Opinión
junio 2020

Polarización, prensa y libertad de expresión en Venezuela

Las restricciones a la libertad de expresión en Venezuela son evidentes. ¿Cómo se llegó hasta ese punto? ¿Se trata solo de la actitud autoritaria del gobierno? ¿Cómo ha actuado la prensa tradicional desde los inicios del gobierno de Hugo Chávez? La polarización venezolana no puede entenderse sin considerar la profunda guerra entre el gobierno y los medios tradicionales.

Polarización, prensa y libertad de expresión en Venezuela

Venezuela está atrapada en un largo proceso de deterioro político, polarización y antagonismos. El mayor desafío en ese escenario de identidades divididas parece ser el de encontrar un mínimo terreno común que permita recrear una coexistencia democrática pacífica. El tamaño de este desafío puede dimensionarse en la misma dificultad de visualizar su resolución. Cuesta, a la vez, imaginar que pueda avanzarse en esa dirección sin abordar la cuestión de la prensa y la libertad de expresión. Por su misma conexión íntima con la política democrática, este punto ha estado en el centro de la controversia polarizada.

El presente texto se propone reconstruir dos narrativas sobre la cuestión de la prensa y la libertad de expresión en Venezuela. Si bien vinculadas a ambos lados de la división política, se buscará despojarlas de la pretensión de negar el manto de la autoridad democrática en el otro, aunque conservando las críticas y demandas legítimas que puedan afincarse en hechos establecidos y por ello potencialmente aceptables por ambos campos políticos.

La producción académica sobre la Venezuela bolivariana no ha escapado a la polarización. Sin embargo, por estar sometida a ciertas reglas de control epistémico, puede constituir un buen punto de partida para destilar las dos narrativas de modo que puedan coexistir sin socavar las respectivas pretensiones de verdad.

El deterioro de las condiciones para la libertad de expresión

Esta primera narrativa se enmarca en las lecturas que ven en el caso venezolano un ejemplo de deterioro progresivo del régimen democrático. El mainstream de la ciencia política, en el que priman presupuestos normativos liberal-democráticos, lleva una larga trayectoria de definiciones del chavismo como «régimen híbrido», «democracia iliberal» o «autoritarismo competitivo». Estas clasificaciones primaron hasta que, ya en la etapa madurista –con el desconocimiento de las funciones parlamentarias de la Asamblea Nacional democráticamente elegida y la postergación de comicios programados–, se considerara cruzado el umbral del régimen hacia alguna forma directamente autoritaria. Para la etapa previa, las visiones del democratic backsliding enfatizan que, pese a la persistencia de elecciones en sí mismas competitivas y limpias, el ambiente político-institucional más amplio daba lugar a un campo de juego progresiva y excesivamente sesgado en favor del gobierno.

Las restricciones a la libertad de expresión y la confrontación con los medios privados ocupan un lugar central en la enumeración de mecanismos implicados en esa inclinación del campo de juego. Al menos desde la crisis de 2002, Hugo Chávez asumió una actitud retaliatoria que redujo significativamente su espacio. En 2004, la Asamblea Legislativa aprobó una ley de regulación de contenidos radiotelevisivos (ampliada en 2010 a medios electrónicos) con amplios márgenes discrecionales para sancionar potenciales coberturas críticas al gobierno. El presidente disciplinó o forzó la despolitización de medios críticos. Numerosas licencias de radio y de televisión de emisoras con línea crítica hacia el gobierno no fueron renovadas. El caso más emblemático y recordado es el de RCTV, una de las dos estaciones de televisión abierta de mayor audiencia, que quedó fuera del espacio radioeléctrico en 2007. A su vez, el gobierno propició cambios en la propiedad en otros medios, reorientó y restringió recursos estatales en función de la cobertura y amplió enormemente la oferta de medios estatales alineados con el oficialismo. El propio presidente se convirtió en comunicador central y sostuvo persistentemente una crítica pública a los medios centrada en denunciar el carácter antipopular de sus controlantes como forma de descalificación ante toda crítica. Desde su programa semanal, Aló Presidente, Chávez construyó un discurso sistemático en el que medios nacionales y extranjeros (especialmente estadounidenses) son denunciados, en clave populista, como parte de una coalición «oligárquico-imperialista» enemiga del pueblo venezolano. En este ambiente, los medios privados no dejaron de existir, pero se vieron obligados a operar en un ambiente restrictivo y expuestos a enormes presiones en el sentido de la autocensura.

