Opinión

Venezuela como autoritarismo caótico


agosto 2024

El modelo venezolano está muy lejos de ser democrático. Pero, ¿qué es exactamente? ¿Es una dictadura clásica? ¿Es un régimen iliberal? ¿Es un modelo autoritario de características sultanescas? Los últimos acontecimientos en el país y una lectura general de la historia venezolana de las últimas dos décadas permiten esbozar una respuesta.

<p>Venezuela como autoritarismo caótico</p>

El centro antiguo de Caracas, desvencijado y pobre como los centros de muchas capitales latinoamericanas, se desparrama por varias manzanas hasta que uno se topa con el área presidencial, el enorme perímetro de seguridad que rodea el Palacio de Miraflores, el Palacio Blanco y el Regimiento de la Guardia de Honor. Conos naranjas en las esquinas, bolsas de arena cortando calles para evitar eventuales arremetidas motorizadas y carteles con la leyenda «zona de seguridad» advierten a los peatones que el paso está prohibido. Si uno va hacia la Avenida Baralt y La Pastora, debe desviarse por Carmelitas, y si viene por Urdaneta y quiere seguir por la Avenida Sucre en línea recta, tampoco puede pasar, hay que tomar un desvío por —justamente— El Silencio. Para garantizar la seguridad circulan por la zona jeeps de «patrullaje estratégico» de la Guardia Nacional Bolivariana, hay destacamentos de la Guardia de Honor apostados en varios puntos y se ven también las camionetas del Sebin, el temible Servicio Bolivariano de Inteligencia Nacional.

Ni siquiera de lejos es posible observar la sede del gobierno, y de hecho se comenta que Maduro no duerme más en La Casona, la residencia presidencial, y que tanto él como la primera plana de la administración residen en una urbanización especial construida en la gigantesca base militar de Fuerte Tiuna, al sudoeste de Caracas. La transformación de Miraflores —un palacete de estilo europeo con patio central, arcadas y galerías— en un búnker es, por lo demás, bastante lógica. Al fin y al cabo, a lo largo de sus veinticinco años en el poder, el chavismo enfrentó un golpe de Estado, dos o tres ciclos de grandes manifestaciones populares, un intento de asesinar a Maduro con drones, el caso de un policía que se robó un helicóptero y arrojó una granada en la terraza del Tribunal Supremo de Justicia, el intento de sublevación militar liderado por Juan Guaidó, el pintoresco desembarco de la Operación Gedeón y las insinuaciones de Donald Trump acerca de una invasión con marines.

No es entonces simple paranoia, sino la respuesta absolutamente racional de un gobierno que se siente asediado lo que explica este reflejo defensivo. Por supuesto, esto es consecuencia del giro autoritario que convirtió a Venezuela en un sistema muy particular, un autoritarismo híbrido, desordenado y a la vez sofisticado. No es una dictadura clásica ni tampoco un régimen socialista de partido único, como el de Cuba o el de China. Formalmente, Venezuela sigue siendo una república democrática multipartidista, donde persisten espacios de libertad de prensa y asociación y donde hay tres gobernadores y decenas de alcaldes opositores, que ejercen sus funciones con dificultades, pero con normalidad. Y, sin embargo, Venezuela no es una democracia plena; esa línea ya la cruzó. Entonces, ¿de qué tipo de régimen hablamos?

Una primera referencia posible es el sistema creado por el Partido Revolucionario Institucional (PRI) en México durante su reinado de siete décadas, la «dictadura perfecta», según la célebre definición de Mario Vargas Llosa. Como Venezuela, el México priísta configuró un régimen autoritario con espacios de libertad que se abrían y se cerraban según las circunstancias, un «autoritarismo electoral» en el que el oficialismo no necesitaba recurrir al fraude masivo ni a la prohibición total de la oposición. Pero las diferencias también son importantes. En buena medida porque fue un producto del siglo XX —mientras que el chavismo lo es del siglo XXI—, el sistema priísta disponía de una serie de reglas que permitían casi diríamos institucionalizar su autoritarismo, la más famosa de las cuales era la prohibición absoluta de la reelección y el «dedazo» mediante el cual el presidente saliente designaba a su sucesor.

