Opinión
mayo 2024

La coalición de la impunidad que bloquea el cambio en Guatemala

El presidente Bernardo Arévalo, elegido con un discurso progresista y anticorrupción, tiene al menos cinco frentes abiertos, que buscan cerrar el paso al cambio en el país. La fiscal general, Consuelo Porras, aparece como símbolo ominoso de la protección de la megacorrupción.

<p>La coalición de la impunidad que bloquea el cambio en Guatemala</p>
Movilización en defensa de las elecciones frente a la oficina de Consuelo Porras, 2023.

Cinco meses después de llegar al poder, el socialdemócrata Bernardo Arévalo, elegido por su discurso anticorrupción y anti-statu quo en agosto de 2023, tiene al menos cinco frentes abiertos que amenazan su gestión. 

El primero tiene en el centro a la fiscal general, Consuelo Porras, sancionada por 42 democracias occidentales por socavar la democracia y debilitar la lucha anticorrupción. Porras planteó una solicitud de antejuicio en contra del entonces presidente electo Arévalo y procuró obstaculizar su ascenso al poder. Su esfuerzo no prosperó, pero la funcionaria no ceja en su objetivo de socavar el poder el presidente. 

El segundo tiene como protagonista a la Corte de Constitucionalidad, la más alta instancia judicial del país, cuyo liderazgo está en manos del magistrado Néster Vásquez, igualmente incluido por Washington en una lista de personas sancionadas por su actuación corrupta y antidemocrática. Arévalo elevó una consulta formal a ese tribunal referido a la fiscal general y a las condiciones de honorabilidad para mantenerse en el cargo. La Corte respondió que no le contestaría al presidente. 

El tercer frente es el Congreso de la República. El partido de Arévalo, el Movimiento Semilla, cuenta con solo 23 de 160 diputados, y debido a decisiones judiciales estos se encuentran con sus facultades recortadas. 

El cuarto frente se encuentra dentro del Ejército. Por segunda vez desde que los militares dejaron el poder en 1985, han surgido entre la oficialidad voces adversas al gobernante elegido popularmente. Por ejemplo, cuestionan el ascenso a general de brigada de oficiales que, según los militares críticos, no llenan los requisitos. O hacen desfilar con la bandera de Israel a los cadetes de la Escuela Militar, días después de que el gobierno votara en la Organización de las Naciones Unidas (ONU) a favor de la incorporación de Palestina a ese foro; más tarde, en medio de la polémica, el gobierno dijo haber avalado el uso de ese emblema. Para encontrar un antecedente de este tipo de reacciones contra un jefe de gobierno por parte de los mandos castrenses, debemos retrotraernos a la presidencia de Vinicio Cerezo (1986-1991) , el mandatario demócrata-cristiano que inauguró la era constitucional: el inicio de las conversaciones de paz con la antigua guerrilla fue objeto de al menos siete intentos de golpe de Estado. 

Finalmente, el quinto frente de batalla del presidente se encuentra en Washington, pero se alimenta desde Guatemala. Una coalición de fuerzas conservadoras integrada por empresarios, evangélicos neopentecostales y ex-funcionarios que buscaron debilitar la labor de la Comisión Internacional contra la Impunidad en Guatemala (CICIG) conducen en el Congreso y en el Senado estadounidenses, pero sobre todo en Mar a Lago, el epicentro de la campaña por la reelección de Donald Trump, un esfuerzo para persuadir a los republicanos de la perversidad del régimen de Arévalo. En alianza con Porras, que ha realizado ya allanamientos y diligencias en la sede de la ONG Save the Children, trata de armar un caso de presunto tráfico de menores. 

Este es el panorama que enfrenta Arévalo al cabo de sus primeros cinco meses de gestión. Su misión principal consiste, en sus propias palabras, en hacer eficaces las instituciones guatemaltecas para dar respuesta a las necesidades de la población. Según el Banco Mundial, 55% de los guatemaltecos vive bajo índices de pobreza y alrededor de 30% en miseria. De los 18 millones de habitantes, cerca de 3,5 millones han migrado hacia Estados Unidos, desde donde envían cada año el equivalente a una quinta parte del PIB en remesas. 

Para hacer eficientes las instituciones, Arévalo necesita recuperarlas del dominio de quienes favorecen un régimen legal de impunidad y privilegios. Los fondos públicos son objeto de depredación constante sin castigo. Guatemala carece de una Ley de Competencia, que forma parte de las promesas electorales del Movimiento Semilla pero que es fuertemente rechazada por un sector del empresariado y la mayoría parlamentaria. 

A lo largo de cinco meses de gestión, el gobernante ha proyectado poca claridad en sus objetivos, dificultades para comunicar y carencia de cuadros para negociar y alcanzar acuerdos con la oposición. Las elites del país, que no se muestran atemorizadas por la llegada de un gobierno socialdemócrata pese a su profundo conservadurismo, no han protagonizado una fuga de capitales, pero han mantenido su respaldo silencioso a quienes controlan las instituciones de justicia. 

