Cuerpo y autonomía
Debates sobre la eutanasia en América Latina
Nueva Sociedad 316 / Marzo - Abril 2025
La comprensión de la experiencia humana como acción corporeizada –esto es, sosteniendo la unidad psicofisiológica de la persona– y las discusiones sobre el concepto de autonomía permiten evaluar las normativas y proyectos en torno de la eutanasia y el suicidio médicamente asistido en América Latina, atravesados por numerosas complejidades éticas y legales.

Introducción
La posibilidad de terminar con la propia vida de forma voluntaria ha sido una cuestión cada vez más presente en la historia reciente de la humanidad. Pero solo a partir del último cuarto de siglo hemos sido testigos del desarrollo de una creciente producción en materia legislativa asociada a la despenalización y/o regulación de la eutanasia y el suicidio médicamente asistido (sma)1, como prácticas concretas para poner fin a la vida de una persona en un contexto específicamente delimitado (asociado en general con el padecimiento de una enfermedad considerada médicamente como terminal, o un sufrimiento irreversible que provoca un daño físico y/o psicológico severo). A excepción de Suiza –donde desde 1940 se permite el suicidio asistido debido a una interpretación del Código Penal, que establece que ayudar a alguien a quitarse la vida, incluso sin un motivo médico, no es punible siempre y cuando no haya detrás un motivo egoísta– y el estado de Oregon en Estados Unidos –cuya Ley de Muerte con Dignidad data de 1994–, la totalidad de los marcos regulatorios asociados a la eutanasia y el sma se han tratado aproximadamente en los últimos 25 años: Países Bajos y Bélgica (2002), el estado de Washington (2008)2, Luxemburgo y el estado de Montana (2009), el estado de Vermont (2013), Colombia (2015), Canadá y los estados de California, Colorado y Columbia (2016), el estado de Hawái (2018), los estados de Nueva Jersey y Maine (2019), Alemania y Nueva Zelanda (2020), España y el estado de Nuevo México (2022), Portugal (2023) y Ecuador (2024). En otros países de América Latina, como Chile, Uruguay y Argentina, existen proyectos legislativos en la misma dirección.
Esto, por supuesto, no es una casualidad histórica. La segunda mitad del siglo pasado ha estado atravesada por la proliferación de movimientos ético-políticos en favor de los derechos de los pacientes, en general asociados a una crítica directa al carácter paternalista de la biomedicina, que promueven la expresión de los deseos de las personas enfermas en la toma de decisiones sobre su propia vida3. Podemos entender las legislaciones referidas a la eutanasia y el sma como una institucionalización de las reflexiones acerca de cómo gestionar el final de la vida, atravesadas además por la existencia de casos de relativa trascendencia en los cuales una enfermedad específica tensiona los límites de lo que podría considerarse subjetivamente como una vida con sentido –como puede ser el caso de la esclerosis lateral amiotrófica (ela), una enfermedad que explica muchas de las solicitudes de muerte digna–. Estamos en un escenario en el cual, frente a los avances en medicina de los últimos tiempos, tomar decisiones sobre el final de la vida implica comprender el riesgo que este tipo de situaciones imponen, no solo a la integralidad orgánica de la persona, sino también al sostenimiento y construcción de un sentido de la propia vida, junto con el impacto negativo sobre el bienestar emocional, psíquico y espiritual que esto genera.
Sin embargo, considerar estas legislaciones como un punto de llegada en lo que respecta a la gestión del final de la vida en las sociedades contemporáneas sería un error. Lejos de eso, debemos tomar las leyes vinculadas a esta temática como puntos de partida desde los cuales continuar reflexionando críticamente acerca del impacto que diversas situaciones generan en la capacidad de los seres humanos para construir un significado de su propia vida. En cierto sentido, estas producciones en el campo legislativo tienen un impacto directo en el abanico de decisiones a las cuales los seres humanos podemos acceder y, de esta manera, pueden modificar puntos críticos tanto de nuestra organización social como del entendimiento que tenemos acerca de las categorías que usamos para ordenar el mundo (distinguiendo, por ejemplo, un homicidio de un suicidio asistido). Entender que estas leyes son solo relevantes desde un punto de vista jurídico lleva, por ende, a perder una gran riqueza conceptual en el debate. Y aquí radica el objetivo fundamental y aporte de este artículo a la discusión: tomar algunas de las ideas que la antropología del cuerpo y la bioética han desarrollado en torno del lugar de la corporalidad y la autonomía en las sociedades modernas, y usarlas para analizar críticamente las legislaciones sobre la eutanasia y el sma, tomando como foco principal los casos de Colombia, Ecuador, Uruguay, Chile y Argentina, países que han generado material legislativo al respecto.
