Tema central

¿Valió la pena?: guerras civiles y democracia en Centroamérica. A propósito de «Revoluciones sin cambios revolucionarios», de Edelberto Torres-Rivas


Nueva Sociedad 240 / Julio - Agosto 2012

A partir de la lectura del libro más reciente de Edelberto Torres-Rivas, es posible recorrer los conflictos y las guerras civiles que vivieron Nicaragua, El Salvador y Guatemala. Los legados coloniales y la persistencia del Estado oligárquico fueron moldeando a los actores políticos y sociales que se enfrentaron en un contexto internacional definido por la Guerra Fría, en conflictos cuyo desenlace no dio lugar a grandes transformaciones revolucionarias. No puede negarse que las sociedades centroamericanas tienen enormes desafíos por delante; sin embargo, si se las compara con las del periodo estudiado por Torres-Rivas, se comprobará que no solo han cambiado, sino que están –a pesar de las dificultades– en mejores condiciones para hacerse menos injustas.

¿Valió la pena?: guerras civiles y democracia en Centroamérica. A propósito de «Revoluciones sin cambios revolucionarios», de Edelberto Torres-Rivas

En 1997, en un artículo titulado «Centroamérica, revoluciones sin cambio revolucionario»1, Edelberto Torres-Rivas realizó un balance preliminar de lo que fue el ciclo de movilización y luchas populares en Centroamérica, que llevó a guerras civiles en Nicaragua, El Salvador y Guatemala en las décadas de 1970 y 1980. Para ese entonces, y en palabras del autor reseñado, el ciclo revolucionario había terminado con la derrota del Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN) en las elecciones de 1990, y con la firma de acuerdos de paz en El Salvador (1992) y Guatemala (1996).

«¿Qué cambió, qué cosas permanecieron, cuál es el sentido último de lo nuevo?», se preguntaba Torres-Rivas y respondía en 1997:

En general los militares se desacreditaron y se han reducido hasta un 15% en Nicaragua, un 50% en El Salvador, un 33% en Guatemala. La oligarquía, los dueños de la tierra, experimentaron reformas drásticas en los dos primeros (Nicaragua y El Salvador) y están teniendo, como ya sucedió en América Latina, una muerte política. Ahora hay un importante proceso de desarrollo democrático, elecciones libres, competencia partidaria, activación de la sociedad civil. (…) De las crisis de estos años el Estado salió aún más debilitado frente a una burguesía que no quiere pagar impuestos. La crisis fiscal, la inopia del sector público, complica la construcción de la paz. En el interior de la prepotencia del mercado, los ganadores son los banqueros y los dueños del capital especulativo (…) hay ahora más pobres y se generalizó el malestar. Las bases de la construcción democrática son endebles. Pero hay un cierto optimismo porque por vez primera, en cuatro países de la región, hay una generación que está viviendo una condición de paz, sin dictaduras ni autoritarismos. Una experiencia nueva que tal vez alimente un poco de esperanzas. No obstante, una interrogante maldita nos quita el sueño: una estela de dolor y sacrificio fue la contribución de aquellos en cuyo nombre la guerrilla se alzó contra el orden establecido. ¿Valió la pena, para dejar en el camino 300.000 muertos, un millón de refugiados, 100.000 huérfanos?

Quince años después, el panorama político ha cambiado en la región. En Nicaragua, el FSLN volvió al gobierno, encabezado nuevamente por el comandante Daniel Ortega; en El Salvador, el Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN) alcanzó la Presidencia con una coalición en 2009; y en Guatemala, un general que dirigió operaciones de contrainsurgencia durante la década de 1980 fue elegido presidente en 2011. En ese contexto, Torres-Rivas vuelve a reflexionar sobre el ciclo revolucionario en Centroamérica y nos ofrece un libro de 500 páginas en el que presenta una interpretación teórica, política y personal que esboza una respuesta a esta «interrogante maldita» que lo ha acompañado en los últimos años: ¿valió la pena?

