Tema central
NUSO Nº 220 / Marzo - Abril 2009

Violencia, narcotráfico y Estado

El fantasma de la colombianización recorre México. Se teme un escenario en el que el crimen organizado, el negocio de la droga y las guerrillas y autodefensas se articulan y socavan el poder del Estado. Algunos informes hablan incluso de México como un futuro «Estado fallido». El artículo discute estos argumentos. Aunque la violencia y el narcotráfico son un problema grave, constituyen un fenómeno muy diferente del colombiano: urbano más que rural, sin contenido político y asociado sobre todo al tráfico por la frontera con Estados Unidos. En suma, una violencia que se explica más por la globalización, la integración con eeuu y la descomposición del antiguo régimen que por una deriva a la colombiana.

Violencia, narcotráfico y Estado

Colombianización

Desde hace dos o tres décadas Colombia es, más que un caso ejemplar, casi un concepto. Es imposible decir qué significa concretamente, pero vivimos acosados por el fantasma de la colombianización. Cuando se habla de eso, como en México en los últimos años, se evoca un escenario más o menos confuso marcado por altas tasas de violencia: asesinatos, secuestros, atentados, en que se desarrollan vínculos más o menos sólidos entre guerrillas y organizaciones criminales, surgen grupos de autodefensa, paramilitares, y el conjunto de la vida política termina condicionado por la violencia. No hace falta decir que Colombia es mucho más que eso, pero la fantasía habitual imagina la colombianización como un descenso hacia el caos.

La idea misma es un poco ingenua, por decirlo así, pero permite elaborar algunas preguntas que al menos vale la pena plantear. Detrás del fantasma se oculta un hecho básico: existen relaciones de colaboración –en distintos niveles, con distintos propósitos– entre grupos guerrilleros y organizaciones criminales, en particular dedicadas al narcotráfico. Y eso aumenta enormemente los recursos económicos y la capacidad de fuego y de reclutamiento de las guerrillas. Ha sucedido en Colombia, con las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), y también sucedió en Perú, con Sendero Luminoso. Si a eso se le suman la debilidad del Estado y la ineficacia del sistema de procuración de justicia, nunca está lejos la organización de grupos de autodefensa o paramilitares, incluso con la complicidad de las fuerzas de seguridad.

Dicho con otras palabras, el fantasma de la colombianización evoca una configuración en la que coinciden tres fenómenos: la debilidad del Estado, la existencia de organizaciones criminales con un negocio millonario y la emergencia de grupos guerrilleros más o menos asentados en parte del territorio.

Factores

Visto así, en sus términos más generales, el riesgo de una deriva similar a la de Colombia parece en México bastante real e incluso cercano. No obstante, vale la pena analizar con un poco más de cuidado los tres factores básicos de la configuración para introducir algunos matices.

La debilidad del Estado, en cualquiera de nuestros países, es casi un dato que puede darse por descontado. Cualquiera de los indicadores que se quiera emplear dirá prácticamente lo mismo: nuestros Estados tienen recursos insuficientes para cumplir incluso con tareas básicas; su base fiscal es pequeña, precaria y volátil; carecen de un servicio civil sólido, profesional, bien equipado; y no pueden contar con una obediencia inmediata, incondicional y uniforme de la legalidad, porque hay otros recursos de orden práctico a los que debe acomodarse la lógica estatal. Esa debilidad del Estado significa que la legislación, los expedientes, el dinero y la autoridad del Estado son recursos que los actores pueden emplear en un campo en que existen también otros factores de orden, autoridad y poder. Ahora bien: la debilidad no es uniforme en un país ni tiene consecuencias iguales en todas partes, porque en cada caso se integra en un orden social distinto. En México, durante décadas, esta situación fue no un problema sino una solución para la integración política, la movilidad y la producción de orden, en una sociedad de enormes desigualdades económicas y regionales, a partir del sistema de intermediación del Partido Revolucionario Institucional (PRI).

