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El debate actual sobre descentralización y autonomías en la región andina


Nueva Sociedad 210 / Julio - Agosto 2007

Desde fines de los 80, los países andinos han experimentado procesos de descentralización que, en algunos casos, llevaron al fortalecimiento de las capacidades de los territorios y las regiones. Pero, a pesar de los avances, los procesos de reforma constitucional en Bolivia y Ecuador, donde no se debate una simple transformación administrativa sino una reformulación más amplia del Estado como «unidad imaginaria», demuestran que el tema está lejos de haberse resuelto. El artículo argumenta que en los últimos años las disparidades territoriales dentro de cada país han aumentado y plantea las líneas generales de una agenda para la construcción de un Estado descentralizado, pero también participativo, incluyente y democrático.

El debate actual sobre descentralización y autonomías en la región andina

Continuidad y ruptura del debate

Desde mediados de los 80, varios países del área andina vivieron procesos de discusión relativos a la descentralización, la reorganización de la administración territorial e incluso la participación social. Aquel debate giraba alrededor de los problemas estructurales de nuestros Estados y sociedades: la fragmentación sociocultural, las grandes disparidades territoriales, la ineficacia en la construcción de un Estado inclusivo, etc. Estos conflictos han cambiado poco en tan solo dos décadas. De hecho, algunos de ellos, como el incremento de las disparidades territoriales, se han agravado. El enfoque que primaba en aquel momento se insertaba en el contexto del proceso de reforma neoliberal del Estado. El énfasis se colocaba en el mejoramiento de la racionalidad administrativa y fiscal, el achicamiento de las funciones del gobierno central, el amenguamiento de las presiones fiscales, la aplicación del principio de subsidiariedad y el fortalecimiento de los gobiernos locales. La lógica de la eficiencia y la gobernabilidad atravesaban el pensamiento y la acción de los gobiernos. Los actores que dinamizaron y protagonizaron ese debate fueron sobre todo los organismos multilaterales, los propios gobiernos centrales, los municipios, la tecnocracia nacional e internacional y algunos líderes y partidos políticos.

El contexto actual luce diferente, especialmente en los casos de Bolivia y Ecuador, países abocados a procesos constituyentes que tienen como uno de sus temas centrales la distribución territorial del poder. La nueva correlación de fuerzas expresada en las últimas contiendas electorales ha trasformado el debate. Los gobiernos de estos países han fijado como posición la recuperación de lo público y la centralidad del Estado en la organización de la sociedad. Esto explica que se propongan transformaciones no solo en las dimensiones administrativa o fiscal, sino en los propios acuerdos socioterritoriales básicos que fundaron estas naciones de unidad imaginaria. Las demandas de autonomía y los debates sobre el cambio de geografía política y sobre los mecanismos de construcción de la representación política de los territorios dejan claro que la disputa no es simplemente administrativa, ya que se reclama poder político e incluso formas de cuasi soberanía territorial. Esto no significa que la ingeniería de las competencias de cada nivel de gobierno o los mecanismos de asignación fiscal dejen de ser retos de importancia. Lo que parece evidente, sin embargo, es que es preciso reenfocar los actuales procesos constituyentes como oportunidades para avanzar en nuevos acuerdos fundacionales entre los territorios que conforman el Estado.

Los actores del actual debate son diferentes de los del pasado: partidos y movimientos políticos emergentes, grupos empresariales con anclaje territorial, pueblos originarios. Sectores que hace diez años jugaban un rol protagónico, como los organismos multilaterales, han abandonado la arena del debate.

Las coyunturas nacionales en cada uno de los países latinoamericanos son muy específicas. Las reflexiones que se presentan a continuación tienen como base la situación de Ecuador y Bolivia, aunque algunas ideas pueden hacerse extensivas al resto del área andina.

La larga disputa por el territorio

La situación actual es el efecto de un proceso acumulativo de conflicto territorial que arranca con la formación del espacio colonial. Los pueblos originarios con cierto nivel de desarrollo y organización enfrentaron un proceso violento de ocupación territorial. A partir de entonces, se estableció una lógica espacial de colonización que se expresaba en el poder de los «centros o capitales», desde donde se gestionaron las distintas fases de acumulación en la minería, las encomiendas y las haciendas. Los pueblos originarios fueron desplazados a los márgenes. Esta historia explica las malformaciones de macrocefalia o bicentralismo, el agotamiento del páramo o la formación de ciudades intermedias recién en los últimos tiempos.