La experiencia humana corporeizada
Comencemos por explorar, como forma de establecer un marco conceptual, algunas de las reflexiones que la antropología social ha desarrollado respecto del lugar que ocupa el cuerpo dentro de la construcción simbólica de la realidad, para poder pensar al mismo tiempo qué implicancias tiene esto en la constitución de la subjetividad humana. El conjunto de estas ideas ha sido definido dentro de la disciplina como una corriente teórica específica denominada «antropología del cuerpo», de la cual autores como Maurice Merleau-Ponty, David Le Breton, David Csordas y Silvia Citro son algunos exponentes. No es el objetivo aquí extenderme demasiado sobre las sutilezas de estos enfoques, pero sí quisiera tomar algunas de las propuestas epistémicas que han generado, cuya utilidad para el análisis de la legislación en torno de la eutanasia y el sma en América Latina haré evidente más adelante.
Uno de los primeros aportes de esta corriente se vincula con el entendimiento del lugar del cuerpo en el contexto cultural específico de la tradición occidental moderna. Sabemos, en este sentido, que las bases epistemológicas de la ciencia racional son herederas de la tradición filosófica dualista de René Descartes4. Con esas ideas como fundamento, el entendimiento del cuerpo como máquina, propio del capitalismo industrial, junto con el establecimiento del autodominio corporal como un imperativo civilizatorio5, terminarían por consolidar una visión puramente cognitiva de la persona, en la cual el cuerpo aparece como un componente externo y objetivable que se encuentra (y debe encontrarse) sometido a la voluntad de la conciencia. Esto se ve reflejado con claridad en dos ámbitos de la vida moderna fundamentales para el análisis que busco llevar a cabo: la medicina y el derecho (sobre esto volveré más adelante).
Este fundamento racional de la realidad se vio más tarde criticado en el contexto de posguerra por un conjunto diverso de movimientos intelectuales y políticos. De aquí destacan, por su impacto, los aportes de Merleau-Ponty sobre el rol del cuerpo en la cognición humana –lo que se conoce comúnmente con el nombre de fenomenología de la percepción6–. Una de sus contribuciones claves fue la distinción conceptual entre el cuerpo como realidad externa y el cuerpo propio o vivido. Este último no se presenta nunca como una «mera cosa» o una «mera idea», sino que existe como una unidad psíquico-fisiológica a partir de la cual percibimos el mundo. A través de este concepto se recupera, desde un enfoque fenomenológico, la experiencia preobjetiva del cuerpo, en un intento por integrar analíticamente el acto perceptivo con el mundo sensible (vínculo que el racionalismo había socavado). En pocas palabras, Merleau-Ponty sostiene que, lejos de «tener un cuerpo» manejado por una psiquis, los seres humanos existimos a partir de una estrecha unión entre cuerpo y conciencia, lo que nos permite pensar en cómo el sentido de quienes somos, en un nivel subjetivo, se encuentra interpelado por los condicionamientos corporales de nuestra existencia.