Lo anterior quiere decir que los patrones de violencia, el arraigo del crimen organizado y las pautas de incumplimiento de la ley no son algo azaroso ni enteramente imprevisible. En México, responden a la organización del sistema priísta y a las formas en que se ha ido disolviendo. El gran negocio para las organizaciones criminales es, sin duda, el mercado de drogas. También en este caso, las abstracciones habituales desorientan un poco. Lo más frecuente –en la prensa, en los discursos políticos, también en algunos trabajos académicos– es que se recurra a la imagen de unos cuantos carteles colombianos o mexicanos, que controlarían un negocio de 100.000 millones de dólares anuales. Y se habla de capos y ajustes de cuentas y demás, con una imaginería tomada de El padrino. Pero la realidad es un poco más complicada.

Para empezar, los 100.000 millones de dólares del negocio son una fantasía, una cifra más que dudosa, construida a partir de indicadores muy poco confiables y muy obviamente sesgados (el dato proviene de la Agencia Antidrogas de Estados Unidos, DEA, por sus siglas en inglés). Los ajustes y las correcciones que se han hecho reducen la cifra a la mitad por lo menos. Por otra parte, en la composición del precio final de la droga, más de 70% corresponde a los últimos dos tramos: distribución local y minorista; es decir, el gran negocio no es el del contrabando, aunque siga siendo un negocio millonario. Hay que tomar en cuenta también que rara vez existe una «integración vertical» que incluya cultivo, procesamiento, contrabando, distribución y venta al menudeo. Los controles de puertos y fronteras favorecen una concentración relativa del contrabando en los grupos mejor organizados, pero el único tramo en que hay una posibilidad más o menos obvia de control monopólico es la venta al menudeo, que es un negocio rigurosamente local.

Todo ello significa que el narcotráfico no tiene una organización uniforme: su arraigo en la sociedad es muy distinto en cada uno de los tramos, y sus prácticas también. Es distinta su forma de actuar y muy variable el volumen del negocio en la producción de marihuana, amapola, cocaína, en laboratorios, rutas, puertos o mercado, en lugares donde únicamente se siembra o donde sobre todo se arregla el tránsito. Las diferencias entre organizaciones guerrilleras son perfectamente obvias: tamaño, arraigo, organización, armamento, exigencias y objetivos. No hay punto de comparación entre, digamos, las FARC y el Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN), entre Sendero Luminoso y el Ejército Popular Revolucionario (EPR). La vinculación con el narcotráfico no es obvia: al igual que los secuestros o los asaltos bancarios, el mercado de la droga puede ser una fuente de recursos para la guerrilla, pero no siempre es igualmente asequible. El vínculo suele generarse si la guerrilla mantiene el control de regiones aptas para el cultivo, en las que pueden instalarse también –lejos de la vigilancia del Estado– laboratorios y pistas aéreas; la guerrilla puede brindar protección, a cambio de una parte de la ganancia, o puede dedicarse directamente al tráfico. Es más difícil imaginar una asociación así en zonas urbanas, puertos o fronteras vigiladas. Las consecuencias de la asociación con el crimen organizado, y en particular con el contrabando de drogas, son ambiguas. Es indudable que el tráfico puede dar a la guerrilla mucho dinero, y con ello armas y capacidad de reclutamiento. Sin embargo, el dinero también puede debilitar la disciplina y contribuir a la desorganización y desmoralización, como sucedió con Sendero Luminoso en el Huallaga, o puede separar a la guerrilla de la población campesina entre la que se mueve, en la medida en que deja de depender de los recursos de la población local; una guerrilla con recursos, armamento y reclutamiento urbano puede incluso adoptar prácticas predatorias, como ha sucedido con algunos frentes de las FARC.