La aproximación teórica, sociohistoria desde el Estado

Aunque existe una cantidad abundante de libros y artículos académicos, así como testimonios dedicados al tema de las guerras civiles en Nicaragua, El Salvador y Guatemala, son relativamente pocos los trabajos recientes que abordan la región en su conjunto. En la mayoría de estos prevalece una visión desde la política que ha tendido a enfatizar la conformación y el comportamiento de los actores en conflicto.En el caso de Revoluciones sin cambios revolucionarios. Ensayos sobre la crisis en Centroamérica2, Torres-Rivas optó por una perspectiva que pone en el centro del análisis el Estado. Esta aproximación, denominada «estadocéntrica» por el autor, parte de una definición amplia de Estado que incluye los problemas de dominación y la estructura política y administrativa que permite cierta dirección de los asuntos públicos. Así, es en el interior del Estado donde se constituyen las clases sociales, y en torno de este los actores políticos –que tienen una relación problemática con las clases– interactúan, se posicionan y se enfrentan.

Para realizar este recorrido por la historia del Estado y las sociedades de Nicaragua, El Salvador y Guatemala, Torres-Rivas revisitó la discusión sobre las diferencias y coincidencias entre la sociología y la historia para proponer una perspectiva sociohistórica que posibilite «reunir dos visiones diferentes, resultado de la observación directa de lo actual y la evidencia indirecta del pasado (…). El supuesto plausible fue que la historia contiene el registro de los éxitos y fracasos que persisten hasta hoy en día»3.

El tipo de Estado, y sobre todo la forma en que se ejerce la dominación, está definido por la contienda entre quienes defienden el orden establecido y quienes lo cuestionan. La violencia como forma de dirimir el conflicto fue el resultado de esta contradicción. La crisis política y la violencia insurgente «encuentran su explicación última en el rechazo a la incapacidad (imposibilidad) del Estado oligárquico para ordenar la vida política por medio de las maneras democráticas»4. Las insurgencias en estos países se configuraron en oposición a esos Estados. Para entender la conformación del Estado al que se enfrentaron las guerrillas, el autor parte de los Estados centroamericanos actuales, en los que se identifican varias características y rasgos que son resultado de sus historias. Al igual que otros especialistas, Torres-Rivas sostiene que en la conformación de estos Estados existe un núcleo «colonial» que impregnó a las sociedades: el establecimiento de jerarquías sociorraciales por las que los pueblos indígenas fueron subalternizados en todas las esferas de la praxis social. En lo económico, estos se convirtieron en los sujetos privilegiados de la explotación, primero como esclavos, luego como tributarios y trabajadores forzados –condición que se mantuvo hasta muy avanzado el siglo XX–, y en la actualidad como el grupo de población mayoritariamente excluido. En lo político, se pasó de la exclusión absoluta a la ciudadanía restringida, para llegar hoy a una suerte de bloqueo en el que la interacción entre el diseño institucional y la cultura política limitan la participación de los pueblos indígenas, tanto como sujetos colectivos como en su calidad de ciudadanos. Estas relaciones sociorraciales tienen mayor continuidad en Guatemala, donde se concentra el mayor porcentaje de población indígena de la región, aunque está presente también en Nicaragua y es un factor clave para entender la matanza de 1932 en El Salvador5.

