Tema central
NUSO Nº 215 / Mayo - Junio 2008

Desigualdad y democracia

La teoría de la transición sostenía que la democratización de los regímenes políticos conduciría a la prosperidad económica, lo cual a su vez contribuiría a consolidar las instituciones democráticas. Pero este círculo virtuoso, elaborado sobre la base de la experiencia de los países desarrollados, no se concretó en la práctica. América Latina es una región plenamente democratizada que, sin embargo, mantiene niveles críticos de pobreza y desigualdad. Es necesario, por lo tanto, repensar la teoría de la democracia –y su elaboración más reciente a través de la idea de ciudadanía– para incorporar las dimensiones sociales y económicas. Esto implica reformular la relación entre democracia e igualdad, entendida no en el sentido de creación de oportunidades para los individuos, sino como operaciones activas de inclusión de los grupos sociales subalternos.

Desigualdad y democracia

Desde el inicio del nuevo siglo, las democracias latinoamericanas se encuentran en un proceso de profundos cambios. Uno de los motivos fundamentales es la creciente importancia política de la cuestión social, a la que no se le han encontrado, hasta el momento, respuestas satisfactorias. A pesar de que la mayoría de los análisis evalúa como exitoso el proceso de recuperación democrática en América Latina, considerada por algunos como «la región más democrática del Tercer Mundo» (Linz/Stepan), lo cierto es que la deuda social sigue siendo considerable. A casi tres décadas de la recuperación de la democracia, la mayor participación política no se ha traducido en participación social. Esto plantea nuevos interrogantes a la teoría de la democracia.

Desde los 90, los estudios politológicos sobre las democracias latinoamericanas se basan en el análisis del régimen (regime analysis approach) bajo el paradigma de la «teoría de la transición». Este enfoque se centra principalmente en los factores institucionales y considera las democracias occidentales del mundo desarrollado como su orientación normativa (Ackerman; Lynn Karl). A partir de una perspectiva liberal-democrática basada en la primacía de la libertad individual y la igualdad político-jurídica, este enfoque otorga validez universal a una concepción simplificada de la democracia y el espacio público, basada en el concepto unidimensional y elitista de la democracia de Joseph Schumpeter (1942) y en la idea de poliarquía de Robert Dahl (1971 y 1989). Esta perspectiva otorga especial importancia a la celebración de elecciones e identifica a las elites, los gobiernos y los partidos como los actores políticos relevantes (Munck). La popularidad de este enfoque se debe sobre todo a su simplicidad.

Las evidencias empíricas obtenidas por la teoría de la transición demostraron que las democracias latinoamericanas presentan déficits visibles en comparación con las de los países de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE) (Burchardt). Entre otros problemas, se destacaba la debilidad de la justicia, la falta de división de poderes, el precario (auto)control estatal, la falta de responsabilidad de gestión (Schedler 1999), la existencia de enclaves autoritarios (Garretón; O’Donnell 1999a), la debilidad de las administraciones (Glade), así como de los partidos y las corporaciones (Alcántara Saez/Freidenberg).

Los primeros intentos de explicar estos déficits llevaron a un esfuerzo entusiasta para describir las democracias asignándoles distintos atributos. Así, se llegaron a constatar no menos de 550 subtipos de democracias (Collier/Levitsky 1995; Carreras) para los apenas 120 regímenes formalmente democráticos existentes en el mundo a fines del siglo XX. Pero más allá de las definiciones, la conclusión general fue que el gobierno y el Parlamento siguen siendo elegidos en gran medida a través de elecciones democráticas, pero luego tienden a vulnerar el marco constitucional, conformando «democracias iliberales» (Plattner) o «democracias electorales» (Schedler 1998), que implican la continuidad de formas autoritarias de gobierno legitimadas por elecciones, una situación que O’Donnell (1994) definió como «democracia delegativa».

Se trata de regímenes híbridos que incluyen una amplia franja gris entre la democracia y el autoritarismo (Carothers 2002a), caracterizada por la capacidad de las elites de apropiarse paulatinamente de importantes recursos estatales, aun cuando existan una oposición e instituciones democráticas desarrolladas, en un contexto de pluralismo débil, donde la participación se ejerce principalmente mediante el voto. Aunque se produzca con cierta regularidad la alternancia entre las elites políticas, la participación es baja y, por lo tanto, no alcanza para controlarlas. Las elites con frecuencia se aíslan de la sociedad y se enquistan en el poder.