Otro punto de comparación posible, que en este caso incorpora la dimensión económica al análisis, son los regímenes políticos de los países rentistas. Hay una relación, que no es lineal pero existe, entre la estructura económico-productiva, la sociedad que se forma en torno de ella y el sistema político que la gobierna. Al depender de un solo recurso natural, el Estado rentista no precisa de una base fiscal amplia —que en última instancia exige algún nivel de consenso social, de modo que la gente acepte pagar los impuestos— y suele ganar autonomía respecto de la sociedad. Por eso, una vez que un líder, un clan o un grupo político se apoderan del Estado es muy difícil que lo dejen, porque sus recursos son tantos —y fluyen con tal rapidez— que disponen de la fuerza suficiente para crear estructuras clientelares, controlar la burocracia y pagar la lealtad de las fuerzas armadas. Si el contraejemplo de Noruega no es pertinente, porque este país ya era democrático y desarrollado cuando comenzó su explotación petrolera, las dictaduras de Oriente Medio —y en cierto modo también Rusia— son una buena referencia1.


La última comparación es la de las democracias iliberales: gobiernos elegidos democráticamente que, una vez en el poder, ignoran los límites constitucionales y no respetan las libertades individuales de sus ciudadanos. Mediante una serie de maniobras al filo de la legalidad —o directamente ilegales—, atenúan —o anulan— el componente republicano de la división de poderes, es decir, el balance entre las instituciones del Estado y los límites a la concentración de poder. Y también atentan, en muchas ocasiones, contra la dimensión liberal de la democracia, vulnerando por diferentes vías las garantías propias del Estado de derecho. Construidos por líderes que son a la vez muy populares y muy autoritarios, como Recep Tayyip Erdoğan en Turquía, Viktor Orbán en Hungría y Jarosław Kaczynski en Polonia, este tipo de regímenes preservan cierta lógica electoral, aunque desbalanceada a favor del oficialismo.

En Cómo mueren las democracias2, un libro académico que se convirtió en un inesperado bestseller mundial, los politólogos Steven Levitsky y Daniel Ziblatt, de Harvard, completan el planteo. Horrorizados con Donald Trump, explican que en el siglo XXI las democracias no mueren de un único disparo letal, sino que se van desangrando lentamente. Lejos del modelo de toma del poder por parte de los militares o los revolucionarios, propio del siglo pasado, que permitía establecer un corte nítido, fechar el momento en que el Chile de Salvador Allende o la Argentina de Isabel Perón dejaron de ser una democracia, hoy no existe un único momento en el que un régimen cruza esa delgada línea roja; la democracia comienza a morir, a menudo sin que nadie se dé cuenta, cuando un líder de vocación autoritaria emprende la tarea de socavar desde adentro los mecanismos que garantizan la democraticidad de la democracia. Aunque interesante como descripción, este enfoque suele pasar por alto el malestar profundo anterior al inicio de la reversión democrática, que es el que justamente propició el ascenso de los líderes que espantan a los autores. El problema de este tipo de análisis es que funcionan como una pintura de lo que sucede, pero no terminan de dar en la tecla de las causas profundas. No sirven para entender los motivos que explican por qué los húngaros votan a Orbán, o los estadounidenses a Trump (o los venezolanos a Hugo Chávez).

En este sentido, resulta interesante el planteo de Yascha Mounk. En El pueblo contra la democracia3,  el politólogo de la Universidad Johns Hopkins define el problema como doble. Por un lado, las democracias iliberales, donde la soberanía popular habilita al líder a reinar como mejor le plazca, arrasando con instituciones y derechos. Por otro, el «liberalismo antidemocrático», democracias donde se respetan los derechos individuales y las libertades, pero que se ven afectadas por tendencias tecnocráticas o incluso oligárquicas que hacen que la capacidad de incidencia de la sociedad en los asuntos públicos, es decir, el principio de soberanía popular, se vea limitada, porque el poder real reside en otro lado —«los mercados», el Fondo Monetario Internacional (FMI), el Banco Central, Wall Street, Bruselas, la gerencia de Petróleos de Venezuela (PDVSA) antes de Chávez—‌. Si las primeras son «democracias sin derechos», las segundas constituyen un régimen de «derechos sin democracia». Para Mounk, el iliberalismo es una respuesta al liberalismo antidemocrático; cuando la sociedad siente que ya no puede decidir su destino, que sus posibilidades de incidir en su futuro se ven cercenadas no importa a quién vote, entonces elige líderes que prometen cambios de fondo, aun al costo de romper las cosas.