Narcotráfico

El tráfico de drogas es importante en México, como en Colombia: en particular, el contrabando a gran escala hacia el mercado estadounidense. Se habla de carteles mexicanos –del Golfo, del Pacífico, de Juárez– como antes de los colombianos, los de Medellín o de Cali. Hace tiempo que la DEA insiste en que las organizaciones colombianas, debilitadas por los programas de interdicción, han transferido esa parte del negocio a los carteles mexicanos y se limitan a transportar la droga a México. Las estimaciones que ha publicado la DEA –90% de la droga que ingresa en EEUU lo hace por la frontera mexicana– son bastante dudosas, no solo porque se refieren a la droga que no es interceptada, sino porque suponen que los puertos ya no son lugares de entrada, y es difícil imaginar semejante eficacia con un volumen de carga marítima de 400 millones de toneladas al año (de la que aduanas y guardacostas pueden inspeccionar apenas un 2%). Comoquiera, es evidente que existen en México organizaciones dedicadas al contrabando de drogas en gran escala hacia EEUU, y que –además del tráfico tradicional de marihuana y heroína, que se produce en México– hay también un intenso tráfico de cocaína proveniente de Colombia. Ahora bien: por muchas razones, en su estructura, logística y vinculación social, las organizaciones de narcotráfico mexicanas son distintas de las colombianas. Vale la pena verlo con algún detenimiento. A partir de los años 80 se comenzó a sembrar coca en Colombia para sustituir la producción de Bolivia y Perú. En algunos casos, como el del cartel de Medellín, una misma organización se hacía cargo de todo el proceso, desde el cultivo y el procesamiento hasta el contrabando a EEUU. La cocaína es una droga cara, de muy alto valor por kilo, con una demanda alta y constante. Ello, unido a la posición casi monopólica de la producción colombiana, permitió la existencia de organizaciones sumamente extensas, como las de Cali y Medellín. Sin embargo, el control de la cadena completa desde la siembra hasta la distribución en EEUU requería redes demasiado extensas, costosas y vulnerables. En adelante, bajo la presión de los programas de erradicación, el cultivo se fue desplazando hacia áreas relativamente despobladas, con mínima o nula presencia del Estado, sobre todo en las cuencas del Amazonas y el Orinoco, en el tercio sudoriental de Colombia, que es donde mantenía mayor presencia la guerrilla, en particular la de las FARC. Hasta la fecha, el negocio del narcotráfico en Colombia es básicamente de cocaína: siembra más o menos dispersa, con frecuencia en territorios controlados por la guerrilla, procesamiento y contrabando hacia Centroamérica, México, Europa y EEUU. La actividad sigue teniendo un fuerte componente rural porque la principal ventaja comparativa de Colombia es su capacidad para el cultivo. El perfil del narcotráfico en México es muy distinto. El gran negocio ha sido siempre urbano y muy concentrado en las ciudades de frontera con EEUU: se trata de una frontera intensamente vigilada, con numerosos pasos urbanos de gran tráfico comercial, más el desierto de Sonora y el Texas Bend. Es sabido que el valor de la droga se multiplica geométricamente conforme se aproxima al mercado final, y eso hace que el