Coyuntura

América del Sur: ¿todo vuelve?


Nueva Sociedad 275 / Mayo - Junio 2018

Luego de dos potentes ciclos político-ideológicos –neoliberal y progresista–, la región ha ido girando hacia la derecha. Pero los nuevos líderes posprogresistas enfrentan la inestabilidad global y restricciones políticas y económicas internas que les impiden construir un proyecto político capaz de brindar certezas hacia el futuro, además de aceptables niveles de bienestar social. Lejos de llegar con ideas novedosas, su propuesta es encontrar márgenes para reeditar las viejas; y sin coyunturas favorables a escala global, sus proyectos solo pueden funcionar mediante una regresiva transferencia de ingresos, con riesgosos escenarios para el futuro democrático regional.

América del Sur: ¿todo vuelve?

Pese a sus discursos «refundacionales» referidos al cambio cultural, el gobierno del presidente argentino Mauricio Macri afronta serias dificultades en el terreno económico, en el que supuestamente residía su principal fortaleza. Su confianza en una «lluvia de inversiones», alentada por sus políticas promercado y su cercanía personal con el mundo empresarial, rápidamente se enfrentó a las propias lógicas de los mercados. Si en la década de 1980 el ministro de Economía Juan Carlos Pugliese se quejaba amargamente de que había hablado a los empresarios con el corazón y estos le habían respondido con el bolsillo, Macri cayó en la cuenta de que el mundo en 2018 está lejos del escenario «globalista» de los 90, más allá de las «restricciones políticas» y los desequilibrios económicos internos difíciles de resolver (inflación, aumento de tarifas, turbulencias en el valor del dólar). Y las de Macri son dificultades comunes a otros gobiernos «posprogresistas»1. En Brasil, Michel Temer ha logrado sobrevivir, pero el país se encuentra envuelto en un halo de incertidumbre y se ha reducido significativamente su influencia regional, como quedó patente con el abandono –¿temporal?– de la Unión de Naciones Sudamericanas (Unasur) por la mayoría de los Estados miembros, el deterioro institucional y el avance de la violencia política y social. Es difícil imaginar hoy en día un conjunto de liderazgos liberal-conservadores con la potencia de los «progresistas» de los años 2000. Y a ello se suman avances progresistas en países que no pasaron por el «giro a la izquierda», como México y Colombia. Por todo esto, parece difícil la construcción de un sistema de creencias con la solidez del neoliberalismo de los 90 o del progresismo de los 2000.

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En 2001 caía en Argentina el gobierno de la Alianza para el Trabajo, la Justicia y la Educación, liderado por Fernando de la Rúa, y junto con él, el régimen de convertibilidad que consolidó la paridad peso-dólar, en medio de un estallido y una crisis social sin precedentes en la historia argentina. Antes, en 1999, el gobierno brasileño había convalidado una devaluación del real, en medio de una crisis económica y un programa de ajuste fiscal destinado a cumplir los compromisos con los acreedores extranjeros. Brasil, por su peso específico, y Argentina, por la radicalidad de sus reformas, habían sido años antes los principales símbolos de una oleada regional de gobiernos de orientación neoliberal que había avanzado, en mayor o menor medida, en el programa de reformas económicas estructurales conocido como Consenso de Washington durante la década de 1990.

El programa de reformas, que incluía privatizaciones a gran escala, apreciación monetaria, desregulación financiera, apertura comercial y flexibilización laboral, se inscribía en un clima de época global favorable, marcado por la caída del Muro de Berlín y el proclamado «fin de la Historia», y resultó eficaz para dar por terminado el ciclo de hiperinflaciones y crisis de deuda que había signado los años 80, consagrados como la «década perdida» de América Latina. Con estabilización económica y apoyo global, los gobiernos neoliberales prometían inaugurar una etapa de crecimiento y eficiencia en toda la región.