Estas ideas no solo se ponen en juego en un plano filosófico o conceptual, sino que han sido útiles para el análisis de diversos casos empíricos. Algunos de ellos, dos de los cuales me gustaría abordar brevemente, refieren a los trabajos de Julia Lawton7 y Alex Broom8 sobre el lugar del cuerpo en el cuidado en el final de la vida –tema por demás pertinente para los objetivos de este ensayo–. Lawton entiende la agencia como una relación que se establece entre el self y el cuerpo, tanto propio como de los otros, destacando cómo, por la forma específica en que se constituye la condición de persona (personhood) en el contexto de las sociedades occidentales, el mantenimiento de las fronteras corporales aparece como un factor fundamental en el sostenimiento de la integridad de la persona y el self –lo que llama cuerpo delimitado (bounded body)–. La pérdida de la capacidad de asumirse uno mismo como agente de las acciones que el cuerpo lleva a cabo, debido a las condiciones no negociables que impone a la corporeidad el padecimiento de una enfermedad amenazante para la vida, se presenta para Lawton como una desintegración de la persona/self; esto se manifiesta en una existencia que gradualmente transiciona del estatuto de sujeto al de objeto (tanto desde la perspectiva de los pacientes como desde la de aquellos que los cuidan). El trabajo de Broom llega a conclusiones similares: al considerar el cuerpo moribundo (dying body), insiste en la codependencia que existe entre fisiología y condición de persona, tomando la subjetividad y la corporeidad como un núcleo indisociable. La disolución de los «bordes» del cuerpo, con relación a las ideas normativas de lo que es corporalmente aceptable en nuestra cultura –principalmente el control sobre los fluidos–, compromete para el autor la seguridad e integridad de la persona enferma.
De estas ideas se pueden inferir algunas proposiciones analíticas relevantes a la hora de abordar la legislación sobre la eutanasia y el sma en América Latina. Si asumimos la unidad psicofisiológica del ser humano, podemos dar cuenta de que el sentido de quiénes somos, así como la significatividad que damos a los diferentes aspectos de nuestros proyectos de vida, se encuentran condicionados por nuestra experiencia corporal en el mundo, ya que conciencia y cuerpo se encuentran indisociablemente unidos. Esto tiene una implicancia fundamental, puesto que de esta idea se deriva que cualquier padecimiento que imponga ciertas condiciones a nuestra corporalidad (como es el caso de una enfermedad que amenaza la vida o genera dolor y/o sufrimiento incurable e irreversible) estará afectando además la capacidad de la persona para construir y proyectar en el futuro el sentido de su propia vida. Más adelante retomaré esta cuestión como uno de los pilares de mi análisis, pero quisiera primero referirme a otro punto fundamental: las discusiones que se han dado dentro de la bioética en torno del concepto de autonomía, con foco en las posibilidades normativas y concretas de respetar la potestad de las personas en la toma de decisiones sobre la terminación voluntaria de su propia vida.
La autonomía desde una mirada bioética
No ahondaré aquí demasiado en la historia conceptual de la idea de autonomía, pero sus orígenes, sucintamente, se remontan al principialismo de Tom L. Beauchamp y James F. Childress, quienes definieron el respeto por la autonomía de la persona enferma como uno de los cuatro principios fundamentales de la ética médica –junto con la beneficencia, la no maleficencia y la justicia9–. Lo que quiero retomar aquí no se vincula tanto con la noción liberal y principialista de autonomía definida por estos autores, sino con las críticas que se han desarrollado a esta noción, en especial aquellas que intentaron llevarla a un plano empírico y concreto que la alejase del carácter de ideal abstracto que supo tener en su definición clásica. Cabe destacar, justamente, que varios de los movimientos ético-políticos en favor del derecho a la eutanasia se fundan filosóficamente en el respeto a la autonomía de la persona.
Algunos autores se han enfocado en lo que comúnmente se entiende como factores intrínsecos que condicionan la toma de decisiones autónomas, y en la relación entre la constitución subjetiva –e intersubjetiva– de las personas y su capacidad para llevar adelante una vida según su propio esquema de valores. María Victoria Costa subraya el hecho de que nuestra subjetividad se desarrolla en un marco social que limita nuestra capacidad de acción, y por tanto nunca podemos considerarnos ni totalmente autónomos ni completamente carentes de autonomía10. Costa incorpora, dentro del mismo concepto, las «coerciones internas», que se relacionan con las disposiciones psicológicas, emocionales y espirituales de las personas que las llevan a elegir, en un determinado momento, un curso de acción por sobre otros posibles. Alejándose de la idea de la autodeterminación como sinónimo de independencia, propone que un individuo puede incluso verse coaccionado por sí mismo a actuar de determinada manera. Jennifer Nedelsky, por su parte, buscó vincular el ejercicio de la autonomía con las disposiciones subjetivas de las personas a través del concepto de sentimiento de autonomía, definido como la posibilidad de autopercibirse como un agente capaz de tener la experiencia de actuar autónomamente11. Ronald Dworkin reflexiona, en esta misma línea, acerca de las posibilidades de ejercicio de la autonomía en los casos de demencia12. Su análisis da cuenta de la estrecha vinculación existente entre el actuar autónomamente y la constitución del self –entendida como la integración coherente de un esquema de valores propio–. La posibilidad de que se modifiquen los parámetros cognitivos de entendimiento de la propia persona genera la necesidad de reevaluar constantemente la toma de decisiones según la propia voluntad, lo cual produce el desarrollo de mecanismos que intentan perpetuar el deseo de un yo competente anterior al yo demente –tales como las directivas anticipadas13 o los testamentos vitales–.
