusión lo logran. Porque las figuras usadas en el debate cuentan la situación de la mujer que va a abortar como un conflicto entre dos individuos –una mujer y un embrión– que tienen intereses enfrentados y contradictorios entre sí. El modo de plantearlo es absolutamente ofensivo, las metáforas lesionan, laceran la experiencia de las mujeres embarazadas, sea que aborten voluntariamente, lo pierdan espontáneamente o decidan darlo a luz. Se habla de muelas y de riñones, de parásitos, de tumores, de litigios entre propietarios e inquilinos.

En todo este planteo hay una ajenidad absoluta entre la mujer y su embrión, como si ese hipotético ser humano hubiera podido serlo antes de que una mujer lo hubiera parido como hijo. Una mujer embarazada no es igual a «una mujer más un óvulo fecundado». El vientre no es un lugar. El embrión no es una persona que vive en el vientre de la mujer, pero tampoco es una parte de su cuerpo como un riñón o una muela. La pregunta sobre si hay una o dos personas está mal planteada, y se disuelve cambiando su formulación: hay y no hay otro, el embrión es y no es otro, la mujer que aborta lo hace para que no lo sea.

El embarazo es el fenómeno que ilumina que no somos «individuos». Esta situación extraordinaria, temporalmente limitada, echa luz sobre la condición humana encerrada en el Uno originario y aislado. Pese al fundamento individualista básico de los derechos humanos (que los esfuerzos teóricos de los últimos años no han logrado socavar) somos hijos antes de ser seres humanos. Venimos de otro. No se puede pensar el aborto sin pensar también la maternidad.

Es precisamente el embarazo lo que diferencia el aborto (legal o no) del homicidio. Y es el embarazo lo que diferencia el aborto de la destrucción de embriones de probeta. Aunque presenten exactamente las mismas características biológicas que los implantados en el útero de una mujer, los embriones de probeta no son personas por nacer, no tienen derechos condicionales y no son abortables porque no hay embarazo alguno que los comprometa. Parece que lo que humaniza no es cierta información genética sino vivir en-de-a través-por… un cuerpo de mujer. Lo que nos hace humanos no es el ADN sino que una madre nos quiera tener. Antes de ser individuos, somos hijos.

El poder es doloroso, los derechos que no provienen de él son impotentes. Hay una distancia irreductible entre el discurso del derecho y el de la experiencia. Y la experiencia del aborto nos dice que el cuerpo no cabe en el derecho, que hay poderes no legítimos y derechos impotentes. Hablar del derecho de las mujeres como si estuviésemos exentas de poder, buscando representarnos, nos deja afuera. Porque en muchos sitios las mujeres no hemos conquistado aún el derecho a abortar. Pero tenemos el poder, y si lo tenemos es porque contamos con otro: el de dar vida, el de gestar, el de quedar embarazadas.

  • 1.

    Es importante aclarar que este giro no afecta solo al problema del aborto. Se trata del cambio de paradigma instaurado por la globalización, la caída del Muro, el fin de la Guerra Fría y de la oposición entre «libertad» y «justicia», el surgimiento de nuevos movimientos sociales, el «auge de la memoria» y una enorme intensificación de las tecnologías científicas, experimentación, digitalización y expansión de las comunicaciones –todo esto bajo la hegemonía simbólica de las verdades de la ciencia y los derechos humanos–. No es ajeno a este viraje que el discurso actual de la Iglesia católica respecto del aborto no tenga ya nada de religioso, incluso no tenga ya nada de moral. Porque la Iglesia suplantó el alma por el ADN, y ya no habla ni de salvación ni de pecado, habla de cadena genética única e irrepetible y de derechos humanos, discriminación, minorías y víctimas inocentes.

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