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Una pasión gastada


Nueva Sociedad 230 / Noviembre - Diciembre 2010

El dinero es un documento que corrobora el compromiso, asumido por el Estado, de entregar cierto valor en especie. Pero también una metáfora de todo lo que en potencia puede comprar, y una metáfora abstracta del valor en sí. El dinero puede entenderse como recordatorio, síntoma y símbolo de la capacidad de una cultura para la abstracción y la sustitución. No muy diferente, por otra parte, de lo que sucede con las palabras. Las palabras, como el dinero, representan un acceso a las cosas. Partiendo de esta base, el artículo repasa algunas ficciones latinoamericanas que se han ocupado del tema del dinero, en las cuales –se afirma– es posible ver el esbozo de una tendencia o de una involución.

Una pasión gastada

«El dinero es abstracto», escribe Borges. «El dinero es tiempo futuro.» Por lírica que suene, esta afirmación no se aparta mucho de la ortodoxia: el dinero, por supuesto, es un documento que corrobora el compromiso, asumido por el Estado, de entregar, en cualquier momento en que sea solicitado, cierto valor en especie. En la Francia revolucionaria, los assignats, títulos de deuda sobre la venta futura de bienes de la Iglesia, fueron objeto de burla porque no podían cambiarse por oro; hoy, en un país como Argentina, pocos usan el papel moneda con ese fin y en cambio se compran dólares, otro documento que compromete en teoría la entrega de cierto valor, quizá de modo un poco más fiable1... El valor último del dinero, en todo caso, y bajo cualquiera de sus formas, se sitúa siempre en el futuro. La otra cualidad a tener presente –y que por supuesto está ligada a lo anterior– es que el dinero, en más de un sentido, es una metáfora. Metáfora, se entiende, de todo lo que en potencia puede comprar; pero también metáfora abstracta del valor en sí. El dinero puede entenderse como recordatorio, síntoma y símbolo de la capacidad de una cultura para la abstracción y la sustitución; consensuar el dinero como modo de pago y acumulación de valor es introducir en la estructura psicolingüística la fluctuación de las equivalencias. Para el antiguo nativo de Papúa, una canoa puede cambiarse por tres gallinas. Para Marx, la práctica del intercambio monetario comporta ya dos niveles de abstracción: uno, el valor específico asignado a las unidades de moneda o papel moneda; dos, el valor de intercambio que adquiere un bien como reflejo del tiempo de trabajo requerido para su producción en un tiempo y lugar dados. Considerado esto, no hace falta demasiada perspicacia para ver la analogía entre el dinero y las palabras. En su ensayo «Metaphor and Image in Borges’ ‘El Zahir’», Patrick Dove abunda en esta analogía2. Al igual que las monedas, dice, las palabras circulan dentro de un contexto nacional; igual que la palabra, el dinero está sujeto a la inflación y el desgaste material. Podríamos agregar, por nuestro lado, que su valor nunca es otra cosa que relativo a otras monedas o unidades de valor, es decir que es vulnerable a numerosos factores de cambio y hasta de extinción, y que no obstante el dinero, lo mismo que las palabras, sigue siendo solicitado como remedio parcial contra la vejez y la muerte, como extensión de la propia personalidad y vehículo de inmortalidad posible. Un hecho permanece: las palabras (como el dinero) representan un acceso a las cosas, y cuando falta un término para designar esas cosas, es posible acuñar uno... Considerados estos aspectos del dinero –el dinero como proyecto, el dinero como lenguaje–, puede ser interesante repasar algunas ficciones latinoamericanas que se han ocupado del tema. A mí me parece ver, en este asunto, el esbozo de una tendencia, aunque más bien habría que hablar de involución general.

El dinero como máscara

Antes que nada, hay que recordar lo evidente: las ficciones producidas en Latinoamérica que se ocupan en forma abierta y explícita del dinero son relativamente escasas. Por cierto que el dinero juega un papel –muy tradicional y en modo alguno tratado per se– en libros como Martín Fierro, de José Hernández, Martín Rivas, de Alberto Blest Gana, Diamantes y pedernales, de José María Arguedas, La Vorágine, de José Eustasio Rivera, o El roto, de Joaquín Edwards Bello. Pero, para encontrar un relato de auténtica relevancia literaria que se ocupe específicamente del dinero (que tome el dinero como problema, o como emblema de problemas), me parece que hace falta reportarse al mismo «El Zahir» (1949).