La ulterior regresión autoritaria de la etapa madurista también se hizo sentir en el plano de la libertad de expresión. Entre 2014 y 2019, Venezuela cayó 32 puestos en el Índice Mundial de Libertad de Prensa elaborado por Reporteros sin Fronteras, ocupando el lugar 147 de 180 países. En el marco de la crisis socioeconómica y del abandono de la vocación mayoritaria que hasta entonces había exhibido el populismo chavista, el gobierno de Nicolás Maduro avanzó con nuevas medidas e intensificó el uso de instrumentos regulatorios preexistentes para restringir aún más las expresiones de disidencia en la esfera pública. A medida que escalaba la protesta opositora, se incrementaron las sanciones, la revocación de licencias y los cierres de medios. Aumentaron los acosos y arrestos de periodistas y se multiplicaron las expulsiones de cronistas extranjeros. Las restricciones de acceso al papel prensa, justificadas en la escasez de divisas, llevaron a que, con el cese de la edición impresa de El Nacional, no quedaran diarios en papel de alcance nacional no alineados con el gobierno. En 2017 se sancionaron una ley y un decreto que califican contenidos y expresiones en las redes sociales y el ciberespacio en función de los ambiguamente definidos imperativos de combatir el odio y promover la paz y el orden interno. Asimismo, el Estado, mediante el control de la infraestructura de telecomunicaciones, avanzó con bloqueos de sitios o caídas de servicio en momentos políticamente sensibles. Todas estas acciones represivas son enmarcadas por el gobierno en una retórica que las presenta como medidas necesarias para combatir los estertores de la contrarrevolución. En tal sentido, en 2019, Maduro se jactaba de que «solo quedan los escombros de los medios burgueses».

La prensa como oposición política polarizada

En la narrativa anteriormente delineada que privilegia la enumeración de hechos restrictivos de la libre expresión, el conflicto tiende a leerse como la manifestación del autoritarismo chavista. Suele estar implícita en ella la idea de una naturaleza y una deriva autoritaria inherente al populismo. También suelen operar en la narrativa ciertas visiones normativas y una mirada ahistórica de la libertad de prensa que reducen la actividad de la prensa periodística al control del poder político desde y para la sociedad.

Poner en perspectiva la narrativa de la «aberración» populista no significa desconocer las tendencias autoritarias, los silenciamientos, las censuras, detenciones y arbitrariedades antes señalados. No significa, en particular, desconocer que –más allá de la expresión de un sujeto popular a la que el chavismo dio lugar– la resultante regimentación y el control desde arriba han tenido muy poco que ver con la democratización de la esfera mediática venezolana contenida como promesa en el discurso chavista. Ello no quita que pueda haber habido instancias puntuales de ampliación de voces y perspectivas de la mano de la política de medios.

Sin embargo, una explicación que limitara toda la responsabilidad de la cuestión a una presunta naturaleza del chavismo no solo sería incompleta y tuerta, sino que tampoco ofrecería un terreno desde el cual se pueda dejar atrás el callejón antagónico en que se encuentra Venezuela.

En consecuencia, es precisa una narrativa alternativa que otorgue textura e inteligibilidad al conflicto –dejando de lado supuestos normativos– y que historice la prensa como un entramado de instituciones (no solo venezolanas) coprotagonistas de una confrontación antagónica por medio de la denuncia y la movilización antipopulista.

Los acontecimientos posteriores han opacado el hecho de que el ascenso de Chávez a la Presidencia no ocurrió en el marco de una confrontación con los medios. Por el contrario, los grandes medios tuvieron un rol crucial en la creación del clima de opinión que produjo el desenlace electoral de 1998. Desde la liberalización propiciada por Jaime Lusinchi a fines de los años 80, el sector radiotelevisivo vivió una expansión que lo convertiría en el tercero en facturación en América Latina. Esto dotaría a los grupos más concentrados de la autonomía suficiente como para ensayar un distanciamiento de los partidos tradicionales en el contexto de la incipiente crisis política. La apuesta por la denuncia de corrupción como vehículo de movilización del descontento popular hacia la clase política los prestigiaría y relegitimaría como contrapoder. El clima antipolítico animado por los medios abrió así espacio para que florecieran outsiders de la política de partidos.