Otros autores han optado por dar cuenta de los factores estructurales que condicionan el ejercicio de la autonomía en diversos contextos. Rodolfo Vázquez insiste, por ejemplo, en el hecho de que existen necesidades básicas –con relación a la salud– que deben ser satisfechas como condición de posibilidad para el efectivo ejercicio de la autonomía14. Estas necesidades se encuentran relacionadas con nuestro derecho como seres humanos a no ser dañados en nuestros intereses vitales y nuestro deber de no dañar los intereses vitales de los demás en la satisfacción de nuestras necesidades básicas. Arleen L.F. Salles muestra, por otro lado, el carácter social e históricamente situado del concepto de autonomía15. Su análisis busca entenderlo en función de contextos culturales en los cuales los valores liberales de independencia y libertad no tienen tanta fuerza, como es el caso de América Latina –donde impera un vínculo médico-paciente paternalista debido a la tendencia a dejar las decisiones críticas en manos de los profesionales de la salud–. A partir de ello, concluye en la necesidad de ajustar esta noción a los entornos específicos en los cuales se aplica.
En el ámbito de la investigación clí nica, el foco se colocó en la forma de entender el ejercicio de la autonomía –mayoritariamente ligado a la aplicación del consentimiento informado– en poblaciones que, por diferentes motivos (ser niños, pertenecer a minorías étnicas, estar en el final de la vida o encontrarse en una situación socioeconómica desfavorable) fueron entendidas por la ética de la investigación como «vulnerables». La aplicación del concepto de autonomía en estos casos requirió expandir en gran medida sus márgenes, apelando a modelos diacrónicos en los cuales su ejercicio fuera entendido de manera gradual –de menor a mayor, en el caso de los niños y su desarrollo cognitivo, y de mayor a menor, en el caso de personas con enfermedades que van degenerando su capacidad mental– y a conceptos que se ajustaran a las condiciones específicas de estas poblaciones –como la noción de autonomía mínima en el desarrollo de la infancia en Lawrence Haworth–. Los condicionamientos estructurales que afectan a los diferentes grupos sociales, tales como las situaciones de pobreza extrema, el analfabetismo o la no disposición de herramientas que permitan llevar adelante una vida basada en el propio juicio comenzaron a vislumbrarse como escenarios que ponían en cuestión la idea de una decisión autónoma entendida como una elección libre de toda coacción proveniente del exterior.
Finalmente, se encuentran aquellos que, insistiendo en el carácter interdependiente de la existencia humana, postulan la necesidad de apelar a un concepto de autonomía que dé cuenta de la constitución eminentemente social e histórica de las personas. A través de la noción de «autonomía relacional», Silvina Álvarez enfatiza que la toma de decisiones de los sujetos se encuentra vinculada siempre a un entorno específico16. Si bien existen condicionamientos externos vinculados a las oportunidades que nos ofrece nuestra relación con el contexto en que estamos situados, las opciones disponibles solo se configuran como tales cuando son percibidas por los sujetos como legítimas y viables para sí mismos. Solo de este modo, agrega, un curso de acción podrá ser identificado, seleccionado y llevado a cabo por el agente autónomo.