En este cuento, Borges recurre a una prestidigitación muy suya. Establece una situación dramática (aunque un poco ridícula): Teodelina Villar, una bobalicona modelo criolla que lo obsesionaba, acaba de morir. La descripción que hace Borges de ella es malévola y un poco penosa; el desprecio del maduro caballero culto por la frívola señorita desorientada, que afea tantas páginas del Borges de Bioy Casares, ya se percibe con toda claridad en este cuento. Teodelina (explica Borges) solía ocupar las portadas de las revistas mundanas, hecho que «acaso contribuyó a que la juzgaran muy linda, aunque no todas las efigies apoyaran incondicionalmente esa hipótesis». Pero la preocupación de Teodelina Villar, más que ser linda, es estar a la moda. Se muestra en lugares ortodoxos, con atributos ortodoxos, a la hora ortodoxa, con desgano ortodoxo. A esa pasión, Borges la compara con los preceptos del Talmud y de Confucio, que codifican todas las circunstancias humanas, con la Mishnah, con el Libro de los Ritos, con Flaubert y su maniática búsqueda del mot juste. Lo cruelmente humorístico de esas comparaciones no termina de ocultar, sin embargo, cierta angustia: a Teodelina la atormenta la necesidad de estar a la moda, pero la moda cambia sin cesar, de manera que su vida es una perpetua carrera para ajustarse a un patrón cuya autoridad es absoluta, pero cuya forma concreta es fluctuante. Un día, Teodelina muere. Borges acude al velorio. La muerte la ha rejuvenecido, se parece a la que fue veinte años antes, cuando el mundo entero y sus posibilidades parecían pertenecerle. Después Borges sale, se toma una caña y en el vuelto le entregan una moneda de veinte centavos. En este punto se produce (como en todos los mejores cuentos de Borges) una sustitución. La obsesión de Borges por Teodelina se transmuta en obsesión por la moneda. Borges descubre que no puede dejar de pensar en ese objeto; procura deshacerse de él, pensar en otras cosas, incluso en otras monedas, procura trabajar, en vano. Un libro, las Urkunden zur Geschichte der Zahirsage, de Julius Barlach, le revela la historia de ese objeto obsesionante, que puede variar según las épocas y los individuos, que se llama el Zahir. Pero antes de abundar en esto –en el significado del Zahir, objeto aterrador, que sin embargo parece contener una esperanza de redención y hasta de contemplación mística– parece procedente decir algo sobre el sistema de transferencias, sustituciones y fluctuaciones que opera Borges. Hay, en primer plano, una transferencia libidinal: el amor de Borges por Teodelina se metamorfosea en su obsesión con el Zahir. Pero la posibilidad de esa transferencia ya estaba implícita, en cierto modo, en la previa descripción de Teodelina: igual a diez mil otras debutantes porteñas, Teodelina ni siquiera es incontestablemente linda; tanto vale decir, como cualquier macho castigado por el infortunio que se desahoga en una charla de bar, que «las minas son todas iguales». Más precisamente, el valor como objeto erótico de Teodelina –de quien Borges está enamorado, según su propia confesión, por mero esnobismo– no es fijo, sino que fluctúa, como en una parodia de Marx, en relación con su capacidad para reflejar el valor real, que en este caso reside en los dictados de la moda; algo que la desasosegada Teodelina comprende, oscuramente. Dicho de otro modo, Teodelina puede convertirse en una moneda, puede metamorfosearse en dinero, porque esencialmente ya era dinero3.