cruce de la frontera estadounidense sea uno de los eslabones más lucrativos. Es ahí donde arraigan los «carteles» mexicanos, en Tijuana, Ciudad Juárez, Nuevo Laredo, aunque con una organización mucho más laxa, fragmentada y efímera de lo que se imagina. Pero vayamos por partes. En México hay, desde hace muchas décadas, zonas de cultivo de marihuana y de amapola: dispersas, más o menos aisladas, en la Costa Chica y la montaña del estado de Guerrero, en la cuenca occidental del río Balsas en Michoacán, en el nordeste del estado de Sinaloa. La relativa facilidad con que se cultivan tanto la marihuana como la amapola hace muy difícil el control de la producción, que es barata. La consecuencia es que la presencia de las organizaciones del crimen organizado en el campo es poco significativa (salvo en sitios puntuales en el estado de Sinaloa, por ejemplo). Además, a excepción de la montaña en Guerrero, en las zonas de producción no ha habido históricamente presencia de guerrillas. El negocio más tradicional y mejor organizado en México es, entonces, el contrabando hacia EEUU. Viejas rutas y redes familiares sirvieron para transportar marihuana y heroína durante décadas, como habían servido antes para contrabandear cera candelilla, neumáticos o cualquier otra cosa. El gran negocio del narcotráfico es relativamente reciente, consecuencia de varios factores: el crecimiento explosivo de la demanda de drogas en el mercado estadounidense en los años 80, las políticas súbitamente más intransigentes de interdicción y erradicación, y la incorporación de la cocaína, importada de Colombia, al contrabando tradicional. En un primer periodo, entonces, el crimen organizado que comenzó a generar ingresos millonarios en México estuvo concentrado en los pasos fronterizos. Era un fenómeno local, que no inspiraba mayor interés ni a la clase política ni a la opinión pública. En años recientes, desde mediados de los 90, han cambiado las tornas. La saturación del mercado estadounidense ha hecho que un volumen creciente de cocaína se oriente hacia el mercado interno, en México. Otra vez, se trata de un fenómeno urbano, sobre todo de ciudades de más de 100.000 habitantes, pero que tiene otra lógica: la del narcomenudeo, el control de plazas, barrios y calles, con la violencia que eso trae aparejada. Y algo más: las drogas sintéticas son las drogas de moda en los primeros años del nuevo siglo. México surte también al mercado estadounidense de metanfetaminas, con precursores importados de EEUU, o de China a través de EEUU. Las piezas claves son los laboratorios instalados en las grandes ciudades mexicanas y las viejas redes de contrabando, cartelizadas en las ciudades de frontera. Y el mercado nacional, por supuesto. Todo lo anterior es para decir que el narcotráfico en México tiene muy tenues vínculos con el campo y escasísima o nula presencia en zonas de alguna actividad guerrillera (hay guerrillas en México: varias decenas de grupos, casi todos insignificantes, con actividad en los estados de Oaxaca, Guerrero, Puebla, Chiapas). Es difícil de imaginar un esquema de protección como el que ha prosperado en Colombia. El narcotráfico es un problema grave, por supuesto, pero no hay un espacio natural de asociación entre droga y guerrillas.

