El socialismo de Raymond Williams y sus recursos para la esperanza
agosto 2024
La obra del sociólogo Raymond Williams no solo abrió el marxismo a los fenómenos culturales, sino que también desarrolló una teoría de la esperanza fundamentada en el materialismo. Williams mostró que para ser radical se precisa de una teoría que muestre que este mundo, aun con todos sus problemas, alberga y promueve el inicio de otro completamente diferente.
Toda clase de personas habían llegado a la campiña galesa para pasar el día hablando sobre la historia del radicalismo obrero: mineros, activistas, investigadores, políticos. Pero faltaba la atracción estelar. Raymond Williams, académico de Cambridge y faro del socialismo, había acordado por carta hablar en la ocasión; se rumoreaba que llegaría en un automóvil enorme. Entonces, cuando un mensajero volvió del área de estacionamiento para dar la inquietante noticia de que no había llegado ningún automóvil enorme, un hombre alto, de rasgos ásperos, se levantó entre el público y se dirigió al escenario. Había estado ahí todo el día, escuchando, observando, contento entre su gente, sin llamar la atención sobre sí. No había necesidad de llamar la atención: todos en ese mundo conocían su nombre. Su fama no era solo local. Zadie Smith recuerda que cuando ella estudiaba en Cambridge en la década de 1990, Williams ocupaba un lugar junto a Michel Foucault y Roland Barthes en el panteón de los teóricos de la sociedad y la literatura. Fue amigo y colaborador de Stuart Hall, aliado y contrincante de E.P. Thompson, maestro de Terry Eagleton y a menudo trabajó codo a codo con Perry Anderson. Cuando murió en 1988, Robin Blackburn escribió en la New Left Review que Williams era la «voz más autorizada, coherente y radical» de la izquierda británica.
Cuando se le pedía que hablara de sí mismo, Williams comenzaba diciendo «Vengo de Pandy». El pueblo galés de Pandy se encuentra al borde de las Black Mountains, a una breve caminata por el campo de distancia de la frontera con Inglaterra. Los picos cercanos a Pandy se elevan más de 300 metros sobre las tierras de cultivo de los valles. Se puede siempre llegar a pie a un terreno más elevado para obtener una vista lejana y abarcadora. Durante la juventud de Williams allí, en las décadas de 1920 y 1930, la vista desde las cumbres incluía el humo que se desprendía de las plantas siderúrgicas y las minas de carbón situadas a menos de 30 kilómetros hacia el sur y el oeste. Por la noche, las llamas de los valles industriales ribeteaban de rojo el horizonte negro.
En contraste con Inglaterra, atestada de grandes propietarios, Pandy estaba habitada mayoritariamente por pequeños agricultores, escasos de dinero pero dueños de sus campos. Williams, sin embargo, venía de una familia de trabajadores agrícolas sin tierra, de los que hacían un trabajo agobiante por una paga escasa en las explotaciones más grandes. Su padre, Harry, luego de trasladarse al sur para un periodo de trabajo ferroviario en los yacimientos de carbón, tomó un empleo como señalero en la estación de ferrocarril cercana a Pandy. Se casó con la madre de Williams, Gwen, que también provenía de una familia de trabajadores rurales, y se estableció en una cabaña oscura y húmeda en Pandy. Harry se unió al sindicato ferroviario y le aportó un conjunto de ideas radicales que había aprendido de los socialistas y los comunistas que estaban organizando las minas de carbón y las siderúrgicas. Desde entonces, los Williams fueron ya no trabajadores sino obreros, parte de una clase organizada que luchaba por una porción de poder en la vida británica.
Williams fue un clásico «niño becario». El estudiante más brillante de la escuela del pueblo, era un lector voraz y aprobó los exámenes para continuar su educación a unos kilómetros en Abergavenny, donde su maestro, sin consultarlo con él, escribió al Trinity College, en Cambridge, para recomendarles que admitieran a su prodigio galés. Los catedráticos estuvieron de acuerdo y Williams partió hacia los pantanos de Anglia Oriental y las melancólicas universidades que parecen eternas.
Podría haber sido una historia ya conocida de huida y movilidad ascendente, tal vez teñida con las penas del desarraigo y las compensaciones de la nostalgia. Pero junto con la lectura y los estudios, la otra gran fuente de la vida intelectual de Williams fue el radicalismo obrero de su hogar. En 1926, cuando tenía cuatro años, los mineros fueron a la huelga en toda Gran Bretaña y los demás sindicatos les dieron su apoyo llamando a una huelga general que duró más de una semana. Harry Williams fue uno de los líderes de la huelga local y condujo a sus compañeros ferroviarios durante el cierre de la estación de Abergavenny. Pero la dirigencia del sindicato nacional hizo un trato para volver a los puestos de trabajo y dejó a los mineros peleando en soledad; tras unos pocos meses, su huelga terminó en una derrota. En su cabaña de Pandy, la familia Williams creía que los líderes sindicales habían socavado la solidaridad de los trabajadores llanos. El hogar y el pueblo eran más radicales que cualquier centro de poder nacional, y ni hablar del currículum retrógrado de Cambridge.