La conformación de los Estados nacionales a partir de la independencia española no produjo una reapropiación inclusiva del espacio. Se trató de un proceso incompleto, tardío y bastante tortuoso. Varios países han vivido a lo largo de su historia el conflicto centralismo-federalismo, el enfrentamiento entre elites regionales o las tensiones étnico-nacionales. Los ejes económicos, vinculados especialmente a actividades de enclave, establecieron una forma de apropiación espacial específica y parcial, una forma de construcción del espacio desde la racionalidad de su explotación.

Entre los 50 y los 70, los países del área andina impulsaron una serie de políticas destinadas a la industrialización sustitutiva de importaciones, junto con las cuales iniciaron procesos de planificación e incluso conformaron instituciones destinadas a ese fin. Algunos de estos planes nacionales incorporaron variables espaciales y formularon políticas específicas de desarrollo regional, en las que fue evidente la preocupación por avanzar en la integración física, económica y sociopolítica de las regiones dentro de cada espacio nacional. Hasta fines de los 80 se siguieron conformando organismos de desarrollo regional y se impulsaron planes en esa dirección. Fueron dos o tres décadas de políticas regionales y de ampliación del Estado que ayudaron a que los países andinos adoptaran una fisonomía más moderna.

Las últimas décadas

El abandono del modelo de industrialización sustitutiva, el debilitamiento del Estado y la primacía del ideario neoliberal generaron un cambio de enfoque en las políticas regionales y, más allá de eso, en la visión de la construcción de los Estados y el tipo de inserción en el mundo.

La dinámica de la globalización sobre los territorios de la periferia mundial ha provocado una ruptura en la relación entre capital, trabajo y producción. El carácter básicamente especulativo de la acumulación, sumado a la conversión a mercados externos de los sectores productivos de punta, liquidó el interés del capital por mantener el mercado interno fortalecido, así como las condiciones razonables de reproducción social en el territorio nacional. El espacio nacional/local/interno dejó de ser una pieza central en la cadena de producción de plusvalor. Solo los microterritorios conectados globalmente adquirieron importancia. Pero el impacto de la globalización en los territorios no es unívoco, sino que genera una complejidad de efectos y manifestaciones territoriales. Como señala Federico Bervejillo:

Algunos de los procesos que hoy coexisten en tiempo y espacio, pautando la reestructuración de los viejos territorios son: los procesos de reforzamiento de la concentración económica en algunos de los grandes núcleos urbanos preexistentes; procesos de desarrollo industrial autónomo, apoyados en sistemas locales de empresas; procesos de crecimiento desequilibrado en regiones receptoras de plantas descentralizadas-fragmentadas, sobre la base de tejidos de subcontratación pobre; procesos de desarrollo regional asociados a la agroindustria (…), decadencia de regiones y ciudades fuertemente asociadas a modelos de desarrollo previos a la crisis, por ejemplo procesos de desindustrialización de áreas manufactureras tradicionales o procesos de desagrarización y desertificación en antiguas áreas agrícolas.

En paralelo, se produjo un repliegue territorial del Estado. Guillermo O’Donnell advertía que el Estado es mucho más que una burocracia gubernamental: representa un conjunto de relaciones sociales, normas, coerciones e instituciones que se aplican sobre un territorio. Parte de esta deserción se manifiesta en un desplazamiento en las políticas regionales o de regionalización, que son sustituidas por una descentralización fiscal y municipalista.

Ésta ha sido la tendencia dominante en América Latina. Bolivia, a partir de la presidencia de Víctor Paz Estenssoro en 1985, experimentó categóricamente esta inflexión a través de la llamada «Nueva Política Económica». Muy pronto todos los países andinos siguieron la misma ruta. También en Bolivia, Gonzalo Sánchez de Lozada (1993-1997) avanzó aún más en la descentralización a través de la reforma constitucional de 1993, la aprobación de la Ley de Participación Popular en 1994 y la Ley de Descentralización Administrativa de 1996.

