Ensayo
NUSO Nº 295 / Septiembre - Octubre 2021

Un ejercicio de memoria feminista

La antología Feminismos para la revolución recupera una polifonía de voces de la historia de los movimientos de mujeres. No se trata de visibilizarlas, porque muchas de ellas no lo necesitan, ni de construir heroínas o buscar coherencias forzadas, sino de leer esos textos en voz alta y en conexión con las luchas del presente. 

Un ejercicio de memoria feminista

Hace más de 100 años, la anarquista rioplatense Virginia Bolten escribía en un periódico de Montevideo: «Busquemos en el pasado la inspiración para luchar en el porvenir: fracasos, desengaños y errores nos señalan el derrotero a seguir; para evitarlos contaremos con un inmenso caudal de conocimientos adquiridos en los días memorables»1. Sus palabras se convirtieron en un inspirador epígrafe para una antología de voces que sonaron desde las izquierdas y desde los feminismos entre mediados del siglo xix y las primeras tres décadas del siglo xx. No solo por su atractiva invitación a volver a las memorias históricas como una forma de sumar potencias y evitar tropiezos, sino porque la figura de Bolten y su trayectoria anticipan las vicisitudes mismas de la compilación. Luchadora por una revolución social con vistas a la emancipación humana, supo enfrentar a los compañeros que entendían la Humanidad en clave masculina. Luchó por la huelga general, al tiempo que alzó la «voz de la mujer» para decir que las relaciones amorosas se debían, también, una revolución profunda. Renegó del «feminismo» y es hoy una de las más recordadas protagonistas del movimiento de mujeres. A pesar de todas esas aparentes contradicciones, matices e inflexiones (o quizás por todo eso), aquellas palabras pueden evocarse hoy como puerta de entrada a una nueva antología. 

La primera lista fue imposible. La segunda, delirante. Los elementos que tamizarían la selección «izquierda y feminismo», los más escurridizos: indefinidos en sus contornos, desbordantes en sus escrituras y tendientes a la taxonomía infinita. Además, son tantos los ejercicios de recuperación, edición y visibilización de biografías que estaba en duda la necesidad misma de una nueva antología. ¿Acaso no detectamos e identificamos ya a numerosas pioneras? ¿No nos basta con las vidas ejemplares que conocemos? ¿No sacudimos lo suficiente panteones y cánones a fuerza de poner en evidencia sus borramientos? ¿Ya olvidamos que fuimos tentadas por alabanzas que forjaron a heroínas y divas? ¿Cuántas veces imaginamos una progresión en etapas de menor complejidad o mayor ingenuidad hasta nuestro presente iluminado? Pero todos esos pecados, cometidos por necesidad y con entusiasmo, fueron los que lograron multiplicar las lecturas feministas y alimentaron el desborde contemporáneo. Si allí hay espacio para una nueva antología es porque quizá ya no necesitamos presentar mujeres intachables, vidas consistentes o biografías de novela. De un tiempo a esta parte, pasamos de los deslumbramientos a disfrutar la relectura; fue y es un regreso atento a las voces quebradas, dubitativas, inconsistentes, polémicas y hasta suicidas.

La antología Feminismos para la revolución reúne 14 nombres y sus textos. No son representativos, no son los únicos posibles, no agotan ni la vida ni la obra de cada voz autoral; no se compondrá con ellos una biblioteca consistente. Se ofrece como un muestrario más en el ejercicio de la memoria feminista, uno personal, puesto que me tocó reunirlos, y también colectivo, porque han vivido en la multitud de lecturas y a ellas quieren volver. 

Mi exploración comenzó a partir de una escena de fines del siglo xix. La encontré mientras rastreaba los primeros ecos locales del término «feminismo»: una conferencia en Buenos Aires, donde el profesor argentino Ernesto Quesada explicaba a un grupo de mujeres las novedades de ese fantasma que recorría el mundo. En su presentación, afirmaba que la mejor versión era la estadounidense, tan moderna, y no la del «sentimiento femenino ruso exaltado inspirado por la impetuosa y perturbadora Claire Démar». ¿Quién era esa francesa cuyo brío llegaba hasta Rusia? Descubrí que sus escritos, apenas dos, no estaban traducidos al castellano ni formaban parte de los cánones conocidos; pero esa sola advertencia del profesor me decidió a tomarla como primera voz de esta serie donde lo común es el tenor de los calificativos recibidos: exaltadas, virulentas, altisonantes, exageradas, veleidosas, impulsivas, irracionales, primitivas, emocionales, sensibleras, desubicadas, frenéticas.