Harry había peleado en la Primera Guerra Mundial y odiaba la guerra y al ejército. Raymond, que se había unido al Partido Comunista en Cambridge, interrumpió sus estudios de grado para luchar contra el fascismo en la Segunda Guerra Mundial. Fue comandante de tanques como voluntario y peleó en los bosques y los campos de Bélgica y Francia, conduciendo medio a ciegas en una coraza blindada cargada de combustible y municiones que podía incendiarse al menor golpe de mala suerte. Se unió a la liberación de lo que llamó un «pequeño campo de concentración» y ayudó a destruir una división Panzer de las SS. De esa forma jugó un papel en la derrota del fascismo, pero más tarde recordaba la guerra sobre todo como embrutecedora y confusa. Años después reflexionó sobre el hecho de combatir a conscriptos nazis de naciones ocupadas (a menudo ucranianos) y obedecer a oficiales británicos que podrían haber empatizado más con sus pares alemanes que con un galés comunista bajo sus órdenes. Durante la guerra, pasaba las tardes escuchando los reportes radiales del frente ruso para recobrar algún sentido de un conflicto que podía entender. (Ese frente, por supuesto, habría sido igualmente pesadillesco visto de cerca). La única vez que invocó su servicio durante la guerra para algún fragmento de crédito personal fue en el centro de reclutamiento, cuando se negó a pelear en la Guerra de Corea. Allí aceptaron que ya había hecho su parte.
Al regresar a Cambridge, Williams no volvió a unirse al Partido Comunista, si bien nunca marcó su decisión como el hito que resultó para algunos en la izquierda democrática. Luego de Cambridge, dictó clases nocturnas en educación para adultos, algo que hizo de una forma u otra durante 15 años antes de regresar a Cambridge, esta vez como parte del cuerpo docente. Su voz como escritor y su modo de reflexión fueron producto de las aulas de educación para adultos, donde la creencia socialista compartida era a menudo un lazo que se daba por sentado, y los estudiantes eran trabajadores intelectualmente hambrientos y miembros de las clases medias, un público más allá de la universidad que Williams siempre asumiría en sus escritos posteriores.
Alrededor de los 30, Williams escribió dos libros que lo volvieron imposible de ignorar y que anunciaron su lealtad tanto a sus aulas como a su cabaña de ferroviario. Cultura y sociedad, 1780-19501, publicado en 1958, reformuló casi 200 años de historia literaria e intelectual inglesa. Dos años después, su novela Border Country [Tierra de frontera] narraba la historia de la huelga general de 1926 desde el punto de vista de Matthew Price –un Williams ficcionalizado que regresa a su pueblo cuando su padre está muriendo– y Harry Price, el padre y figura central del libro, cuya vida Matthew se esfuerza por comprender.
Cultura y sociedad contiene, de alguna forma, la mayor parte de lo que Williams exploraría en los 30 años previos a su muerte relativamente prematura en 1988. Apuntaba a una teoría social radical pero aun así humanista, construida a partir de la lectura y la reflexión sobre la experiencia. En pocas palabras, la sociedad era lo que nos sucedió: el industrialismo, el crecimiento de las ciudades y el abandono del campo, el ascenso de los medios de comunicación y la política de masas. La cultura era lo que hicimos con lo que sucedió: el producto de continuos intentos cotidianos de entender cómo vivimos juntos. La política necesitaba de la cultura –la solidaridad, una visión compartida del mundo, la orientación de unos hacia los otros y hacia el futuro– y la cultura era política: una forma de organizar las vidas compartidas en el plano del significado.
Williams atacó cada intento de definir la cultura como una cuestión de una elite minoritaria –el tipo de cosas que había enfrentado en Cambridge–, que a menudo acarreaba el temor de que las «masas» en ascenso fueran a arruinar todo, a menos que sus superiores lograran instruirlas, o al menos mantener las joyas nacionales a salvo del saqueo. También criticaba la idea romántica de que la libertad, el espíritu y el genio podían ser logros y posesiones individuales, abstraídos del mundo social global en el que se volvían posibles. Pero Williams no era tanto un iconoclasta como un revolucionario dialéctico. Trataba a reformadores de la elite como Matthew Arnold, a rebeldes románticos como John Keats y Percy Bysshe Shelley y a conservadores radicales antiindustriales como Thomas Carlyle y William Cobbett no como pensadores confundidos o meros enemigos de clase, sino como personas dedicadas a fragmentos de una pregunta genuina y urgente: ¿qué cultura, en tanto «todo el modo de vida de un pueblo», podría hacer justicia a la posibilidad humana? ¿Había una manera, en un mundo en rápida transformación y a menudo desconcertante, lleno de explotación, degradación y autodegradación, de que las personas se volvieran libres y felices juntas? Nadie podría hacerlo en la soledad romántica; la acumulación de la cultura por parte de las elites era inmoral, y en última instancia, contraproducente. Pero nadie sabía aún cómo hacer lo que Williams llamó una «cultura común».
