Opinión
marzo 2021

Un alegato en favor de la política identitaria feminista

Desde un principio, el movimiento feminista se enfrentó al desafío de definir el sujeto político mujer y proclamar características en común a través de las cuales pudiera definirse a sí mismo. O para decirlo de otra manera: ¿por quién lucha realmente el feminismo? Y viceversa: ¿quiénes están (o se sienten) excluidos?

<p>Un alegato en favor de la política identitaria feminista</p>

 «Nadie soporta a las feministas», se dice en la serie Mrs. America, que muestra la lucha política por la Enmienda para la Igualdad de Derechos (Equal Rights Amendment) en la década de 1970, una enmienda constitucional que supuestamente garantizaría la igualdad de derechos para las mujeres en Estados Unidos. La frase lo sintetiza bastante bien, ya que no solo hay tradicionalmente resistencia a las demandas feministas en los reaccionarios de derecha: mucha gente de izquierda también insta una y otra vez a recordar que la demanda central es de igualdad social y justicia social, y a no dejarse dividir por los supuestos «intereses particulares» de movimientos individuales como el feminismo o Black Lives Matter. En especial desde la derrota de Hillary Clinton en las elecciones por la Presidencia de Estados Unidos en 2016, se ha generalizado el argumento de que últimamente los liberales de izquierda solo se han centrado en reclamos de minorías. Se dice que en la lucha contra la discriminación se han dejado de lado la desigualdad social y la lucha contra ella. Finalmente, se aduce también que este proceso ha facilitado el triunfo global de la derecha populista y la ultraderecha, si no es que ha sido  culpable de tal triunfo.

«Política identitaria» es el tan trillado eslogan que supuestamente explica la atomización y la falta de alianzas dentro de los movimientos de izquierda. Esta expresión parecería reemplazar como nuevo eslogan a la reaccionaria expresión de batalla «corrección política», muy popular desde hace varias décadas. Pero en ambos casos se trata de un intento –y esta es la tesis central del presente texto– de desacreditar y deslegitimar políticas emancipatorias que difícilmente podrían ser mayoritarias en la puja democrática.

Por cierto, la crítica a la política identitaria no es nueva. El feminismo ha trabajado incansablemente durante casi 150 años en la famosa «contradicción fundamental», es decir, la explotación capitalista, con cuya eliminación todas las demás formas de opresión desaparecerían naturalmente. Incluso los primeros socialistas exigían que las compañeras hicieran el favor de cesar sus quejas feministas y cerraran filas. Una vez establecido el socialismo –se decía–, la opresión de las mujeres también se resolvería por sí sola porque era tan solo una «contradicción secundaria». Un pronóstico que, como es sabido, no se ha cumplido.

Antes bien, fueron precisamente esos movimientos que habían sido despreciados por ser de «política identitaria» los que hicieron frente a esa opresión. Porque sin política identitaria habría una alta probabilidad, por ejemplo, de que siguieran vigentes las leyes Jim Crow, que rigieron en el sur de Estados Unidos durante el periodo comprendido entre la abolición de la esclavitud en 1865 y el final (oficial) de la segregación racial a mediados de la década de 1960: entre otras cosas, las mujeres seguirían sin poder votar y la homosexualidad sería aún una conducta punible.

Y estas luchas elementales contra la discriminación y por la igualdad de derechos tampoco deben, contrariamente a las críticas, separarse de las luchas por la igualdad y la justicia social. A diferencia de la política identitaria de derecha, que trata de asegurar privilegios y la exclusión de minorías, la política identitaria de izquierda lucha por la participación y la inclusión. Tampoco es una forma de protesta que una haya elegido, sino esencialmente una reacción ante la discriminación. Reacciona al hecho de que determinadas características (no todas necesariamente negativas) son asociadas a un supuesto colectivo. Esto significa, por ejemplo, que las mujeres son consideradas irracionales, pero al mismo tiempo son asociadas a una mayor emocionalidad y empatía. Estas atribuciones colectivas son históricamente contingentes, pueden cambiar y, a veces, incluso directamente contradecirse. Las personas son reunidas así en un grupo que supuestamente forma una «unidad» propia: «identidad» proviene del latín idem, que significa «lo mismo». Esta unidad es algo que fija la sociedad. Las personas que se encuentran en ella no son realmente «las mismas». Así, fue el racismo el que creó el constructo race y no al revés, tal como escribe Ta-Nehisi Coates en el prefacio de El origen de los otros, de Toni Morrison. Por lo tanto, se trata a las personas como colectivos sin que estas hayan decidido pertenecer a tal colectivo.

