Una mirada etnográfica
Nueva Sociedad 208 / Marzo - Abril 2007
Las concepciones clásicas definen la cárcel como una «institución total», donde todos los aspectos de la vida cotidiana son administrados por una autoridad represiva. El trabajo etnográfico realizado en una cárcel de Ecuador demuestra, por el contrario, que dentro de las prisiones funcionan complejos sistemas de intercambio y negociación, como el «refile»y la construcción de organismos de administración gestionados por los propios internos. El aumento de los presos acusados de narcotráfico, producto de las políticas antidrogas impulsadas por Estados Unidos, explica que este tipo de prácticas de autogestión se haya institucionalizado y se haya convertido en el principio organizador fundamental de la vida en las cárceles.
Introducción
Probablemente en 100 o 200 años, o tal vez más, porque la stultitia humana no se agota fácilmente, al mirar hacia atrás no seamos capaces de sentir más que vergüenza por la existencia de instituciones como la cárcel. Quizás también, espero que en menos tiempo, seamos capaces de entender la realidad penitenciaria desde nuevos conceptos que trasciendan las clásicas nociones de «institución total» de Erving Goffman –una burocracia administradora de la vida de personas sometidas a encierros prolongados– o de «control panóptico» de Michel Foucault –un dispositivo de poder que permite clasificar y organizar a las poblaciones a través de la invención de ilegalidades. Este artículo revisita el material empírico producido para un trabajo etnográfico más amplio sobre la institución carcelaria y su articulación a la economía política del narcotráfico, realizado entre 2004 y 2005 en una de las cárceles de máxima seguridad de Ecuador, conocida como el ex-penal García Moreno por su antiguo nombre (actualmente Centro de Rehabilitación de Varones de Quito No 1).
Entrada: la cárcel
El ex-penal García Moreno fue inaugurado en 1875, con apenas 71 personas (Goetschel). El edificio es una estrella de cinco puntas (pabellones) y fue diseñado con los parámetros de la arquitectura panóptica europea. Según el informe de la Dirección Nacional de Rehabilitación Social, en 2004 albergaba a 924 hombres, 431 de ellos por drogas ilegales, 102 por delitos contra la propiedad, 278 por delitos contra las personas, 57 por delitos sexuales y 56 por otros delitos. De los detenidos, 564 estaban condenados y 360 procesados. Los funcionarios penitenciarios se dividían en 59 guardias, cinco médicos, tres psicólogos y un instructor de taller.
Lo primero que llama la atención al entrar es el movimiento. La mayor parte de la gente está ocupada en algo y transita por los patios, pabellones y celdas sin prestar demasiada atención. Para el recién llegado son chocantes el bullicio y la rapidez con que la vida acontece. Cada uno atiende lo suyo y trata, en lo posible, de no entrometerse en problemas ajenos. Esta indiferencia es intimidante y hasta peligrosa para el interno nuevo: además de su ignorancia en cuanto a las necesidades mínimas para sobrevivir, se encuentra a merced del ánimo de sus compañeros, quienes, por aburrimiento o necesidad, a menudo no encuentran mejor actividad que hostigarlo y robarle lo poco que le quedó después de pasar tres o cuatro días encerrado en un calabozo con 20 personas más.
Si logras sobrellevar la primera impresión sin volverte loco –me decía un preso–, el siguiente paso es conseguirte una celda para dormir. En el penal, las celdas se compran a un precio que oscila entre los 400 y los 2.000 dólares. El valor se fija en función de los derechos que el propietario adquiere y del número de personas que deben compartir el espacio con él, lo cual, a su vez, depende del pabellón en que se ubica. En un pabellón, por ejemplo, solo se acepta a tres internos por celda, mientras que en otro el número depende de la cantidad de gente encarcelada, lo que significa que pueden vivir entre seis y diez personas en un espacio diseñado para apenas dos. Quien paga por la celda puede expulsar a sus compañeros durante el día o incluso prohibirles el uso del baño o la televisión, si es que la tiene.
La alimentación no es un problema si se tiene dinero. Se puede comprar comida en uno de los puestos administrados por los internos, quienes pagan al pabellón una mensualidad y consiguen la autorización del director del centro penitenciario. Sin embargo, en general los presos prefieren cocinar en sus celdas los alimentos que sus familias les llevan cada semana. Lamentablemente, la gran mayoría carece de dinero, celda o familia y se ven obligados a comer el «rancho». El monto asignado por el Estado ecuatoriano para la alimentación de un interno es un dólar diario. Con esa suma, el preso puede comer un pan con panela en la mañana, arroz con menestra de almuerzo (dos veces por semana es acompañado con pollo o carne) y más arroz con menestra de merienda.