Williams alentaba una profundización de la práctica democrática, que definía como «el reconocimiento de la igualdad de ser», un rechazo de la dominación por personas e instituciones y la adopción de una forma de comunicarse y actuar juntos que pudiera encontrar el valor en cada perspectiva e identidad. Debe existir, en esa variedad cambiante, alguna base de solidaridad. Liberales, románticos y radicales han tomado estos objetivos con seriedad a su diversa manera. Tanto los conservadores como los socialistas habían notado que no había forma de vivir esos objetivos sin remodelar las instituciones de la sociedad. Librado a sí mismo, el capitalismo convertiría las relaciones en modelos de ganancia, la comunicación en marketing y la personalidad en cálculo, lo que en última instancia produce dominación iliberal y manipulación.
Williams argumentó en favor de una ética democrática basada en formas igualitarias de ver a otros y de experimentarse a sí mismo. Para ver a otras personas moralmente, una persona debe negarse a verlas como «masas», síntomas homogéneos de las condiciones sociales o de sus propios apetitos. El lenguaje, o peor aún, el sentimiento que moldea a otros como «masas» era un intento de recortarse de ellos: yo soy humano, ellos son un montón de materia social. «Las masas», escribió en un eco irónico del Jean-Paul Sartre de Sin salida, «son la otra gente». «En realidad, no hay masas», proseguía: «solo hay formas de ver a la gente como tales». Ver de ese modo amputa la posibilidad de la democracia.
Para comunicar de manera democrática, se debe comunicar con sinceridad e integridad, arriesgándose. Cualquier otra cosa era manipulación. Williams insistía en este punto en Cultura y sociedad: «Cualquier negación práctica del vínculo entre convicción y comunicación, entre experiencia y expresión, es moralmente nociva tanto para el individuo como para el lenguaje común». Volvió a él 12 años después en Solos en la ciudad. La novela inglesa de Dickens a D.H. Lawrence, advirtiendo contra «un modo social en el cual el observador (…) no está él mismo en juego (…) un modo en el cual todos somos (…) críticos y jueces, y podemos de alguna forma darnos el lujo de serlo porque la vida –la vida dada, la vida creadora– continúa donde se supone que tiene que hacerlo, en otra parte». La denuncia ideológica superficial y la arenga publicitaria eran formas de rendición moral que protegían al yo del riesgo. En contraste, una comunicación más sincera podía contener las semillas de un futuro más allá de la dominación y la explotación. Era una visión moralmente carismática y, en especial para un radical de izquierda, intensamente personal.
Al tiempo que creaba una entera tradición literaria y política propia, Williams plantaba nuevamente bandera en Pandy, el lugar que en Border Country llamó, más eufónicamente y con una nota más inequívocamente galesa, Glynmawr. El libro habla acerca de crecer en la frontera entre naciones, industrias, clases y eras y, sobre todo, acerca de la huelga general de 1926. Pero también habla sobre ser hijo y comenzar, como adulto, a comprender en su totalidad y su complejidad las vidas de los padres y su mundo, captando por primera vez que uno no se entiende a sí mismo hasta que los entiende: lo que nos dieron, lo que no pudieron, lo que demandaron de nosotros y lo que haremos con eso. El libro es tan concreto como abstracto es Cultura y sociedad respecto a lo que significa ver a otros en su humanidad completa, lo desagradable, y lisa y llanamente difícil que puede ser, y cuánto aporta, no obstante, a la vida.
La familia y los vecinos de Glynmawr son reservados, pobres y están bajo amenaza cuando actúan por sí mismos y por otros, como lo hacen los huelguistas. Pero las escenas más vívidas los muestran de una solidaridad amable, suficientemente flexibles para ser indulgentes, lo bastante principistas como para ser firmes. Cuando los trabajadores ferroviarios están por declarar la huelga, un empleado de mantenimiento llega con flores que debe plantar en la estación, flores que se secarán si se las deja a un lado. Invalidando la insistencia de un militante en que no se trabaje durante la huelga, Harry Price, el padre del narrador, anuncia que entre todos plantarán las flores. Lo hacen y luego se van. Un disidente antisindicato se niega a unirse a los huelguistas, pero cuando algunos de ellos no son reincorporados tras la huelga, lanza su propia acción de trabajo a reglamento, cumpliendo sus tareas a rajatabla pero frustrando las operaciones hasta que sus compañeros puedan volver a sus puestos. Se trata de solidaridad no exactamente como doctrina o ni siquiera como estrategia, sino como una estructura de sentimiento, una forma de estar con otros en la que uno nunca se separa completamente de ellos ni tampoco se autoriza realmente a dominarlos. Más tarde Williams insistió en que estos incidentes se inspiraron en los acontecimientos reales de la huelga general en Pandy y Abergavenny.