De biografías reacias a la condensación, las voces compiladas se expresaron en momentos históricos muy agitados. Flora Tristán en los inicios del siglo xix francés, sacudido por revueltas, restauraciones y el despuntar de la lucha obrera. Tras la Declaración de los Derechos de la Mujer y la Ciudadana (1791) de Olympe de Gouges, el Código Napoleónico clausuró gran parte de las promesas de la Revolución de 1789 y provocó que escritoras como Jenny D’Héricourt y tantas otras renovaran la lucha en sus clubes y periódicos. Hombres como Charles Fourier –a quien se le ha atribuido la creación del término feminisme– y Joseph Déjacque –quien habría acuñado el neologismo libertaire, ayer sinónimo de anarquismo y hoy disputado por las derechas– serían material de lectura crítica y ambivalente presencia aliada para estas mujeres.

Uno de los periódicos de las nuevas jornadas revolucionarias de 1848, La Voix des Femmes, resonó hacia 1896 en la publicación anarquista La Voz de la Mujer de Buenos Aires. Sus redactoras fueron perseguidas por el mismo Estado que capturó y analizó a La Bella Otero (Agustina Otero Iglesias), aquella que logró por un momento hacer del encierro psiquiátrico un escenario, regalando retrato y dedicatoria a su carcelero lombrosiano. Otras, como la feminista María Abella Ramírez, dispondrán del privilegio de su voz pública para disparar contra la Iglesia católica argentina. Si volvemos a Europa, veremos cómo los fuegos de Rusia atrajeron a la alemana Clara Zetkin, líder de la socialdemocracia, y a Rosa Luxemburgo, compañeras de esa misma lucha por la que vivió la revolucionaria Aleksandra Kollontay. Hasta allí llegaría, ilusionada, la anarquista Emma Goldman, quien pronto abandonaría la Unión Soviética para dejarse encantar por la España revolucionaria en 1936. Hacia la península ibérica viajó, también, la argentina Ana Piacenza con el sueño de trabajar por la causa en varios frentes, entre ellos la organización Mujeres Libres, cuya revista era leída por la escritora Maria Lacerda de Moura en una comuna de emigrantes europeos en Brasil.

Detrás de estos nombres propios palpitan legiones. Masas, grupúsculos, organizaciones, clubes, aquelarres, círculos de lectura, hordas. No podemos dar cuenta de todas: hay que saber escuchar el estruendo bajo las frases de las que llegaron a la autoría y a la placa consagratoria. Sus biografías están unidas por acontecimientos y escrituras. Por citas recíprocas, por lecturas mutuas. Por magisterios y admiraciones. Como eficaces archivadoras amigas, se editan entre sí, componen los mismos periódicos, se pasan fotocopias. Una incesante interlocución que nos arrastra y nos suma porque, cada vez que leemos, compartimos un texto o escribimos, nos hacemos parte de ese camino que la palabra no olvida.

Se trata de una antología que se quiere sonora, una apuesta de amplificación que va del «Yo hablo» de una escritora como Claire Démar al silencio estratégico de una librepensadora como la brasileña Maria Lacerda. Porque antes de tener nombre, el feminismo ya era una cuestión de voz. De alzarla y escribirla. De actuarla y resonar. Mientras las voces fueron pocas, eso que llamamos patriarcado apenas tembló. Cuando fueron muchas y unieron sus tonos diversos, lo que parecía natural se reveló histórico, lo evidente se tornó injusto y lo antes acallado se hizo denuncia pública. Voces que argumentaban suave, contestaciones fuertes, críticas sobre los críticos, reniego de las filosofías previas, acusaciones con dedo en alto, burla a los vigilantes, mohínes seductores, narraciones autocelebratorias, exhibición de pesares, humor. También fueron variados los géneros que transitaron: folletos, tratados, poemas, notas de opinión, novelas, ensayos, autobiografías, editoriales, entrevistas, cartas de amor.