Las lacras de aquellos modelos tardarían en manifestarse; durante los primeros y exitosos tiempos, la corrupción desplazaría al debate económico del centro de las críticas. Presidentes como Carlos Menem, Fernando Collor de Mello, Alberto Fujimori y Carlos Salinas de Gortari presentaban vulnerabilidades evidentes en la materia, y ya desde el comienzo la corrupción pasó a ocupar un lugar central de los discursos opositores. No fue otro que Luiz Inácio Lula da Silva quien encabezó la campaña que, en 1992, terminó en la destitución de Collor de Mello, en medio de enormes protestas populares.

Fue sin embargo solo a finales de los años 90, tras una fuerte caída en los términos del intercambio y un empeoramiento en las facilidades para el endeudamiento, cuando los daños causados por el neoliberalismo se hicieron evidentes e insalvables. Los problemas estructurales, sobre todo en materia de carencias sociales, con el aumento pronunciado de la desigualdad, la desprotección causada por la retracción del Estado y la desocupación creada por la apertura comercial y la reconversión productiva, se hicieron epidérmicos y se apoderaron del centro del debate. A las viejas acusaciones contra el neoliberalismo latinoamericano fundadas en la corrupción se sumaron entonces las nuevas, por la responsabilidad de la crisis.

Tras algunos gestos y garantías al establishment nacional y extranjero para permitir que el deseo de cambio se impusiera sobre los temores de regreso de crisis pasadas, la región abría una nueva etapa. Hugo Chávez, en 1998, inauguró un ciclo de transformaciones de signo político al que se sumaron Brasil, Argentina, Uruguay, Bolivia y Ecuador. En todos los casos, con mayor o menor radicalidad, los nuevos gobiernos prometían una regeneración nacional, tanto social como moral.n n nEl 20 de noviembre de 2002, de visita en Brasil tras la victoria de Lula, el entonces presidente del Banco Mundial, Jim Wolfensohn, declaraba muerto el «Consenso de Washington». Dos meses después, desde el emblemático Foro de Davos, el mandatario brasileño encantaba a los inversores proponiendo la conciliación del lucro empresario con el combate a la extrema pobreza y una distribución algo más equitativa del ingreso entre empresarios y trabajadores. Después de la deuda externa, la deuda de moda en América Latina era la «deuda social». Y, para saldarla, los nuevos modelos implementarían programas de transferencia directa de ingresos en favor de los sectores más postergados como paliativo para las situaciones de desempleo y precariedad, ampliarían los alcances de la seguridad social y crearían mecanismos de arbitraje estatal favorables a los trabajadores en las disputas laborales; en este sentido, se destacó el aumento sostenido de los salarios mínimos. En contrapartida, los empresarios se beneficiarían de una reducción de la conflictividad social, así como del aumento del consumo.

Según el Banco Interamericano de Desarrollo (bid), entre 2002 y 2014, todos los países de América Latina –a excepción de México– experimentaron una reducción significativa de la desigualdad. Si en 2003 el índice de Gini latinoamericano era de 0,542, en 2013 se ubicaba en 0,486, una mejora del segmento más pobre de alrededor de 10% en su relación con el segmento más rico de la sociedad. La supuesta tensión entre distribución del ingreso y crecimiento económico no se verificó, y el promedio del crecimiento regional se mantuvo cercano a 4% anual. No es de extrañar que en el mismo periodo, según la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (Cepal), la pobreza se redujera de 43,9% a 28% y la indigencia, de 19,3% a 12%2.