Bernardo Arévalo tomó posesión el 14 de enero, solo después de que sus escasos 23 diputados lograran un acuerdo precario en el Congreso para nombrar una junta directiva y tomarle juramento. Los opositores más radicales, leales al ex-presidente Alejandro Giammatei, procuraban al menos retrasar, cuando no impedir, que Arévalo fuera juramentado.

Pero el acuerdo en el Legislativo a favor de Arévalo duró lo mismo que un merengue en la puerta de una escuela. La Corte de Constitucionalidad inmediatamente impidió que los diputados del Movimiento Semilla pudieran integrar la directiva del Legislativo. El proceso judicial en contra del partido fue iniciado por Porras inmediatamente después de que Arévalo entrara en el balotaje, bajo la acusación de haber acudido a firmas falsas para obtener la personería jurídica. Un juez favorable a la persecución de la fiscal Porras decretó la suspensión del Movimiento Semilla; con este argumento, se les impide ahora a sus diputados el pleno uso de sus facultades. Según la Corte de Constitucionalidad, que se retrasa en resolver los recursos planteados, los diputados oficialistas no pueden integrar organismos directivos. La Organización de Estados Americanos (OEA) consideró atentatorias contra la democracia las acciones de la fiscal general para desconocer el triunfo de Arévalo y del Movimiento Semilla. 

Sin capacidad de dirigir comisiones legislativas ni ejercer poder formal dentro del Congreso, los diputados oficialistas han ido perdiendo, conforme avanza el tiempo, parte de sus aliados. Una pobre operación política por parte del Poder Ejecutivo, además, ha hecho que muchos de los aliados iniciales se convirtieran en críticos tempranos del gobierno.

El presidente Arévalo pronunció, hacia finales del mes de abril, un discurso televisado en el cual llamó a poner fin «a los oscuros tiempos de Consuelo Porras al frente del Ministerio Público». Acto seguido, junto a todo su gabinete, caminó al Palacio Legislativo para entregar una iniciativa de ley para hacer rendir cuentas y eventualmente, destituir, a la fiscal Porras. Los diputados ajenos a su partido simplemente desoyeron el llamado. Desde entonces, el Congreso no ha logrado el quórum necesario para sesionar y los diputados han partido ya al receso de medio año sin abordar el asunto. 

Esto significa que la mayoría parlamentaria cierra filas para defender a la fiscal general, durante cuyo mandato se han diluido prácticamente todos los casos de gran corrupción iniciados bajo la conducción de la CICIG. Esa misión, auspiciada por la ONU, supuso un parteaguas en la historia reciente guatemalteca. 

Al encarcelar a un presidente en funciones como el ex-general Otto Pérez Molina, su vicepresidenta Roxana Baldetti y buena parte de sus ministros y diputados, y también llevar a tribunales a cinco de los más grandes empresarios del país, la labor conjunta de la CICIG y el Ministerio Público encabezado por la fiscal Thelma Aldana (quien luego aspiraría a la Presidencia sin lograr inscribirse como candidata por la persecución legal de Porras) generó un trauma de grandes proporciones entre las elites. Al mismo tiempo, despertó entre la población la esperanza de que la corrupción podía vencerse. Pero la persecución de Aldana y la mayoría de sus fiscales anticorrupción, de jueces y magistrados y periodistas que dieron cobertura a esta batida, ha producido una nueva ola de exilio en un país acostumbrado cíclicamente a que los opositores y críticos deban salir del país so pena de cárcel -y tiempo atrás- de muerte. 

A ese trauma generado por la cruzada anticorrupción se debe la amplia alianza de sectores de poder que durante los mandatos de Jimmy Morales y Alejandro Giammattei propiciaron la captura de las instituciones de justicia por quienes buscaban garantizar impunidad para los acusados de malos manejos de fondos públicos. Y el triunfo de Arévalo no puede ser visto sino como una respuesta del electorado, harto de la impunidad, para vencer ese esquema de poder. 

Arévalo, visto está, no tiene la llave para destituir a la fiscal general. Esa inamovilidad proviene de una modificación a la ley, en 2016, para impedir que un gobernante investigado pudiera deshacerse fácilmente de sus causas judiciales. Se trata, paradójicamente, de una norma aprobada en pleno fervor de la cruzada anticorrupción que hoy tiene un efecto contrario: garantizar lo que en Guatemala llaman el «pacto de corruptos». Pese al rechazo popular -Porras es la figura más impopular de la política guatemalteca-, uno tras otro los acusados de robar fondos públicos han venido logrando ser absueltos por jueces y magistrados. 

Arévalo y sus diputados tienen opción de influir sobre la integración de la nueva Corte Suprema de Justicia que deberá constituirse en octubre próximo. Pero ya se han interpuesto al menos dos acciones ante la Corte de Constitucionalidad para detener el proceso y prolongar en sus funciones a los actuales jueces. En mayo de 2026, Arévalo también podrá, en teoría, designar a un nuevo fiscal para sustituir a Porras. Pero parecen escasas las posibilidades de que la comisión postuladora le entregue un listado de aspirantes en el cual pueda encontrar a uno que no se alinee con quienes hoy dominan las instituciones de justicia. 