La segunda capa que define la forma de dominación estatal en Centroamérica es su carácter oligárquico. El concepto de oligarquía es problemático, y su uso actual, tanto en el medio académico como en el debate público, se presta a confusiones. Torres-Rivas, que ha lidiado con este concepto durante décadas, no evade la discusión, y aunque reconoce la ambigüedad del término, caracteriza e identifica algunos rasgos de las oligarquías de estos países. En primer lugar, y parcialmente, el carácter extranjero de su núcleo: españoles primero, inmigrantes de otros países europeos después. Aunque absorbió a mestizos, se mantuvo como un grupo diferenciado del resto de la población a través de la endogamia y el establecimiento de sólidas redes de parentesco. En segundo lugar, su vinculación con la tierra y con los campesinos adscritos a esta antes que con el capital6. «El oligarca –dice Torres-Rivas– no es un burgués, pero tampoco es un señor feudal. Es esta ambigüedad lo que explica más que su carácter de clase, su capacidad de poder». Las oligarquías de este tipo se hicieron del poder en estos países a finales del siglo XIX, y eran portadoras también de una ideología que se definía como liberal –aunque negaba la universalidad de la libertad económica y política– y que incorporó algunos elementos del positivismo, además de las ideas de orden y progreso y una visión jerarquizada de la sociedad7.

Ahora bien, la dominación oligárquica en Guatemala y El Salvador se basó en la expropiación de tierras comunales y de la Iglesia, su acaparamiento para la producción de café y el establecimiento de formas de trabajo forzado –muy poco capitalistas– que, para su mantenimiento, requirieron del uso de la fuerza. Los ejércitos se constituyen en un factor y un actor fundamental para la conservación de este orden económico y social. En su libro, Torres-Rivas analiza las peculiaridades que se manifestaron en cada país pero que dieron lugar a estos Estados liberales, basados en el poder militar en el que «de hecho, los militares siempre actuaron así, defendiendo y reproduciendo un ethos señorial que lo penetra todo: el estilo oligárquico que adopta la autoridad política más allá de su pertinencia y que fue denunciado por las demandas populares de las décadas de los 60 y 70 del siglo XX»8.

La crisis económica mundial de la década de 1930, lejos de debilitar la dominación oligárquica, la fortaleció y abrió paso al establecimiento de las dictaduras del general Jorge Ubico (1930-1944) en Guatemala y Maximiliano Hernández (1932-1944) en El Salvador y a la toma del poder de la dinastía Somoza en Nicaragua, que se mantendría en el gobierno hasta 1979. El final de la crisis económica y el inicio de un prolongado periodo de crecimiento económico, junto con los aires democráticos de la segunda posguerra, abrieron las posibilidades para el cambio político en estos países. Los dictadores de Guatemala y El Salvador fueron obligados a renunciar, pero el orden oligárquico9, herido, aunque no de muerte, se negó a desaparecer. En Nicaragua, se estableció un régimen definido por Torres-Rivas como «sultanato», en el que la familia Somoza controlaba no solo el gobierno sino también buena parte de la economía y contaba con una Guardia Nacional que, en lugar de servir a la nación, operaba para la dinastía.

La interpretación política del conflicto

El periodo de crecimiento económico en Centroamérica (1945-1973) contribuyó a cierta modernización de la sociedad a partir de la diversificación productiva, la expansión de las capas medias y los intentos de democratización. Sin embargo, el orden político se resistió a la transformación y se desencadenó una prolongada y profunda crisis política. En la obra de Torres-Rivas, este es un aspecto clave. Como lo señalaba en un artículo publicado originalmente en 1982 y que resulta una de las interpretaciones más lúcidas del conflicto centroamericano,

a contrapelo de la visión vulgar del marxismo –que explicaría los contratiempos de la superestructura (política) como un reflejo más o menos sofisticado de los que acontece en la base (económica)– intentamos (…) examinar cómo y por qué ocurren los actuales procesos críticos en el conjunto del sistema de dominación en Centroamérica y, en consecuencia, cómo todo aquello que puede desembocar en una crisis revolucionaria es siempre un desafío al, y debilidad del poder del Estado, en cuanto cúspide institucional de la dominación de clase. Todo esto es algo más que un «reflejo» que se originaría en el movimiento de la estructura económica, aunque tal movimiento contradictorio forme parte de la explicación intentada. Lejos de constituir un reflejo en el sentido de revelar una cosa por intermedio de otra en su dinámica, la estructura económica es tanto origen como consecuencia de los hechos políticos.10

El campo de lo político, en el que el Estado se convierte en un actor más –aunque de primer nivel–, es el objeto de análisis de Torres-Rivas, y desde ahí se explica la agudización de la crisis, su transformación en un conflicto político y social y la dinámica de procesos que llevaron a que este se dirimiera por la vía militar.