Quizás por primera vez en la historia latinoamericana, durante algún tiempo, ganaron todos. Algunos comieron tres veces por día por primera vez, otros pudieron comprar autos, heladeras, equipos de aire acondicionado y celulares. Mientras, los más ricos contaban dinero y el crecimiento compensaba con creces la menor participación relativa en los ingresos nacionales. Si durante la década de 1990 personajes como Fernando Henrique Cardoso, uno de los intelectuales más reconocidos de la izquierda regional, había abrazado el clima de época como arquitecto del «neoliberal» Plan Real, los signos distintivos de la fiesta latinoamericana de los años 2000 también se extendieron transversalmente. Los gobiernos derechistas en países como Colombia o Perú implementaron programas sociales, mientras que incluso las izquierdas más radicales del continente conseguían entendimiento con sus burguesías, como podrían atestiguar los ejecutivos de Techint, que recibieron casi 2.000 millones de dólares del gobierno venezolano tras la estatización de la siderúrgica Sidor3.

Al calor del aumento del consumo, crecieron la confianza de los sudamericanos y la confianza en América del Sur. Si el patrocinio norteamericano y las inversiones europeas habían motorizado los proyectos de integración regional durante los años de desinflación y privatización de la década anterior, los de esta etapa fueron «endógenos». La Unión de Naciones Suramericanas (Unasur) y la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (Celac) se posicionaron como una novedad en el tratamiento de problemáticas regionales, tanto por la extensión de los países que abarcaban como por el peso del que excluían (Estados Unidos). Fue un tiempo de diplomacias presidenciales: los más carismáticos aprovecharon para posicionar globalmente a sus países. Chávez, referente de los países más radicalizados, desafiaba al presidente norteamericano en la propia Organización de las Naciones Unidas (onu), teorizaba junto a intelectuales y politólogos europeos sobre el socialismo del siglo xxi y, de la mano de la diplomacia petrolera, extendía su propio proyecto integrador, la Alianza Bolivariana para los Pueblos de Nuestra América (alba), por América Central. Mientras, el presidente obrero brasileño, cara visible de los moderados –saludado por The Economist, Financial Times y hasta el propio Barack Obama como el presidente más popular del mundo–, intentaba utilizar su popularidad para posicionar a Brasil como actor relevante a escala mundial. Desde el intento de globalizar sus grandes empresas nacionales hasta el de constituirse en mediador en el conflicto por el programa nuclear iraní, pasando por su expansión a África, Brasil encaró un proyecto autónomo cuyo punto más alto fue la formalización del grupo bric junto a Rusia, la India y China, al que luego se sumaría Sudáfrica.

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Lejos de una fórmula alquímica o milagrosa, aquel ciclo de crecimiento contó con una inestimable dosis de ayuda de las condiciones externas. Entre 2002 y 2008, los precios de los commodities se multiplicaron más de cuatro veces, desde valores mínimos hasta máximos históricos.

Siempre competitivo debido a la abundancia de recursos naturales a lo largo del continente, el sector primario exportador permitió generar divisas genuinas, fortaleció los resultados de la balanza comercial y habilitó un aumento en la captura de recursos por parte del Estado sin afectar seriamente la rentabilidad empresarial, al tiempo que distribuía parte de esos recursos por vía de diversos subsidios que beneficiaron tanto a los ciudadanos como a diversas industrias dedicadas a la producción para el mercado interno. El origen de la demanda, en el mercado asiático y la necesidad de esas materias primas vinculada a sus numerosísimas poblaciones y sus altas tasas de crecimiento, hacía pensar en un fenómeno que no sería pasajero. En su discurso en la Cumbre del Mercado Común del Sur (Mercosur) en 2008, la presidenta argentina, Cristina Fernández de Kirchner, aventuraba que se había producido una modificación esencial en los términos del intercambio, que calificaba como «una oportunidad inédita». Ese mismo año, los precios de los commodities sufrieron una breve si bien pronunciada caída, debido a la crisis económica global generada en los países centrales. Se recuperaron, sin embargo, rápidamente, y sin volver a tocar su techo, se estabilizaron en valores altos que se mantendrían hasta 20144.