Para visitar esa biblioteca profusa, es deseable reponer épocas y circunstancias, como intentan hacer las presentaciones que acompañan cada texto. En su brevedad no alcanzan a dar cuenta de la intensidad de esas vidas ni de la profundidad de sus obras; pero el repaso biográfico pone esas escrituras en diálogo con los acontecimientos históricos y resalta sus puntos de encuentro a través de los tiempos. Aunque también es posible saltearlas, olvidar todos los contextos y jugar a descubrir ecos inesperados, brutales actualizaciones, anacronismos hilarantes. Darse al peligro de la relectura con su eficacia descontrolada. Descubrir que algo todavía retumba en tu organización, en tu sindicato, en la cocina, en tu cama.

En Feminismos para la revolución, la socialista Flora Tristán conversa con mi hija. A pesar de la secuencia cronológica –que comienza en 1800, cierra en 1945 y pretende facilitar la lectura–, se invita a desconfiar de las continuidades lógicas, del etapismo y de las olas. Ese tipo de organización de la memoria resulta útil en muchas circunstancias –en especial, las pedagógicas–, pero no alcanza a ser el único modo de contar la historia feminista. Cuanto más esquemático es el relato, mayor es el riesgo de simplificar lo abigarrado, acallar lo extemporáneo o invisibilizar los márgenes.

Feminismos para la revolución se suma al largo intercambio entre las izquierdas y los feminismos, ya no suponiendo dos entidades concretas y definidas –que, según el momento o la geografía, se avienen a un matrimonio feliz, un noviazgo fallido o una separación tajante–, sino explorándolos como espacios que se están conformando mientras debaten. Rebeldías, insurrecciones, revueltas y emancipaciones hubo muchas a lo largo de la historia; pero socialismos, anarquismos, comunismos y feminismos comenzaron a tomar forma y nombre en ese proceso que se abrió alrededor de la Revolución Francesa y no cierra todavía. 

Entre una Clara Zetkin, pilar del Partido Socialdemócrata, y una Maria Lacerda, que se resiste a cualquier filiación política, nos encontramos con posicionamientos muy disímiles, pero todas tuvieron alguna participación en espacios de izquierdas que, con distintos grados de centralidad, incluían en su ideario o programa una preocupación por la denominada «emancipación femenina» o por la «cuestión de la mujer». Sus recorridos personales confirman la importancia de la lectura y la escritura como prácticas liberadoras; la mayoría fundó periódicos, editó folletos y libros o animó revistas con gran esfuerzo por conseguir los recursos materiales necesarios.

Muchas veces en velada o manifiesta controversia respecto de los órganos de expresión del partido o del movimiento, como se refleja en algunos títulos: Maison du Peuple y La Voix des Femmes, La Protesta Humana y La Voz de la Mujer, La Antorcha y Nuestra Tribuna. Revistas viajeras, epistolarios copiosos, giras de propaganda, libros en traducción son prueba de un decidido internacionalismo. Con intercambios que no siempre partieron desde los centros europeos hacia las periferias latinoamericanas, sino que establecieron diálogos horizontales en distintas direcciones geográficas e ideológicas. (Un pulso similar tuvo la construcción de la antología, al contrarrestar las fronteras clausuradas y los aislamientos obligados por la pandemia del covid-19 con veloces fotografías caseras, generosos documentos adjuntos y cálidos envíos de libros recién editados). Aquellas publicaciones guardan las huellas de una polémica recurrente con los hombres que declamaban la doctrina de la «emancipación de la Mujer» pero oponían resistencia a las libertades de las compañeras. Ellas aprenderían a asumir su lucha en primera persona y en una doble batalla, hacia la vida política en general y hacia el interior de sus colectivos; siempre con esforzadas negociaciones o con rupturas, desplantes y portazos que sonaban como denuncia de los límites del espacio que pretendía contenerlas.