Violencia

La señal de alarma es la violencia. Y lo primero que viene a la memoria es la escalada colombiana de los años 80: asesinatos de jueces, políticos, policías, atentados con coches-bomba, cientos de secuestros. Es el horizonte que se teme en México, el que anuncian algunos medios de comunicación, también políticos y militares estadounidenses que han comenzado a hablar, a principios de 2009, de México como «Estado fallido», al borde del colapso. La diferencia en ese terreno no solo es de magnitud, sino de naturaleza. En primer lugar, en los años 80 y 90 en Colombia hay varias guerras librándose simultáneamente: de las grandes organizaciones de narcotraficantes contra el Estado, de los grupos guerrilleros (FARC, Ejército de Liberación Nacional –ELN–, M-19) contra el Estado, de las organizaciones paramilitares contra la guerrilla y movimientos de izquierda en varias regiones del país. Las tres guerras se pelean en extensas áreas del territorio, en el Magdalena Medio e incluso en Cundinamarca, en las afueras de Bogotá. Y la violencia de los diferentes grupos se acumula en las cifras y en la conciencia pública y desborda claramente la capacidad del Estado. La violencia de guerrillas, narcotraficantes y autodefensas aumenta sistemáticamente, año tras año, hasta 1990. La tasa de homicidios pasa de 40 a 80 por cada 100.000 habitantes, rebasa los 100 en Cali y llega casi a 350 en Medellín, a principios de los 90. En la década siguiente, una vez desarticulados los carteles de Cali y Medellín, la tasa de homicidios disminuye, aunque la actividad guerrillera y de las autodefensas continúa en ascenso hasta aproximadamente el año 2000; el número de secuestros crece hasta llegar a los 3.500. Ahora bien: importa anotar que en todos los casos se trata de una violencia política, que tiene al Estado como término de referencia y en zonas rurales pretende ocupar el territorio y ocasiona, por eso, el desplazamiento forzoso de decenas de miles de personas. El perfil de la violencia en México es muy distinto. Los grupos guerrilleros no tienen mucha presencia, no representan una amenaza para la seguridad nacional y su actividad no es significativa para los índices de violencia en el país. Y no hay organizaciones paramilitares de autodefensa. Es decir, se trata, por ahora, únicamente de la violencia del crimen organizado: es una violencia mucho más dispersa, sin objetivos políticos. Está muy lejos, por otra parte, de los niveles de Colombia hace 20 años. El número de asesinatos es un buen indicador. En contra de lo que podrían sugerir los medios de comunicación masiva, la tasa de homicidios ha disminuido en el país, sistemáticamente, en las últimas décadas: ha pasado de 20 por 100.000 en 1990 a poco más de 10 por 100.000 en 2007, es decir, una tasa cercana a la estadounidense (muy lejos de las cifras colombianas o brasileñas). Paralelamente, ha cambiado el perfil geográfico de la violencia. En 1990, los estados con mayores tasas de homicidios eran los del centro del país: estado de México y Morelos y, cerca de ellos, el Distrito Federal, Puebla, Jalisco y Veracruz. En 2007, el panorama es completamente distinto: los estados con índices más altos –y los únicos en los que la tasa de homicidios, a diferencia de lo que ocurre en el promedio nacional, tiende a crecer– son los de la frontera noroeste: Baja California, Sonora, Chihuahua, Durango y Sinaloa (esto es, descontando los tres estados con tasas históricas altas: Michoacán, Guerrero y Oaxaca, con una violencia muy dispersa, rural, más bien de antiguo régimen, y en descenso). Las primeras cifras que hay disponibles, todavía sin validar, para 2008, muestran un aumento considerable en el número de homicidios, tanto como para cambiar la tendencia nacional. Sin embargo, en su inmensa mayoría han ocurrido precisamente en las dos regiones problemáticas, en la vertiente Pacífico y la frontera Noroeste. Tiene, a primera vista, el aspecto de una oleada criminal (crime wave): intensa y muy localizada y, por eso mismo, seguramente breve. Además de los números y la ubicación, han cambiado también algunas pautas de la violencia, y eso es acaso lo que más llama la atención: hay, por primera vez, asesinatos que se usan como mensajes para la opinión pública; cuerpos decapitados, mutilados, con mensajes escritos; hay también masacres, asesinatos masivos de diez y hasta 20 personas; y hay finalmente atentados contra mandos de la policía y contra destacamentos del Ejército. Todo eso aparece en la prensa y contribuye a crear el clima de inseguridad del que se hace eco la opinión internacional. Sin embargo, no hay una orientación política ni un significado claro de la violencia. La mayoría de las víctimas son jóvenes: entre 20% y 30% son menores de 25 años, y hasta un 50%, menores de 30 años. Se trata en la mayoría de los casos de jóvenes con muy poca escolaridad (hasta 80% tiene solo educación primaria o menos). Las zonas que registran los índices más altos son, con diferencia, las periferias de las grandes ciudades, algunos municipios de la frontera con EEUU (Tijuana, San Luis Río Colorado, Ciudad Juárez) y municipios relativamente aislados en la Sierra Madre Occidental y la costa del Pacífico, en Michoacán y Sinaloa. Ambas cosas sugieren que se trata sobre todo de enfrentamientos entre grupos de traficantes o pandillas juveniles en la disputa por la venta al menudeo de la droga y el control de puertos de entrada y tránsito hacia el Norte. Los atentados contra policías y militares cuadran con una estrategia defensiva como respuesta a la nueva política del gobierno federal. Sin duda, los asesinatos espectaculares sirven a varios propósitos. Entre otras cosas, contribuyen a producir un clima de miedo, una sensación general de inseguridad que las organizaciones criminales pueden aprovechar para dedicarse a actividades predatorias. Acaso sea el rasgo más grave de la situación mexicana a principios del siglo XXI: en algunas zonas del país, en algunos municipios, ya es habitual la venta de protección, al amparo de la ineficacia del sistema de procuración de justicia. Aunque está lejos de ser un régimen de control territorial como el que tienen las guerrillas o los grupos paramilitares, de todos modos es un factor de deslegitimación que no deja de tener consecuencias para el sistema político.