Esto significa que, contra lo que sostenía la teoría de la transición, la celebración de elecciones libres y la existencia de una estructura institucional adecuada no conducen en forma lineal a la democratización política. Los fenómenos detallados anteriormente no serían «dolores de parto» para avanzar en la construcción de la democracia liberal, sino que deben ser entendidos como características de un desarrollo propio. Tratar de mantener en pie el paradigma de la transición resulta por lo tanto poco provechoso como base para la acción política; seguir transitando este sendero implica «insistir en la peligrosa costumbre de tratar de imponer un concepto simple y a menudo equivocado a una realidad mucho más compleja» (Carothers 2002a, p. 15).

La persistencia de un paradigma

Hasta ahora, las mencionadas críticas no conmovieron a los defensores de la teoría de la transición. Incluso la primera proclama del fin del paradigma en el renombrado Journal of Democracy en 2002 generó más bien una serie de intentos de recuperarlo en lugar de un debate sobre posibles opciones (Carothers 2002a y 2002b; Hyman; Nodia; O’Donnell 2002; Wollack). Pero las críticas generaron reacciones. En respuesta a los cuestionamientos, se construyeron instrumentos metodológicos más sofisticados para mejorar la observación de la calidad democrática de los regímenes, como los intentos realizados en Estados Unidos (O’Donnell et al.) y la elaboración en Alemania del Bertelsmann Transformation Index (BTI 2005 y 2007) para medir el «nivel de democracia» en diferentes países. En este contexto, al estudiar los regímenes de la región, se elaboró un análisis que busca identificar los aspectos en los que estos difieren del tipo ideal de democracia de los países de la OCDE. Con este método, los «defectólogos» elaboraron cuatro subtipos: democracia exclusiva, democracia iliberal, democracia delegativa y democracia de enclave (Merkel et al. 2003 y 2006). En todos los casos, sin embargo, se parte del presupuesto de la democracia ideal como una democracia nacional, de mercado y de corte occidental y liberal. Así, la metodología de la «defectología» también se define claramente dentro de los parámetros de la teoría de la transición. A pesar de una estructura analítica más sofisticada, la tipología de democracias defectuosas generó poco impacto en el debate.

Otro intento de ampliar la teoría de la transición para acercarla a la realidad de las democracias latinoamericanas es la apertura hacia la teoría de la acción. Siguiendo a Max Weber, se propuso considerar las variables comportamentales como elementos constitutivos del sistema institucional. Esto implica tomar en cuenta las conductas de los actores, pues la aceptación e internalización de las normas definidas por la política es condición sine qua non para que estas se vuelvan efectivas. La teoría de la transición propuso, en esta nueva versión, analizar la (no) aceptación estratégica de las normas fijadas por el sistema político por parte de los actores políticos más relevantes (Munck). Sin embargo, al concentrarse solo en los actores centrales, su capacidad de explicación de los esquemas de acción que subyacen a los procesos de interacción resulta sumamente limitada.

Debido a estas limitaciones, se sugirió enriquecer la teoría de la transición con elementos de los estudios culturales (Krischke). Al incluir en el análisis también las esferas no institucionalizadas del espacio público, las expresiones alternativas y los sectores subalternos, los estudios culturales logran definir con mayor precisión las culturas políticas específicas y los espacios de acción de los actores (Álvarez et al. 1998). Sin embargo, los problemas metodológicos que complican la operacionalización y cuantificación de sus análisis y dificultan la investigación comparada los hacen poco atractivos para la teoría de la transición. Por estos problemas metodológicos, la propuesta de un enfoque integrado no ha encontrado demasiado eco. Otro intento de explicar los déficits de la democracia en América Latina desde la teoría de la transición consistió en ampliar el concepto de poliarquía a través de la dimensión del Estado de derecho como elemento constitutivo de la democracia (O’Donnell 1999b). Desde esta perspectiva, el sistema jurídico no se concibe únicamente como garante de determinados derechos políticos, sino también como expresión de la igualdad entre los individuos, no solo en su carácter de tales sino también como personas jurídicas y, por lo tanto, como ciudadanos. Los ciudadanos son portadores de derechos y obligaciones, derivados de un sistema político que les garantiza un cierto grado de autonomía pero también los hace responsables de sus actos (O’Donnell 1998a y 1999a). Según esta concepción, el hecho de que los derechos ciudadanos se encuentren seriamente limitados dificulta la consolidación más o menos eficiente de la poliarquía en América Latina. Esta «ciudadanía de baja intensidad» se corresponde con una pobreza extendida, disparidades extremas en los ingresos y otras formas de discriminación, ya que desde este punto de vista desigualdad y pobreza propician relaciones sociales autoritarias. Al mismo tiempo, la restricción de los derechos les permite a las elites ejercer una dominación que excluye a algunos sectores de la población de la participación política, lo que explica la existencia de «democracias de baja calidad» (O’Donnell 1998a y 1998b).