Pero aquí es donde aparece una sustitución de tipo distinto: de orden emocional. Al desaparecer Teodelina y aparecer el Zahir, Borges experimenta la angustia de la obsesión. Pero bien podría argumentarse que la angustia (como en los sueños) remite a un objeto y una situación anteriores, mientras que el Zahir por sí mismo es, en realidad, una resolución, o por lo menos la antesala de una resolución. Verbigracia: angustioso es estar enamorado de una mujer que nos ignora. Empezar a comprender que esa mujer es intercambiable por cualquier otra, empezar a comprender que cualquier pasión es intercambiable por cualquier otra, no lo es necesariamente. Esa suerte de promesa de lucidez y de liberación final está contenida y como subrayada por los dos nombres, que insinúan una progresión hacia cierta clase de iluminación: de Teodelina (del griego teo, dios, y delina, o sea delo, hacer visible) pasamos al Zahir, que en árabe significa, llanamente, «lo visible». Qué cosa sea lo visible, Borges lo explicita en las palabras finales del cuento: «Quizá detrás de la moneda esté Dios». La moneda, valga notarlo, no el Zahir encarnado en la moneda: Borges elige cerrar el cuento con ese término como si quisiera subrayar un hecho de orden literario: si nos proponemos extinguir las pasiones mediante la comprensión de que toda pasión se refiere a objetos intercambiables, de valor incierto y en definitiva ilusorios –si nos proponemos desenmascarar la volición como ciego impulso inútil, como quería Schopenhauer, de quien Borges fue notoriamente devoto–, entonces quizá no haya en toda la experiencia humana una metáfora más adecuada, más completa, más continuamente expresiva que el dinero. Borges menciona otros objetos que han servido como manifestación del Zahir: un pedazo de mármol, el fondo de un pozo, un tigre, una brújula, un mendigo ciego, una veta de mármol. ¿Qué tienen en común los objetos de esta lista? Todos son seriales y, en la práctica, intercambiables por otros idénticos –no hace falta explicar por qué no serviría como Zahir la Mona Lisa, digamos, o el Taj Mahal: objetos que parecen confirmar y glorificar lo irrepetible, no debilitar filosóficamente nuestra creencia en lo irrepetible–, pero ninguno que combine, como el dinero, los atributos de lo muy común, de lo universalmente deseable y sin embargo de valor incierto, de lo artificial, de lo sucio. En Borges, el dinero aparece como perfecta metáfora de la schopenhaueriana volición sin sentido: símbolo idóneo que el asceta o iluminado debe observar sin cesar hasta gastar su sentido y encontrar, así, la divinidad que oculta. No es sorprendente que, operada esa función metafórica, el dinero en sí quede vaciado de sentido propio.

La literatura no es necesariamente un proceso ininterrumpido en el que la metáfora consumida por una ficción contamina a otras; pero si lo fuera, cabría decir que en otros escritores latinoamericanos el dinero parece estar afantasmado, convertido en objeto de sospecha y hasta de repulsión, como si se partiera en forma implícita del desenmascaramiento que Borges explicita y dramatiza en «El Zahir».

El asco

Otras literaturas abundan en ficciones sobre el dinero. Tenemos El jugador, de Dostoievski, así como la menos conocida e insoportable El adolescente, tenemos casi toda la obra de Balzac, tenemos el Oliver Twist de Dickens. Del dinero habla Flaubert en Madame Bovary y en La educación sentimental, y también lo hace Stendhal en Rojo y negro y Mauriac en Nido de víboras. En el tercer monólogo de El sonido y la furia, de Faulkner, hay una preocupación despiadada por el dinero, lo mismo que en Scott Fitzgerald. Las funciones del dinero en esos libros son las ortodoxas: avatares del estatus social, del sexo, de la supervivencia. El dinero en sí mismo nunca es cuestionado.