Los movimientos que derribaron los regímenes militares en El Salvador y Guatemala y las acciones de la juventud conservadora en Nicaragua provocaron que la oligarquía se retirara parcialmente de la escena política. Los protagonistas de estas luchas desarrolladas en las décadas de 1940 y 1950 fueron las capas medias urbanas: estudiantes universitarios, profesionales y militares jóvenes, la pequeña y la mediana burguesía urbana y los líderes de los partidos que cuestionaron el viejo régimen11.

Esta primera ofensiva antidictatorial no logró consolidarse como democracia en ninguno de los países de Centroamérica –con la conocida excepción de Costa Rica–, pero tampoco dio lugar a la restauración del antiguo orden. La oligarquía, debilitada en lo político, se vio fortalecida en lo económico, lo que permitió que, de la mano del crecimiento de la exportación cafetalera y el aumento de precios del grano, varios grupos se diversificaran y penetraran en el comercio, la banca, los servicios, la industria y la producción agropecuaria no cafetalera –algodón, azúcar, ganadería–. Esto no dio lugar al surgimiento de una burguesía moderna, en el sentido clásico del concepto, sino que posibilitó que el ethos oligárquico se filtrara en todos los ámbitos de la actividad económica.

Los militares, que terminaron por hacerse del control de los gobiernos, no pudieron conducir un proceso ordenado de apertura política –que estaba vetado por los grupos dominantes–; tampoco pudieron contener la movilización política de las clases medias ni, a pesar de los intentos, modernizar el Estado. La relación de amor/odio entre el Ejército y la oligarquía convirtió al primero en el instrumento de esta última para preservar un orden social que ya había caducado. La fórmula encontrada por los militares en Guatemala y El Salvador para intentar mantener la dominación fue el establecimiento de un régimen político denominado por algunos autores «democracia de fachada»: en él existieron partidos, diputados de oposición y elecciones cuyo ganador, no obstante, se conocía de antemano.

Para las décadas de 1960 y 1970, las cosas habían cambiado en Centroamérica y el mundo. Como se sabe, el triunfo de la Revolución Cubana y su definición socialista convirtieron a América Latina en un importante teatro de operaciones de la Guerra Fría. Estos hechos influyeron en el conflicto, y la terca decisión de los militares de mantener cerrada la política y reprimir los reclamos de democratización radicalizó a los sectores medios movilizados, que vieron en la gesta del Movimiento 26 de Julio la posibilidad de realizar cambios a pesar del predominio militar. Frente a esta amenaza, militares y oligarquía sellaron una alianza, que además sería bendecida por el gobierno de Estados Unidos, que esperaba evitar una nueva Cuba en Centroamérica.

A la radicalización de los sectores medios se sumó una intensa movilización de los sectores populares, tanto urbanos como rurales. En el campo, la expansión del cultivo del café, así como la introducción de nuevos cultivos y de la ganadería, provocó un cataclismo social, sobre todo en las zonas en las que se había dado una simbiosis entre las haciendas y sus pobladores permanentes. Los campesinos despojados de tierras no se convirtieron en proletarios en el sentido estricto del término –el tipo de productos no permitía absorber al grueso de la mano de obra durante todo el año–, sino en pobres del campo que, a través de distintas formas de organización –la Iglesia católica, ligas campesinas, comités y sindicatos–, convergieron con los actores urbanos radicalizados.

La economía se hizo presente en este escenario, y el aumento de los precios del petróleo, entre otros factores, desencadenó un proceso inflacionario nunca visto en la región. Esta situación afectó tanto a los trabajadores del sector público como a los de las empresas privadas y contribuyó a desatar un ciclo de protesta que se extendió por toda la década de 1970.