El «refile»: la institución carcelaria
Cuando comencé a investigar el sistema penitenciario ecuatoriano, en 2004, la organización y el funcionamiento de las cárceles no era una de mis prioridades. Como la mayoría de los interesados en el tema, asumía que la cárcel es una «institución total», una organización basada en un tipo particular de relación social en la que un grupo se encarga de manejar las necesidades de otro. De acuerdo con esa concepción, la cotidianidad carcelaria se desarrolla en un mismo lugar y bajo una misma autoridad, y cada etapa de la actividad diaria está estrictamente programada y se encuentra integrada en un solo plan racional, definido en función de los intereses de la institución (Goffman, p. 20). El problema de esta perspectiva es que reduce las prácticas institucionales a una dinámica estructurada por un sistema de castigos y recompensas que articula los objetivos formales de la autoridad y los intereses individuales de los presos. Este tipo de concepciones, además, «tiende a obliterar el hecho de que la alienación individual no reposa de manera simplista en las manos de un guardia ni en las paredes de una cárcel» (Andrade 2006, p. 7).
Pero la dinámica carcelaria en Ecuador no se estructura según las concepciones goffmanianas de «institución total», sino en función del «refile». El término expresa una transacción material o simbólica entre uno o varios internos y uno o varios guardias penitenciarios con el fin de otorgar a los presos un «derecho» no autorizado a cambio de una contraprestación. El uso de la palabra «derecho» no es gratuito, ya que el refile es ciertamente una fuente de legitimación de las actividades cotidianas en la cárcel. En cualquier caso, la práctica de refilar implica un sistema de corrupción; calificarlo de otro modo ocultaría la violencia que engendra en los ámbitos estructural, institucional e interpersonal.
En el acto de refilar no solo están comprometidos los guardias penitenciarios y los internos. Se trata de una práctica cotidiana dentro de la cárcel que es el engranaje fundamental del sistema penitenciario ecuatoriano. Todo (un favor, un permiso, una autorización, una comida, un poco de droga, una llamada, evitar una paliza, etc.) puede resolverse refilando. La condición es que quienes participan en el intercambio reconozcan el sentido de la transacción; es decir, que tengan claro que no están siendo generosos, amigables, hostiles o imbéciles, sino que están activando una estructura de relaciones sociales basada en convenciones definidas antes de ese encuentro particular.
Al releer las entrevistas de la investigación sorprende la claridad con que los internos interpretan el significado del refile. «¿Qué es refilar?», se pregunta retóricamente mi interlocutor cuando le sugiero hablar sobre el tema; «es la compraventa de privilegios, es una transacción que no solo se realiza con dinero, se puede adquirir privilegios usando influencias, favores personales, información o simplemente a cambio de quedarse callado».
El refile no sería más que un privilegio derivado de relaciones de reciprocidad social si no estuviera tan profundamente institucionalizado. En una entrevista a propósito del refile, un interno se refiere a un tipo «especial»: aquella situación en que alguien «tiene una visita que le gusta al guardia, y entonces yo le permito que corteje a mi hermana, mi mujer, mi tía, mi lo que sea, y con ese refile yo me garantizo algo».
La crudeza de los relatos provee algunos elementos sociológicamente pertinentes para comprender la dinámica institucional de la cárcel. Los actores crean conceptos que les permiten ubicarse e intervenir en la realidad social en que viven. Esta afirmación desafía aquellas teorías que suponen la incapacidad organizativa de las personas sometidas a la opresión. Y es también un llamado de atención sobre la manera en que la violencia es vehiculada y negociada por personas de carne y hueso en experiencias de opresión concretas.
Una vez identificado el refile como la práctica que organiza el funcionamiento de la prisión, intenté explorar cómo se relaciona éste con el encarcelamiento masivo de personas por narcotráfico. En muchas conversaciones sobre el tema con diversos informantes llegábamos a la misma conclusión: el refile debe haber existido mucho antes de que los detenidos por delitos relacionados con drogas se convirtieran en la población mayoritaria de las cárceles ecuatorianas. Sin embargo, ninguno de mis informantes, y yo tampoco, teníamos duda de que el aumento del porcentaje de presos por narcotráfico fortaleció el sistema de refile, que creció rápidamente hasta constituirse en lo que es ahora: la bisagra articuladora de los diversos actores del sistema de cárceles.
