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NUSO Nº 128 / Noviembre - Diciembre 1993

Salvador Allende, el tabú y el mito

Hay heridas que aún no cicatrizan. Es cierto. Pero, veinte años después de aquel 11 de septiembre, el ámbito de la política ha vuelto a ser el ámbito del diálogo. Es común ver a viejos enemigos que se saludan, a veces hasta con afecto. Y quienes mantienen el ánimo ideológico-belicoso de antaño, más parecen boxeadores que ensayan golpes con su sombra. Son efectos de la renovación ecuménica y del fin del «confrontacionismo», que caracterizan a nuestra democracia escarmentada. En este contexto, todo indica que ya está llegando el momento de enfrentarse, con todo respeto pero sin miedo, al tabú y al mito tejidos alrededor de Salvador Allende.

Salvador Allende, el tabú y el mito

Hay heridas que aún no cicatrizan. Es cierto. Pero, veinte años después de aquel 11 de septiembre, el ámbito de la política ha vuelto a ser el ámbito del diálogo. Es común ver a viejos enemigos que se saludan, a veces hasta con afecto. Y quienes mantienen el ánimo ideológico-belicoso de antaño, más parecen boxeadores que ensayan golpes con su sombra. Son efectos de la renovación ecuménica y del fin del «confrontacionismo», que caracterizan a nuestra democracia escarmentada. En este contexto, todo indica que ya está llegando el momento de enfrentarse, con todo respeto pero sin miedo, al tabú y al mito tejidos alrededor de Salvador Allende.   

El tabú, obviamente, nació como efecto-demostración de la violencia. Desde el mismo día 11, ella impuso una comprensible cautela a quienes se sentían vinculados al Presidente o a los partidos que formaron la Unidad Popular. Sabían, ellos, que no sería fácil rendir público homenaje, en Chile, a quien fuera su líder. También en la Democracia Cristiana hubo síntomas del tabú. La circunstancia autoritaria pareció bloquear a sus dirigentes, desde dos direcciones encontradas: impidiendo, en unos, el desarrollo de la crítica al mandatario fallecido, y postergando, en otros, el reconocimiento de su talante democrático. 
 
Sin embargo, el paso del tiempo y el peso de la nueva realidad fueron abriendo vías para la segunda posición. La primera ventana la abrió Bernardo Leighton desde Turín, en 1974, manifestando respeto y admiración por Allende, quien «murió en su puesto (...) dentro de la democracia chilena». Lo seguiría, en 1975, el mismísimo Eduardo Frei Montalva - aunque de manera algo críptica - diciendo que «tenemos que reconocer todos la parte de culpabilidad que nos cabe en lo ocurrido en Chile». Andrés Zaldívar, en 1981, desde su exilio español, recordaría que «con Allende tuve siempre una relación humana muy agradable». Leighton subiría el listón del reconocimiento en 1985, de vuelta a Chile tras el atentado contra su vida, afirmando que Allende fue un demócrata cabal y que «nunca pudo existir una duda al respecto». En este contexto, Patricio Aylwin, en 1986, recuperaba para la historia una réplica del mandatario, producida durante su último y dramático diálogo de 1973: «mientras yo sea presidente no habrá dictadura del proletariado en Chile». 
 
En la línea de los reconocimientos póstumos, el más notable golpe contra el silencio vino desde los Estados Unidos. Nathaniel Davis, embajador en Chile durante los dos últimos años de la Unidad Popular, describía en sus memorias a «un líder extraordinario y un ser humano profundamente notable». Con las matizaciones propias de quien representara al gobierno de Richard Nixon, en la época, añadía que, a su juicio, Allende fue un demócrata y un socialista sincero. 
 
Recordando a Balmaceda 

Para los chilenos de la diáspora, sin problemas de autocensura o de consecuencia con una previa oposición áspera, el nombre de Allende se iría transformando en el factor de unidad por excelencia. En contraste con las miserias del exilio y la inepcia de muchos dirigentes, el recuerdo del líder crecía hasta las fronteras del mito. Sobre esta base, el culto exterior a la memoria de Allende llegó a comprender desde quienes fueron sus amigos personales independientes, hasta sus acerados críticos del Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR). Esto es, desde quienes afirmaban que ningún partido de la UP supo comprender el pensamiento del líder, hasta quienes sostenían que éste no pasaba de ser un «reformista burgués» (y hoy cuesta recordar la tremenda carga peyorativa que tenía, entonces, esa descalificación doctrinaria). 
 
En cuanto a los representantes cívico-militares del gobierno del general Pinochet, los años fueron marcando una ostensible contención. Para comenzar, se olvidó esa equivalencia entre Allende y Satanás que, con mucha seriedad, había planteado un alto jefe naval. Más allá del primer quinquenio, nadie parecía acordarse de aquellos días de septiembre del 73, cuando la televisión mostraba entre los escombros de la casa de Tomás Moro, como signos pecaminosos, el guardarropa del Presidente y algunas botellas de Chivas Regal. 
 