Diferencias

Decir que México y Colombia son muy diferentes no pasa de ser una obviedad: podrían enumerarse muchos otros rasgos como los anteriores sin llegar a nada nuevo ni particularmente revelador. No obstante, el contraste de ambas historias no deja de tener interés en la medida en que la diferencia en las pautas de violencia obedece, en un plano más general, a las diferencias en los procesos de formación del Estado. Subrayo dos: la integración territorial y la integración política. Lo más llamativo de Colombia es la desigual presencia del Estado: una frontera de colonización que avanza muy despacio a lo largo del siglo XX, creando espacios de población inestable y derechos inciertos, con muy escasa presencia estatal; regiones en que se echa de menos al Estado en lo que tiene de más material y concreto: escuelas, hospitales, carreteras, puestos de policía, y cuyo vínculo con el mercado nacional es inestable, débil. Y un tercio del territorio, al sur y sudeste, Amazonía y Orinoquia, prácticamente despoblado, sin ciudades ni carreteras ni vinculación alguna con el resto del país, en la frontera con Perú, Brasil y Venezuela. Basta ver un mapa de Colombia –demográfico, económico, de infraestructura– para entender la persistencia del fenómeno guerrillero, el arraigo de las organizaciones dedicadas al narcotráfico o la importancia de los grupos paramilitares. Las organizaciones guerrilleras y los grupos de autodefensa, los carteles del narcotráfico, ocupan un territorio en que no se ha establecido –o lo ha hecho de manera muy precaria– la jurisdicción estatal. Regiones de población nueva y poco cohesionada, sin una tradición política propia. Esa base territorial es un recurso indispensable para la implantación de la guerrilla y el narcotráfico: a partir de ahí, pueden avanzar hacia otras regiones, pero siempre las conservan como espacio de refugio. Y allí la disputa es la más elemental: por el control sobre el espacio. O no hay otro referente institucional para la producción de orden, o es casi inoperante, de modo que la violencia se convierte en un expediente cotidiano (mucho más frecuente e intensa, por supuesto, si compiten varios actores armados). En esos espacios liminales surgieron La Violencia y el bandolerismo posterior, lo mismo que las guerrillas. No parecen haber sido, dentro de ciertos límites, enteramente disfuncionales para el Estado colombiano, que ha mantenido una traza liberal y democrática de estabilidad poco frecuente en la región, con una clase política bastante cerrada. En todo caso, el sistema político se ha configurado contando con la violencia –el conflicto, la pacificación, la guerra contra las drogas, la negociación de la paz– como uno de sus elementos. En México, en cambio, la integración territorial fue relativamente temprana. A principios del siglo XX el ferrocarril conectaba prácticamente todo el altiplano central, el Bajío, la parte central de la frontera con EEUU y la costa del Golfo, y poco después la península de Yucatán. Quedaban al margen solo algunas regiones del Sur y Sureste (partes de Chiapas y Oaxaca), las zonas de la costa occidental en que la orografía hacía casi impracticables las comunicaciones (la región de Aguililla en Michoacán, el norte del estado de Sinaloa) y el desierto de Sonora. Con la reforma agraria, a partir de los años 30, se aceleró la ocupación del territorio, de modo que en el último tercio del siglo XX prácticamente no había espacios vacíos en México. Algo más: la tierra se repartió con la mediación del partido oficial; los nuevos núcleos agrarios estaban desde su fundación incorporados a una estructura política e institucional que puede haber sido más o menos corrupta, autoritaria e ineficaz para promover el desarrollo, pero que no por eso era menos real. Eso no quiere decir que no hubiese violencia rural, sino que estaba siempre entreverada con el orden político revolucionario y con las instituciones estatales: se procesaba a través del partido, las presidencias municipales, las asambleas de ejidos y las comunidades. Y eso no quiere decir tampoco que hubiese un desarrollo medianamente uniforme del campo, sino que en ningún momento fue «marginal» para el régimen.Se ha insistido mucho, sobre todo en los últimos tiempos, en el carácter autoritario del régimen de la Revolución Mexicana, en su proclividad para la corrupción; con demasiada frecuencia se pasa por alto, en cambio, el éxito de sus mecanismos de integración política. Y es importante, porque lo uno iba con lo otro. La integración se logró mediante lo que, con alguna exageración, se podría llamar una «debilidad calculada» del Estado: una extensa red de intermediarios, en el partido, podía negociar el incumplimiento selectivo de la ley para sus clientelas; y el orden del conjunto estaba garantizado por el control de las instancias formales de poder, desde las presidencias municipales hasta el Congreso y la Presidencia de la República. En ese contexto se desarrollaron los mercados informales y también los mercados ilícitos, el contrabando y el narcotráfico. Lo más notable es que, durante décadas, pudieron prosperar con niveles muy bajos de violencia. El cambio de los últimos años está en eso.