Esta convicción se basa en un razonamiento bastante sofisticado que adquiere pleno sentido en el contexto carcelario. En tanto el refile requiere la cooperación sistemática de guardias e internos, su institucionalización depende, en gran medida, de una economía moral que no repudie la colaboración con la autoridad. En la cárcel, los internos por narcotráfico no tienen problema en participar de actividades conjuntas con el personal penitenciario, mientras que aquellos encarcelados por delitos contra la propiedad interpretan cualquier actitud de colaboración como un acto de traición. Por lo tanto, el aumento de los detenidos por delitos vinculados al tráfico de drogas ha contribuido a institucionalizar el sistema del refile.
En este punto es pertinente aclarar que, si bien casi toda la población penitenciaria acepta el refile como una práctica legítima, la frontera simbólica que delimita aquello que puede ser considerado o no refile es bastante ambigua y difusa. De hecho, muchos de los conflictos intracarcelarios se originan en situaciones en las que el refile se interpreta como un acto de delación. El término usado para referirse a estas situaciones es «sapear». El «sapo» es aquel personaje que traiciona la confianza del grupo en beneficio propio. La relación significativa entre estas dos categorías responde a la necesidad de distinguir, pero al mismo tiempo vincular, la lógica institucional con las estructuras simbólicas de las diferentes formas de ilegalidad que coexisten en la cárcel; es decir, la necesidad de dar forma y sentido a la experiencia prisionera sin abandonar completamente los códigos que se manejaban antes del encierro.
Lo anterior es consecuente con la explicación que brinda Rosinaldo Silva de Sousa (2004, p. 153) en su etnografía del narcotráfico. El autor afirma que la economía de las drogas se caracteriza por el hecho de que sus operadores cuentan con dos recursos fundamentales para hacer cumplir los acuerdos y contratos realizados en el mercado: la violencia y la corrupción. Desde esta perspectiva, debido a que el uso de la burocracia estatal en favor de intereses privados es más familiar para los internos por narcotráfico que para el resto de los detenidos, el refile aparece como una práctica más fácil de identificar y reconocer para ese grupo.
Los comités: la gestión penitenciaria
Además de la etnografía, participé en la realización de un documental sobre el comité de prisiones del ex-penal García Moreno. El comité es una organización conformada por los representantes de las directivas de los pabellones, que en los dos últimos años había logrado el reconocimiento de la autoridad penitenciaria y en cierta medida controlaba de manera eficiente el orden interno de la cárcel. Revisando mi diario de campo a la distancia encuentro muchas notas alusivas a la producción del documental. De todo ese material, me interesa reflexionar sobre la divergencia de puntos de vista manejados por el equipo en el tema de la elección de los integrantes del comité. En ese momento me pareció –y me sigue pareciendo ahora– que es un punto de partida clave para comprender las relaciones de poder en que se inscribe el sistema de cárceles de Ecuador.
Cada integrante del equipo interpretó a su modo el proceso eleccionario de representantes de pabellón. El director del documental sostenía que las elecciones en la cárcel eran el paso de un sistema basado en la violencia y la fuerza hacia uno fundado en la palabra y la persuasión. Para el director de fotografía, que funcionaba como la voz de la prudencia en el grupo, la existencia de elecciones significaba que la gente estaba cansada de la violencia y había encontrado otra manera de organizarse. Mi explicación era –y es– menos benévola. No creo que las elecciones impliquen automáticamente democracia, ni considero que la gente pueda deshacerse voluntariamente de prácticas violentas. En mi opinión, las elecciones son parte de un mecanismo complejo de gestión carcelaria que incluye a los comités de internos, necesarios en el contexto de hacinamiento y superpoblación que atraviesan las cárceles ecuatorianas, pero determinado sobre todo por un contexto en el cual la corrupción es la condición de la reproductividad institucional. Los comités aparecen, y son útiles, allí donde la autoridad penitenciaria es incapaz de ejercer las formas tradicionales de control.
