Opinión
abril 2018

República Dominicana: cuando se van los haitianos

La xenofobia contra los haitianos crece en República Dominicana. Es alentada por el presidente Danilo Medina. Su propuesta de militarizar la frontera expresa los bajos instintos de un sector de la sociedad que desprecia a sus vecinos, de los que usufructúa trabajo barato y a quienes utiliza como mercado para colocar sus productos.

<p>República Dominicana: cuando se van los haitianos</p>

El 27 de febrero pasado, el presidente dominicano Danilo Medina pronunció su discurso anual ante el Congreso. Obviando los inmensos problemas de esta sociedad, lo basó en la necesidad de prevenir lo que dibujó como una inmigración sostenida e incontrolada de haitianos. El tema abarcó el 40% del discurso. La palabra «frontera» fue mencionada 19 veces, y asociada en 13 oportunidades a términos negativos como desorden, anarquía, amenaza, narcotráfico y descontrol. Y propuso incrementar la militarización de la frontera.

Fue como un disparo de arrancada para los bajos instintos xenófobos acunados en la sociedad dominicana. Los medios de todo tipo estuvieron durante días apoyando lo que proclamaban como una verdadera cruzada patriótica. Algunas plazas públicas se llenaron de turbas vociferantes. En diversas zonas del país, los residentes haitianos fueron sometidos a escarnios violentos. Miles de ellos fueron apresados y deportados sin el debido proceso, y en una ciudad fronteriza llamada Pedernales, las turbas tomaron virtualmente el control y dieron 24 horas a los haitianos para que cruzaran la frontera de vuelta.

Obviamente, ni Medina ni los restantes componentes de la corrupta clase política dominicana estaban inventando una situación. Solo la estaban retomando.

Un poco de historia

Cuando, a principios del siglo XVII, los bucaneros y piratas europeos constituyeron una peculiar república del vicio en la hoy isla haitiana de La Tortuga, no podían imaginar que estaban inaugurando la relación contenciosa binacional más larga y compleja del continente latinoamericano.

Desde entonces, la colonia española de Santo Domingo y la francesa de Saint-Domingue, luego República Dominicana (RD) y Haití respectivamente, conocieron invasiones en ambas direcciones, masacres indiscriminadas, guerras y contubernios diplomáticos. Pero curiosamente, tras los soldados siempre hubo comerciantes, y tras los pasquines chovinistas, hubo una red de relaciones transfronterizas donde intereses y solidaridades configuraron una peculiar interdependencia.

La llegada de Rafael L. Trujillo al poder en 1930 marcó un momento trágico cuando en 1937 decretó la matanza de miles de haitianos y dominico-haitianos residentes en la frontera. Trujillo fue el arquitecto del modelo de relación utilitaria a que siempre aspiró la elite racista y antihaitiana en República Dominicana: una frontera cerrada y severamente controlada, un uso extendido de la fuerza de trabajo barata y desprotegida haitiana y un montaje ideológico nacionalista que dibujaba a Haití como la antítesis de República Dominicana: la primera africana, negra y pagana; la segunda española, blanca y católica.

Los años 90 conllevaron un cambio sustancial en la relación binacional. Tras los dolorosos ajustes neoliberales de los 80, el modelo económico dominicano se orientó decididamente hacia la exportación, y Haití apareció como una oportunidad única. Los empresarios dominicanos supieron aprovecharla y llegaron a exportar valores anuales en torno a los mil millones de dólares. Haití fue tratada como una suerte de mercado interno degradado, capaz de absorber productos que por sus calidades discretas no podían realizarse en ningún otro mercado, un genuino subsidio a la ineficiente economía dominicana. República Dominicana exporta a Haití cerca de un millar de productos entre los que se destacan cemento, varillas de acero, huevos y pollos, desechos de arroz, productos agrícolas varios, un vino tinto que -como el lector sospechará- no se encuentra entre las grandes virtudes dominicanas, e incluso hielo.

Haití, en cambio, solo logra exportar cantidades pequeñas de muy pocos productos que no llegan a los cien millones de dólares anuales. En términos estrictamente económicos, la manera en la que Haití compensa este desbalance es exportando a República Dominicana su mercancía más abundante: fuerza de trabajo barata, descalificada y desprotegida.

De hecho, este fue su rol en la división regional del trabajo desde los tiempos en que las plantaciones azucareras se adueñaban del paisaje caribeño. Los haitianos fueron piezas claves del desarrollo capitalista en Cuba y en República Dominicana, y lo hacían tributando su mejor fuerza de trabajo. En consecuencia, el país sufrió una permanente descapitalización que lo empobreció hasta los niveles desesperantes en los que hoy se encuentra. Solo que, en la década de 1990, esta migración no era un flujo con un solo destino controlado por las élites militares de ambos países, sino una desbandada de trabajadores que pasaban a ocupar todos los espacios que el mercado laboral dominicano les ofrecía.