La fórmula de las izquierdas latinoamericanas para generar consensos extendidos requería tanto de la expansión del Estado y su voluntad redistributiva como de condiciones internacionales favorables. En presencia de ambas y con relatos fundacionales que contrastaban el presente expansivo con un pasado de pobreza y exclusión, durante años ocuparon el centro indisputado de la escena. Las clases dominantes, si bien materialmente satisfechas, quedaron huérfanas de representación política. Obligadas a ceder participación relativa para garantizar ganancias absolutas, debían convivir con movimientos gobernantes que no eran los suyos. Sin referencias opositoras claras ni partidos fuertes, el lugar de la oposición fue ocupado por los medios de comunicación. A imagen y semejanza de la década de 1990, la corrupción se convirtió nuevamente en la línea principal de ataque contra gobernantes electoralmente invulnerables, esta vez progresistas. Estos ataques, a veces fundados y otras antojadizos o selectivos, horadaban sin embargo las pretensiones morales del discurso refundacional e igualaban a los gobernantes progresistas con el imaginario asociado a sus predecesores neoliberales.

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Según el minucioso estudio de los politólogos Daniela Campello y Cesar Zucco Jr., los gobiernos suelen cosechar el rédito, o ser culpados, por circunstancias que en gran parte no manejan5. A lo largo de décadas, la popularidad de los gobernantes latinoamericanos estuvo más determinada por el precio internacional de las materias primas y la tasa de interés del Sistema de la Reserva Federal (Fed) que por las muy cambiantes políticas internas de los países.

Frente al crecimiento exponencial de los valores de las materias primas durante la primera etapa del ciclo progresista, la parte final fue de relativo estancamiento, si bien en valores históricamente elevados. La economía quedó sin una locomotora que impulsara el crecimiento. La respuesta de los sectores de mayores ingresos a un modelo que les había garantizado sus ganancias manteniendo vocación redistributiva se hizo sentir en los relativamente bajos niveles de inversión privada, incapaces de garantizar un crecimiento sostenido por fuera del ciclo económico. Ese lugar tampoco fue ocupado por los Estados, cuya intervención resultó, en la mayoría de los casos, ineficiente para llevar a cabo las transformaciones necesarias de la estructura productiva y, algunas veces, absolutamente contraproducente, como en el caso venezolano, donde las intervenciones estatales sobre el sector privado agravaron sistemáticamente cada uno de los problemas del país. Los gobiernos acusaron este desgaste. Mientras el sostenimiento de los logros de los trabajadores sindicalizados y los beneficiarios de planes sociales comenzaba a impactar en el bolsillo de las clases medias y medias altas, los principales actores económicos se abocaron activamente a la construcción de un bloque de oposición viable. Los dirigentes opositores asumieron algunos logros oficialistas, sobre todo en materia de programas sociales, buscando ampliar el espectro de votantes y dando nacimiento a lo que José Natanson bautizó como «nuevas derechas latinoamericanas»6. La segunda etapa de la oleada progresista resultó más conflictiva que la primera y, lejos de los resultados plebiscitarios de antaño, la estrechísima elección de Nicolás Maduro en 2013, aun con el impulso del fallecimiento de Chávez, y la no menos disputada reelección de Dilma Rousseff en 2014 –sostenida por la popularidad de Lula– se sumaron al fortalecimiento de la oposición parlamentaria a Cristina Fernández de Kirchner en las elecciones de medio término de 2013. Emergieron así oposiciones de centroderecha que prometían cambiar, pero «mantener lo bueno». Hacia comienzos de 2015, todos los factores que en algún momento habían convertido la intervención estatal en virtuosa dinamizadora de la demanda interna, garante de la mayor equidad y engranaje armonizador entre capital y trabajo, mutaron casi por arte de magia –en las percepciones de la opinión pública– en factor asfixiante de la iniciativa privada y fuente de corruptelas y clientelismo, financiado con el esfuerzo de los contribuyentes. La caída –sensible– de los precios de las materias primas terminó de acentuar el desgaste de los modelos económicos, motivado sobre todo por la restricción externa, y ninguna de las respuestas ensayadas por los principales países de la región proveyó siquiera una pista sobre un camino posible.