El desarrollo completo de la democracia requiere, por lo tanto, la concreción universal de los derechos ciudadanos formales, articulada en forma de un Estado de derecho democrático y caracterizada por la fiabilidad y la responsabilidad de gestión (accountability) (O’Donnell 1999b; Peruzzotti/Smulovitz; Przeworski et al.), además de por la cuarta dimensión de un Estado de derecho, la (auto)limitación del Estado (según la fórmula de Habermas). A partir de esta definición más amplia, y en base al concepto de «ciudadanía de baja intensidad», resulta posible enriquecer la concepción poco compleja de democracia que subyace a la idea de poliarquía y añadirle una dimensión social, sin por ello abandonar necesariamente el marco metodológico de la teoría de la transición. Pero todavía habrá que discutir si este intento se debe al deseo de una mayor claridad metodológica, si busca salvar el honor de la teoría de la transición y si agrega o no valor explicativo. ¿Del fin de la historia al fin del paradigma?

En los últimos años, se ha admitido que la promesa esencial de la teoría de la transición –cuanto más democrático es un país, más justo será, y cuanto más justo, más democrático– no se ha concretado. Efectivamente, tres décadas de democracia no lograron reducir las desigualdades sociales extremas. Es más: al contrario de lo que prometía la teoría de la transición, en muchos países latinoamericanos la desigualdad social aumentó en simultáneo con la democratización. Hoy América Latina es el continente más desigual del mundo, por las disparidades dramáticas no solo en los ingresos, sino también en el acceso a bienes elementales como educación, salud, energía y telecomunicaciones (Cepal 2007).

La desigualdad social en América Latina se caracteriza por una concentración desproporcionada de los ingresos en el decil superior (De Ferranti et al.). Se ha visto agudizada, además, por el aumento de la pobreza, que en varios países ha impactado en los sectores medios. En 2005, más de 40% de la población latinoamericana vivía por debajo del umbral de pobreza (Cepal 2006; Banco Mundial). A pesar de que en los últimos años se constató un leve retroceso en los índices de pobreza y desigualdad, este ha sido más fuerte en aquellos países que se desvían del modelo ideal de democracia liberal (Cepal 2007).

Esto ha reintroducido la cuestión social en el centro de la agenda política de una región democratizada, que se ubica en posiciones ejemplares en los índices que miden el nivel de democracia (Wehr 2006). Así, el análisis de las democracias latinoamericanas realizado por el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) a comienzos del siglo XXI llegó a la conclusión de que la falta de atención a la dimensión social de la democracia erosiona su legitimación.

Pero lo que sorprende no es tanto esta constatación como las conclusiones encomendadas por el PNUD a un conjunto de renombrados teóricos de la democracia (PNUD 2004b). Ellos, en efecto, no investigan los motivos de estas evidentes inconsistencias de la teoría de la transición, a pesar de identificar las desigualdades sociales como el problema central. En este sentido, tanto en el relevamiento empírico como en sus explicaciones teóricas, el estudio del PNUD sigue dominado por los enfoques institucionalistas. Las únicas reflexiones que van más allá se limitan a alertar sobre el «OCDEcentrismo» y, en algunos casos, a subrayar la necesidad de ampliar el concepto de ciudadanía mediante la inclusión de los aspectos sociales (PNUD 2004b). Esto demuestra que el problema de la persistencia de la desigualdad social no ha llevado aún a innovaciones superadoras, tampoco en el debate latinoamericano. Pero a veces lo que resulta difícil de reflejar en la teoría se impone rápidamente en la práctica. La cuestión social se impuso en la agenda política latinoamericana en los últimos años y contribuyó de manera considerable a la crisis profunda de la democracia representativa, que encontró su primera expresión política en la victoria de Hugo Chávez en Venezuela en 1998. Esta crisis de representación continuó luego con cambios de gobierno en diferentes países y con el ascenso de aquellos partidos que demostraron una mayor sensibilidad hacia la cuestión social, sobre todo en la zona andina (Mainwaring). Lo llamativo de este cambio, que suele definirse como «giro a la izquierda», no es el éxito electoral de los gobiernos que prometen una mayor dedicación a los asuntos sociales, sino que el cimbronazo político incluyó, en la mayoría de los casos, una fuerte crítica a la concepción liberal de democracia tal como la conocemos. Un ejemplo claro de esto son los movimientos indígenas que en la última década se expandieron hasta convertirse en una fuerza influyente y que hoy constituyen un factor político clave en muchos países de América Latina. Más que ampliar la democracia representativa, estos movimientos buscan establecer nuevas prácticas y nuevos modelos políticos basados en las experiencias autóctonas y en la diversidad cultural como modelos superadores de la democracia precedente (Madrid; Van Cott; Yashar).