Lo que estas críticas demuestran, en su conjunto, es el carácter dinámico de un concepto como el respeto por la autonomía de la persona y, con esto, la necesidad de abordar crítica y contextualmente los mecanismos para facilitar su ejercicio efectivo. Si bien los lineamientos jurídicos no pueden basarse en el análisis contingente de cada caso en particular, porque los marcos normativos deben apuntar justamente a incluir un número considerable de casos posibles, las reflexiones bioéticas que se han desarrollado en torno de esta dimensión de la toma de decisiones sobre la terminación voluntaria de la propia vida son útiles para pensar en diversos aspectos fundamentales de la eutanasia y el sma como actos avalados por la ley. Sumando además la dimensión del carácter corporeizado de la existencia humana, ese es el análisis que me propongo llevar adelante en el siguiente apartado –con la profundidad que la extensión del presente artículo permita–.
Eutanasia y sma en América Latina
Antes de comenzar, quisiera hacer una breve aclaración acerca del estado legislativo de los proyectos de regulación de la eutanasia y el sma en América Latina, en particular en Colombia, Ecuador, Uruguay, Chile y Argentina. En Colombia, país pionero en esta materia, el Ministerio de Salud y Protección Social ratificó en 2015 el derecho a la eutanasia, despenalizada ya desde 1997. En el caso de Ecuador, la Corte Constitucional despenalizó la eutanasia en 2024. En octubre de ese mismo año, la Cámara de Diputados de Uruguay aprobó un proyecto de ley que busca despenalizar la eutanasia y el sma, el cual aún requiere de la aprobación del Senado. El caso chileno presenta una situación similar: si bien la eutanasia y el sma siguen siendo ilegales en el país, en 2020 se aprobó en la Cámara de Diputados un proyecto de ley para despenalizar estas prácticas, proyecto que continúa siendo discutido en el Senado. En Argentina, por otra parte, la modificación a la Ley de Derechos del Paciente realizada en 2012 (y conocida como Ley de Muerte Digna) sigue estableciendo de forma explícita que las prácticas eutanásicas no serán tenidas en cuenta como válidas, por lo que continúan siendo ilegales en el país. Sin embargo, a partir de 2021, se han presentado en el Congreso varios anteproyectos de ley, de forma independiente, que buscan despenalizar ambas prácticas (aunque hasta la fecha ninguno ha sido aprobado).
Una de las cuestiones que surgen como problemáticas a la hora de analizar las legislaciones sobre la eutanasia y el sma en los países latinoamericanos, se encuentren o no aprobadas, se vincula con el carácter abstracto de algunas de las ideas que allí se presentan, sobre todo en cuestiones fundamentales para la comprensión de la existencia y el sentido humanos, como lo es el carácter corporeizado de nuestra capacidad de agencia. En el primer artículo del proyecto de ley de Uruguay, de marzo de 2020, se define el acto eutanásico como aquel solicitado por una persona mayor de edad, psíquicamente apta, enferma de una patología terminal, irreversible e incurable o afligida por sufrimientos insoportables. Los anteproyectos que se han presentado en Argentina hasta la fecha no son mucho más precisos al respecto. La situación en que sería legalmente posible solicitar una eutanasia o sma es aquella en la cual la persona transita una enfermedad grave e incurable, o padecimiento grave, crónico e imposibilitante. En el caso de Chile, Colombia y Ecuador, suele marcarse como condición para la solicitud de este tipo de prácticas tener una enfermedad terminal que provoque intensos dolores o sufrimiento.
Obviamente, al redactar una ley o anteproyecto, se debe definir un criterio que otorgue un marco legal específico a la acción que se estaría permitiendo realizar, más aún cuando se trata de un acto que, en otras condiciones, debería ser considerado jurídicamente como un homicidio. Quitando de lado el hecho de que, en medicina, no son tan claros los criterios para definir una enfermedad como terminal, mi preocupación oscila más en torno del poco lugar que el cuerpo y el sentido tienen en este tipo de proposiciones. Hay un riesgo inherente a dejar en manos de criterios clínicos este tipo de cuestiones: que en las solicitudes de eutanasia o sma tenga mayor peso el juicio de un profesional de la salud que el de la persona que desea terminar con su propia vida. Al mismo tiempo, siguiendo en esta línea con la idea de la unidad psicofisiológica de los seres humanos, el sufrimiento debería ser entendido necesariamente como una experiencia corporeizada. Las enfermedades nos afectan como un todo y, en este sentido, ponen en riesgo los sentidos y motivaciones sobre los cuales construimos la idea de nuestro propio self. Dos personas pueden padecer clínicamente la misma enfermedad, o una similar, y sin embargo tener experiencias cognitivas y subjetivas diferentes. Y he aquí lo que interesa: las solicitudes de eutanasia y sma están directamente asociadas con pérdida de la capacidad de construir un sentido de la propia vida que motive a la persona a continuar viviendo. Es una situación en la cual la idea de morir se presenta como una opción más benéfica para la persona que el hecho de seguir con vida.