Si bien algunos medios como Globovisión, RCTV y El Universal exhibieron una temprana antipatía por Chávez, otros como Venevisión, Televen o El Nacional –aunque sin explicitarlo– apoyaron decisivamente su candidatura dándole visibilidad y cobertura favorable. Estos apoyos presuponían la continuidad de la vieja lógica de acomodación entre Estado y medios que dominó la democracia de Punto Fijo. De hecho, inicialmente las expectativas en términos de nombramientos y decisiones regulatorias parecieron verse satisfechas. Sin embargo, después de los primeros meses de gobierno, comenzaba a quedar claro que Chávez tenía una agenda política propia en la que no había lugar para la lógica transaccional. De ese modo, excluidos del acceso al Estado –del «derecho a ser cooptados»–, la casi totalidad de los grandes medios se alinearon en contra del gobierno. La opción de Chávez de romper con la política de acomodación llevó a que se reenfocaran en la denuncia del gobierno, el género que los había empoderado en la década anterior. Pulverizados los partidos tradicionales, ese lugar los erigió en imán y foro de todos los descontentos y disidencias huérfanos de lugar expresivo.

Así, el comienzo del proceso de polarización política en Venezuela es producto de una relación en espejo que dividió el país en dos campos antagónicos. La movilización populista de Chávez –en la que los grandes medios son definidos como parte del poder establecido– es inescindible de una simultánea movilización antipopulista. En ella, los medios privados son articuladores centrales a partir de la denuncia del «régimen» como enemigo de la «democracia». En esa dinámica polarizante se constituyeron dos identidades por oposición a un poder transgresor y moralmente aberrante que queda radicalmente sustraído de legitimidad. El control sobre el espacio mediático-comunicativo ocupó el centro de esa disputa antagónica en la que no quedaba espacio para el compromiso.

Con el cambio de siglo, la denuncia estridente del gobierno eliminó cualquier otra forma de expresión política en los medios privados de Venezuela. La confrontación en la que se embarcaron empresarios y editores de medios dejó sin espacio a la lógica informativa y sin márgenes de autonomía al periodismo profesional. La cesura colocó a estos actores en el camino de la conspiración y la táctica insurreccional que derivó en el golpe de Estado de abril de 2002.

El núcleo conspirador comenzó a articularse a fines de 2001 con los líderes de la organización patronal, dirigentes sindicales, militares, tecnócratas y un bloque coordinado de prominentes miembros del establishment mediático como Marcel Granier (RCTV), Gustavo Cisneros (Venevisión), Guillermo Zuloaga (Globovisión) y Miguel Henrique Otero (director de El Nacional), además de presentadores y periodistas célebres como Ibéyise Pacheco y Rafael Poleo. Más allá de los llamamientos directos en espacios editoriales, los canales pasaron a cubrir en forma exclusiva la movilización opositora y silenciaron completamente las voces del chavismo. El gobierno respondió invocando cadenas nacionales que fueron eludidas dividiendo la pantalla. El 11 de abril los canales transmitían las conferencias del núcleo golpista que pedía la renuncia del presidente mientras –por medio de un montaje de edición deliberado– se mostraba a militantes chavistas disparando contra la multitud opositora. Por la noche, los conspiradores lograron cortar la transmisión del canal estatal, único medio controlado por el gobierno. En una operación comandada desde las oficinas de Venevisión, Chávez fue detenido en la madrugada del 12 de abril. Los medios dieron a conocer su «renuncia» y celebraron al nuevo gobierno. Al día siguiente, sin embargo, oficiales leales a Chávez retomaron el control de la situación y sus partidarios se volcaron masivamente a la calle coordinados por algunos medios alternativos. Repentinamente, los medios produjeron un verdadero apagón informativo al dejar de reportar los acontecimientos. El día 14, resquebrajada la coalición golpista luego de que grupos de medios comunitarios amparados por miembros de la guardia presidencial retomaran la transmisión del canal estatal, Chávez fue repuesto en el Palacio de Miraflores.

La participación de los grandes medios de comunicación en estos sucesos marcó un punto de no retorno y buena parte de las políticas posteriores que afectaron la esfera pública venezolana se hacen inteligibles a la luz de ellos.

Algunas orientaciones se institucionalizaron. Aló Presidente se consolidó –más allá de su función como dispositivo de comunicación directa– como un espacio regular desde donde hacer pública la denuncia y deconstrucción de los medios en clave de sus intereses «oligárquicos». También deriva de la crisis el enorme potenciamiento de medios estatales alineados y la alianza con sectores de medios alternativos. Las controvertidas regulaciones de contenido de la Ley de Responsabilidad Social en Radio y Televisión de 2004 fueron escritas a contraluz de las coberturas de los medios privados durante las jornadas de abril. El dueño de Venevisión accedió a la presión y despolitizó su pantalla a cambio de conservar el negocio. En contraste, ante la intransigencia del propietario, el gobierno no renovó la licencia de RCTV en 2007, alegando su participación en la conspiración golpista.