Perspectivas

No hace falta insistir en que la colombianización es un fantasma agitado por los medios que carece de fundamento. Eso no significa que no haya motivos de preocupación en México. La violencia no ha adquirido –no todavía– niveles alarmantes, pero algo ha cambiado en las últimas dos décadas. La transformación del negocio de las drogas y de la organización del narcotráfico no tiene mucho misterio. Se produjo a partir de los años 80 por la coincidencia de varios fenómenos: el aumento explosivo del mercado estadounidense de cocaína, el ataque a los carteles colombianos, la desregulación del sistema financiero internacional, la intensificación del comercio entre México y EEUU, el crecimiento del mercado internacional de armas ligeras con el fin de la Guerra Fría. En resumen, lo que sucedió fue la globalización. Algo después, el crecimiento del mercado mexicano de cocaína y metanfetaminas. Ahora bien: ese proceso coincidió con la decadencia del régimen revolucionario y la adopción de una política económica neoliberal. Ambas cosas han ido en detrimento de la capacidad de integración del sistema político. Y tengo la impresión de que eso es lo que le imprime su carácter específico a la crisis actual. Se ha perdido, por una parte, la coherencia nacional del antiguo régimen: un Poder Ejecutivo federal relativamente débil, más moderno y eficiente, mucho más vigilado, más rígido, coexiste con el poder cada vez más autónomo y opaco de los gobiernos de los estados y de algunos ayuntamientos. Se ha perdido la capacidad para integrar clientelas y administrar los mercados informales mediante la negociación del incumplimiento de la ley, y se ha perdido margen de maniobra en la política económica, al mismo tiempo que han aumentado en general la desigualdad y en particular las desigualdades regionales. La consecuencia más importante de todo ello es que ha aumentado la tensión en el sistema de relaciones sociales y se han multiplicado las ocasiones de conflicto, conforme se han ido debilitando las instancias de mediación. Siempre hay al menos una imprecisa amenaza de violencia, amagos de conflicto, ya se trate de construir un aeropuerto o una presa, ordenar el comercio en la vía pública o modernizar el transporte colectivo. Y la alternativa obvia de imponer el cumplimiento estricto de la ley no ofrece un camino más pacífico. Fortalecer al Estado es una buena idea, pero solo en teoría. La «crisis de seguridad», como se ha dado en llamarla, es solo una pieza más. La delincuencia organizada no representa una amenaza para el control territorial: no tiene ningún perfil político ni vinculación con grupos guerrilleros, y donde ha adquirido una mayor presencia mantiene una relación directa y solamente predatoria con la sociedad. Por otra parte, no ha habido ni siquiera intentos de crear fuerzas paramilitares. El grueso de las víctimas de los últimos años son jóvenes, sin educación, desempleados o empleados en la economía informal. Es decir que la violencia actual es en mucho una secuela de la miseria.

La sensación general de inseguridad que acusa la opinión mexicana tiene como referente concreto la violencia del crimen organizado, y con razón, pero traduce también un miedo mucho más difuso: el de una sociedad inestable, sumamente desigual, con un sistema político fragmentado, de futuro incierto. Aunque no venga el caos, se anuncia tiempo nublado.

Este artículo es copia fiel del publicado en la revista Nueva Sociedad 220, Marzo - Abril 2009, ISSN: 0251-3552


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