La profundización del modelo venezolano derivó, a su turno, en una catástrofe humanitaria y en una crisis económica sin antecedentes en el país, contenida mediante un incremento del autoritarismo gubernamental y del rol de los militares, por encima de los votos, como garantes últimos del gobierno7. En Argentina, la decisión del gobierno de posponer el tratamiento de los desequilibrios económicos estructurales acumulados en la economía evitó una crisis, pero no la victoria de Macri. Mientras tanto, en Brasil, el intento de Rousseff de realizar un ajuste suave, acomodar el déficit fiscal y relanzar el proceso de crecimiento derivó en una contracción económica y privó a la presidenta de su base de apoyo entre los más pobres, sin mejorar su posición frente a las clases dominantes. Movilizaciones callejeras, causas judiciales, conspiraciones políticas y operaciones mediáticas mediante, el resultado de ese fracaso es conocido.

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Aun con la particularidad de que su llegada no se hubiera producido por los canales democráticos habituales, el desembarco de Temer en el Planalto no desentona en el mapa político regional. Las elecciones argentinas, chilenas, paraguayas y peruanas consagraron a candidatos derechistas. En Ecuador, un victorioso Lenín Moreno decidió romper con Rafael Correa y apoyarse en la oposición conservadora para desplazarlo del mapa político ecuatoriano; y, al margen de la crisis venezolana, solo Uruguay y Bolivia mantienen el crecimiento económico como los oficialismos elegidos en la década anterior, lo que no excluye un escenario lleno de dificultades, como lo demuestran la renuncia del vicepresidente uruguayo Raúl Sendic tras un escándalo de corrupción y la derrota de Evo Morales en el referéndum constitucional de 2016, solo revertida en forma pretoriana por los tribunales.

Se ha vuelto un lugar común hablar del fin del ciclo populista en América Latina, señalando a los gobiernos de izquierda o nacional-populares cuyas falencias explicarían una nueva oportunidad perdida para la región, tras haber desaprovechado un contexto internacional favorable. La versión menos sofisticada y más extendida de ese relato sostiene que la riqueza creada fue dilapidada en sostener la estructura corrupta de los partidos gobernantes, lo que volvería posible, mediante un proceso de purificación de la clase política, una reconducción a los países al camino de grandeza al que se encuentran destinados. La encarnación más pulida de esa ilusión «honestista»8 es el juez brasileño Sergio Moro. Sus dos detenidos más emblemáticos, Lula y Marcelo Odebrecht, encarnan una narrativa cuyos tentáculos se extienden por toda América Latina. Si Lula es el principal referente político del proyecto de conjugación de autonomía, igualdad y crecimiento en un continente atrasado, desigual y dependiente, Odebrecht es, para bien o para mal, el rostro de la clase empresarial que estaba llamada a darle sustento. Pródiga en liberalidades para todos los gobiernos de la región y crecida al calor de contratos espurios con los Estados, alcanzó sin embargo a competir en igualdad de condiciones con empresas chinas, norteamericanas o europeas. No es de extrañar, entonces, que su caída haya arrastrado la de los representantes de la etapa agotada, a la izquierda y a la derecha de arco político. En su cruzada, Moro cuenta con una ventaja difícil de exagerar: sus decisiones solo impactan directamente sobre los alcanzados por los procedimientos judiciales. Comparte esta ventaja con todos y cada uno de los jueces de la región, llamados desde las empresas de medios a mirarse en su espejo.