Al parecer, incluso las consignas de emancipaciones femeninas o las fórmulas como «mujer y socialismo» escondían orientaciones tácitas de justas medidas y buenos modales; por ejemplo, en línea con el partido, en voz moderada, secundando. O con sensibilidad, prudencia, virtud y bondad. O con dedicación casi exclusiva a los temas «de mujeres» como si fueran «labores propias de su sexo», expresión muy común por entonces. Hubo que aprender, también, que cualquier desliz por fuera de esas pautas podía conllevar insultos y comentarios sobre la moral o el comportamiento sexual de la mujer (muy) pública. No siempre la respuesta de ellas fue en el sentido más rebelde; muchas quedaban entrampadas en el pudor o les era difícil ejercer su libertad con tan poca información, con escaso acceso a métodos anticonceptivos seguros y con violencias naturalizadas.

Junto con la mentada «cuestión de la mujer», el de estas voces es, también, el tiempo de la «cuestión sexual», con un amplio despliegue de las sexologías como dispositivos de saber y de poder, más los comienzos de los activismos para la despenalización de la homosexualidad. Las discusiones sobre la libertad sexual se dieron en los espacios más progresistas y de izquierdas, como lo demuestra la conformación de la Liga Mundial por la Reforma Sexual, que en 1928 fue encabezada por tres hombres: el médico y activista alemán Magnus Hirschfeld, el sexólogo británico Henry Havelock Ellis y el psiquiatra suizo Auguste Forel. La tensión entre «revolución» y «reforma» conformaba todo un paradigma que resultaba progresista respecto de las posturas religiosas y conservadoras, sobre todo al procurar distinguir entre goce y procreación y al no criminalizar la homosexualidad. Sin embargo, siguió entendiendo la sexualidad como una faceta instintiva, sujeta a la dicotomía varón-mujer y reprimida por factores sociales que, bajo un sistema injusto, podían generar «desviaciones» respecto de su cauce natural. La maternidad fue considerada un destino, y la reproducción, analizada con una mirada eugenésica por entonces muy en boga, mientras que la explotación y la hipocresía de la doble moral eran señaladas como causas de esa otra institución solidaria del matrimonio burgués, la prostitución. Con algunos pocos matices, los textos que componen esta antología comparten ese marco que, pese a sus limitaciones, propició nuevas libertades y subjetividades, y recién mostró signos de quiebres en la segunda mitad del siglo xx, cuando otras izquierdas y otros activismos se aliaron en favor del «sexo y la revolución»; así, surgieron nuevas configuraciones teóricas para comprender cuerpos y deseos.

La elección de autoras no tuvo como principio de selección una Mujer con mayúsculas. Al contrario, intenta exponer las vicisitudes de una figura siempre en disputa. Quienes luchaban por conquistar derechos para las ciudadanas partieron de un contexto que las consideraba biológicamente débiles e inferiores. Desafiaron academias enteras para construir la mujer del derecho civil y político. Contra esa vertiente liberal, las obreras quebraron la ilusión sobre la igualdad femenina al insistir en las diferencias de clase. En un sentido similar actuarían las mujeres de todos los colores por fuera de la supuesta uniformidad blanca y las que se querían libres del mandato heterosexual. Ni biologías ni esencias femeninas fueron viables para sostener una Mujer indiscutida, y esa inestabilidad, que se vislumbra en cada texto de esta selección, encontrará su síntesis, a mediados del siglo xx, con Simone de Beauvoir: «No se nace mujer, se llega a serlo».

La antología no pretende ser un proyecto de visibilización. Muchas de estas biografías ya han sido retomadas, incluso hasta la canonización militante. Algunas recibieron atención por parte de sus colegas o integrantes de sus agrupaciones y alcanzaron a un gran público lector. Aquí, en cambio, se invita a pensar el mecanismo mismo de esa visibilización/invisibilización en tanto lógicas de la construcción de cánones, programas de estudio, paneles de debate o, precisamente, antologías. Un juego de luces y sombras que opera en la historiografía y en la memoria política, y que debemos revisar con actitud aún más crítica cuando responde a nuestras preferencias o se solaza en los cupos cumplidos.