Si desde la oposición la política mediática bolivariana se ha convertido en tópico de la denuncia de la deriva autoritaria del régimen, en el otro extremo del polarizado espacio político venezolano se lee el proceso de modo inverso: como democratización sin precedentes de un espacio históricamente ocupado por los sectores sociales dominantes y putschistas.

Este contencioso entre el Estado bolivariano y los medios no puede ser correctamente dimensionado si no se repara en cómo la prensa, en tanto actor, se articuló más allá de las fronteras de Venezuela.

El ascenso de Chávez al poder marcó el comienzo de un ciclo de experiencias gubernamentales de izquierda que ponían en evidencia la crisis de Consenso de Washington en la región. Su inflexión populista-radical y el abierto desafío a la influencia hemisférica de Estados Unidos potenciaron la atención pública internacional sobre Venezuela. Su temprana confrontación con los medios privados –sin precedentes desde los populismos clásicos– operó como ejemplo de gobernabilidad alternativa para quienes miraban desde la izquierda, a la vez que encendió alarmas entre las instituciones de la prensa tradicional y los medios comerciales de la región.

En la atención periodística prestada por estos últimos, los propios medios privados venezolanos –espacio central de organización de las voces de la sociedad civil opositora– se constituyeron en fuentes dominantes para elaborar las coberturas. Tal sesgo de fuentes se explica tanto por afinidades político-editoriales como por las rutinas profesionales de periodistas que se orientan hacia voces organizadas. Estas, por su parte, se beneficiaban en promover su visión de los acontecimientos ante la opinión pública internacional. Del otro lado del campo político, dividido entre sectores medios y altos afincados institucionalmente y unos sectores populares informales movilizados desde arriba, no existían muchos espacios organizados accesibles por fuera de la voz del líder. Privilegiando, por tanto, las perspectivas del campo opositor/mediático, la cuestión de la libertad de prensa se convirtió –bajo el encuadre de la libertad amenazada– en tópico recurrente de la cobertura por parte de los medios extranjeros. Esta brindó a su vez un instrumento recursivo a los medios venezolanos como fuente externa de objetivación del problema. Este recurso hecho de intertextualidades refleja la cristalización de vínculos que forjaron paulatinamente una comunidad interpretativa transnacional de gran utilidad a los actores domésticos en su disputa local. A su vez, en el nivel de la opinión pública internacional, el problema de la libertad de expresión se constituyó en una de las claves para descifrar la naturaleza del régimen venezolano.

A medida que la «marea rosada» se fue expandiendo en la región y que Chávez inspiró, alentó y financió iniciativas de comunicación contrahegemónica a escala regional, la percepción de amenaza de «venezolanización» y el alineamiento antipopulista y antiizquierdista de la gran prensa regional fueron ganando protagonismo en las agendas mediáticas. El chavismo se convirtió así en uno de los mayores factores de división y polarización política, especialmente en los países con gobiernos de izquierda que aparecían como simpatizantes. En tal sentido, el episodio en torno de la licencia de RCTV en 2007 operó como catalizador de la denuncia sistemática de la cuestión de la libertad de expresión, el autoritarismo bolivariano y la amenaza de contagio regional.

Más allá del juego de intertextualidades, se fueron configurando instancias y movimientos de coordinación más deliberada e institucionalizada en el ámbito regional. El renovado protagonismo de la Sociedad Interamericana de Prensa (SIP) –de importante actuación durante la Guerra Fría y estandarte de la denuncia del populismo regional en la década de 1950 como institución de alerta de las amenazas a la libertad de prensa– ilustra los esfuerzos de los editores de los grandes periódicos regionales. Al rol de la SIP se sumaría el del Grupo de Diarios de América (GDA). Este último, nacido en la década de 1990 como iniciativa comercial, se reconfiguró en un perfil más político y centró su agenda en la denuncia de la amenaza populista a la libertad de prensa. Este rol catalizó en 2007 poco después del affaire RCTV. William Lara, entonces ministro de Información y Comunicación de Chávez, acusó al GDA de conspirar contra el gobierno venezolano. Sus miembros, entre los que se encuentra El Nacional, respondieron con una sistemática labor de publicación de contenidos colaborativos orientados a denunciar la expansión del chavismo en la región. Significativamente, ambas organizaciones tienen su sede en la ciudad de Miami, el lugar de encuentro y refugio de la sociedad civil latinoamericana opuesta a los populismos y las izquierdas de la región, entre la que el «exilio» venezolano conforma un influyente grupo en expansión.

