Salir del autoengaño
marzo 2018
La centroizquierda chilena vive una profunda crisis. Tras la derrota electoral, el espacio progresista tiene la obligación de sacarse la venda de los ojos, abandonar la autocomplacencia y hacer una profunda autocrítica. Debe comprender las razones por las que sus propuestas no lograron el respaldo ciudadano y le abrieron, de par en par, la puerta del gobierno a la derecha.
El domingo 11 de marzo por la mañana, la hoy ciudadana Michelle Bachelet salía por última vez del Palacio de La Moneda como presidenta de Chile. Pese al grupo de fervientes partidarios que la vitoreaban fuera de la casa de gobierno, este último adiós no dejó a muchos festejando. Y es que muy lejos del 80% de popularidad con que dejó la presidencia en 2010, Bachelet acabó su segundo mandato con menos de un 40% de respaldo y legó la peor derrota electoral para el progresismo desde el retorno de la democracia. La coalición de centroizquierda está hoy irreparablemente rota y sumida en una profunda crisis.
El gobierno, sin embargo, logró avances cruciales en derechos para las mujeres, grupos LGTBI y los sectores más vulnerables de la sociedad. La reforma a la educación –uno de los pilares programáticos de la centroizquierdista Nueva Mayoría— aunque manejada con impericia técnica e improvisación política, es particularmente simbólica. Las nuevas normas prohíben el lucro en las instituciones de enseñanza primaria y secundaria y establecen gratuidad universitaria, que hoy beneficia al 60% de la población más desfavorecida del país. Con ello, la centroizquierda cambió por completo la lógica heredada de la dictadura: la educación pasó de ser un “bien de consumo” a constituir un derecho social.
Hoy los chilenos y chilenas entienden la necesidad de contar con derechos garantizados por el Estado y no están dispuestos a que se retroceda en lo ganado. Pero, paradójicamente, la ciudadanía castigó en las urnas al sector que hizo posible esos históricos cambios. La centroizquierda no fue capaz de capitalizar de sus propias banderas porque se mantuvo por cuatro años ensimismada, enredada en una coalición sin proyecto político y desconectada de la realidad.
Piñera, por su parte, entendió a tiempo que su tradicional discurso centrado en «crecimiento, eficiencia e inversión» ya no era suficiente para conquistar al electorado y, con astucia, en vez de diferenciarse de la centroizquierda, adoptó algunos de sus postulados. La gratuidad de la educación, lo más parecido a una grosería impronunciable para la derecha hasta hace unos años, terminó siendo una de sus mejores aliadas. La derecha comprendió que eliminar la gratuidad no era electoralmente viable, así que no solo prometió mantenerla sino también expandirla a los centros de educación técnico-profesional. La estrategia dejó a Piñera en La Moneda y a la centroizquierda perpleja, sin proyecto y sin respaldo ciudadano.
Sin embargo, nada de eso fue inesperado: desde el mismo 2014 hubo claras señales que algo no andaba bien. A los pocos meses de su inicio, la gestión Bachelet era apoyada solo por un 35% de la población; un año después, el 2015, por cerca de un 20% y el 2016 solo conseguía cifras que rondaban entre un 16 y un 18% de respaldo. La Nueva Mayoría, por su parte, estaba aún peor. Una de las encuestas más prestigiosas del país mostraba que de un 30% de aprobación en 2014, la coalición de centroizquierda se mantuvo con menos del 15% casi todo el mandato, marcando incluso 8% en su peor momento. A la luz de los números, había razones para hacer una recalibración y un cambio de rumbo, pero la coalición de centroizquierda decidió no ver y refugiarse en el bálsamo del autoengaño.
La psicología explica que nos autoengañamos para evitar asumir las consecuencias de los propios actos, para justificarnos o para sostenernos ante una realidad adversa. Y así ocurrió: ante los decepcionantes números, tanto el gobierno como la centroizquierda elaboraron un sinnúmero de discursos que oscilaron entre culpar a la derecha de manipular las encuestas y declarar que la ciudadanía –víctima de una repentina miopía—entendería más adelante las ocultas virtudes del gobierno.
Lo cierto es que los resultados electorales estuvieron mucho más cerca de las encuestas que de la autocomplacencia de la centroizquierda. Si el progresismo quiere volver a ser gobierno, el primer paso es sacarse la venda de los ojos, reconocer que los últimos cuatro años –pese a las buenas intenciones— estuvieron plagados de errores y que las elecciones fueron un fracaso profundo. En ese proceso sugiero revisar tres temas fundamentales: la política de alianzas, el trabajo con las bases, y los liderazgos.
Respecto de las alianzas, uno de los errores fue la creación de una alianza electoral puramente instrumental, sin acuerdos en lo sustantivo ni proyecto político común. En efecto, la Nueva Mayoría fue un matrimonio malavenido, con evidentes tensiones entre la Democracia Cristiana y el Partido Comunista que perjudicaron innecesariamente la labor del Ejecutivo. Lo que corresponde hacer ahora no es buscar quién será el próximo socio electoral, sino emprender la reflexión que no se hizo cuando ganó Piñera la primera vez. El progresismo no entendió por qué perdió las elecciones en 2009 y tampoco entiende por qué perdió esta vez.
El segundo desafío es la conexión con la ciudadanía. La centroizquierda perdió la sintonía con las preocupaciones, aspiraciones y críticas de las personas a quienes debe representar. Así construyó un programa de gobierno con obstinado ensimismamiento que, al final, le pasó la cuenta en las urnas. La centroizquierda precisa, en este sentido, retomar su trabajo en los territorios; debe recorrer el país no haciendo promesas electorales, sino tomándole el pulso a las bases.
La tercera tarea consiste en renovar los liderazgos y preparar a la generación de recambio. Tanto el Frente Amplio –la coalición de izquierda más dura— como la derecha aparecieron en esta contienda electoral con un contingente de rostros nuevos, que refrescaron el denso aire de la política, y que les valió una significativa cantidad de escaños. En la centroizquierda, en cambio, los rostros nuevos fueron la excepción. Es cierto que la tarea de formar nuevos líderes no es fácil. Requiere voluntad política para ceder espacios de poder, necesita recursos y también demanda tiempo. Pero tiempo es lo que habrá. La derecha ha vuelto a La Moneda con un proyecto político de largo plazo y si Piñera mantiene su discurso centrista y no comete errores graves, es probable que la derecha esté dos mandatos en el poder.
Esta es la oportunidad para que la centroizquierda se quite la venda de los ojos, haga el duelo, se reinvente, y reaparezca – como otras veces en la historia— con visión de futuro, con líderes inspiradores y con un proyecto que avance hacia ese país más justo que anhela la mayoría.