En Colombia, además de la orientación general de estas reformas, se adoptaron varias medidas descentralizadoras con el objetivo de ampliar la presencia territorial del Estado amenazado por la extensión del conflicto armado. Entre el gobierno de Belisario Betancur (1982-1986) y la sanción de la nueva Constitución en 1991, se produjo un fuerte debate que derivó en la «autonomía de las entidades territoriales» bajo un Estado unitario. Además, más allá de las leyes, hubo avances significativos en la ejecución descentralizada de los presupuestos.

En Perú, los gobiernos autoritarios supusieron más bien un proceso de hipercentralización. En la Constitución de 1993, por ejemplo, se estableció una Cámara única integrada por legisladores votados en un único distrito nacional, lo que debilitó la representación política de las regiones.En Ecuador, los cambios jurídicos comenzaron recién a mediados de los 90. En 1997 se aprobaron la Ley Especial de Descentralización del Estado y Participación Social y la Ley Especial de Distribución del 15% del Presupuesto General del Estado para los Gobiernos Seccionales. La Constitución de 1998 estableció la figura de Estado unitario de administración descentralizada, muy similar al colombiano.

Este rápido repaso por los procesos de descentralización permite identificar varios elementos en común: el abandono de las políticas regionales, un marcado énfasis municipalista y una tensión permanente entre la democratización del Estado y su debilitamiento. Lamentablemente, esto ha profundizado las disparidades territoriales dentro de cada país, puesto que la fertilidad para «producir» municipios agudizó la atomización de las periferias, mientras que el centro permanecía sin fragmentarse: el efecto, entonces, fue una profundización de la asimetría. Pero, a la vez, permitió fortalecer la capacidad de algunos gobiernos locales e incorporar la noción de desarrollo territorial. El balance deja muchos retos pendientes.

Los desafíos actuales

Esta breve reseña permite introducir cuatro grandes campos de problemas que hoy enfrentan los países de América Andina en relación con su organización territorial:

Asimetría en el desarrollo territorial. En América Latina se han incrementado las brechas territoriales, por lo que el panorama hoy es de dualización y extrema segmentación. Un estudio presentado por el Instituto Latinoamericano y del Caribe de Planificación Económica y Social y la Comisión Económica para América Latina (Ilpes-Cepal), elaborado por Iván Silva Lira, analiza qué ha pasado en términos de convergencia territorial; es decir, si el crecimiento regional ha sido convergente, neutro o divergente. Como señala Silva: «Interesa averiguar si las regiones más pobres están creciendo o no a tasas mayores que las más ricas y, por tanto, comprobar si hay mayor equidad en el crecimiento regional a escala nacional». La conclusión es que, pese a los procesos de descentralización institucional, las disparidades han aumentado:Se pueden observar las mayores disparidades regionales en Perú, seguido de Brasil, Chile, México, Colombia y Bolivia. Este último, además de presentar los grados de desigualdad más bajos entre regiones, es el país de menor desarrollo relativo de los analizados (...) En todo caso, se puede observar, a partir del año 1994, una tendencia creciente al aumento de las disparidades territoriales en este país. En resumen, se puede decir que las disparidades territoriales en los países analizados presentan una tendencia ya sea a la mantención o al aumento leve en el tiempo, y que cuando ellas disminuyen esto tiende a coincidir con periodos de crisis económicas, lo que hace pensar que ello se debe más a la caída brusca del crecimiento de las regiones más ricas que a políticas explícitas que apunten a incentivar el crecimiento de las regiones más atrasadas. En resumen, de los datos referidos a la década de los 90 la evidencia estadística no muestra signos de convergencia, lo que estaría denotando una mantención, si no acentuación, de las disparidades territoriales.