Es posible que dicha contención haya sido el primer signo de que el equilibrio comenzaba a recuperarse. La primera señal de que ningún tabú podría imponer pautas a los historiadores. También es posible que los propios militares, superada la tensión de su brusco cambio de roles y escuchando en eso a la Iglesia, hayan impuesto un respeto mínimo al Presidente caído. Después de todo, existen importantes elementos de juicio, dentro de la institucionalidad castrense, para reconocer que el civil Allende comprendió y valoró el rol profesional y social de las Fuerzas Armadas chilenas. En sus últimas palabras - hora de la verdad definitiva - no existe un solo ataque a «lo militar», como institución. De otro lado, formados profesionalmente en la valoración del coraje y del honor, los militares no podían ser insensibles al gesto de un hombre que supo asumir su muerte con «serena firmeza». Consecuente con el latiguillo que solía usar en sus discursos. 
 
Es que, por muchas vías, el Allende del 11 de septiembre traía a las memorias informadas el recuerdo del presidente José Manuel Balmaceda. El mismo que en 1891, enfrentado a otra encrucijada histórica, optaba por el suicidio, tras rechazar las opciones del exilio y la rendición. En su última carta, Balmaceda había declarado que «he desdeñado el camino de la evasión vulgar, porque lo juzgo indigno del hombre que ha regido los destinos de Chile». El mismo espíritu, casi el mismo estilo, se transmitiría casi ochenta y dos años después, con las últimas palabras de Salvador Allende. 
 
Prisionero del «cuoteo» 

Entre autocensuras, ataques congelados, intentos manipulatorios y respetos conquistados, Allende se ha convertido en un escurridizo sujeto histórico. Más allá de las dificultades obvias que supone la cercanía de los hechos, la vigencia política de muchos actores y la supervivencia de muchas pasiones, el personaje sufre la confluencia de dos posiciones encadenadas; aquella según la cual los partidos de la ex-UP tienen, aún, una autocrítica global pendiente, y aquella según la cual «nunca hay que dar armas al enemigo». 
 
Por cierto, habrá que resignarse a operar sin esa autocrítica que algunos añoran, porque siempre seguirá pendiente y nunca será fiable. De acuerdo con su naturaleza, tal autocrítica pertenece a la lógica de las tácticas y estrategias de las formaciones políticas, que no son, como se sabe, congresos de historiadores o de cientistas sociales. En cuanto a esas armas que no se deben regalar al enemigo, se trata, prácticamente, de una inducción para manipular la historia: como todavía quedan quienes ven la lucha política en términos de confrontación, siempre existirá la tentación de tergiversar, simular y, en definitiva, desinformar. Este tipo de manipulación puede detectarse tanto en los irreductibles de la dictadura proletaria, como en los que siguen dividiendo al país entre los buenos y los malos chilenos. 
 
De acuerdo con lo anterior, a los jóvenes, que hoy se autodefinen de izquierda tal vez les sorprendería saber que si Allende fue un líder, jamás tuvo esa connotación cubana de «líder máximo». Muchos quizás ni saben que su proclamación como candidato presidencial, en 1970, fue el resultado de una dura pugna intra e interpartidaria. Pese a su popularidad, el entonces senador no arrancaba como el representante indiscutido de los socialistas ni de los comunistas, que juntos se percibían como «el eje» de la UP. 
 
En la práctica presidencial, esto tendría una secuencia inidiosa, plasmada en la mediatización y hasta el bloqueo de sus órdenes y directivas. Estas llegaban a destino - si llegaban - tamizadas por la interpretación de los aparatos partidarios o desnaturalizadas en los laberintos del cuoteo. Allende se veía, a menudo, en la necesidad de llamar directamente a mandos medios de la Administración cuando quería asegurar el procesamiento de alguna iniciativa que le parecía importante. En el cuerpo diplomático se sabía, a este respecto, que tan imprescindible era conocer el rango y ubicación de los altos funcionarios chilenos, como el partido de la UP al cual pertenecían. 
 
Era inevitable, por tanto, que el presidente Allende se convirtiera en la primera víctima de las incombustibles discrepancias entre los partidos de gobierno, con toda la mengua que ello significaba para el ejercicio de su mandato. Por ello, parte del culto a su memoria podría interpretarse como una autocrítica tácita o como un acto de pura contrición. 
 
La astucia del mito 

Lo fascinante es que ni siquiera la trágica muerte del líder desbloqueó los mecanismos que entrabaron los últimos años de su vida. La historia de Chile tendrá que hacerse cargo, por lo mismo, del significado que tuvo el tratamiento informativo de ese momento supremo. Esto, porque la posterior polémica, en sordina, entre quienes adhirieron a la versión del suicidio y quienes optaron por la versión de la muerte en combate, también estaría signada - conciente o inconcientemente - por un sesgo manipulatorio. 
 