Ni Temer, ni Macri, ni Moreno cuentan con esa ventaja. En última instancia, será el impacto de sus gestiones en el nivel de vida de la población lo que determine si tendrán éxito en poner fin al ciclo anterior y, sobre todo, en iniciar uno nuevo. Lejos de llegar con ideas novedosas, su propuesta es encontrar márgenes para reeditar las viejas. Desregulación económica, apertura comercial, flexibilización laboral y privatizaciones aparecen nuevamente en el menú de recetas destinadas a atraer a los inversores extranjeros y moderar niveles salariales que afectarían la competitividad de los empresarios locales. En ausencia de condiciones internacionales extraordinarias, sin embargo, se enfrentan con las dificultades de reducir Estados que crecieron enormemente en tamaño y responsabilidades desde el final de la década de 1990. Los amplios consensos sobre la necesidad de sostener las políticas sociales para los ciudadanos más empobrecidos y la dificultad para afectar prestaciones de seguridad social ponen un límite estructural a cualquier política viable de reducción del presupuesto estatal, mientras las elecciones agregan presiones coyunturales y las posibilidades de financiar las reformas mediante el recurso al endeudamiento se encogen al ritmo del aumento de las tasas de interés de la Fed. En este marco, cualquier esquema suficientemente audaz de reducción impositiva como para tentar el apetito empresario resulta inviable.

Por último, y como ha sido señalado hasta el hartazgo, el mundo al que los nuevos gobiernos intentan abrirse es el opuesto al del anterior proceso de reformismo capitalista, a principios de los años 90. Desde la elección de Donald Trump, eeuu abrazó y acentuó una tendencia estructural de disminución de su propio liderazgo, rechazo de sus impulsos globalistas y competencia con China, el otro socio comercial importante de la región. En estas condiciones, el proyecto de las derechas regionales se ubica más cerca de perder lo ganado que del esbozado intento de construir hegemonía. Convencer a las personas de vivir peor no es sencillo, e incluso si tuvo evidentes problemas de sustentabilidad y fue posibilitado por un ciclo extraordinario de crecimiento basado en factores externos, muchos perciben que el de la última década fue un proyecto para ensanchar el campo de los beneficiarios.

Si no se repitieran circunstancias extraordinarias, recuperar el estado de cosas anterior al advenimiento de la oleada progresista requiere una enorme transferencia de riqueza de pobres a ricos. Ni el deslucido final de sus ciclos de gobierno, ni las extendidas (y muchas veces probadas) acusaciones de corrupción, ni la imagen del descalabro venezolano, presentado como el único final posible para cualquier intento igualitario, alcanzan para otorgarle brillo a esa circunstancia. El riesgo, sin factores estructurales favorables, es que un choque entre el proyecto de las elites y las nostalgias populares de un precario pero presente Estado benefactor ahuyente cualquier posibilidad de compromiso y termine por alimentar una volatilidad peligrosa incluso para la continuidad democrática. La situación brasileña, donde Lula encabeza todas las encuestas para la elección presidencial mientras el establishment empresarial apoya sin fisuras su detención, al tiempo que aumentan los episodios de violencia contra las organizaciones sociales, ofrece apenas un esbozo del oscuro escenario posible para el futuro cercano.

  • 1.

    «Caen las expectativas políticas y la confianza en la economía» en Clarín, 19/4/2018.

  • 2.

    Gerardo Caetano y Gustavo de Armas: «Pobreza y desigualdad en América Latina» en El País, 30/3/2015.

  • 3.

    «Expropiación a valor de mercado» en Página/12, 8/5/2009.

  • 4.

    Fuente: Fondo Monetario Internacional (FMI), <www.imf.org/external/np/res/commod/Charts.pdf>.

  • 5.

    D. Campello y C. Zucco Jr.: «Presidential Success and the World Economy», Fundación Getúlio Vargas, 3/11/2015.

  • 6.

    J. Natanson: «La nueva derecha en América Latina» en Le Monde diplomatique edición Cono Sur No 185, 12/2014.

  • 7.

    V. «Venezuela: el ocaso de la revolución», el Tema Central de Nueva Sociedad No 274, 3-4/2018, disponible en www.nuso.org .

  • 8.

    Martín Caparrós: «Honestismo» en El País, 23/4/2013.

Este artículo es copia fiel del publicado en la revista
ISSN: 0251-3552
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