La respuesta estatal fue nuevamente el cierre de la política. En los tres países, a principios de la década de 1970, existieron posibilidades de responder a las demandas de cambio por la vía democrática. No obstante, en El Salvador y Guatemala, sendos fraudes electorales impidieron que candidaturas con amplio respaldo popular, las de José Napoleón Duarte y Efraín Ríos Montt respectivamente12, asumieran la Presidencia. Los fraudes y la represión que los acompañó terminaron de radicalizar a los actores progresistas. En Nicaragua, los Somoza persistieron en el gobierno, a pesar de los compromisos acordados.

La protesta social, la clausura de la política, la crisis económica y la respuesta represiva llevaron a que el conflicto se dirimiera en el campo militar. La violencia irrumpiría y colonizaría todos los espacios de acción social en estas sociedades. En su libro, Torres-Rivas describe en detalle cómo se fueron configurando los actores que serían protagonistas de la guerra, las ideologías, creencias e ideales que pusieron en juego, el papel de la Iglesia católica y, por supuesto, la responsabilidad de EEUU en el desenlace de la crisis.

La visión personal sobre victorias y derrotas

Toda obra, sea literaria o científica, está definida y condicionada por la biografía de su autor. Desde la selección del tema hasta la elaboración del relato, pasando por la utilización y el diálogo con las fuentes, la experiencia individual influye de manera importante. En el caso de Revoluciones sin cambios revolucionarios, Torres-Rivas es claro desde las primeras páginas: «Este trabajo es un ejercicio personal, de la cuarta edad, de reflexión sobre Centroamérica, una crónica de lo sucedido en esta región atormentada y dolorosa, llena de rebeldías y fracasos, con una historia empecinada por hacer menos injusta la sociedad. No lo hemos logrado»13.

Para construir su análisis, el autor se posiciona del lado de aquellos que han luchado por hacer de las centroamericanas sociedades más justas. Torres-Rivas vivió como dirigente del Frente Universitario Democrático (FUD) los días finales de la presidencia del coronel Jacobo Arbenz Guzmán; como buena parte de su generación política, vio frustradas las posibilidades de construir una sociedad democrática en Guatemala y constató el sacrificio de dos generaciones de líderes y militantes de organizaciones políticas y sociales que murieron en el intento de alcanzar justicia social. Desde Costa Rica, y como director del programa centroamericano de Ciencias Sociales del Consejo Superior Universitario Centroamericano (CSUCA) a principios de la década de 1970, y más tarde como secretario general de Flacso, conoció y apoyó a decenas de exiliados provenientes del resto de los países de la región, y a través de ellos tuvo noticias de primera mano del baño de sangre ocurrido allí14. Esto marca su visión de la historia reciente, e introduce sesgos –inevitables en las ciencias sociales– que no desdibujan la realidad, sino que dan cuenta de la parte emocional del investigador.

En los últimos dos capítulos Torres-Rivas asume el reto de entender y explicar las guerras civiles, quiénes eran los insurgentes y qué estrategias impulsaron, qué tipo de Estados enfrentaron y cuál fue la respuesta a este desafío. Sin dejar de lado el análisis regional y comparado, las peculiaridades de las fuerzas que combatieron en cada país y los resultados de la guerra fueron distintos.

En la comprensión del caso nicaragüense, el abordaje retoma la simpatía y las esperanzas que la revolución en ese país levantó en su momento en todo el mundo. Y no es para menos. Frente a una dictadura familiar, sanguinaria y depredadora se construyó una auténtica alianza multiclasista, capaz de abarcar desde sandinistas hasta empresarios conservadores, que se propuso no solo derrocar a los Somoza, sino construir una nueva Nicaragua. Durante la presidencia de Ronald Reagan, la decisión estadounidense de terminar con la revolución y la imposibilidad o incapacidad de los sandinistas de mantener la amplia coalición que derrotó a la dictadura sumieron al país en una guerra de agresión –financiada y en buena medida dirigida por el gobierno estadounidense– que costó más vidas que la lucha contra Somoza y minó el apoyo al gobierno revolucionario. El FSLN no solo convocó y realizó las primeras elecciones libres en toda la historia de Nicaragua (1984), sino que en 1990 reconoció su derrota y entregó el gobierno a la oposición. Un país empobrecido por la guerra pero democrático fue la herencia de esta revolución.