En la literatura latinoamericana, en cambio, hay una desconfianza hacia el dinero, y lo que este representa, que aparece ya en Roberto Arlt, alcanza su plenitud negadora en ciertas novelas del boom, se resuelve en muchos casos en formas regresivas que reculan ante el dinero en favor de formas de valor más primitivas, y deja flotando una suerte de fantasma irónico en obras recientes como las de Ricardo Piglia y Roberto Bolaño. El caso de Los siete locos, que ya se ha analizado más de una vez, es de una crudeza inusitada. La relación entre dinero e inversión libidinal es tan explícita como en el cuento de Borges; salvo que, ahí donde Borges indica un progresivo esclarecimiento de aquella relación, que puede culminar en una suerte de liberación, Arlt no resuelve nunca la relación entre las dos instancias, y en cambio muestra cómo ambas –dinero y sexo– están destinadas a la frustración; una frustración que se relaciona también con el nihilismo político de Arlt, su radical incredulidad respecto de todo proyecto común o futuro nacional viable. Erdosain roba dinero en la compañía azucarera donde trabaja –la Limited Azucarer Company: hasta en ese inolvidable inglés cachuzo la fábula de Los siete locos tiene algo desganado, algo de sueño repetitivo causado por la fiebre– porque lo corroe la frustración sexual en la que lo mantiene su esposa. Elsa, que ha dejado hace tiempo de acostarse con Erdosain, lo abandonará por un hombre con dinero, alegando que está cansada de miseria. Ahora bien, que Erdosain haya robado en un intento inconsciente de recuperar los favores de su mujer es algo que se mantiene dentro de los patrones del realismo psicológico; lo que sigue es del orden de lo alucinatorio, aunque se presente en la novela como hechos literales. Erdosain ingresa en una sociedad secreta regida por el Astrólogo, personaje cuya autoridad reside secretamente en el hecho de no tener testículos, es decir, de ser indiferente a las mujeres, y que ha de ser financiada por la iniciativa del Rufián Melancólico, quien, en vez de padecer por causa de las mujeres, las explota para enriquecerse. Estos personajes, parece claro, funcionan como sobrecompensaciones delirantes de la miseria sexual de Erdosain. La misma sociedad secreta del Astrólogo, que aspira a dominar el mundo, constituye a su vez una sobrecompensación de la impotencia de Erdosain, su incapacidad para la vida práctica, al tiempo que funciona como una caricatura del capitalismo. Pero en esto reside, justamente, el verdadero nihilismo de Arlt: en el hecho de que, en sus dos funciones –compensatoria y paródica–, la conspiración decepciona. El Astrólogo resulta ser un charlatán; el Rufián muere; la sociedad se desbanda; el dinero no aparece por ninguna parte. Detrás del Zahir estaría Dios, pero detrás de los siete locos no hay nada, y el asco perceptible de Arlt por su propia fábula no deja margen para futuros usos, metafóricos o no, del dinero.

Considerado esto, parece muy natural lo que sucede en El coronel no tiene quien le escriba, la breve novela en la que Gabriel García Márquez parece haber dicho su primera y última palabra acerca del dinero. El coronel no cobra su pensión desde hace una eternidad. ¿Qué puede hacer para ganar dinero? Tiene un gallo de pelea, puede hacerlo competir y ganar, o puede venderlo. Por desgracia, no tiene ni con qué alimentarlo. Las vacilaciones del coronel tienen algo de prefijado y carente de real dramatismo, como un rito. O ese es el efecto que causan en retrospectiva, cuando llegamos al hermoso rechazo final, cuando el coronel, contra toda lógica, sin excluir la de su propia supervivencia, anuncia que no venderán al gallo, deja que su mujer pregunte qué van a comer entonces, y responde: «Mierda». En realidad, con esa respuesta basta, pero si jugamos a aceptar la equivalencia psicoanalítica de las heces y el oro, entonces la respuesta del coronel, además de un desplante, se asemeja a un llamado a regresar a formas de valor anteriores al papel moneda: el oro, por ejemplo... Y es verdad que otra figura recurrente y característica en la literatura latinoamericana –como los dictadores, como las conspiraciones, como las conversaciones ociosas– es una forma de acumulación de valor retrógrada con respecto al dinero, y que típicamente se utiliza como inversión segura en tiempos de inflación o crisis financiera: la casa. La casa narradora en La casa, de Manuel Mujica Lainez, la casa mala de El lugar sin límites, de José Donoso, son remisiones a estadios anteriores al papel moneda, que no casualmente ocupan el centro de ficciones cuyo tema, en alguna medida, es la decadencia y probable desintegración de una sociedad. Pero incluso ese escape hacia formas arcaicas del valor está destinado al fracaso: esas casas también se están viniendo abajo, y su mecanismo simbólico en tanto que hipóstasis de la voluntad de vivir está siendo desbaratado.