En esta cadena de sentidos compartidos a través de la historia no es necesario aclamar la originalidad ni justificar pionerismos, sino comprender singulares flexiones individuales, combinaciones personales de un drama histórico, eslabones preciosos de un nuevo engarce. Más que en el nombre propio o en la persona concreta que escribió, a veces en carne viva o ante la muerte, se busca centrar la atención en esa figura que, en cada texto, asume la primera persona y organiza distintas estrategias argumentativas para criticar, discutir, persuadir, enamorar.

A la colección de textos compilados en Feminismos para la revolución no se les pide coherencia: nos gustan así, desmañados. Sin pretender corregir o aleccionar, invitan al desbarajuste de las interpretaciones. Y a la conmemoración con una herramienta filosa en mano, una que pueda contra el mármol de los mitos. Queremos vida. Eso lleva tanto más trabajo, porque es preciso escarbar datos, descongelar imágenes muy apreciadas, destartalar figurones. Sobre todo, cruzar información, revolver archivos, identificar no el mejor relato, sino el más documentado. Y, después, no temer equivocarse en el nuevo armado, que será precario en su verdad, aunque meditado y siempre discutible.

Apostamos a ser parte de los feminismos que no son refugio de identidad ni barrera de control sobre los cuerpos. Nada más alejado de las versiones que se llaman a sí mismas radicales y se abroquelan en una supuesta definición biológica, desde la cual excluyen a quienes no cumplen sus acotados y fantasiosos parámetros «naturales». Al contrario, los feminismos que todavía tienen mucho para decir viven en las alianzas con los movimientos de mujeres y los activismos lgbti+. Un terreno de acuerdos y divergencias, desencuentros momentáneos, grandes querellas y finas redes de sensibilidades diversas sostenidas por lesbianas que no son mujeres, mujeres y hombres trans, mujeres cis, travestis, identidades no binarias, denominaciones queer y cuir, géneros fluidos, cuerpos gestantes, etc., en una indetenible creatividad personal y política. 

Apostamos también a contrapesar el efecto de novedad de la marea feminista, no porque carezca de una faceta inédita, específicamente la masividad y cierta aceptación cada vez más generalizada, sino porque la búsqueda es comprenderla desde esos pasados que le dan fuerza. Para acompañarse con las escrituras de otros tiempos memorables. Para anticipar nudos políticos y teóricos que ya se han enfrentado, y para desanudarlos con ideas previas que esperan volver al ruedo. Y, sin dudas, para enriquecer las autocríticas, ese bien tan propio. 

Las quejas por la falta de acuerdo o por la pluralidad excesiva de los feminismos parecen desconocer que más que un partido vertical, una camaradería obsecuente o un club de iguales, fueron siempre un campo de debate. Un vital desacuerdo que resistió la invitación a la ortodoxia y al recitado de catecismos. Conocer los inicios con perspectiva crítica permite comprender que aquellos primeros feminismos se forjaron con fe en el Progreso, bajo la irradiante luz de la Razón, en el imperio de la Ciencia de los países colonialistas. ¿Acaso puede sorprender tanto el vocabulario racista de una francesa de salón o el pánico homosexual de una señora de pueblo? ¿El pudor de una paria de la moral de su tiempo?

El usual señalamiento de esas tensiones problemáticas como un descubrimiento de último momento o como un factor de perspicacia personal (resaltado por títulos efectistas) demuestra que es necesario insistir en la historia de los feminismos. Dar a conocer con mayor ahínco los jaques que se hicieron a las hegemonías y a los divismos, las persistencias de sus memorias como calderas en continua ebullición. Sí, tenemos en ellas vestales ilegibles y celebrantes del sexo. Alianzas y rupturas, silenciamientos vergonzantes, redescubrimientos y nuevas ediciones de una palabra que no cesa. Y también por eso nos llaman marea.