Para el abordaje del caso salvadoreño, Torres-Rivas recurrió a la revisión crítica de los más importantes estudios sobre el tema, que le permitieron reconstruir la gesta de buena parte del pueblo de El Salvador: la construcción de los sujetos populares, el agotamiento de la vía política, la coyuntura crítica de octubre de 1979 y la decisión de las organizaciones guerrilleras de lanzarse a una ofensiva final –que no lo fue– a principios de 1981. Esto dio inicio a una década de guerra en la que el FMLN enfrentó no solo al Ejército salvadoreño, sino a todo el poder estadounidense, que trazó una línea que impediría una nueva revolución en Centroamérica. No se trató de David frente a Goliat, sino de Pulgarcito frente al Imperio. Torres-Rivas no oculta su admiración por la capacidad política y militar del FMLN, que en condiciones geográficas adversas y en plena ola conservadora logró poner en jaque al Estado salvadoreño, llevar la guerra a las calles de San Salvador y negociar una salida política al conflicto que, años después, permitió que el propio FMLN alcanzara la Presidencia.

El resultado de la guerra civil es paradojal: la oligarquía salvadoreña fue golpeada por la guerra y sobre todo por las decisiones de las juntas cívico-militares que, apoyadas por el gobierno estadounidense, impulsaron reformas que modificaron la estructura económica y política del país. La oligarquía tradicional desapareció para dar lugar a una burguesía –¿moderna?– que no solo condujo a su favor el cambio de modelo económico en este país centroamericano sino que estructuró un proyecto político –Alianza Republicana Nacionalista, Arena– que gobernó durante 20 años. Cuando finalmente el FMLN alcanzó por la vía electoral lo que no logró por las armas, encontró un país destruido económicamente, con casi 20% de los salvadoreños en EEUU, sin moneda y, por tanto, sin política monetaria propia y con graves problemas de violencia social.

Respecto de Guatemala, la aproximación de Torres-Rivas es más conflictiva. En este caso hay exceso de información: el autor del libro acompañó de lejos y de cerca la historia reciente de este país y fue parte del equipo de historiadores que asesoró a la Comisión para el Esclarecimiento Histórico (Comisión de la Verdad). En los 12 tomos que integran el informe de esta comisión se relata la barbarie cometida por el Ejército contra el pueblo guatemalteco, que incluyó actos de genocidio contra los pueblos mayas. En su balance, Torres-Rivas reprocha la (falta de) estrategia insurgente, reclama por la incapacidad para armar –en el momento oportuno– a la población decidida a alzarse, y critica la retirada de las fuerzas guerrilleras ante la ofensiva militar y la indefensión en que dejaron a las bases de apoyo. Además, señala la responsabilidad parcial de los rebeldes en las matanzas realizadas por el Ejército contra decenas de comunidades indígenas. Por momentos, pesa más el reclamo que el análisis sobre la insurgencia guatemalteca, que fue capaz de mantenerse en pie de guerra durante tres décadas, persistir a pesar de la caída del campo socialista, resistir las más brutales campañas contrainsurgentes pero que, más allá de plantear una importante agenda de paz, se vio imposibilitada de golpear de manera determinante a sus adversarios. La oligarquía y el Ejército sobrevivieron al conflicto, y las antiguas guerrillas, convertidas en partidos políticos, han tenido un desempeño electoral marginal (a diferencia del FMLN).