Esta solidaridad cotidiana requiere –es– una lucha constante contra la vanidad ansiosa que nos distancia de los demás, el apetito insistente de ser un poco mejores que un vecino u otro trabajador. Cuando el joven Matthew Price cree haber perdido un billete de una libra que la familia no podía darse el lujo de perder, su madre, Ellen, está segura de que lo robó el grandote Elwyn, un chico un poco tonto de una familia pobre que muestra un interés protector hacia Matthew. «¿Sabes cómo es esa familia?», pregunta ella. A Harry le molesta más la acusación rápida que la pérdida del dinero: «Sé que son pobres... También nosotros somos pobres». (El dinero aparece, un vecino lo había puesto inocentemente en el lugar equivocado).
Cuando Matthew regresa al pueblo desde su puesto de profesor en Londres, se pregunta si ahora está desarraigado y si eso será un avance hacia una vida más amplia y vívida. Prueba una formulación ingeniosa con un antiguo compañero de trabajo de su padre, mencionando que mientras que en Harry tiene un «padre personal», nadie que ha cambiado de mundo tiene un «padre social», porque su padre no puede ser un modelo para la vida en su nuevo mundo. «Eso está mal», responde el vecino: «Sé que está mal». Harry también despierta de su enfermedad para decirle a su hijo, a su manera, que casi nadie tiene un padre social y que ningún padre es únicamente personal: «Nos has visto a mí y a tu Abu: éramos diferentes. ¿Cuántos, alguna vez, viven igual que sus padres? Y nadie vive como sus abuelos». La diferencia está allí en la superficie de las cosas, haciendo de la continuidad perfecta o de la prolija identidad una idea imposible. Pero hay continuidades más profundas, más sutiles, que Williams consideró esenciales.
Lo que Matthew Price toma finalmente de Harry es un ideal simple conocido para cualquiera cuyos familiares hayan vivido y muerto por su trabajo: «Te impones una tarea, la terminas. De acuerdo, el trabajo puede estar mal, podrías haberlo hecho mejor. Pero si tomas el hábito de parar cuando se pone difícil e irte a otro lado, entonces no es el trabajo el que es inútil… sino tú, tú mismo… Aparta una sola vez la mirada… retiene una vez apenas un poco de tu fuerza, y entonces… has acabado contigo mismo». Es conmovedor, pero es una carga tanto como un don. Como la de muchos otros, la vocación de Matthew es un fragmento del deseo inconsumado de su padre; en este caso, el hambre de un trabajador rural inteligente y autodidacta de ver la totalidad de su mundo y aprender a cambiarlo. Los personajes de Williams llegan una y otra vez a esta determinación de aferrarse a sus lealtades como si fueran la vida misma: «Vívelo hasta el final». No es un eslógan de autoafirmación, sino una resistencia contra el desconcierto, un modo de sobrevivir intacto.
Cultura y sociedad y Border Country son libros casi perfectos de estilos completamente diferentes. En las tres décadas siguientes, Williams escribió otros dos libros casi perfectos, junto con una gran cantidad de libros y ensayos que profundizaban en los temas de esas obras. El campo y la ciudad2, que se publicó en 1973, lleva la agudeza crítica de Williams a la idea y la realidad de la vida rural y en la aldea, abarcando en una misma visión las tradiciones literarias de lo pastoral y lo contrapastoral, la herencia política del radicalismo rural, la historia material de la explotación opresiva y los sentimientos habitados de amor, sufrimiento, esperanza y derrota de los pobres rurales, a menudo invisibles, que eran su gente. Aunque su ojo crítico no perdona nada, el libro está animado por una atención comprensiva y paciente. Un paisaje, señalaba, era «no un tipo de naturaleza sino un tipo de hombre», una forma de vivir y de ver una región y un territorio. Invitaba a sus lectores a ver en las grandes mansiones rurales, que para tantas mentes son rasgos característicos de la Inglaterra rural (solo hay que pensar en Downton Abbey), monumentos al trabajo robado para construirlas; no como ornamentos elegantes sobre la tierra sino como «bárbaras» en su «desproporción de escala» respecto a las vidas que las rodeaban. Vivir en la tierra, en el lugar, satisfacía un profundo apetito humano, pero la condición habitual de ese apetito era que la satisfacción le fuera negada, ser desposeído por los cercamientos, desarraigado por la nueva tecnología y los nuevos mercados. Para colmo de males, siempre había hacendados dispuestos a erigirse en portavoces de las virtudes rurales, cantando loas a la honestidad y la integridad pueblerinos contra los engaños de Londres. Sus conceptos, sin embargo, descansaban en «las breves y dolorosas vidas de los que permanentemente eran embaucados», que trabajaban sus tierras y nunca conocían Londres a menos que llegaran allí como refugiados.