Contrariamente a lo que la doxa xenófoba predica, los haitianos migrantes en República Dominicana no son varios millones de vagabundos que pesan sobre el tesoro público. Según una encuesta de un organismo de Naciones Unidas en 2012, había en el país solo algo más de medio millón de haitianos, en su mayoría hombres en edades laborales óptimas y con niveles educacionales superiores a la media haitiana. Constituían algo así como el 5% de la población nacional y un 15% de la fuerza de trabajo. Sostenían áreas económicas vitales, principalmente la agricultura y las construcciones. Se trataba de trabajadores que retornaban todos los años a su país, donde mantenían familias y aspiraciones. No había nada parecido a una «invasión pacífica» tal y como dijo Trujillo y han repetido hasta el cansancio las élites políticas e intelectuales que les sucedieron.

En 1996 ascendió al poder en República Dominicana el Partido de la Liberación Dominicana (PLD). Ha gobernado al país por 18 años desde entonces, en lo que ha constituido un largo período de corrupción, insensibilidad social, conservadurismo y xenofobia. Primero lo hizo mediante Leonel Fernández, el articulador por excelencia de los poderes fácticos conservadores, y luego a través de su enemigo íntimo, Danilo Medina, quien ha sabido compensar su falta crónica de carisma con una habilidad particular para maniobrar en los rincones palaciegos.

Desde 2007, el Estado dominicano comenzó una ofensiva legal antihaitiana dirigida a erosionar el principio del ius solis (derecho de lugar). Un primer paso fue declarar a todos los haitianos que habían vivido en el país de manera irregular (no importa cuantos años) como «pasajeros en tránsito» con lo que ponía en cuestión la legalidad de sus usos del ius solis. Y en 2010 promulgó una nueva Constitución que junto al abrazo definitivo al ius sanguinis (derecho de sangre), ilegalizó el aborto en todas sus formas y proscribió las uniones legales entre homosexuales, entre otros exabruptos conservadores.

Pero lo que nadie con un mínimo apego al pudor político podía prever, sucedió en 2013, cuando el Tribunal Constitucional, en abierta sintonía con el gobierno, emitió su resolución 168 que despojó de su nacionalidad a decenas de miles de dominico-haitianos –210.000 según cálculos de la Corte Interamericana de Derechos Humanos– que la habían adquirido desde 1929 a tenor del principio del ius solis. Se trata de un verdadero genocidio civil que solo se han permitido regímenes autoritarios del estilo del fascismo alemán en aquellos días en que los nazis rompían cristales y desnacionalizaban judíos.

La cruzada xenófoba

La promulgación de la resolución 168-13 fue un parteaguas en la historia de la inmigración haitiana. Miles de personas fueron despojadas de sus derechos, destruidos sus expedientes y privados de los mínimos accesos sociales que el país establece. Otros muchos perdieron oportunidades de vida, como becas y créditos. Centenares de niños no pudieron ser inscriptos legalmente, entrando a la vida en limbos legales que aún padecen, pues el sistema de regularización planteado por el gobierno no solo remite sus ciudadanos a la condición de migrantes, sino que resulta oscuro e inaccesible.

Frente a la repulsa nacional e internacional, la respuesta de la derecha fue la puesta en marcha de una campaña intimidatoria chovinista que pidió la «muerte» a declarados «traidores» identificados por sus nombres públicamente. Esta campaña intimidatoria, con altibajos, no ha cesado desde entonces.

Sobre esta situación se montó el discurso presidencial del pasado 27 de febrero. El no implica un cambio de posición frente a los haitianos, sino solamente un recrudecimiento de la posición exclusionista y violenta que se ha mantenido desde 2013 con cobertura legal. Desde entonces la frontera, siempre militarizada, está aún más militarizada. El escenario público, luce más agresivamente xenófobo de lo que ya es habitual. Las deportaciones indiscriminadas, que desde 1996 son recursos usuales, son ahora más frecuentes y abusivas.

El presidente Medina sabe que no podrá conseguir un cambio en el comportamiento de la inmigración usando estos expedientes que siempre se han usado. Y conoce perfectamente que los inmigrantes haitianos –irregulares, desprovistos de derechos– son imprescindibles para la economía nacional.Pero la agitación nacionalista que conlleva es un excelente camuflaje para calzar sus desacreditadas aspiraciones reeleccionistas, para lo cual tendría que volver a modificar la Constitución, tal y como lo hizo en 2016 para garantizarse una primera reelección. Y lo es también para sepultar, en una marejada de mediocridad política, la emergencia de un movimiento anticorrupción que ha puesto en la calle a cientos de miles de dominicanos reclamando probidad pública. Para el presidente Medina y toda la clase política que le acompaña, es más sencillo poner en peligro a los cientos de miles de inmigrantes haitianos que explicar el destino final de los 92 millones de dólares pagados por Odebrecht en sobornos y la laxitud como el asunto ha sido abordado por la justicia, encausando solo a 14 funcionarios, algunos de bajo rango, y todos actualmente en libertad condicional.

Este es un problema complejo, tal y como lo han entendido los habitantes de la pequeña ciudad de Pedernales. Tras expulsar a los haitianos, que cruzaron la frontera aterrorizados por bandas de camorristas, se extendió un consenso de que había que revertir la medida. La ciudad –sus servicios, su comercio, su vida cotidiana– no funcionaba sin haitianos. Si seguimos así, dijo un tendero, «nos morimos de hambre, y el hambre tiene una cara muy fea».



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