Algunos miran estos cambios con preocupación, tal como revela el debate acerca de cuáles de los nuevos gobiernos latinoamericanos demuestran un potencial para la profundización democrática y cuáles generan retrocesos autoritarios (Vilas). Como es esperable, cuando los criterios de evaluación se inspiran en la teoría de la transición, los gobiernos que no se han alejado del esquema liberal-democrático, como los de Brasil y Chile, son considerados positivos, mientras que los de Venezuela y Bolivia son cuestionados (BTI 2007). De esta manera, la teoría de la transición evidencia una clara ceguera. A pesar de que es capaz de constatar las divergencias entre los regímenes surgidos en los últimos años y las democracias representativas precedentes, ignora que estas diferencias surgieron como respuesta al fracaso de los procesos de representación democrática tradicional. Al confundir causa y efecto, la teoría de la transición no solo pierde la oportunidad de analizar las ineficacias –e incluso el fracaso– de la representación liberal democrática. También ofrece como única respuesta el retorno al anterior esquema representativo y el restablecimiento de aquellas formas de régimen político que fueron justamente las que provocaron las desviaciones que tanto se critican.

Pero además la teoría de la transición impide ver los cambios políticos que se están registrando bajo estos nuevos gobiernos, tal como se evidencia al analizar la categoría de (neo)populismo, a la que se apela, una vez más, para describir la pérdida de calidad democrática. El populismo, en tanto expresión de antiinstitucionalismo, personalismo y paternalismo, suele considerar como estorbos los procedimientos regulados, las instituciones políticas y las organizaciones intermedias (Boeckh), lo que lo convierte en sospechoso y hasta amenazante según la perspectiva de la teoría de la transición. Sin duda, el debilitamiento de las instituciones democráticas, así como la concentración del poder de decisión en un liderazgo carismático, tienden al autoritarismo. No hay que subestimar este peligro. Sin embargo, el populismo también es una forma política que a veces ayuda a superar crisis sociales y contribuye a establecer un nuevo equilibrio social y político mediante el anticonformismo, la evocación de un colectivo imaginario y la fundación de un nuevo proyecto político (Aibar Gaete; Arditi). En algunos países de América Latina, el populismo ha logrado restablecer la comunicación entre gobernantes y gobernados que la democracia representativa ya no garantizaba, convirtiéndose así en vehículo de una movilización política amplia que, teóricamente, podría desembocar en una ampliación de los derechos democráticos.

La oposición tajante entre democracia liberal y neopopulismo, como propone la teoría de la transición, constituye un error, porque confunde forma con contenido: el populismo no tiene ni pensamiento originario ni teoría universal ni, mucho menos, una visión definida del ser humano o de la sociedad; simplemente expresa la voluntad de redefinir el bien común sin optar por ningún régimen político en particular. En sus inicios, el populismo se desarrolló en sistemas autoritarios, pero en la década de 1980 legitimó, por ejemplo, los ajustes estructurales neoliberales en América Latina en el marco de regímenes democráticos (Weyland). Lo central es que la movilización política que promueve el populismo no debe confundirse con participación política, que no solo supone una cierta movilización y participación en las decisiones, sino también procedimientos formalizados y normativas institucionales para garantizar su universalidad. El desafío a la democracia en aquellos países con regímenes neopopulistas no se plantea, por lo tanto, en la existencia o no del populismo, sino en la convergencia (o no) entre movilización y participación. La mezcla presente en muchos países aún no permite llegar a conclusiones claras.