Con sus particularidades, la cobertura de Venezuela por parte de los grandes medios periodísticos estadounidenses se engarzó armónicamente con las lógicas ya expuestas. En general, la política internacional es cubierta en Estados Unidos en términos de su política exterior. Especialmente en situaciones de crisis, el periodismo tiende a «indexar» las posiciones de las elites de Washington que intervienen en el asunto. Por tanto, el rango de posiciones reflejadas sobre cuestiones internacionales suele ser el de los actores institucionales –la Casa Blanca, el Senado, el Departamento de Estado–, además de think tanks, expertos o académicos vinculados a instituciones establecidas. En el caso de Venezuela, el desafío chavista al rol de Estados Unidos –y su acercamiento a Cuba– determinó de entrada un consenso bipartidista en torno de Chávez como figura problemática. En consecuencia, los encuadres que dominaron en la prensa raramente transgredieron ese rango de opiniones. Las fuentes venezolanas, dominantemente opositoras, operaron en consonancia con la imagen del «aprendiz de dictador» asociado a Fidel Castro y, más tarde, a «autócratas» y regímenes «terroristas» como el de Irán. Estos estereotipos cristalizaron en la crisis de 2002. Si bien a la luz de los hechos, en el periodo inmediatamente posterior a la crisis, la prensa de elite y en particular The New York Times ensayaron algún mea culpa por la fallos de cobertura y ampliaron momentáneamente el pluralismo de voces, rápidamente volvieron a primar las caracterizaciones de Chávez como autócrata populista.

Con excepciones, este marco de interpretaciones emergentes en los primeros años del chavismo se ha solidificado y continuado en la actual etapa madurista. Tanto en los espacios de opinión como en la cobertura informativa, la prensa de elite refleja, como límites, los matices entre la línea dura de Washington (aliada a los sectores intransigentes de la oposición venezolana que busca el derribo de Maduro y su entorno) y la de los sectores del Departamento de Estado y la comunidad de expertos y ONG orientadas a la búsqueda de una transición más negociada. En tal sentido, la política de extrema presión ensayada por Trump –en sintonía con la línea dura–, aunque en el plano interno está motivada en mejorar la perspectiva electoral, ha dado lugar a voces discordantes que señalan la estrechez de miras de tácticas que excluyan del horizonte al chavismo como expresión con algún grado de legitimidad democrática.

Las editoriales y crónicas de la prensa de elite estadounidense, de la que son fuente privilegiada, se convierten en noticia en la prensa venezolana. Se cierra así el juego recursivo que funciona como instrumento de autoafirmación y autoridad.

La libertad de expresión y la prensa entre populismo y antipopulismo

El deterioro de la libertad de expresión es parte del deslizamiento autoritario experimentado por Venezuela. Sin embargo, las narrativas que reducen el proceso a un proyecto autoritario del liderazgo chavista hacen un magro favor a la construcción de un mínimo terreno de consensos en función de una salida política basada en reducir la intensidad antagónica de la división entre chavismo y antichavismo.

A la descripción de un accionar estatal restrictivo de la libertad de expresión debe adicionarse una narrativa que la ponga en perspectiva. Ella debe incorporar la configuración histórica de una prensa que, como comunidad interpretativa constituida y apoyada en una red transnacional de recursividades e intertextos, tuvo un rol central en la movilización y construcción de una identidad antipopulista cuyo arquitrabe residió en denegar dignidad democrática a un movimiento político expresivo de mayorías populares. Al situarlo más allá de la democracia, las instituciones mediáticas abandonaron, sin admitirlo, las reglas del periodismo profesional para pasar a la beligerancia sin restricciones. El antipopulismo es especularmente análogo al populismo en su modo de trazar una frontera moral. La denuncia del populismo desde la pretensión enunciativa de la «neutralidad» o la «independencia» solo sirve a que el otro lado reconfirme las mistificaciones o hipocresías de la «prensa dominante». El modelo de una prensa liberal basada en ideales de neutralidad –en el que históricamente se han mirado y legitimado los medios establecidos de América Latina– presupone un consenso político de elites que nunca existió en la región pero que, en el momento del ascenso chavista, todavía operaba en Estados Unidos. Con el ascenso de Trump, el periodismo estadounidense ha quedado sumido en un análogo laberinto. De él solo se sale por arriba.



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