Quizá la más completa crónica de esa regresión y rechazo final del dinero se encuentre en Conversación en La Catedral, la más memorable de las novelas de Mario Vargas Llosa. Es fama, incluso entre los que no han leído el libro, o sobre todo entre ellos, que sus casi 700 páginas intentan responder a una pregunta: ¿Cuándo se había jodido el Perú? Pero esa pregunta está entrelazada con otra, más enigmática, más íntima, pero que de algún modo es la misma: ¿Por qué Zavalita no quiere dinero? Santiago Zavala, hijo de un rico industrial peruano, se pasa la vida rechazando el afecto y la ayuda material de su padre. Al principio, ese rechazo parece de orden político: Santiago, que ya de adolescente ha sido anticlerical y crítico del régimen militar de Manuel Odría (1948-1957), al entrar a estudiar Derecho en la Universidad de San Marcos se hace comunista. Pero, después de una redada en la que cae, y de ser rescatado de la cárcel gracias a la amistad de su padre con el hombre fuerte del gobierno, Cayo Bermúdez, Santiago renuncia a la política, abandona la carrera y se dedica al periodismo. «Creí que te habías ido de la casa por tus ideas», le dirá don Fermín Zavala, afligido, «porque eras comunista y querías vivir como un pobre, para luchar por los pobres. Pero ¿para esto, flaco? ¿Para tener un puestecito mediocre, un futuro mediocre?» El tono del padre en esta línea –cariñoso, preocupado, comprensivo pese a todo– es acorde con su actitud constante hacia su hijo; Vargas Llosa se ocupa de dejar claro que el rechazo de Santiago, que por lo visto no es político, nada tiene que ver tampoco con una eventual carencia afectiva de su padre. Sin embargo, pasan los años, se multiplican las situaciones en las que la necesidad lo apremia y el padre le ruega, se humilla, le implora que acepte su ayuda, pero Zavalita –que en todo ha fracasado– en una cosa permanece emperradamente, incombustiblemente firme: no, papá, no necesito nada, papá, no hablemos más, papá. Como un personaje de tragedia griega, Santiago sabe que no debe aceptar dinero de su padre, pero no sabe por qué. En el sistema de diálogos entrelazados sobre el cual está construida Conversación en La Catedral, sin embargo, hay un indicio desde las primeras páginas. Se está narrando un episodio algo sórdido de la vida temprana de Santiago: este, confabulado con su amigo Popeye, ha intentado drogar a la mucama para acostarse con ella. Entonces –subrepticiamente deslizado entre una línea de diálogo en que Popeye se desentiende del tema de la mucama, y otra en la que el antiguo chofer de don Fermín, Ambrosio, le asegura riendo a Santiago que no le ve cara de desgraciado– leemos esto: «—¿Lo hiciste por mí? —dijo don Fermín—. ¿Por mí, negro? Pobre infeliz, pobre loco». Nada se agrega a esas palabras inquietantes, pero fragmentos de esa conversación entre don Fermín y Ambrosio van apareciendo a lo largo de toda la novela; gradualmente muestran por qué Zavalita no quiere dinero de su padre, y por qué se jodió el Perú. La verdad es que Fermín, homosexual oculto, se acostaba con su chofer, y que este cometió un crimen en nombre de ese vínculo sexual: una mujer extorsionaba a don Fermín, precisamente a causa de su homosexualidad, y Ambrosio la asesinó. Ese núcleo criminal –dentro del esquema concéntrico que rige Conversación en La Catedral– reside en lo profundo del sistema político, moral e intelectual cuya clave es el dinero. De eso busca oscuramente escapar Santiago, sin lograrlo jamás del todo. No lo intenta mediante las armas del revolucionario, sino con el único recurso accesible para el asceta que esencialmente es: la prescindencia. Hasta después de la muerte de su padre, Zavalita se mantiene en sus trece: su hermano intenta que acepte su parte de herencia, pero Santiago le responde que «se la meta al culo». El hermano, que asume ahora el papel de afligido acosador, insiste sin resultado: «—Déjate de cojudeces —dijo al fin—. Te fuiste de la casa pero sigues siendo el hijo del viejo ¿no? Voy a creer que estás loco. —Estoy loco —dijo Santiago—. No me corresponde ninguna parte, y si me corresponde no me da la gana de recibir un centavo del viejo. ¿Okey, Chispas?» Con estas palabras finales, Santiago condena de un golpe a la sociedad peruana, al orbe latinoamericano, quizá al proyecto humano en general, y se condena a sí mismo a la inactividad y la insignificancia, a trueque de preservar su inocencia.