Con otras palabras, Adam Przeworski, decano de la ciencia política estadounidense, dice algo parecido. En su último libro, Las crisis de la democracia4, explica que las democracias funcionan bien cuando lo que está en juego es algo «ni demasiado pequeño ni demasiado grande». Es «demasiado pequeño» cuando los resultados de las elecciones no tienen ninguna consecuencia para los ciudadanos —o cuando estos sienten que es así, lo cual en términos concretos vendría a ser lo mismo—, es decir, cuando, voten lo que voten, la situación seguirá siendo más o menos la misma —el liberalismo antidemocrático de Mounk—‌. Y es «demasiado grande» cuando el resultado se vuelve intolerable para los perdedores, que en cada elección no se juegan un puñado de escaños en el Parlamento o el pase del gobierno a la oposición, sino la libertad, el exilio o incluso la vida. En estos casos, quienes están en el poder estarán dispuestos a hacer cualquier cosa por retenerlo.

El modelo de Mounk/Przeworski se ajusta bastante bien a la evolución de Venezuela. El Pacto de Punto Fijo firmado en 1958, tras la caída de la dictadura de Marcos Pérez Jiménez, funcionó como una especie de Moncloa antes de la Moncloa, habilitando cuatro décadas de modernización económica, industrialización petrolera y ampliación de la clase media, todo empujado por la renta hidrocarburífera, base material de un largo período de estabilidad política y paz social que descansaba sobre un modelo partidocrático de reparto de poder entre Acción Democrática y el partido demócrata cristiano COPEI. El Pacto de Punto Fijo permitió moderar la polarización y suavizar el conflicto político, lo que ayudó a que Venezuela evitara los quiebres democráticos y los golpes militares que por esos mismos años asolaban gran parte de América Latina, e hizo que muchos argentinos, uruguayos y chilenos se exiliaran allí. A partir de los años 80, sin embargo, el modelo económico derivó en un aumento progresivo de la pobreza y la desigualdad que el diseño político pactista no supo cómo enfrentar. Las formalidades republicanas, las elecciones y los derechos humanos se respetaban, pero el poder no residía en el pueblo, sino más allá, en la gerencia de PDVSA —la Bruselas de la Venezuela preChávez— y en una elite ostentosamente corrupta. En la definición de Mounk, un liberalismo antidemocrático. Sin importar qué votaran, los venezolanos recibían más crisis económica y más ajustes, expresados en hitos como el Viernes Negro y el Caracazo. Los cambios eran, como diría Przeworski, «demasiado pequeños».

Entonces llegó Chávez y le dio el último disparo a un sistema zombie, que caminaba pero estaba muerto, y lo hizo con su singular capacidad para condensar en una sola fórmula espectacular el espíritu de los tiempos: «Juro delante de mi pueblo y sobre esta moribunda Constitución que impulsaré las transformaciones democráticas necesarias para que la República nueva tenga una Carta Magna adecuada a los nuevos tiempos», dijo al tomar posesión, en enero de 1999, mientras los legisladores de los partidos tradicionales lo miraban azorados. Entonces los cambios empezaron a ser «demasiado grandes».

Cuánto de Chávez hay en Maduro

Si el origen —la causa profunda— del declive democrático se sitúa sobre el final del Punto Fijo, una nueva era, totalmente diferente, comenzó con la llegada de Chávez al poder. En sus quince años de gobierno, entre febrero de 1999 y marzo de 2013, Chávez fue concentrando en su figura los principales resortes de poder, recurriendo a maniobras muchas veces situadas al filo de la legalidad y, en ocasiones, aprovechando los errores de la oposición. En 2005, las principales fuerzas opositoras, después de perder el referéndum revocatorio, decidieron no presentarse a las elecciones legislativas, con el objetivo de vaciar de legitimidad al gobierno. El resultado fue una Asamblea Nacional totalmente dominada por el chavismo, que durante cinco años hizo lo que quiso.