Para Torres-Rivas, el aspecto central que explica los resultados del caso guatemalteco son las consecuencias de mediano y largo plazo de las campañas militares contra los civiles:

la política de «tierra arrasada» contra los indígenas señala la naturaleza profundamente racista del Estado, de raíces coloniales. No solo el Estado, la sociedad guatemalteca es racista y la matanza de indios a lo largo del conflicto no fue sino continuación de los rasgos genocidas de la conquista, la colonia y la república. Son estos resultado de una histórica mezcla de temores y odios que militares y civiles reprodujeron frente al «levantamiento» indígena; en su ofensiva contra campesinos desarmados tuvieron la certidumbre de que quemando y matando le quitaban el agua al pez. No mataron al pez, pero al vaciar el agua cometieron alucinantes acciones de crueldad persistente y masiva.15

El desenlace de la guerra y el conflicto social y político en Guatemala estuvo determinado por los actos de genocidio cometidos durante la primera mitad de la década de 1980. La impronta de estos sigue influyendo en la configuración política y social del país.

El argumento de Torres-Rivas para analizar el desenlace de los conflictos en estas naciones es contundente. Habla no solo de derrotas sino de la imposibilidad histórica de lograr triunfos revolucionarios en el momento en que estos eran más necesarios. Y esto, porque desde un inicio parte de una idea de revolución que definió como

el movimiento social que triunfa e introduce en el Estado y la sociedad transformaciones básicas y lo hace en un medio internacional que le es relativamente favorable. La distinción entre movimientos revolucionarios y los que no lo son, tiene importancia pues a aquellos movimientos los definen sus objetivos e instrumentos: tomar (ocupar, destruir, reformar) el Estado de forma violenta y por masas alzadas, cambiar la sociedad, definida por la ideología que manejan. No hay movimientos revolucionarios en estado puro; se mueven entre el ser y no ser, pero su calidad la señala la victoria.16 Sin embargo, del conflicto emergieron importantes cambios en las sociedades y los Estados de estos países. Desde la subordinación de los ejércitos al poder civil hasta la propia democratización, pasando por una mayor sensibilidad de los Estados a las demandas de la sociedad civil y la desaparición del poder oligárquico, estas transformaciones fueron el resultado directo de los conflictos estudiados. Hoy Centroamérica es otra.

¿Valió la pena?

El epílogo de Revoluciones sin cambios revolucionarios está dedicado a analizar los procesos de paz en los países abordados. A diferencia de otras experiencias en las que las elecciones fueron resultado de las negociaciones de paz, en Centroamérica se realizaron elecciones aceptables desde mediados de la década de 1980. Esto introdujo variantes y peculiaridades en la política de estos países: guerrillas que combatían a gobiernos elegidos democráticamente; democratización en medio de guerra y negociaciones de acuerdos de paz que, en los casos de Guatemala y El Salvador, fueron más allá del simple desarme y la desmovilización de las fuerzas en conflicto.

De estos complejos procesos emergieron las democracias centroamericanas actuales. Estas, llamadas por Torres-Rivas «democracias malas»17, fueron el resultado de los conflictos que en Revoluciones sin cambios revolucionarios se estudian y explican. El balance y la respuesta a la pregunta «¿valió la pena?» dependerá del lector. Retomando la propuesta analítica de Torres-Rivas, partir del presente para ver hacia el pasado, no puede negarse que las sociedades centroamericanas tienen enormes desafíos por delante; sin embargo, si se compara este presente con el periodo estudiado en el libro, se comprobará que estas sociedades no solo han cambiado, sino que a pesar de las dificultades están en mejores condiciones para –como lo desea Torres-Rivas– hacerse menos injustas.