Williams se negaba a ver la tradición del radicalismo rural como una verdadera alternativa. Muy a menudo se trataba solo de la nostalgia sentimental por un mundo intacto que posiblemente nunca hubiera existido, y que en cualquier caso no tenía futuro. En la escritura sobre el buen y dulce campo que había sido arrebatado, «el instinto humanitario quedó separado de la sociedad (…) transformó la protesta en mirada retrospectiva, hasta la noche de los tiempos». El radicalismo más propiamente político de los reformadores agrarios, los críticos del cercamiento y quienes se oponían a la industrialización le parecía más conmovedor y sincero (a diferencia de la moralina de los propietarios), pero atrapado en sus propias paradojas. Quienes habían logrado llevar vidas decentes dentro de un orden temporario por una o dos generaciones trataban con desesperación de volverlo algo permanente, en general escogiendo algunos fragmentos de orden feudal y otros de emancipación liberal. La mayor parte del radicalismo rural fue «una idealización, basada en una situación temporal y en un profundo deseo de estabilidad» y «sirvió para encubrir y rehuir las contradicciones ciertas y amargas de la época». Al negarse a mirar con claridad hacia su pasado o su presente, los populistas nostálgicos se impidieron trabajar en dirección a un futuro viable.
El campo y la ciudad avanza en alguna medida en el cumplimiento de un objetivo que expresaba Matthew Price en Border Country: dar vida a la historia social con todos sus sentimientos y su humanidad. «Las figuras se levantaban y caminaban», le dice Matthew a uno de los viejos camaradas de su padre, refiriéndose al modo en que su trabajo de archivo se convirtió en una suerte de obsesión por el pasado de su gente. De todas las voces rurales autoerigidas, estimaba Williams, casi ninguna se identificaba con la «mayoría real y permanente de los verdaderamente explotados y los desposeídos», para quienes nunca había habido mucha estabilidad por idealizar o defender. A Williams le interesaba su futuro, y por extensión, su pasado.
Williams dirigió la mirada a ese pasado en People of the Black Mountains [Gente de las Black Mountains]. Primero de dos volúmenes publicados tras su muerte en 1988, retoma otra de las aspiraciones de Matthew Price: escribir, en palabras de Matthew, «como un tonto (…) la historia de todo un pueblo en transformación». Williams comienza unos 25.000 años atrás, entre los cazadores de caballos a inicios de la última era glacial, y continúa con la conquista romana de Britania en lo que son, efectivamente, breves relatos vinculados sobre aquellos que alguna vez vivieron en el lugar donde Williams creció. Muchas de las historias de este volumen y del segundo, que llega al Gales medieval, son vívidas y conmovedoras. Una cacería de caballos al borde del invierno resulta exitosa, pero una tormenta de nieve mata a un miembro de la familia discapacitado que había quedado fuera de la cacería, a la espera, en el campamento. Un niño raro inventa la idea de domesticar a un cerdo, pero fracasa cuando un predador se lleva durante la noche al cerdo encerrado. Un «medidor» –un integrante del orden sacerdotal cuyas observaciones de los cielos Williams imagina como origen de los antiguos círculos de piedra de asombrosa alineación astronómica– llega a una aldea, y un niño con un don para la medición debe decidir entre permanecer con su familia para celebrar el tradicional festival de mitad del invierno o seguir al extraño para discernir científicamente cuál es el día más corto. Los jóvenes se enamoran, y encuentran o no formas de darle sentido al amor en las historias y costumbres de su pueblo. El significado de la tierra cambia: una cultura de criadores de ovejas es borrada cuando se difunde una terrible enfermedad transmitida por ovejas (similar al ántrax o la peste), y por muchas generaciones las pasturas de las tierras altas son maldecidas y temidas, mientras la gente se apiña a la sombra de montañas cuya fertilidad alguna vez vieron como propia.
El patrón moral de los relatos es el igualitarismo de Williams y su confianza en las «capacidades creativas de la vida», como escribió en Cultura y sociedad. Nuevos pueblos llegan por tierra o en barco con nuevas historias y nuevas formas de vivir de la tierra. Bajo lo que ellos llaman la «ley» de la hospitalidad básica o la paciencia, quienes están allí encuentran formas de hacerles espacio, aun a través de la desconfianza, la confusión y el ocasional asesinato en las fronteras entre las culturas. Todos son plebeyos. No hay señores, ni siquiera guerreros.