Reestructuración del poder político en los territorios. Una de las demandas más complejas son las autonomías. Por un lado, zonas ricas exigen mayor autonomía para consolidar formas propias de gobierno apoyadas en un campo de competencias económicas. Recelan del centralismo, pero también del Estado e incluso, por extensión, de lo público. Sus demandas ponen el énfasis en las dimensiones fiscales y políticas, antes que en los sistemas de prestación de servicios. Sus principales reclamos son la autonomía fiscal y política, casi siempre bajo un modelo asimétrico. Del otro lado, existen demandas de autonomía de las zonas pobres, particularmente indígenas. Las razones de la desconfianza frente al Estado son diferentes: las instituciones han sido excluyentes y han adoptado formas ajenas a su cultura, con déficits de salud, educación y desarrollo.

Además de la emergencia de estas demandas autonómicas, se ha revalorizado el papel de los gobiernos locales. Ya sea por un incremento presupuestario, por un fortalecimiento institucional o por la simple proximidad a la población, los gobiernos locales en general gozan de la simpatía de la sociedad. El poder político adquiere, en ese contexto, formas territoriales, por lo que el conflicto puede conducir a profundas crisis del Estado-nación.

Plurinacionalidad y sociedades de base territorial. El fortalecimiento de los pueblos y las nacionalidades indígenas ha puesto sobre el tapete los límites de un modelo de integración nacional basado en la homogenización cultural y el mestizaje. La demanda de plurinacionalidad de los pueblos originarios supone el reconocimiento pleno de sus características como naciones, incluidos márgenes importantes de soberanía en la jurisdicción de sus territorios.

Esto genera desafíos enormes para compatibilizar la formación de una unidad política superior que construya, respete y articule una pluralidad de formas de organización estatal y social. Como señalan Xavier Albó y Franz Barrios Suvelza:

Hay que dejar abierta a cada pueblo la posibilidad de tener y consolidar su propio territorio con el debido margen de autonomía para que pueda desarrollar más libremente su propio modo de ser e identidad así como su propia capacidad de autogobernarse; pero a la vez, es indispensable construir una forma de comunidad nacional cívica que le dé sustento al proyecto de Estado nacional.

Organización estatal ineficiente, derrochadora e irracional. A estos tres enormes desafíos, cabe añadir otro más funcional, pero no menos importante. Si se trata de recuperar la centralidad del Estado en la promoción del desarrollo, en la cohesión social y en las tareas de redistribución, es indispensable un nuevo Estado: eficiente, racional, productivo e inteligente.

Consideraciones para pensar en algunas salidas

Los desafíos presentados aquí son complejos y su tratamiento amerita contemplar algunos elementos básicos. El primero de ellos es el modo de inserción de gran parte de los países de América Latina, y particularmente los andinos, en la globalización: se trata de una inserción precaria, incierta y frágil. Regiones que podrían aparecer momentáneamente como ganadoras por contar con ventajas vinculadas a mercados, precios o infraestructura, no tienen un estatuto consolidado y, como se ha visto, pueden rápidamente desplomarse en las cadenas de producción o circulación transnacional. Eso hace indispensable que, sin abandonar la idea de la competitividad territorial, se consoliden Estados nacionales inteligentes, estratégicos, reasignadores y dinamizadores de procesos de acumulación de capacidades nacionales. Cualquier región que enfrente estos desafíos en soledad tendrá pocas posibilidades de lograr éxitos perdurables. El Estado nacional es indispensable como actor estratégico en este mundo globalizado.

Otro elemento por tener en cuenta es que la discusión de los procesos de descentralización, regionalización y autonomías debe estar acompañada del impulso de la integración regional sudamericana. Cuando se habla de las buenas experiencias ocurridas en otros lugares, como por ejemplo en España, hay que tener en cuenta que el haber desarrollado un proceso de descentralización simultáneamente con el proceso de integración supranacional europeo ha sido un factor de compensación y equilibrio fundamental.

Es indispensable revertir la tendencia a mantener y reproducir las grandes disparidades dentro del territorio nacional. Las dimensiones culturales, nacionales e identitarias, que en principio deberían expresarse como valores de diversidad, están íntimamente ligadas a las condiciones de riqueza y pobreza, y se convierten, por lo tanto, en factores de polarización social y política. Estas disparidades tienen implicaciones en varios órdenes, entre ellos el fiscal. Se trata de construir mecanismos de solidaridad y de reasignación territorial.