Esta atribución colectiva tiene consecuencias enormes que el individuo debe soportar pero que solo surgen por la pertenencia atribuida: una determinada mujer experimenta el «techo de cristal» no porque haya hecho algo mal al planificar su carrera individual, sino porque, como parte del colectivo «mujeres», está expuesta a la discriminación estructural; si bien los fascistas dan golpizas a personas concretas individuales, estas experimentan esa violencia porque con anterioridad fueron colectivizadas racialmente. Entonces, si la discriminación y la opresión funcionan siempre y exclusivamente de manera colectiva, es lógico defenderse también contra ellas de manera colectiva.

El Combahee River Collective acuñó la expresión «política identitaria» en 1977. En una declaración programática, esta asociación de lesbianas negras anunció: «Creemos que la postura política más profunda y tal vez la más radical surge directamente de nuestra propia identidad». Esto significaba que la opresión específica que experimentaban en concreto como lesbianas negras se podía combatir mejor a partir de su situación específica como lesbianas negras, y que la podían combatir conjuntamente. Estas mujeres no se reconocían en una política de izquierda que tenía principalmente al trabajador industrial masculino como figura modélica del proletariado. Porque la realidad de la vida de este trabajador no se correspondía con la situación vital que ellas experimentaban ni con sus vivencias de explotación.

La palabra «colectivo», que probablemente no por casualidad forma parte del nombre del Combahee River Collective, es central. Pero reaccionar como un colectivo a la opresión experimentada por un conjunto requiere, en primer lugar, la aceptación de esta atribución y esta pertenencia determinadas desde afuera. Esta obligada aceptación va acompañada de una autodefinición y una redefinición de la identidad colectiva asignada. La subordinación experimentada, junto con los atributos despectivos, debería convertirse ahora en una entidad colectiva con connotaciones positivas, autoelegida y autoempoderante: las mujeres ya no son el «sexo débil», sino fuertes y autodeterminadas, negro ya no es peor que blanco, sino que «Black is beautiful», el «orgullo gay» hace que «homosexual» deje de ser un improperio, etc.

Sin embargo, el dilema central de cualquier política identitaria de izquierda sigue siendo tener que referirse positivamente a categorías que en realidad son la causa de la discriminación. Por lo tanto, la política identitaria se caracteriza por una ambivalencia fundamental entre el rechazo y la afirmación de la identidad. La afirmación conlleva un gran peligro de la política identitaria: el de la esencialización. Pues las asociaciones sexistas y racistas, por ejemplo, a menudo son ambivalentes y peyorativas: las mujeres son vistas como empáticas y cariñosas, los varones negros como fuertes y potentes. Por lo tanto, es grande la tentación de incluir en el propio diseño de la identidad estas atribuciones contingentes que se hacen desde afuera y de esencializarlas, es decir, declararlas como características esenciales. Lo afro asumido con seguridad en una misma es tan indisolublemente parte de la negritud como el elogiado útero es parte de ser mujer. A la inversa, esto significa que quedan excluidas aquellas que no tienen la estructura capilar necesaria o quienes, como las mujeres trans, carecen del órgano requerido. La identidad colectiva asumida deja de ser entonces un constructo auxiliar que finalmente surge de la legítima defensa. Más bien postula y vuelve a manifestar diferencias esenciales donde en realidad no las hay.