  • 1. Ricardo Sáenz de Tejada: antropólogo social guatemalteco. Es coordinador de programas de la Fundación Friedrich Ebert (fes) en Guatemala y profesor universitario.Palabras claves: democracia, conflicto armado, Estado oligárquico, Edelberto Torres-Rivas, Centroamérica.. En Nueva Sociedad No 150, 7-8/1997, disponible en www.nuso.org/upload/articulos/2612_1.pdf.
  • 2. F&G Editores, Guatemala, 2011.
  • 3. Ibíd., p. 16.
  • 4. Ibíd., p. 15.
  • 5. Ver Erik Kristofer Ching, Carlos Gregorio López Bernal y Virginia Tilley: Las masas, la matanza y el martinato en El Salvador, uca, San Salvador, 2011.
  • 6. De acuerdo con Torres-Rivas, «[e]l Estado oligárquico y la estructura de dominación que expresa y en la que se apoya, tienen su origen en la forma de propiedad de la tierra y, por lo tanto, del control de los hombres que la trabajan. Cuando el nivel de desarrollo de las fuerzas productivas es bajo y el capital de inversión escaso, el factor decisivo en el establecimiento de relaciones de producción lo constituye el control de la tierra y de sus posibilidades productivas. Así, las relaciones no capitalistas que se van conformando en las haciendas cafetaleras en Centroamérica –con excepción de Costa Rica (…)– no son consecuencia del atraso de los campesinos productores directos movilizados por la fuerza, sino al revés, este atraso y las relaciones de producción en las que participan son consecuencia de la estructura general de la propiedad territorial, del desarrollo de las fuerzas productivas». E. Torres-Rivas: Centroamérica, la democracia posible, Educa / Flacso, San José de Costa Rica, 1987, p. 32.
  • 7. El liberalismo positivista de las elites centroamericanas de fines del siglo xix ha sido analizado por James Mahoney: The Legacies of Liberalism: Path Dependence and Political Regimes in Central America, The Johns Hopkins University Press, Baltimore, 2001.
  • 8. E. Torres-Rivas: Revoluciones sin cambios revolucionarios, cit., p. 54.
  • 9. Para Torres-Rivas, lo oligárquico incluye un estilo de preeminencia social y de control político: «Lo primero, porque la reproducción parasitaria de la riqueza agraria –la renta de la tierra y la subordinación de la fuerza de trabajo– otorga al dueño de la tierra un poder desproporcionado, superior a sus posibilidades económicas; lo segundo, porque como consecuencia de lo anterior, esa preeminencia solo puede, o tiende a expresarse políticamente. Como clase, la oligarquía fue más política y sus mecanismos de control esencialmente político-ideológicos estuvieron en la base de ese Estado: el voto censado y elecciones de segundo grado, cuando las hubo; sectas partidarias de origen regional/familiar y, como forma rudimentaria de poder estatal, la autolegitimación natural». E. Torres-Rivas: «La teoría de las dos crisis» en Centroamérica, la democracia posible, cit., p. 33. Originalmente, este artículo fue publicado con el título «Derrota oligárquica, crisis burguesa y revolución popular. Sobre las dos crisis en Centroamérica» en El Trimestre Económico No 200, 1982.
  • 10. Ibíd., p. 20.
  • 11. Ibíd., p. 28.
  • 12. Paradójicamente, a principios de la década de 1980 tanto Duarte como Ríos Montt jugarían un papel determinante en las políticas contrainsurgentes implementadas en El Salvador y Guatemala para detener la movilización popular.
  • 13. Ob. cit., p. 2.
  • 14. Para conocer la trayectoria política y académica de Torres-Rivas, v. Gilles Bataillon: «Edelberto Torres Rivas: entrevista con el hijo de un exiliado nicaragüense en Guatemala» en Istor No 24, pp. 102-121.
  • 15. E. Torres-Rivas: Revoluciones sin cambios revolucionarios, cit., p. 459.
  • 16. Ibíd., p. 17.
  • 17. E. Torres-Rivas: «Las democracias malas en Centroamérica» en Nueva Sociedad No 226, 3-4/2010, disponible en www.nuso.org/upload/articulos/3684_1.pdf.
Este artículo es copia fiel del publicado en la revista
ISSN: 0251-3552
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