Tanto mi diario de campo como las entrevistas me decían que el poder manejado por el comité de internos estaba (está) relacionado con la capacidad que tenía (tiene) para ejercer el control de la cárcel. Desde el punto de vista etnográfico, las elecciones del comité fueron una oportunidad de involucrarse en los conflictos cotidianos de la gente que vive en la prisión con el fin de conceptualizar la experiencia de marginación y opresión (Bourgois 1995). El trabajo consistió en un acercamiento sistemático y disciplinado (teórico) a la realidad de actores concretos (Andrade 2002), sin que ello signifique dejar de registrar metódicamente el cambio histórico a escala de la experiencia de sujetos situados en sistemas más amplios que afectan el contexto local (Roseberry).
Desde esa perspectiva, las elecciones del comité realizadas en octubre de 2004, eje del documental, no pueden separarse del contexto en que emergió esta organización. Las primeras elecciones se realizaron en 2002, pero el comité se había organizado ya en 2001. Si bien habían existido varias experiencias de organización de prisioneros en Ecuador, de las que se han podido documentar solo aquellas relacionadas con los presos políticos de los años 80, lo cierto es que el comité que protagonizó la película responde a circunstancias y lógicas particulares. Uno de los gestores del comité explicó su origen:
Es una organización de hecho, que nació de la misma necesidad de las autoridades penitenciarias para controlar a los presos, nació como un elemento donde ciertas personas que eran designadas por la dirección constituían el comité y éste colaboraba con la dirección para mantener la paz en los establecimientos penitenciarios, especialmente en Quito y Guayaquil, porque en los demás centros no hay comité sino hay caporal.
No se debe perder de vista que, como se anotó arriba, la población recluida por narcotráfico se adapta mejor al sistema de corrupción institucionalizado en la cárcel y que, en el ex-penal García Moreno, es mayoritaria. Una mirada atenta a la composición del comité y al tipo de poder que ejerce revela que, lejos de ser una instancia democrática de decisión, las elecciones son un simulacro que permite hacer recambios que no afectan en nada el funcionamiento del engranaje burocracia-internos basado en el refile.
En las elecciones que documentamos no estaba en disputa la presidencia del comité, sino los cargos de representantes de pabellón. El sistema prevé que la elección de estos puestos se produce sin que se altere la conformación del comité. De hecho, en 2004 hubo un recambio en los representantes de pabellones sin que se modificara la composición del comité: todos los delegados estaban presos por narcotráfico, a excepción del presidente, quien además continuó un periodo más en el puesto.
El documental reveló que el poder del comité no se basa en la violencia interpersonal, aunque ésta también se utiliza en determinadas situaciones. Su poder radica básicamente en su capacidad para activar el aparato institucional en contra de uno o varios internos. Las dos estrategias más comunes son el traslado de cárcel y el cambio de celda. Durante la investigación, el comité pidió el traslado de al menos 20 personas a la cárcel de Guayaquil, centro conocido por su peligrosidad y la precariedad de sus instalaciones. Los cambios de pabellón y celdas eran cotidianos, y la medida más usada para mantener el orden era enviar a la gente al pabellón de castigo, donde los internos se encuentran incomunicados y tienen derecho a salir de su celda solo dos horas al día.
En ese sentido, el poder del comité dependía (depende) de la autoridad institucional, que a cambio le exigía (exige) conservar el orden dentro de la prisión. El comité debía (debe) vigilar que sus compañeros no se escapen o amenacen la rutina institucional. Así, las elecciones son tan solo la instancia de legitimación de un tipo de delación institucionalizada, un ritual que hace posible que un grupo de internos administre y gestione uno o varios sistemas de castigos que antes eran privativos de la autoridad penitenciaria.
La delegación de estos mecanismos represivos es posible debido a que en Ecuador el sistema de cárceles, y gran parte del sistema penal, se encuentra articulado a la economía política del narcotráfico. La relación cárcel-narcotráfico obliga a los prisioneros a participar en relaciones sociales de traición impuestas estructuralmente, en las cuales las víctimas están forzadas a colaborar con el opresor para sobrevivir. En los últimos veinte años, el modelo carcelario y su relación con las drogas ilegales han afectado el vínculo entre las burocracias represivas (policías, jueces, cárceles) y los detenidos. Actualmente, la opresión de las prisiones se encuentra inscrita en lógicas que la rebasan y constriñen desde afuera. Para el preso, la situación se ha complicado aún más, ya que ahora se encuentra sometido no solo a la institución carcelaria, sino a un complejo mundo de intereses y poderes ejercidos desde el exterior.