En cambio, Arévalo tiene el poder suficiente para propiciar ya cambios que cierren, desde el organismo ejecutivo, la fuente de fondos para los beneficiarios de la corrupción. Y en ello ha puesto su empeño. A mediados de mayo, destituyó a su ministra de Comunicaciones, Infraestructura y Vivienda, Jazmín de la Vega, encargada de la obra pública, y la sustituyó por un dirigente de su confianza. Proveniente del poderoso sector empresarial, la ex-funcionaria había autorizado pagos por deudas contraídas por el gobierno anterior por montos que iban contra la política del presidente. 

La obra pública es una de las tres fuentes principales de corrupción en el país. Las otras dos son las aduanas y la adquisición irregular (y robo) de medicamentos en el sistema de salud pública y el Instituto Guatemalteco de Seguridad Social (IGSS). Guatemala cuenta con la red vial con menor número de kilómetros asfaltados de la región en relación con el número de habitantes, construye cada kilómetro de carretera a un precio superior en más de 40% al de sus vecinos y la calidad de sus carreteras es tan deficiente que en muchos casos no se puede circular a más de 40 kilómetros por hora. El presupuesto anual de esa cartera, que ronda los 800 millones de dólares, es aprovechado principalmente por empresas constructoras cercanas a los diputados, entre las que se cuentan grandes financistas de campaña. Al salir, el gobierno de Giammattei dejó comprometido el equivalente a tres años de presupuesto. Si el gobierno de Arévalo prioriza el pago de la obra ya contratada, como lo hacía su ex-ministra, no solo estaría favoreciendo el flujo de dinero a quienes se han beneficiado más de la corrupción, sino que tendría que resignar cualquier iniciativa propia por tres años. 

Arévalo decidió nombrar como ministro a uno de los fundadores de Semilla, Félix Alvarado, que desde el primer día anunció un cambio en los métodos de planificación, diseño, contratación y supervisión de la obra pública. Hoy por hoy, dos ex-ministros de esa cartera caminan libres por la ciudad de Guatemala después de enfrentar acusaciones de grave corrupción, huir por años del país y volver ya en tiempos de Porras. Alejandro Sinibaldi, que ocupó el ministerio en tiempos de Pérez Molina, reclama la devolución de 143 propiedades que fueron inmovilizadas por la justicia. La banca suiza le inmovilizó, además, el equivalente a 9 millones de dólares. José Luis Benito, a quien se le incautaron en una casa de descanso maletas con el equivalente a 15 millones de dólares, también logró su libertad recientemente. Si el gobernante logra ponerle freno al flujo de dinero desde la obra pública, procesos como el de compra de voluntades para integrar la nueva Corte Suprema y las cortes de apelaciones podrían quedarse sin una fuente importante de sus recursos. 

Para el presidente Arévalo, sin embargo, cerrar las fuentes de enriquecimiento a los políticos y a sus financistas supone complicar la gobernabilidad. Pocos diputados querrán negociar con su gobierno reformas de leyes o la ampliación del presupuesto público. Sus probabilidades de lanzar programas de combate a la pobreza con transferencias de fondos o una campaña más enérgica para combatir la desnutrición infantil (padecida por uno de cada dos niños guatemaltecos) se vuelven más ilusorias. Pero al mismo tiempo, conciliar con quienes demandan fondos públicos a cambio de otorgar gobernabilidad lo confrontaría con sus votantes, principalmente urbanos, que lo eligieron precisamente por su discurso anticorrupción. 

Durante el largo periodo entre su elección (agosto de 2023) y su toma de posesión (enero de 2024), Arévalo logró superar los esfuerzos de Porras por invalidar las elecciones. En ese tiempo, una amplia alianza de organizaciones indígenas encabezó la defensa de la democracia y la exigencia de la renuncia de la fiscal. El electorado más bien joven y urbano de Arévalo se integró a la protesta indígena para paralizar el país por varias semanas con un éxito parcial: el presidente alcanzó a asumir el cargo, pero la fiscal se mantuvo en el suyo. De manera discreta, sin demasiados aspavientos, el gobierno de Arévalo conduce ya desde el poder un proceso de diálogo con las distintas organizaciones indígenas. Prepara planes de acción del gobierno en sus respectivos territorios, con inversión pública consensuada con las autoridades originarias. 

La popularidad del presidente Arévalo se mantiene por encima de 60% según las encuestas más recientes, pero sus opositores no se muestran dispuestos a ceder ni un milímetro. Entretanto, el gobernante, que se declara enteramente adscripto de la democracia liberal y actúa ajeno a toda práctica populista, respeta escrupulosamente y ni siquiera critica las órdenes judiciales que le son adversas. Hasta hoy, se niega, empero, a pedir respaldo popular para alcanzar sus objetivos, y mucho menos para librar la batalla en ninguno de los cinco frentes que mantiene abiertos. 



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