Andrés Cañizález, periodista, doctor en ciencia política e investigador asociado de la Universidad Católica Andrés Bello, me envió este comentario: «Así como en el chavismo hay un punto de quiebre, en torno a las legislativas de 2015, para ubicarse en la senda autoritaria, me parece que la oposición, entre sus muchos errores, tuvo uno más costoso que otros, que fue dejarle la Asamblea Nacional a Chávez en 2005. Si bien Chávez tenía desde siempre apetito de concentrar todo, los opositores le dejaron el camino allanado. Con una presencia de 40% en el Parlamento, que ha sido una constante en los resultados cuando Chávez estaba vivo, ese conjunto de diputados habría evitado con su sola presencia que el chavismo nombrara a todos los magistrados del Tribunal Supremo de Justicia, a todos los poderes públicos (Contraloría, Defensoría, Fiscalía, Consejo Nacional Electoral). Es algo que ya no ocurrió, pero, si miro por el espejo retrovisor, aquella decisión profundizó el modelo no democrático, y fue una decisión opositora».

Decíamos que, beneficiado por el tremendo error táctico de la oposición de no presentarse a las legislativas del 2005, Chávez logró concentrar las decisiones como nunca. Y, amparado en este poder casi absoluto, tomó medidas autoritarias, como no renovar la licencia de Radio Caracas Televisión, en un claro gesto de revancha por haber apoyado el golpe de Estado en su contra y por resistirse a seguir sus indicaciones —otros canales golpistas negociaron con Chávez y siguieron al aire—‌. En 2009, luego de que la oposición ganara la Alcaldía Mayor de Caracas, creó la Autoridad Única para el Distrito Capital, designada por él mismo, que absorbió la mayoría de las funciones municipales. (Maduro replicaría la idea con la creación del «Protector de Estado», una figura que no aparece en la Constitución y que consiste básicamente en una estructura institucional paralela que absorbe algunas atribuciones del gobernador cuando gana la oposición, por ejemplo, la gestión de la obra pública, y que en algunos casos incluso es liderada por el candidato oficialista que perdió las elecciones).

Estas maniobras institucionales se completaron con el acoso permanente a la oposición. Algunos dirigentes, al menos una decena, tuvieron que exiliarse o fueron detenidos bajo acusaciones de corrupción durante los gobiernos de Chávez. Y aunque algunas de las denuncias probablemente fueran correctas, lo cierto era que coincidían con las necesidades políticas del presidente y se centraron exclusivamente en opositores, como si no hubiera chavistas corruptos; así, el ex-candidato presidencial Manuel Rosales fue detenido y tuvo que exiliarse —más tarde regresó y fue nuevamente elegido gobernador de Zulia—, y el general Raúl Baduel, que había rescatado a Chávez durante el golpe de 2002, fue encarcelado después de rechazar el proyecto de reelección indefinida, murió en prisión. Uno de los casos más resonantes fue el encarcelamiento de la jueza María Lourdes Afiuni, que había ordenado liberar a un banquero acusado de financiar el golpe de Estado, cuyo plazo en prisión preventiva había excedido el máximo permitido por la ley. El banquero huyó, y Chávez se enfureció a tal punto que pidió públicamente, en una emisión de Aló Presidente, treinta años de prisión para la jueza, que fue acusada de corrupción, abuso de autoridad y asociación para delinquir, y que permaneció encarcelada durante ocho años (organismos defensores de los derechos humanos e intelectuales insospechados de imperialismo como Noam Chomsky pidieron sin éxito su liberación).