Analicemos críticamente esto en función de los aportes de la antropología del cuerpo. Pareciera en principio que las enfermedades y los sufrimientos los padece una entidad abstracta cuando, lejos de ser así, detrás de cada pedido de eutanasia o sma hay una persona, cuya existencia es en sí misma corporeizada. Antes de hablar de condicionamientos imposibilitantes, toda regulación sobre esta temática debería apuntar a evaluar el impacto psíquico que tiene el encontrarse en una situación que, debido a la cuestión que sea (no solo aquello que podemos considerar una enfermedad desde un punto de vista clínico), no le permite a la persona reconocerse como el agente de sus propias acciones corporeizadas –como lo expresa en este sentido Lawton–. Seguir sosteniendo acríticamente una definición vaga e imprecisa de cuál es la condición sobre la que debe fundamentarse una solicitud de eutanasia o sma es dar lugar a grises que, en un momento tan crítico de la vida de una persona como puede ser este, van en contra de la necesidad de actuar con relativa velocidad. Y no solo esto. Basar el derecho a terminar voluntariamente con la propia vida en la idea de una entidad abstracta –en la que el cuerpo y el sentido parecerían estar de forma escueta y/o ausente– continúa perpetuando una perspectiva que desestima la experiencia subjetiva de la persona en la toma de decisiones acerca de su propio futuro. Es necesario abandonar la costumbre de copiar normativas ya existentes para avanzar hacia este objetivo: que la formulación de una legislación en torno de la eutanasia y el sma se fundamente en una perspectiva crítica sobre los asuntos humanos que atañen a esta cuestión17.
Otro de los puntos sobre los cuales quisiera enfocar mi análisis tiene que ver con el lugar que ocupa la noción de autonomía en las legislaciones mencionadas (generalmente asociado al respeto por la autonomía de la decisión de la persona que solicita la eutanasia o el sma). En este sentido, los proyectos son también poco claros y parecieran referir por defecto a una noción de autonomía que previamente hemos catalogado como clásica, es decir, liberal e individualista. En el caso chileno aparece, en reiteradas ocasiones, el objetivo de velar por la autonomía de la persona, que sería evaluada por los Comités de Ética Asistencial en función de los criterios de libertad, voluntad e inexistencia de coacción (sin aclarar demasiado a qué refiere cada uno). Ecuador presenta una situación similar. La legislación al respecto se basa casi enteramente en el respeto por el ejercicio de la radical autonomía que acompaña a todo ser humano por el hecho de ser persona, aclarando que la eutanasia es, en última instancia, la materialización de una decisión libre, autónoma e informada (aunque con escasa referencia a cómo se evalúa puntualmente esa capacidad o qué implicancias prácticas tiene para la solicitud de este tipo de prácticas). En el caso colombiano, se especifica que todo el proceso debe llevarse a cabo respetando el criterio de prevalencia de la autonomía del paciente, sin mayores especificaciones de qué significa esto en términos concretos. Algunos de los anteproyectos presentados en Argentina tienen, en este sentido, una variación oportuna. Al tratar de conceptualizar con mayor especificidad el significado de una enfermedad o padecimiento grave, crónico e imposibilitante, aparece la idea de una limitación que incide directamente sobre la autonomía física de la persona. Si bien no termina de aclararse por completo a qué refiere esta noción, esta se encuentra más estrechamente vinculada a la incapacidad de la persona de movilizarse por sus propios medios (o al menos eso pareciera), lo que es un puntapié interesante para abordar lo que vengo sosteniendo anteriormente: la necesidad de entender a la persona como una entidad corporeizada y poder evaluar, en concreto, cuál es el impacto subjetivo que la imposibilidad de movilizarse o el controlar normalmente las funciones corporales tienen para quien toma la decisión de terminar voluntariamente con su propia vida. Más allá de esto, los anteproyectos argentinos también presentan el mismo nivel de idealidad en la definición de la autonomía. La eutanasia y el sma se sustentan éticamente en este principio, pero este solo es mencionado o a lo sumo se aclara que es una figura que merece respeto debido a que pertenece a la persona humana por su carácter de sujeto moral.