Varios países enfrentan la discusión de la territorialidad de sus recursos naturales. Si bien la producción de esos recursos puede estar alojada parcialmente en un territorio, siempre se requieren sistemas nacionales: oleoductos, gasoductos, refinación, transporte, sistema de comercialización. Perder de vista esto sería cometer un gravísimo error.

Es necesario, finalmente, que los nuevos modelos de gestión del territorio puedan funcionar. De lo contrario puede incurrirse en la esterilidad del cambio constitucional. Asegurar factores mínimos de viabilidad política, garantizar la continuidad en las políticas más allá de un gobierno; establecer reglas de juego claras; fortalecer una institucionalidad estatal con capacidad de planificar, ejecutar y monitorear el proceso y mejorar la calidad de los servicios, todo esto es necesario para que estos esquemas de gobierno funcionen del modo adecuado.

Contenidos de una agenda

Un ordenamiento territorial claro. No es posible imponer un nuevo mapa político administrativo sin contar con la aceptación razonada de los propios habitantes y del sistema político. Pero, a la vez, los procesos de descentralización exitosos demuestran que la tendencia, en la mayoría de los países, no es hacia la mayor fragmentación de unidades socioterritoriales, sino hacia el fortalecimiento de territorios con mayores capacidades.

La argumentación parece contundente: es preciso alcanzar una cierta escala para problematizar, programar y gestionar el desarrollo. En otras palabras, la jurisdicción debe tener un mínimo de potencialidades, recursos, población e infraestructura para que pueda autogestionarse con relativo éxito. Esto contrasta con el interés de expresar la identidad y pertenencia a ámbitos territoriales muy pequeños.

Una alternativa es diseñar un modelo que contemple cuatro niveles: el nivel nacional, el meso (departamento o región), el local (municipio o ayuntamiento) y el nivel microlocal, todos ellos como dimensiones de promoción de la participación, la consulta y, eventualmente, como distritos para la formación de la representación política.

Un sistema de competencias definido. No hay descentralización ni autonomía que no estén basadas en un sistema de competencias claro. Para la mayoría de las personas, el gobierno es esencialmente lo que hace para la población. Éste es un principio clave del proceso de descentralización, habida cuenta de la confusión y superposición de las competencias y de la ineficacia en el cumplimiento de las tareas que suele observarse.

Un proceso de atomización de las competencias, sin referencias concretas acerca de los costos, es una pérdida de tiempo y recursos. Es por ello indispensable adoptar una matriz de competencias exclusivas y concurrentes de cada uno de los niveles de gobierno, así como una definición precisa de sus funciones. La calidad de la coordinación y el fortalecimiento de la capacidad de los distintos niveles de gobierno son claves.

Un sistema de planificación y gestión intergubernamental articulado. No existe ningún Estado, ni aun los de mayor nivel de federalismo, que no cuente con herramientas de organización de la planificación nacional y con proyectos de desarrollo pensados desde una perspectiva territorial. Todo desarrollo posible tiene una territorialidad y ésta, en tanto relación entre la dimensión física, histórico-cultural y socioeconómica, está sujeta a la acción política de las sociedades.

La articulación de los distintos niveles de gobierno plantea más que un problema de ingeniería institucional: se trata de un complejo problema de proyectos e intereses político-territoriales. Desde siempre, pero sobre todo desde hace algunos años, el discurso en contra del centralismo se ha convertido en una herramienta multiuso para las elites locales, sobre todo cuando los resultados de la gestión local son magros.

Un presupuesto predecible, corresponsable y solidario. En varios países de América Latina las competencias transferidas no están siendo financiadas con fuentes propias, sino con transferencias financieras no vinculadas al aporte local. Como señala Iván Finot:

Este tipo de transferencias resulta contraproducente, tanto para la eficiencia y la participación como para la misma equidad. En efecto, si ellas no están condicionadas al aporte local, (i) no hay un freno económico para las presiones políticas, (ii) los gobiernos centrales tenderán a restringir la participación, ya que ésta puede canalizarse a generar presiones para mayores gastos sin contrapartida, (iii) los ciudadanos no se sentirán motivados para participar en las decisiones y controlar un gasto cuyo financiamiento no les significa mayor esfuerzo, y (iv) descentralizar políticamente el gasto social resulta contrario al principio de «igualdad de oportunidades» que la colectividad nacional debería asegurar a cada ciudadano.