Al mismo tiempo, las concepciones acerca de la democracia y las prácticas de participación autóctonas desarrolladas por los movimientos indígenas plantean otros interrogantes a la teoría de la democracia. En simultáneo con la creciente importancia de las diferencias culturales y de las condiciones históricas específicas de cada contexto, que influyen tanto en la cultura política como en la construcción institucional de la democracia, se han acentuado los cuestionamientos a la concepción universalista de la democracia que subyace a la teoría de la transición (Carothers 2002a; Ruiz Murrieta). Esta teoría, en efecto, no ha logrado elaborar una propuesta para superar el fracaso de la representación política de los indígenas y otros grupos sociales tradicionalmente discriminados e incluir las prácticas autóctonas de participación en su concepción de democracia.

Repensar la democracia

En resumen, la concepción poco compleja de democracia propuesta por la teoría de la transición facilita el análisis empírico de los regímenes liberal-democráticos, pero no logra explicar satisfactoriamente importantes aspectos de las democracias relativamente desarrolladas de América Latina. Además, la realidad de la región se opone a algunos de sus supuestos centrales, basados en una visión universalista y occidental de la democracia. Sus supuestos metodológicos básicos, como la concepción lineal de los procesos de democratización hasta llegar a un modelo final estático, se encuentran en cuestión. En este contexto, es necesario replantear los enfoques metodológicos y teóricos de la democracia asumiendo el desafío de redefinir las interdependencias entre la política y las variables socioeconómicas.

Como ya se señaló, la teoría de la transición presupone implícitamente que la libertad de mercado promoverá regímenes políticos democráticos y que estos, a su vez, contribuirán al bienestar económico. Pero la evidencia empírica demuestra que, durante el periodo de recuperación democrática en América Latina, la relación entre liberalización económica y liberalización política no es tan clara (Evans). Al contrario, la profundización de la economía de mercado parecería haber tenido, hasta el momento, efectos más bien contraproducentes para la consolidación democrática: las políticas neoliberales generaron un incremento drástico del desempleo y la pobreza y contribuyeron a la precarización de las relaciones de trabajo (Harvey), lo cual acentuó la fragmentación social (Portes/Hoffmann). Esto, a su vez, implicó una reducción de las oportunidades de importantes sectores de la población para hacer valer sus derechos políticos y civiles (PNUD 2004a). Además, los ajustes estructurales fueron acompañados, en muchos casos, por el debilitamiento de los Estados nacionales que, junto con su autoridad, perdieron también parte de la soberanía sobre su propio territorio; de este modo se erosionó uno de los aspectos centrales de la democracia (Burchardt). Al mismo tiempo, la influencia creciente de actores e instituciones internacionales poderosos, como las agencias de cooperación para el desarrollo, el Fondo Monetario Internacional (FMI) o los mercados financieros globales, debilitó el peso de los derechos locales de participación política (Petras/Veltmeyer; PNUD 2004a). Todos estos cambios van en la línea de un debilitamiento de la democracia, más que de su fortalecimiento. En suma, democracia y mercado no necesariamente tienen efectos sinérgicos: pueden, de hecho, volverse contradictorios.

Es necesario, por lo tanto, repensar la relación entre democracia e igualdad social. Ya existen enfoques que enfrentan este desafío, tanto en sus aspectos metodológicos como teóricos. Los intentos posiblemente más relevantes para enriquecer la teoría liberal-democrática con una dimensión socioeconómica se remontan a Amartya Sen y John Rawls. En sus consideraciones económicas sobre el desarrollo, Sen (2003) atribuye la función de garantizar la concreción efectiva del principio de libertad individual a la capacidad de acceder a los recursos económicos (entitlements), las oportunidades (opportunities) y las competencias sociales (capabilities). Según Sen, un sistema político y una cultura democráticos constituyen el marco más propicio para garantizar la distribución de estos derechos de acceso y de oportunidades, que dependen principalmente de los recursos económicos, de las condiciones del intercambio y de los derechos jurídicos formales. Esto implica que la existencia de derechos formales de acceso no alcanza para garantizar que estos se hagan efectivos, lo cual implica reconsiderar la relación entre desigualdad social, participación política y recursos económicos básicos. Al definir en términos de libertades la capacidad de decisión económica, las oportunidades y las competencias, la limitación o ausencia de estas pueden declararse como una falta de libertad. En suma, las dimensiones socioeconómicas se incluyen entre las variables de análisis de la teoría liberal.