Tomando en consideración algunas de las cuestiones mencionadas en el apartado anterior, nos encontramos con una cuestión que, si bien no es plenamente un conflicto jurídico, podría analizarse críticamente con el objetivo de desarrollar o modificar marcos jurídicos que presenten menos ambigüedad sobre el lugar de la autonomía y su respeto en las solicitudes de eutanasia y sma. Tenemos que pensar, en este sentido, que nuestra tradición cultural es heredera de sentidos jurídicos que no solo tienen implicancias directas e indirectas en el entendimiento que tenemos de la realidad, sino que generalmente se reproducen de forma irreflexiva. Este es de algún modo el caso con la autonomía. Idealmente, se define como un valor que exige respeto, lo cual se lograría evitando que las personas tomen decisiones influenciadas por coacciones externas a sus propios deseos. Esto, en el caso concreto de una solicitud de eutanasia o sma, adquiere diversos significados que vale la pena contemplar (y que en ocasiones quedan tapados por las simplificaciones que este tipo de normativas generan).
Ya vimos, por ejemplo, el caso de los condicionamientos internos, externos y estructurales. ¿Se encuentra en las mismas posibilidades de elegir (o sea, hacer ejercicio de su autonomía) una persona depresiva, con demencia, sin recursos, en soledad, que alguien que no se encuentra en esas condiciones? ¿Existe efectivamente un escenario en el cual una persona toma una decisión tal como terminar con su propia vida, y esta no está atravesada por algún tipo de coacción? ¿No puede entenderse el mismo padecimiento como un condicionamiento externo que lleva a la persona a tomar esta decisión por sobre otra? ¿Por qué, en este tipo de legislaciones, los familiares de la persona, o cualquier otro individuo distinto de ella, aparecen como una coacción externa? Tomando como punto de partida el concepto de «autonomía relacional», ¿no podríamos plantear un escenario jurídico en el cual se consultase en conjunto y de manera acompañada este tipo de decisiones? ¿Por qué queremos apuntar a generar, en un momento tan crucial para la vida, un escenario estéril y cuasi improbable en la vida de los seres humanos, en el cual una persona debe tomar una decisión por sí sola, sin intervención de ningún ser querido o profesional de la salud? La cuestión aquí es que, como ya he mencionado, la idea que tenemos de la autonomía refiere a una noción individualista que considera que los seres humanos son entidades mutuamente independientes, lo cual es falaz. Los humanos vivimos vidas interdependientes respecto de otros humanos y el resto de lo que nos rodea, y una situación como la toma de decisiones en el final de la vida debe honrar jurídicamente esta dinámica (algo que estamos lejos de lograr si simplemente mencionamos el respeto por la autonomía como un valor en sí mismo y hacemos caso omiso a las diferentes interpretaciones concretas y derivas a las que puede llevar esta idea).
Si bien algunas de las propuestas analizadas comienzan a incluir parte de estos conceptos en sus normativas, aún nos encontramos en un escenario en el cual gran parte de la jurisprudencia en torno de la eutanasia y el sma se basa en ideas que se reproducen irreflexivamente sin demasiado contenido, lo cual puede llevar a situaciones en las que los grises provocados por una ley no del todo bien diseñada –aunque grises siempre existen y la interpretación subjetiva es necesaria– generen que la posibilidad de una persona de terminar voluntariamente con su propia vida, en condiciones específicas, dependa de la idiosincrasia del personal jurídico y de salud que lo rodee.