La elaboración presupuestaria debe estar en relación con los objetivos nacionales y regionales de desarrollo. No es posible seguir manteniendo varios regímenes presupuestarios paralelos que no logran ensamblarse y que constituyen un marco para la arbitrariedad. Con todas las autonomías y libertades, es indispensable avanzar hacia una estructura presupuestaria coherente, con funciones de planificación y rendición de cuentas para todos. Debe territorializarse todo el presupuesto, incluyendo la deuda.

Una política social y redistributiva nacional. Algunos trabajos demuestran que una parte importante de la redistribución del ingreso es una tarea que corresponde fundamentalmente a los gobiernos centrales. Un primer punto de partida tiene que ver con la obligación de estos gobiernos de garantizar iguales oportunidades de vida y desarrollo para todos los niños, sea cual fuere el nivel de desarrollo de su localidad.

Este principio es la clave para generar equidad a través de la responsabilidad del financiamiento de lo que se ha denominado «canasta social básica». Hay evidencias que demuestran que otras funciones, como la gestión, la construcción de la infraestructura y el equipamiento, la operación y el control y la evaluación, pueden mejorarse mucho si se gestionan localmente. La responsabilidad del financiamiento mínimo, sin embargo, debe ser nacional.

En ese marco, pueden sugerirse algunas líneas para mejorar la gestión local de las políticas sociales, tal como lo analizan algunos trabajos, articulando una visión integral. Se trata de restablecer una cadena causal que identifique los factores estructurales y los procesos y las mediaciones que provocan formas y niveles de pobreza diferenciados en cada sector.

Hay, además, otros aspectos en que la gestión local de las políticas y servicios sociales ha mostrado logros importantes: la construcción de redes de prestadores de servicios y de programas sociales con el propósito de ordenar los esfuerzos y conseguir sinergia; la definición de una normatividad específica que permita adecuar los mecanismos de control y regulación en la prestación de servicios (sistemas de referencia y contrarreferencia, auditorías y evaluaciones educativas, guías de procedimientos, etc.); el establecimiento de sistemas de información locales que aseguren la oportunidad de la información, la integridad, la territorialización y la multisectorialidad; y los procesos de capacitación del personal que presta servicios.Más y mejor participación. La participación es un componente central de todo proceso de descentralización democrática. Incluso aquellas visiones centradas en la eficiencia de la gestión y la eficacia en la utilización de los recursos le otorgan un papel protagónico.

Si la democratización de la sociedad es uno de los objetivos de la descentralización, debe establecerse un conjunto de mecanismos que favorezcan ese proceso. Nada sería más reaccionario que, como efecto del proceso de descentralización y autonomías, reconfigurar cacicazgos u oligarquías locales. El sujeto último de la descentralización es la población, los ciudadanos, las personas. La autonomía debe significar el autogobierno de la sociedad y no el gobierno de las oligarquías locales.

Una estrategia para reducir las disparidades. Todo rediseño institucional debe estar acompañado de la redefinición de las políticas. Si no se adopta un modelo de desarrollo económico inclusivo, territorialmente equilibrado, con capacidad de generar empleo productivo, con mecanismos de compensación, etc., la descentralización no será viable. Esto supone ciertas acciones concretas, como la promoción de mercados financieros locales, el asesoramiento para determinar la factibilidad de las líneas productivas, la creación de redes de intercambio de información entre productores y la instalación de infraestructura. Un proyecto que reoriente la relación entre el poder y el territorio por medio de la autonomía y la descentralización debería, como mínimo, enfrentar, aliviar o resolver los problemas y las dificultades señaladas. Pero cabría ser más ambicioso y entender la descentralización y las autonomías como partes de un proceso que amplíe la democracia y permita avanzar hacia un país equitativo, productivo, democrático y territorialmente justo. Es sin dudas una oportunidad, que debe ser enfrentada con el mayor optimismo y la mayor creatividad posibles.

Este artículo es copia fiel del publicado en la revista
ISSN: 0251-3552
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