Fantasmas

Van a pasar varias décadas, hasta la irrupción de la obra de Roberto Bolaño, antes de que una ficción latinoamericana vuelva a tener algo significativo que agregar sobre el dinero, y entonces como una idea tardía o afterthought irónico, porque a decir verdad las ficciones de Bolaño, aunque a menudo incluyan a personajes muertos de hambre o que realizan trabajos pintorescos para ganar algo de dinero, en un sentido social y casi diría metafísico están más allá del dinero, porque también están más allá de la vida. El de Bolaño es un mundo donde no tiene lugar la clase de luchas encarnizadas por imponer la propia voluntad o asegurar la propia supervivencia que son la base de la novela decimonónica, y que se prolongan hasta Arlt, García Márquez o Vargas Llosa; en Bolaño, esas pasiones han sido sustituidas por su recuerdo irónico, que vuelve un poco absurda, probablemente vacía de significado y ciertamente enternecedora la errancia de los detectives salvajes, y que convierte en una especie de larguísimo sueño recordado a distancia –un sueño que se va convirtiendo en pesadilla– la historia de los personajes diversos que van convergiendo en la ciudad de Santa Teresa –metáfora de la muerte– en 2666. Justamente en esta novela Bolaño se permite unas líneas explícitas sobre el dinero, y resulta muy apropiado que en esa suerte de vida póstuma, recordada, vaciada de ilusiones y de obsesiones, donde sería tan imposible un Zahir como un Dios, el discurso sobre el dinero –pronunciado por un predicador negro– vuelva a tener, aunque ya solo como mueca burlona, el sentido común que cualquier abuela con buenas intenciones podría haber empleado. Cierro esta nota con esas palabras:

El dinero, dijo Seaman, en el fondo era un misterio (...). Cuando los pobres ganan dinero, deberían ayudar a sus vecinos. Cuando los pobres ganan dinero, deberían mandar a sus hijos a la universidad y adoptar a uno o más huérfanos. Cuando los pobres ganan dinero, deberían admitir públicamente que han ganado sólo la mitad. Ni a sus hijos deberían contarles lo que en realidad tienen, porque los hijos luego quieren la totalidad de la herencia y no están dispuestos a compartirla con sus hermanos adoptivos. Cuando los pobres ganan dinero deberían guardar fondos secretos para ayudar no solo a los negros que están pudriéndose en las cárceles de los Estados Unidos, sino para fundar empresas humildes, como lavanderías, bares, videoclubs, que generen ganancias que luego se reviertan íntegramente en sus comunidades. (...) Aunque sin olvidar que el dinero será siempre un problema pendiente, dijo Seaman.

  • 1. Desde 1971, el dólar estadounidense carece de respaldo en oro. Así, la moneda de reserva internacional es hoy la única que legal y explícitamente advierte que su «promesa» no puede cumplirse; solo mientras la deuda que el Estado asume al emitir el papel moneda no sea reclamada puede el dinero mantener su poder de compra; solo mientras la utopía permanezca como horizonte y jamás como meta por concretar puede funcionar la maquinaria creadora de prosperidad cuya base es el dinero.
  • 2. Romanic Review vol. 98 No 2, 3-5/2007, pp. 169-187.
  • 3. A este esquema –un objeto o un ser que gradualmente se transforma en otra cosa y que al final nos deja entender que siempre ha sido esa otra cosa– corresponde el cuento que Borges, dentro de «El Zahir», dice haber compuesto para distraerse de la moneda: el narrador de ese cuento sin título es «un asceta que ha renunciado al trato con los hombres». La alusión a un tesoro que custodia, la mención casual de escamas en su cuerpo, lo van volviendo horroroso. «Al final», apunta Borges, «entendemos que el asceta es la serpiente Fafnir y el tesoro en que yace, el de los Nibelungos». Dejo de lado la insistencia en el tema de las monedas y me limito a recordar que este cuento replica evidentemente otro cuento de Borges, «La casa de Asterión», y que a Borges le gustaba incluir en sus narraciones otra narración, en general obra del personaje principal, que funciona como clave del cuento mayor.
Este artículo es copia fiel del publicado en la revista
ISSN: 0251-3552
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