En su filosofía política liberal, Rawls (2002) agrega la dimensión de la «justa igualdad de oportunidades» a los principios de libertad individual e igualdad político-jurídica. Este esfuerzo se basa, al igual que en Sen, en el reconocimiento de que los factores sociales influyen sobre la percepción individual de las oportunidades, pudiendo perpetuar o incluso aumentar la desigualdad social. Por este motivo, es necesario crear instancias de regulación social y democrática que garanticen procedimientos equitativos y justicia en términos de equidad.

Esta ampliación del concepto liberal de democracia mediante la inclusión de factores socioeconómicos inspiró también el debate latinoamericano acerca de la relación entre democracia y desigualdad. El eje de este debate gira alrededor del concepto de ciudadanía, cuyo núcleo liberal de igualdad política se propone enriquecer con otras dimensiones, como la ciudadanía social y cultural. El objetivo de este debate es convertir los derechos políticos formales en oportunidades reales de inclusión social a través de la reapropiación del concepto de ciudadanía, alrededor de cuya definición se desarrolla un conflicto permanente (Cheresky; Dagnino et al.; PNUD 2004b; Sandoval).

Sin embargo, los enfoques de la teoría liberal que intentan incluir factores socioeconómicos en la teoría de la democracia se enfrentan con un problema: parten del concepto de un individuo que busca, en primer lugar, ampliar su libertad. En la teoría liberal, la producción originaria del talento o las competencias individuales se realiza, por lo tanto, fuera de la acción social misma. En consecuencia, la acción social se centra únicamente en las formas de promover estas competencias, no en su génesis. Con eso el incremento de la igualdad de oportunidades (enabling) garantiza una mayor justicia social, sin entrar en conflicto con el principio liberal de libertad.

Así, la teoría liberal carece de una concepción acerca del poder del colectivo y las estructuras sociales para definir los hábitos, competencias, acciones y preferencias de los actores. Ignora totalmente un hallazgo sociológico básico: las acciones individuales, al igual que el desarrollo de los talentos, las competencias y hasta los estilos de vida, aunque no son definidos exclusivamente por el contexto social, sí se encuentran fuertemente condicionados por él. Por lo tanto, la reducción efectiva de la desigualdad debería producirse no a través de posibilidades individuales o de la democratización en el acceso, sino mediante la promoción económica y el empoderamiento de las comunidades más pobres y los sectores subalternos. La concentración de la teoría liberal en la idea de individuo revela también la debilidad del debate sobre la ciudadanía. En realidad, reclamar los derechos ciudadanos y luchar por una mayor participación requiere contar con ciertos recursos. Pero los individuos menos favorecidos cuentan con menos recursos. En ese sentido, se les plantea una exigencia desmesurada. Por este motivo, la ciudadanía participativa solo está al alcance de aquellos ciudadanos que están en condiciones de reclamar sus derechos legalmente si fuera necesario. Por lo tanto, el debate sobre la ciudadanía carece de una concepción de la desigualdad social, a pesar de hacer de su disminución su principal bandera.

En síntesis, la integración de los aspectos socioeconómicos a la teoría de la democracia no se logrará ampliando los enfoques existentes, sino repensando la democracia. En última instancia, se debería tratar de avanzar en una convergencia entre la tradición liberal y otras teorías de la democracia. Esto no implica desconocer los aportes de la tradición liberal. A partir de una mirada a las experiencias autoritarias del nazismo y el socialismo soviético, pero también de las dictaduras militares latinoamericanas, se deben celebrar y defender los límites que la teoría liberal traza entre lo público y lo privado. Lo que habría que revisar y redefinir constantemente son las líneas de demarcación definidas por el liberalismo.

Para garantizar un proceso democrático y estimular el diálogo, es necesario no solo que todos los sectores interesados en participar estén en igualdad de condiciones político-jurídicas, sino también que dispongan de los mismos recursos. Para eso resulta indispensable la promoción material e intelectual de las comunidades y los sectores subalternos, los grupos sociales más desfavorecidos, con menor capacidad para defender sus intereses. Solo así se podrá ayudar a neutralizar los efectos de las asimetrías de poder existentes (Cohen). De esa manera, la participación democrática se vincula a la redistribución de recursos como forma de garantizar la participación equitativa de todos; según la definición de Nancy Fraser y Axel Honneth (2006), la paridad participativa en el proceso de decisión.