En esa primera etapa, la oposición contribuyó decisivamente a la degradación democrática con el paro petrolero de 2002-2003, el intento de golpe de Estado de 2002, la decisión de no reconocer su derrota en el referéndum revocatorio de 2004, la abstención en las elecciones legislativas de 2005 y las rutinarias denuncias de fraude. En este período, el hilo democrático, a pesar de todo, aún no se había cortado; eso ocurriría a partir del triunfo opositor en las legislativas de 2015 y la Asamblea Constituyente. Teniendo en cuenta estos antecedentes, la pregunta que se impone es hasta qué punto el tipo de régimen político que había construido Chávez prefiguró el sistema, mucho más autoritario, que vino después.

—Yo creo que hubo elementos autoritarios desde el principio. Por ejemplo, en el año 2000, Chávez tenía mayoría en la Asamblea e igual se hizo votar leyes habilitantes para poder decidir por sí solo. Claro que, cuando vino el intento de golpe de 2002 y vimos lo que era eso, la derecha más recalcitrante, muchos nos asustamos y pensamos que, entre estos y Chávez, mejor seguir con Chávez —dice Margarita López Maya.

Historiadora, gran referente de las ciencias sociales latinoamericanas, López Maya conoció a Chávez antes de que llegara a la Presidencia y mantuvo una simpatía inicial con el líder bolivariano, que la eligió como «oradora de orden» ante el pleno de la Asamblea Nacional. En 2010, Margarita fue candidata a diputada por el partido Patria para Todos, que defendía una política de acuerdos entre gobierno y oposición, pero finalmente terminó alejándose del chavismo. «Muchos de estos elementos autoritarios se fueron acentuando con los años. Un primer hito fue cuando Chávez comenzó a hablar del 'Socialismo del siglo XXI', ya en 2005, algo que no le interesaba mucho a nadie, al punto de que fue derrotado en el referéndum de 2007 y que después igual implementó por otras vías».

—¿Es decir que el madurismo es una consecuencia natural del chavismo?

—No diría eso, porque creo que siempre hay espacio para que pasen cosas diferentes. Por ejemplo, después de las elecciones de 2013, en las que Maduro ganó por menos de dos puntos, estaba claro que la legitimidad popular que había tenido Chávez se le había escapado. Pero Maduro, en lugar de hacer otra cosa, de abrirse, de llamar a la oposición, se cerró sobre los militares, y así estamos, con un régimen que es como son las autocracias ahora, que no son como las dictaduras clásicas del siglo XX. Esto es algo más sofisticado, más sutil, con elementos autoritarios, totalitarios y hasta sultanescos.

El adjetivo «sultanesco» me queda dando vueltas en la cabeza, así que le pido a Margarita que me lo aclare. Amablemente me manda por email un capítulo de su último libro5, de donde copio estos dos párrafos: «El régimen de Maduro no solo es un autoritarismo franco, sino, en muchos aspectos, extremo. Juan Linz y Alfred Stepan6 caracterizan un régimen autoritario como sultánico cuando se desarrollan una administración y un cuerpo militar que son primordialmente instrumentos personales del jefe. De acuerdo a Linz y Stepan, cuatro serían los rasgos del sultanismo como régimen moderno no democrático, la mayoría presente en el régimen chavista bajo la dirección de Maduro. Primero, la presencia de cierto pluralismo en la economía y en lo social, pero siempre sujeto a intervenciones impredecibles y despóticas del gobernante; no hay Estado de derecho y lo que prima es la baja institucionalización y la fusión de lo público y privado. Segundo, hay manipulación extrema y arbitraria de símbolos, pero fuera del personalismo despótico no hay una ideología orientadora, sino una seudoideología en la que no creen ni los funcionarios, ni los gobernados, ni el mundo exterior. Tercero, la movilización es baja y manipulada, de tipo ceremonial, usándose métodos clientelares, sin que exista organización permanente; hay movilización periódica de grupos paramilitares que usan la violencia contra los grupos en la mira del sultán. Y cuarto, el liderazgo es personalista y arbitrario, y carece de restricciones racional-legales».