La política antidroga: la economía política de la represión
La población recluida por narcotráfico se compone de personas que han sido sistemáticamente desterradas del mercado laboral formal y desheredadas de los servicios de protección social desde principios de los 80 (Núñez 2005). Sus trayectorias individuales y colectivas fueron definidas en un contexto de transformaciones de las relaciones Estado-sociedad. Siguiendo a Loïc Wacquant (2001; 2002; 2005), la experiencia de las cárceles contemporáneas se inscribe en procesos sociales y políticos caracterizados por la gestión penal de los problemas sociales.
En la región andina, la política represiva más efectiva es el modelo carcelario relacionado con las drogas ilegales implementado en los últimos 30 años. Este dispositivo, de carácter biomédico, militar y policial, emerge en un contexto de relaciones internacionales asimétricas entre América Latina y Estados Unidos, país que lidera la política antidroga a escala mundial. Desde su inicio, la estrategia se orienta hacia los países productores y no hacia los consumidores, y su objetivo es evitar el ingreso de drogas ilegales a las naciones con alta demanda y criminalizar la oferta (Bagley; Bonilla; Thoumi 2003; Youngers/Rosin). La denominada «guerra contra las drogas», una cruzada con más de un siglo de historia, arroja como resultado un saldo negativo. Sus consecuencias sociológicas y políticas son perversas. Pero, aunque la literatura crítica las ha señalado desde hace décadas, éstas siguen primando (Andrade 2006).
La política antidroga sigue estructurada sobre la base de tres estrategias que tienden a simplificar el fenómeno y a reducir las dinámicas sociales a un problema de trayectorias individuales. La primera estrategia es la militarización. Con el fin de la Guerra Fría, el narcotráfico se convirtió en el tema prioritario en la agenda de seguridad nacional estadounidense. Después de los atentados del 11 de septiembre, el tema fue incorporado a la retórica antiterrorista, lo que permitió reforzar y potenciar la visión militar de la «guerra contra las drogas». Para dimensionar el alcance de la militarización, basta con revisar los montos de las transferencias de EEUU hacia América Latina: entre 1997 y 2002, Washington gastó más de 2.737 millones de dólares en programas antidroga.
En segundo lugar, según Irigoyen y Soberón (1994), en los países andinos se consolidaron verdaderos subsistemas penales, cuyo origen es la decisión de acoger la normativa internacional contra las drogas ilegales sin guardar ninguna coherencia con la legislación interna, sin respetar el criterio de proporcionalidad entre el delito y la pena y sin distinguir tampoco entre campos de control (consumo, cultivo, procesamiento y tráfico). Los casos de Ecuador (Ley 108) y Bolivia (Ley 1.008) muestran la forma en que las embajadas estadounidenses influyeron en la sanción de esta clase de normas, centradas en la criminalización indiferenciada de consumidores, «mulas» (gente que lleva pequeñas cantidades de droga en maletas o dentro de su cuerpo), pequeños expendedores y traficantes (Edwards; Ledebur).
El tercer aspecto de la política antidroga es la medicalización de las drogas ilegales, que se expresa claramente en la retórica preventiva. En esta ideología, prevenir significa no consumir; cualquier alternativa fuera de la prohibición es vista como una patología. Se trata de un dispositivo biomédico enunciado por el discurso de la salud pública dentro del cual el consumo, visto como enfermedad, define socialmente al adicto y lo empuja al borde de la criminalización, subordinando la prevención a las acciones represivas. El discurso médico es otra forma de penalización, ya que el consumidor es etiquetado como «enfermo».
A esto se suma el hecho de que, en América Latina, las instancias estatales encargadas de la acción preventiva son la última rueda del coche de la política antidroga. La prevención es una política prioritaria solo en el papel, considerando que no existe un real conocimiento de la problemática, ni se han asumido con lucidez las limitaciones sociales y estructurales dentro de las cuales opera el Estado. De hecho, las acciones de prevención se han centrado casi exclusivamente en las unidades educativas de nivel medio (Andrade/Castro), mientras que el resto de la sociedad solo es informado a través de campañas publicitarias en los medios masivos de comunicación que despliegan burdas apologías de la prohibición.