El ejemplo de los movimientos feministas, que fueron y son movimientos centrales en las políticas identitarias, muestra de manera particularmente vívida lo arduo que es buscar una esencia identitaria. «¡¿No soy una mujer?!», preguntaba la ex-esclava Sojourner Truth en 1851. Con su famoso discurso «And ain’t I a woman?!", denunció, durante una convención sobre los derechos de la mujer en Ohio, que el movimiento feminista estadounidense, que acababa de nacer, no incluía en su demanda de emancipación a las negras ni a las mujeres esclavizadas, incluso pese a que el movimiento feminista estadounidense se había inspirado, sobre todo, en la lucha de los hombres y las mujeres abolicionistas por la supresión de la esclavitud.

La crítica de Sojourner Truth marcó así el comienzo de un argumento que recorre como un hilo rojo la historia del feminismo: ¿por quién lucha realmente el feminismo? ¿Quiénes eran exactamente «las mujeres» cuyos derechos defendía? O formulando la pregunta al revés: ¿quién era excluida? Desde un principio, el movimiento feminista se enfrentó al desafío fundamental de definir el sujeto político mujer y proclamar características en común a través de las cuales ese colectivo pudiera definirse a sí mismo. Al igual que con Sojourner Truth, esta identificación fracasó (y sigue fracasando) no solo por el color de la piel: el fracaso reconoce las más diversas razones a lo largo de la historia del feminismo. Las trabajadoras se sentían excluidas del feminismo burgués y las feministas del Sur global se sentían excluidas del feminismo occidental, las lesbianas rechazan el feminismo de las feministas heterosexuales por ser excluyente, etc.

Un conflicto básico central del Primer Movimiento Feminista, que surgió en la segunda mitad del siglo XIX, fue inicialmente el antagonismo entre trabajadoras y feministas burguesas. Desde entonces se ha intentado combinar la cuestión social con la «cuestión de la mujer», es decir, la política de clases con la política identitaria. Porque a pesar de todos los antagonismos y conflictos de intereses, hay innumerables ejemplos que muestran que las políticas identitarias, tanto en la teoría como en la práctica política, no se oponían en modo alguno a la política de clases.

Los movimientos feministas siempre han denunciado la pobreza femenina y han formulado una elaborada crítica a la economía con la que, entre otras cosas, exigieron el reconocimiento del trabajo reproductivo y una redistribución radical del trabajo remunerado y el no remunerado. En una entrevista con el periódico ak - analyse & kritik en 2017, la feminista marxista Silvia Federici criticó lo anticuada que es la idea de esta contradicción (política identitaria versus lucha de clases): «La idea de que hay cultura por un lado y lo real por el otro es parte de una concepción muy paleomarxista, paleolítica, de lo que es explotación y acumulación. Básicamente, esta concepción todavía ve la acumulación principalmente en la fábrica y todo lo demás es 'cultural'».

El deseo de formar alianzas en vista de una izquierda dividida y fragmentada es comprensible y generalizado. El malestar por la multiplicación indiferenciada de categorías de discriminación inquieta a muchos críticos y críticas de izquierda de las políticas identitarias. Pero los llamamientos a la unidad y a dejar estratégicamente atrás las diferencias son desacertados, pues estas diferencias existen y son enormes. Por lo tanto, la solución para una política identitaria de izquierda implica no negar estas diferencias ni evaluarlas necesariamente como divisivas y disolventes. Como toda política identitaria, también debe reconocer que la propia homogeneidad es solo una ficción auxiliar y debe afirmar la diferencia como característica constitutiva e incluso constructiva.

Este reconocimiento trae consigo una gran oportunidad: a fin de cuentas, la crítica de la política identitaria de las minorías es precisamente la fuerza y no la debilidad de los movimientos de izquierda. La política identitaria de izquierda quiere superar las marginaciones para trabajar en forma mancomunada por una mayor justicia para cada vez más personas. Y en vista de las actuales invectivas, es extremadamente importante tener en cuenta este logro histórico. Así, el objetivo de la política identitaria de izquierda no es la división, sino más bien lo que supuestamente se impide: la solidaridad.


Traducción: Carlos Díaz Rocca

Fuente: Neue Gesellschaft-Frankfurter Hefte




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