Hay una suerte de caída con los celtas, los primeros señores, que llegan poco después de que saqueadores de ganado crueles y sangrientos hayan asolado las montañas, extendiendo la inseguridad e incluso el terror. Los líderes celtas prometen protección a los aldeanos, pero bajo la desacostumbrada condición de la sumisión. Ahora habrá señores y plebeyos. Al principio los lugareños sienten gratitud, luego confusión, y luego se dividen entre colaboradores, resistentes dispersos y meros dominados, lo que incluye, por primera vez, a los esclavizados, descendientes capturados de los primeros habitantes y cazadores post-era glacial, que se las habían arreglado por mucho tiempo para existir libremente junto a sus vecinos pastores y agricultores. Una segunda caída llega con los romanos, cuando al señorío se le une el imperio y toda la vida social se orienta hacia un nexo de poder oficial y jerarquía. Los señores no son tu gente, advierten continuamente las historias de Williams. En una viñeta emblemática, un señor sajón cabalga para expulsar a saqueadores vikingos que han tomado una granja y permanecen ahí, tratando con crueldad a sus rehenes. Los sajones expulsan a los vikingos, pero su «noble» líder no trae justicia alguna a los plebeyos. El señor reconoce al señor, y el comandante vikingo obtiene un lugar en la jerarquía local a cambio de la paz. Los aldeanos regresan a sus vidas ocasionalmente destrozadas. Con un alcance que tiene algo de la vivacidad de J.R.R. Tolkien o Philip Pullman pero es decididamente terrenal, Williams intentó en este proyecto inconcluso crear una épica de la gente común en un espacio habitado, una historia que se había desarrollado decenas de miles de años antes de la historia escrita y que apuntaba, por inferencia y sin didactismo, a un futuro en el que una vez más no habría señores.
Williams iba a recordar la década de 1950 y principios de los 60 como un momento en que la izquierda estaba aislada y desmoralizada. En medio de esa era glacial ideológica, se unió a Stuart Hall y otros para fundar la New Left Review, que comenzó a publicarse en 1960. Se acercaba a los 50 cuando los acontecimientos de 1968, que parecían al borde de la revolución, sacudieron Europa y Estados Unidos; deben haberle recordado la huelga general de 1926, cuyo radicalismo popular se había desvanecido en recuerdos de infancia. El efecto fue brevemente revitalizador, pero pronto los manifestantes de París, Washington y Praga cayeron derrotados –en elecciones en dos casos, quebrados por los tanques soviéticos en el tercero–. Desde entonces, Williams se posicionó como un aliado de los jóvenes radicales y de los «nuevos movimientos sociales» por el desarme, el feminismo y la ecología. Comenzó a hablar menos en términos de la tensa pero pacífica «larga revolución» de la reforma democrática y más en el lenguaje de una ruptura revolucionaria necesaria para alcanzar la democracia real. Tendió a una práctica «sin enemigos a la izquierda», que incluyó algunas frases lamentablemente amigables sobre el régimen de Mao (experimentos interesantes en la división del trabajo, destacaba Williams).
Williams se movió hacia la izquierda mientras la política de su país se asentaba en el sombrío repliegue de los años 70 y luego en el largo invierno del thatcherismo, el clima político de su década final. La esperanza de un futuro socialista se derrumbaba a su alrededor. Ya había explorado una versión de este derrumbe durante el invierno ideológico previo, a comienzos de los años 60. In Second Generation [Segunda generación] (1964), describió la sospecha involuntaria de un sindicalista obrero de que el plan de despidos de la gerencia es la voz de la realidad, de la adultez y del mundo tal cual es, mientras que la propuesta del sindicato de una semana laboral más breve para evitar despidos es un sueño vacío, puro palabrerío. Es una estructura de sentimiento operando como un grillete, una convicción preconsciente de la propia impotencia, y una sospecha de que la persona que está al otro lado de la mesa, sin importar lo mediocre que sea, es la realidad personificada. En esta confrontación, los propios sentimientos espontáneos traicionan la posición consciente, «oficial», y llevan a la derrota antes de que la negociación comience. Williams llamó a esta experiencia «confrontar una hegemonía en las fibras del yo». Second Generation está lleno de recordatorios de que el enfrentamiento político con el yo termina a menudo en derrota: vergüenza por haber creído en alguna teoría derrotada de la igualdad, enojo con los agitadores del sindicato cuyas frases sobre la solidaridad y la justicia ahora parecen diatribas cándidas, crueldad hacia una pareja que comete el crimen de seguir creyendo en uno, que insiste en que uno está luchando por el socialismo cuando, en el propio cuerpo, uno sabe que solo está intentando llegar a la jubilación.