Debido a los recursos y alcances de la política antidroga, ésta se ha convertido en la variable más importante que interviene en la industria del narcotráfico. Durante los 90, los cultivos de coca bolivianos bajaron de 48.800 hectáreas en 1996 a 38.000 en 1998. La producción de cocaína en ese país declinó de 248 toneladas métricas en 1992 a 77 toneladas en 1999 y, para 2000, la producción descendió a 55 toneladas. En 1999, Perú tenía menos de 50.000 hectáreas de cultivos frente a las casi 100.000 hectáreas que había en 1996. En ese país, la producción de cocaína cayó dramáticamente de 606 toneladas métricas en 1992 a 192 toneladas en 2000. En contraste con esta situación, Colombia pasó de ser un país encargado del procesamiento y el tráfico de drogas a constituirse en el mayor productor de hoja de coca en el mundo en 1999, duplicando la producción de Bolivia y Perú juntos. Entre 1989 y 1998, la producción de hoja de coca se incrementó en 140%, de 33.999 a 81.400 toneladas métricas. Esta expansión ocurrió a pesar de los programas de fumigación que, solo en 1998, cubrieron 65.000 hectáreas de cultivos. Además, Colombia mantuvo su posición de principal refinador de cocaína del mundo, abasteciendo a 80% del mercado estadounidense. Finalmente, la producción de amapola, materia prima de la heroína, escaló de cero en 1989 a 61 toneladas métricas en 1998 (Bagley).Estos datos explican los cambios en la dinámica del tráfico internacional de drogas durante los 90. El puente aéreo que permitía a los traficantes colombianos llevar pasta base desde Perú y Bolivia hasta Colombia para su posterior refinamiento colapsó a causa de su interdicción a mediados de los 90. Esto incidió negativamente en los precios de la hoja de coca boliviana y peruana e incentivó su cultivo en territorio colombiano (Bagley). Además, el desmantelamiento de las grandes organizaciones colombianas de traficantes a comienzos de la década y la creciente intervención de grupos mexicanos en el negocio del transporte configuraron una nueva estructura del comercio ilegal. Para Mónica Jacobo (2003), el tráfico de drogas ilegales se adaptó fácilmente a las condiciones impuestas por la política antidroga. En lugar de existir, como antes, unos pocos carteles grandes, ahora hay pequeños cartelitos articulados entre sí por un sinnúmero de redes de relaciones económicas que desbordan las fronteras nacionales.
Comentarios finales
En ese contexto, el trabajo etnográfico en prisiones ecuatorianas muestra que las posiciones de poder dentro de la industria del narcotráfico son cambiantes y son cíclicamente negociadas por actores económicos articulados entre sí por mercados internacionales. La idea de una organización criminal orgánicamente estructurada a escala internacional se desvanece al constatar que en Ecuador los actores se constituyen en función de la economía política del narcotráfico a escala regional.
Debido a que la función de Ecuador en el negocio del narcotráfico es de tránsito, las personas que participan generalmente se dedican a transportar drogas a EEUU y Europa. Por eso, quienes se encuentran encarcelados en Ecuador por delitos relacionados con las drogas proceden de los eslabones más bajos de la cadena de producción y distribución. Por último, las entrevistas con los internos evidencian la manera en que la crisis económica y financiera ecuatoriana de 1999 fijó a los actores del narcotráfico en estructuras sociales y de poder más amplias, donde aparecen personas dispuestas a incursionar en esta economía ilegal.
Es evidente que los efectos de la política antidroga han sido negativos. Como nos advierte Antonio Escohotado, hay que devolver las cosas a sus circunstancias terrenales: a nadie se le ocurre legalizar o ilegalizar el uso del apio o el orégano; sirven para preparar nuestros alimentos y punto, a lo mucho son parte de nuestra cultura culinaria. Las drogas también son parte de nuestra vida cotidiana. Prohibirlas es aberrante, más aún cuando su carácter ilegal lo único que hace es impedir que dentro del mercado o desde el Estado se construyan mecanismos de control que garanticen su calidad y disponibilidad. Si realmente se quiere ayudar a un adicto, se debe evitar que ingiera el veneno químico en el que se han convertido casi todas esas substancias a las que llamamos droga. La solución es obligar a los productores, por vías legales y económicas, a ofertar algo que no nos mate. Si se mantiene la ilegalidad, los narcotraficantes tendrán una coartada, mientras que los usuarios y ciudadanos no podrán exigir nada.
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