En esta concepción, la democracia se define como un sistema político que garantiza no solamente la igualdad político-jurídica, sino también la inclusión social de los ciudadanos. Esto garantiza, además de la validez formal de los derechos básicos de libertad, el derecho a su concreción efectiva. Esto implica no asumir la igualdad entre los hombres como un hecho, sino como un objetivo y un mandato del Estado democráticamente legitimado. Supone también el reconocimiento de que el orden social que fundamenta esta democracia no es capaz de lograr por sí solo los niveles de justicia necesarios y que debe, por lo tanto, ser modificado. Se trata, en suma, de una «democracia social», que no tiene un carácter puramente correctivo sobre el sistema existente, sino que dispone de un importante potencial para realizar reformas destinadas a modificar los fundamentos básicos del orden social.

Probablemente los actores políticos y económicos más poderosos sean conscientes de esta conclusión. Por lo tanto, la persistencia de la desigualdad social, en el marco de regímenes liberal-democráticos, podría explicarse como parte de una estrategia para conservar el poder e impedir el paso de la democracia liberal a la democracia social. Es posible encontrar indicios en este sentido en múltiples estudios que demuestran cómo las elites latinoamericanas consiguen defender sus privilegios; por ejemplo, mediante las limitaciones en el acceso al derecho de elección, a la tierra o a la educación (Huber et al.; Acemoglu/Robinson). El objetivo de estos procesos de exclusión, como plantea Weber, sería mantener limitada la cantidad de competidores por oportunidades específicas, bienes y recursos, para garantizar así el sometimiento de determinados sectores sociales. Estas restricciones parciales se dan en ámbitos situados antes de las instituciones democráticas, como la educación y la economía, y generan «disparidades participativas» que, a su vez, consolidan y amplían las estructuras de desigualdad existentes (Wehr 2007).

De esta conclusión se derivan dos interrogantes. En primer lugar, ¿cómo se construyen políticamente estos procesos de exclusión en los ámbitos determinantes para mantener la desigualdad, por ejemplo en el sistema impositivo, la educación, los sistemas de seguridad social y las relaciones de trabajo? Esto implica preguntarse cómo logran evadir el control de los mecanismos democráticos existentes. Para responder a este interrogante, deberán observarse con mayor atención las instituciones no democráticas dentro del mismo Estado democrático (Hagopian/Mainwaring). Se trata de instituciones que no resultan visibles para la teoría de la transición, pero que penetran los regímenes políticos democráticos mediante sistemas informales de poder y normas, contrariando e impidiendo la participación política, definiendo modelos no transparentes y con frecuencia socialmente excluyentes, sustentados en la corrupción, el clientelismo y el nepotismo, que suelen tornarse endémicos en regímenes políticos con una importante desigualdad social. De ahí se desprende el segundo interrogante: ¿cuáles son los actores y sectores sociales que promueven estas políticas de exclusión para preservar sus intereses particulares? En la teoría de la democracia, el análisis se centra principalmente en dos grupos de actores: las elites intelectuales y políticas identificadas como corporaciones, partidos, etc., y las elites funcionales, consideradas representantes racionales de determinados subsistemas sociales (Birle et al.). A veces se suelen incluir en los análisis a los grupos sociales subalternos, como movimientos sociales u organizaciones de la sociedad civil. Pero hasta ahora no existen estudios sistemáticos sobre las principales elites de poder y su capacidad de veto. Y también resulta llamativa la escasez de investigaciones sobre el sector social que se podría definir como «elite patrimonial», a pesar de que su peso social es evidente, ya que en las últimas décadas logró evitar todas las políticas de redistribución, independientemente de los regímenes políticos y económicos imperantes (Acemoglu/Robinson; De Ferranti et al.).

Saber quiénes impiden, y a través de cuáles mecanismos de exclusión, la ampliación de la democracia social y, con ella, la reducción de la desigualdad, aportaría conclusiones importantes para la teoría de la democracia y probablemente para la práctica política. Y no solamente en América Latina.

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Este artículo es copia fiel del publicado en la revista Nueva Sociedad 215, Mayo - Junio 2008, ISSN: 0251-3552


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