Por supuesto, el gerente mediocre pero conocedor no estaba tan solo negociando «las fibras del yo»; también tenía la dura realidad de los mercados nacionales y globales de su lado. Quizá habría sido posible en algún momento a fines de la década de 1940 o comienzos de la de 1950 reorientar el trabajo en las fábricas hacia la labor compartida y el control colectivo, pero esa puerta se había cerrado. Williams sospechaba, contra todos los principios alrededor de los cuales había construido su vida, que hacia los años 60 ser un demócrata radical e igualitario en Gran Bretaña se parecía demasiado a ser un poeta romántico bajo el capitalismo industrial. Tanto la cultura como la sociedad, la estructura como el yo, hacían una maniobra de pinzas contra la esperanza radical.
El radicalismo es una postura compleja y a veces paradójica. En un sentido, el radical es alguien que busca un cambio más profundo y total: un programa radical. En otro sentido, es alguien que ve los problemas, los males y los obstáculos para el cambio como algo fuerte y generalizado en el presente orden de cosas: un diagnóstico radical. Hay una clara afinidad entre estos dos sentidos del radicalismo: cuanto más profundos son los problemas, más básica es la necesidad de cambio. Pero ambos sentidos del radicalismo pueden entrar en conflicto. Un análisis radical de problemas y obstáculos para el cambio puede llevar a un pesimismo abrumador respecto a cualquier programa radical; la dureza de un análisis radical puede producir parálisis política, y los programas radicales quedan en manos de los políticamente ingenuos. Ser radical en ambos sentidos requiere de una teoría acerca de cómo este mundo, a pesar de todos sus problemas, alberga y promueve el comienzo de otro, muy diferente. Williams trabajó vigorosamente para mantener unidos estos dos tipos de radicalismo, para mantener viva la idea de que las innumerables vidas dañadas que él recordaba y sobre las que escribió encontrarían redención secular en un mundo transformado, y de que buscar soluciones parciales y mitigaciones temporarias no es lo mejor que se puede hacer.
Hacia los años 80, Williams veía el capitalismo devorando paisajes y ecosistemas junto con vidas humanas y comunidades. Siguió a buena parte de la Nueva Izquierda en una actitud crecientemente verde, y sus reclamos por una política que apuntara a «modos de vida totales» ahora significaba dejar que la restricción ecológica reemplazara al foco economicista en la producción y la explotación. Si bien recurrió a los nuevos movimientos como agentes de este cambio, también buscó un cambio imaginativo en el nivel más profundo, para rearmar el yo en un nuevo, más generoso y más humilde modo de ser entre otros y sobre la tierra. Su historia de las Black Mountains a lo largo de 25.000 años fue un intento en este sentido, ubicado en el paisaje que, afirmaba, era el único que había visitado en sus sueños.
¿Cuál es el legado de Williams? Mucha de su obra más impactante reúne una exquisita lectura detallada –de un poema de Andrew Marvell, un manifiesto de John Ruskin o «El preludio» de Wordsworth– con un tipo de materialismo humanista que coloca el trabajo en las corrientes cruzadas de la industrialización, la desposesión y el apetito permanente por dar sentido a la experiencia. Williams también se volcó regularmente a escritos sistematizadores en los que trató de explicar de manera más abstracta la obra de su vida, en especial La larga revolución (1961) luego de Cultura y sociedad, y Marxismo y literatura (1977) después de El campo y la ciudad. La larga revolución contiene importantes reflexiones sobre la teoría social de la comunicación, a la vez un proceso humano de interpretación y autocreación y una estructura de tecnologías y propiedad de medios. Marxismo y literatura es una contundente declaración de materialismo antireduccionista, que sostiene que, a pesar de nuestra limitada libertad colectiva, solo cartografiamos las limitaciones de esa libertad empujando contra sus bordes y descubriendo en el proceso sus sorprendentes márgenes. Pero estas obras también son importantes por el solo hecho de que en ellas Raymond Williams trata de explicar lo que hace. Sin la potencia del trabajo más específico, probablemente habrían desaparecido. Fue un intérprete singular de su tiempo, un observador de inmensa agudeza, generosidad y compromiso –cualidades que puede ser difícil mantener unidas– que, por la compañía que tuvo y las décadas en que vivió, se sintió presionado a ser más teórico de lo que las fortalezas particulares de la obra requerían.
Dos dilemas en particular marcaron el pensamiento de Williams. Están, cuando menos, más presentes hoy que cuando él vivía. Uno era el dilema entre el optimismo radical respecto al potencial humano y la cuasi desesperación frente a mucho de lo que gente hacía. Observaba con agudeza toda clase de traición y mala fe y escribía como un moralista, denunciando al vendedor «chapucero», las «adicciones», «obesidades» y otras autodegradaciones que, sostenía, provenían de entender el yo tan solo como un vehículo para la satisfacción, y a las demás personas, como oportunidades de beneficio o placer. Pero negaba que eso fuera lo que realmente somos. Su convicción de que la vida humana contiene recursos profundos y orgánicos de solidaridad y dignidad era necesaria para su idea de un socialismo radicalmente democrático que pudiera crecer del fermento y la experimentación cultural.