Consideraciones finales
He tratado en este artículo de analizar críticamente algunas de las nociones que aparecen en los proyectos y legislaciones en torno de la eutanasia y el sma en diversos países de América Latina. Para esto me he valido de dos cuestiones fundamentales: los análisis del lugar del cuerpo y su relación con la conciencia humana, y la forma en que se ha visto criticada la idea clásica de autonomía como principio ético. Escuetamente, en función de la extensión de este ensayo, he puntualizado sobre estas dimensiones que, a la hora de elaborar una legislación que permite terminar voluntariamente con la propia vida en condiciones específicas, creo resultan críticas y deben ser consideradas con mayor profundidad y de una manera más reflexiva. Espero sea un puntapié interesante en la consecución del objetivo de habilitar este tipo de prácticas de una forma razonable y cuidada, evitando la sobreburocratización, los grises normativos y la judicialización de los casos específicos. Considero como un siguiente paso necesario avanzar sobre la necesidad de llevar al plano de lo concreto algunas de las críticas propuestas en este escrito. Sea desde la psicometría o algún otro tipo de práctica específica, cualquier normativa sobre esta temática debe proponer mecanismos de evaluación de la persona y su contexto que sean tan científicamente rigurosos como humanamente sensibles (un equilibrio que, por supuesto, no es nada sencillo de conseguir).
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1.
En el caso de la eutanasia, es el personal sanitario quien administra el fármaco que provoca la muerte, y en el caso del suicidio asistido, es el paciente quien se autoadministra el fármaco que otra persona le ha proporcionado.
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2.
Todos los estados subnacionales mencionados corresponden a Estados Unidos.
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3.
D. Radosta: «Reconstrucción histórica del surgimiento del moderno movimiento hospice» en Scripta Ethnologica No XLI, 2019.
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4.
S. Citro: «La antropología del cuerpo y los cuerpos en-el-mundo. Indicios para una genealogía (in)disciplinar» en S. Citro (coord.): Cuerpos plurales. Antropología de y desde los cuerpos, Biblos, Buenos Aires, 2011; Francisco J. Peral: «Cuerpo, cognición y experiencia: embodiment, un cambio de paradigmas» en Dimensión Antropológica vol. 24 No 69, 2017.
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5.
Norbert Elias: El proceso de la civilización. Investigaciones sociogenéticas y psicogenéticas [1939], FCE, Madrid, 2011.
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6.
M. Merleau-Ponty: Fenomenología de la percepción [1945], Península, Barcelona, 1997.
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7.
J. Lawton: The Dying Process: Patient’s Experiences of Palliative Care, Routledge, Londres, 2000.
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8.
A. Broom: Dying: A Social Perspective on the End of Life, Ashgate, Surrey, 2015.
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9.
T.L. Beauchamp y J.F. Childress: Principios de ética biomédica, Masson, Barcelona, 1999.
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10.
M.V. Costa: «El concepto de autonomía en la ética médica. Problemas de fundamentación y aplicación» en Perspectivas Bioéticas vol. 1 No 2, 1996.
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11.
J. Nedelsky: Law’s Relations: A Relational Theory of Self, Autonomy and Law, Oxford UP, Oxford, 2011.
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12.
R. Dworkin: «La autonomía y el yo demente» en Análisis Filosófico vol. 17 No 2, 1997.
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13.
Documento legal en el que se estipula cómo se aplicarán las decisiones de atención médica de una persona en función de lo que esta desee a partir del momento en que ya no pueda tomar decisiones.
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14.
R. Vázquez: «Teorías y principios normativos en bioética» en DOXA No 23, 2000.
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15.
A.R.F. Salles: «Autonomía y cultura: el caso de Latinoamérica» en Perspectivas Bioéticas No 12, 2001.
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16.
S. Álvarez: «La autonomía personal y la autonomía relacional» en Análisis Filosófico vol. 35 No 1, 2015.
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17.
Cabe aclarar que, si bien existen, en el caso de los anteproyectos presentados en Argentina, intentos de definir qué significa una enfermedad o padecimiento grave, estas normativas no aclaran desde qué perspectiva se evalúa esa condición, al mismo tiempo que sostienen una cantidad de conceptos tal que su interpretación se vuelve confusa.