En este sentido, la exaltante versión de Fidel Castro, propalada desde La Habana, fue aceptada por muchos desde la emoción. Sin comprender hasta qué punto podía servir de base para inducir comportamientos políticos futuros, o en qué sentido podía falsear la personalidad política de Allende. Frente a la polémica posterior pensarían, a lo más, que se había promovido un enfrentamiento absurdo entre un Allende muerto como Balmaceda y un Allende muerto como el Che Guevara. Tuvo que pasar un tiempo - ese que forma el sedimento de la historia - para comprender, a cabalidad, que la mitificación de esa muerte tenía relación con tesis de acción política predeterminadas. Y que, por tanto, había un discernible método en aquel enfrentamiento absurdo. 
 
Así, la opción por la muerte guerrillera suponía un ámbito macabro para el recurrente enfrentamiento entre los «verdaderos revolucionarios» y «los reformistas». También la muerte podía ser «verdaderamente revolucionaria» o «simplemente reformista». Fidel Castro, al servir de portavoz para asignar a Allende la muerte en combate, establecía, a título póstumo, que la ultraizquierda continental no podía seguir calificándolo como un «reformista burgués». Su muerte, correctamente heroica, lo rehabilitaba frente a los críticos de ese sector. Eso no era todo. La opción por una muerte guerrillera también debía servir como factor movilizador en las luchas políticas del futuro próximo. Como trampolín para impulsar estrategias y tácticas que privilegiaran el componente militar. Es que no era lo mismo inmolarse en defensa de una institucionalidad democrática, que morir combatiendo para que otros, guiados por el ejemplo, iniciaran una lucha con objetivos radicales. Sin repetir, por cierto, el error de defender una «democracia puramente formal». 
 
A horcajadas sobre el mito cabalgaba, naturalmente, la maltrecha tesis de la revolución continental, armada y socialista. La misma que se había estrellado contra la realidad (los porfiados hechos) durante toda la década del 60, recibiendo el puntillazo con la elección presidencial de Salvador Allende, el 4 de septiembre de 1970. Fidel Castro estaba en condiciones de vincular, de esa manera, el fracaso del experimento chileno con la autoafirmación. Con la reivindicación, aunque sólo fuera teórica, de posiciones de liderazgo que el nuevo cuadro político global hacía cada vez menos viables. Sintéticamente expresado, la muerte guerrillera del presidente chileno venía a demostrar que el comandante no se había equivocado, que sus posiciones siempre habían sido «las correctas» y que esa insólita «vía chilena al socialismo» estaba condenada por las leyes de la dialéctica. Todo esto pudo encapsularlo Fidel Castro en la frase-clave de su versión sobre la muerte de Allende: Los revolucionarios chilenos saben que ya no hay ninguna otra alternativa que la lucha armada revolucionaria. La astucia del mito quería, de esta manera, que el heroísmo real del líder chileno cediera ante un heroísmo de leyenda, para servir una estrategia política que no fue la suya. Para catalizar esa guerra interna o civil, que quiso impedir, precisamente, con sus últimas palabras. 
 
El verdadero enigma 

Lo notable, en el caso de Allende, es que la opacidad inducida, no viene, fundamentalmente, de sus adversarios o enemigos. Estos lo vieron, en vida, a través de prismas claros. De discrepancias o antagonismos, exacerbados pero cristalinos. La ambigüedad oscurecedora viene, mas bien, de la interacción de los sectores que rodearon al líder, en distintas posiciones concéntricas: sus amigos, sus camaradas, sus aliados, sus relaciones políticas internacionales, sus «críticos desde la izquierda». Fundamentalmente, procede de aquellos que no supieron comprender hasta qué punto era disfuncional el talante democrático de Allende con el proyecto puro y duro de revolución que postulaban. 
 
La incongruencia fue muy bien expresada por Regis Debray, cuando escribió que Allende era, políticamente, «un, reformista, un adepto del compromiso, la transacción y el diálogo». Lanzado después del 11 de septiembre, en tono mas bien peyorativo (todavía faltaba un tiempo para que Debray se convirtiera al socialismo democrático de Mitterrand), aquello iluminaba una incompatibilidad esencial: no se podía liderar un proceso hacia una dictadura proletaria persiguiendo reformas, aceptando compromisos, realizando transacciones y, en definitiva, manteniendo la discusión política abierta. En otras palabras, el demócrata Allende no era el líder funcional para el proyecto político que Debray promocionaba. 
 
Al fin de cuentas, superado el tabú y desmontado el mito, siempre quedará un enigma grueso por resolver. Pero éste ya no es - ya no debiera ser - el de la muerte específica del líder ni el de si fue o no un verdadero demócrata. El enigma remanente debe centrarse en la sorprendente soledad política de quien pretendió transformar su sociedad de un modo inédito. En la utopía de ese masón elegante, irónico y enamoradizo, que quiso convertir a Chile en «la primera nación de la tierra llamada a conformar el segundo modelo de transición a la sociedad socialista». 


En este artículo
Este artículo es copia fiel del publicado en la revista Nueva Sociedad 128, Noviembre - Diciembre 1993, ISSN: 0251-3552


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