Para un teórico de la comunicación, internet agudiza retrospectivamente el dilema. Williams alabó la idea de la «transmisión múltiple», muchas voces en contraste con los monopolios de la transmisión. Estaba, de alguna manera, esperando internet, que comenzó a deslizarse sigilosamente en la conciencia pública poco después de su muerte en 1988. En alguna oportunidad pareció plantear que la radio de onda corta podía ayudar a construir un socialismo desde las bases, y en general imaginó que la comunicación abierta promovía el tipo de democracia de base y generosidad mutua que pronto prometerían los primeros impulsores de internet. La ruina online en la hoy vivimos vuelve literales aspectos mucho más desalentadores de la naturaleza humana, tales como una vanidad incorregible, exclusivismo, resentimiento y sadismo. La teoría social implícita en la comunicación descentralizada tal como hoy la experimentamos se parece más al sangriento pesimismo de Friedrich Nietzsche («Sin crueldad no hay fiesta») que al optimismo de Williams.
Pero entonces, Williams siempre insistió en la importancia de quiénes eran dueños de los medios y cómo los utilizaban. En 1962 argumentó en favor de dar fin a la organización comercial de la televisión, y seguramente habría advertido el potencial de la internet corporativa para el capitalismo de vigilancia, la manipulación dirigida y pésimas estructuras de sentimiento. ¿Qué otra cosa podríamos esperar de un mundo parasocial construido primordialmente para la ganancia? Williams habría sido un utópico demócrata que comprendiera de inmediato que el capital de riesgo no construiría el socialismo. Íbamos a necesitarlo más, parece, en las décadas posteriores a su muerte.
El segundo dilema de Williams concierne a la nacionalidad y el Estado. Williams desconfiaba de todo poder organizado a gran escala, y las burocracias que conforman buena parte del Estado moderno no eran la excepción. Delineó su corrupción en The Fight for Manod [La lucha por Manod], una novela de 1979 en la que un Matthew Price mucho mayor resulta involucrado en un esquema gubernamental para construir una «ciudad del futuro» en un valle galés, y descubre a regañadientes que el plan se ha transformado en una estafa inmobiliaria en la que participan desde esnobs locales de clase media hasta un nexo capitalista-burocrático en Bruselas. En cuanto al nacionalismo, Williams lo detestaba y toda su vida se percibió como un internacionalista, antiimperialista y antirracista. Pero también entendía que Estados y naciones, en particular cuando se superponen como Estados-nación, son los vehículos dominantes para moldear algo parecido a «la vida de pueblos enteros». Un anarquista podría imaginar que «los pueblos» pueden organizarse espontáneamente (¿online?) desde la base y hacer crecer Estados. Un libertario podría estar conforme con abandonar la idea de «pueblos» y dejar que los individuos desarrollen sus deseos en una red de contratos a través de las fronteras. Pero Williams creía en las vidas de pueblos enteros, en que se definieran de algún modo nuevo y más plural, y era suficientemente realista y materialista como para saber que una forma de vida requiere de estructuras intencionales, que a su vez requieren de poder organizado. ¿Dónde debería residir este? Williams tendía a señalar hacia una combinación de localismo e internacionalismo. Pero sin un Estado fuerte en ninguno de esos niveles, esto es solo evadir el problema. No solo carecemos de un ejemplo de un pueblo moderno conformando deliberadamente su vida fuera del Estado-nación, ni siquiera sabemos en qué dirección movernos en la búsqueda de ese ideal. (O más bien, lo más cercano que conocemos es la religión organizada, sobre la cual Williams tenía muy poco para decir).
Para Williams era difícil enfrentar sus dilemas porque amenazaban la coherencia de los compromisos y lealtades que lo definían. A medida que pasaba el tiempo y la fe política de otros se enfriaba, parecía ser cada vez más importante ser Raymond Williams, todavía del lado del futuro de la izquierda. Escribió sobre la cultura radical en términos de «recursos para la esperanza» y se transformó él mismo en uno de ellos. Su compromiso de ser Raymond Williams a veces les costó a sus escritos políticos y teóricos el dúctil sentido de la ironía, o incluso de la tragedia, que había hallado indefectiblemente en cada intento previo de construir un hogar con palabras en un mundo devastado por el egoísmo y la dominación. Pero leer y pensar vívidamente sin renunciar a la esperanza era la tarea que se había impuesto. Y la vivió hasta el final.
Nota: La versión original de este artículo en inglés se publicó en Dissent el 15/01/24 y está disponible aquí. Traducción: Silvina Cucchi.
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La traducción de las citas de El campo y la ciudad corresponden a la edición de Paidós, Buenos Aires, 2001.