Adentrarse en el pasado feminista ayuda a contrarrestar los análisis que tienden a clausurar el feminismo buscando una coincidencia con el fin del ciclo revolucionario de las izquierdas. Esas propuestas suelen identificar el triunfo del neoliberalismo con el del feminismo liberal, como si este fuera un sinónimo del feminismo en toda su extensión, o como si se tratara de una deriva reciente provocada por la cooptación capitalista, y no una expresión feminista fundante combatida por obra de las militantes de izquierda. ¿Se olvida que el anarquismo ya denunciaba el corazón burgués de las sufragistas y que las socialistas advertían que al feminismo se lo podía tragar entero el capitalismo con todas sus astucias? El malestar de la derrota histórica que atraviesa a cierta izquierda no se condice con la festiva potencia del fenómeno feminista actual. Ni justifica deplorar ni simplificar con la etiqueta «políticas de identidad» una de las revoluciones de la subjetividad, la vida cotidiana, la filosofía política y las sexualidades más dinámicas de la historia. Contra esto, hay remedio: encarar la lectura y el estudio de la gran cantera teórica y política feminista con la misma seriedad y pasión con que se aborda hasta el último de los manuscritos que nos legó Karl Marx. 

La antología parte de la idea de que los famosos encuentros y desencuentros de las izquierdas deben leerse allí donde las voces se quiebran. Por ejemplo, en estos textos, breves trances desafiantes que, aunque firmados con nombre propio, recogen saberes de la práctica política colectiva, donde lo personal y lo político estuvieron siempre abrazados. Cada uno deja ver cómo estas mujeres y algunos hombres que (sobre todo en el anarquismo) supieron percibirlo pusieron en duda la homogeneidad de la Humanidad, ese desvelo de las izquierdas. La repetida enunciación en primera persona y en femenino, así como las invocaciones a «obreros» y «obreras», sin más, resquebrajaban la idea de un conjunto universal, homogéneo y definitivo.

En esa interlocución, el feminismo no participa como un partido compacto ni como un movimiento de contornos definidos, sino como forma de enunciación singular. Una posición enunciativa de la revuelta, revulsiva incluso contra sí misma. Una voz que va en la senda de Virginia Woolf, hablando de recursos económicos cuando la convocaron a discurrir sobre «la Mujer y la novela»; de Julieta Lanteri, inscribiéndose como candidata cuando no le permitían ser electora; de Audre Lorde, advirtiendo sobre las insidiosas herramientas del amo; de Sara Ahmed y la tipificación de la aguafiestas que sabemos ser; de Virginie Despentes, convocando a las putas, las gordas y las feas frente al feminismo presentable; de Lohana Berkins, narrando su adolescencia y transformando mis ideas antes, siquiera, de leer a Judith Butler.

Desacatadas, las mil lenguas de la enunciación feminista no caben en ninguna revolución, la desbordan. Una práctica del decir sin olvidar la historia de aquellas voces que, desde las izquierdas, pudieron renegar del feminismo y aun así legarnos feminismos que se comprometan con el fin del capitalismo y con la imaginación de un mundo sin explotación. Un movimiento de innúmeras bocas para dudar de los cierres y las burocracias, para agitar las secretarías generales y los comisariatos. Para enrarecer partidos y sindicatos y habitar los aparatos de Estado con un ojo en la puerta de salida. Feminismos disidentes para leer la letra minúscula de las políticas públicas, los registros civiles y las utopías. Para denunciar la feminización de las deudas, vociferar contra la debacle ecológica y habitar las luchas antirracistas, antifascistas, antipunitivistas y antiespecistas presentes y futuras. Feminismos para revisar entidades como «ciudadano», «vecino», «compañero», «camarada», en una imparable invención subjetiva que tiene para ofrecer redefiniciones de la mujer tanto como estrategias para fugar de esa categoría si es preciso.

En esa cantera inagotable recolecté estas pocas voces. Ahora solo resta una invitación: leer los textos en voz alta. En soledad o en ronda. Leerles los gritos y los silencios, porque en cada una de sus puntuaciones apasionadas reviven los feminismos para la revolución permanente de la mismísima Revolución.


Nota: este texto es una versión levemente reformulada de la introducción a Feminismos para la revolución. Antología de 14 mujeres que desafiaron los límites de las izquierdas, selección, introducción y perfiles biográficos de L. Fernández Cordero, Biblioteca del Pensamiento Socialista, Siglo Veintiuno, Buenos Aires, 2021

  • 1.

    V. Bolten: «Enseñanzas del pasado» en La Nueva Senda No 12, 1910.

Este artículo es copia fiel del publicado en la revista Nueva Sociedad 295, Septiembre - Octubre 2021, ISSN: 0251-3552


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