Autoritarismo por vía del caos

Entre las elecciones legislativas de 2015 y el llamado a la Asamblea Constituyente, Venezuela terminó de consolidarse como un tipo de régimen claramente no democrático, pero no enteramente dictatorial. ¿No? No, en el sentido de que no es resultado de un golpe de Estado a la antigua, con los tanques atacando la casa de gobierno, las tropas entrando en el Congreso y la clausura fulminante de los poderes públicos. No hay campos de concentración ni asesinatos masivos ni un autócrata absoluto, que gobierna sin límite alguno. Venezuela no es la Unión Soviética de Stalin o el Chile de Pinochet, pero tampoco es Cuba, con su régimen institucionalizado de partido único y el Granma como exclusivo medio de prensa; ni, para el caso, Nicaragua, donde la oposición ha sido directamente cancelada. Por eso preferimos hablar de un régimen híbrido, que ha ido mutando a lo largo del tiempo, algo mucho más plástico que el tipo de sistema político al que nos remite la expresión «dictadura», lo que se explica en parte porque no fue creado en el siglo XX, sino en el XXI, y no se asentó en un país con escasa tradición democrática y una sociedad civil endeble, como puede haber sido Cuba en 1959, sino en uno con una población consciente de sus derechos y dotada de una larga memoria igualitarista, que durante casi medio siglo vivió una democracia vibrante, con una sociedad civil fuerte y un mundo intelectual que fue referencia en América Latina.

¿Cómo definir, entonces, al régimen venezolano, más allá de la historia y las posibles comparaciones? La mejor manera es hacerlo a partir de una combinación de elementos.

En principio, el autoritario: control total de los poderes del Estado, detenciones ilegales, achicamiento de los espacios de libertad de prensa, gravísimas violaciones de los derechos humanos, persecución política, manipulación electoral, proscripciones, militarización. La represión de opositores, sindicalistas y activistas sociales es selectiva, no es masiva ni incluye a todos, no hay una Escuela de Mecánica de la Armada como en la dictadura militar Argentina, ni se ametralla a la gente en los estadios como durante el pinochetismo. Pero es sistemática, en el sentido de que ocurre desde hace años. No es un accidente ni un error, algo que pasó alguna vez, sino una práctica permanente.

Al mismo tiempo es posible encontrar algunos rasgos de tipo más totalitario, en el sentido de un régimen que no se limita a controlar las instituciones políticas, sino que avanza sobre la sociedad y se interna en la vida íntima de las personas: acoso a las figuras públicas opositoras, identificación social de los disidentes —en la famosa Lista Tascón aparecían mencionados los ciudadanos que apoyaron con su firma el referéndum revocatorio de 2004, lo que derivó en casos de discriminación y persecución en el empleo público—‌. A ello hay que sumar, más cerca en el tiempo, novedosas formas de control biopolítico a través del Carnet de la Patria, la cédula emitida por el Estado, cuyos datos se centralizan en un software importado de China, que permite conectar las preferencias políticas con los beneficios sociales. Y, por último, el método conocido como Sippenhaft, un invento de la Alemania Oriental que consiste en acosar a los familiares de opositores prófugos con el objetivo de quebrarlos emocionalmente para que denuncien el paradero del perseguido; por ejemplo, a la hermana de un militar acusado de conspirar contra el gobierno la detuvieron en su casa y la mantuvieron ocho días presa, le mostraron una foto de su hijo de cinco años y le dijeron que si no confesaba dónde estaba su hermano le cortarían un dedo (hay varios casos parecidos, entre ellos el de la activista Rocío San Miguel, detenida junto con parte de su familia e incluso su ex-marido, un empresario sin actividad política con el que ya no tenía ninguna relación).

Sin embargo, no es un régimen policial total, con sus campos de concentración y su Stasi; uno puede estar tomando una cerveza en la terraza de un bar con un grupo de académicos y miembros de ONG que se ríen de Maduro y cuestionan al gobierno en voz alta sin mayores temores. A diferencia de las sociedades que atravesaron largas dictaduras, donde la gente baja instintivamente la voz cuando cuestiona al presidente, en Venezuela las críticas no se murmuran; se gritan. Al mismo tiempo, muchos se cuidan de expresar esas mismas críticas en grupos de WhatsApp, porque hubo casos de detenidos a los que les mostraron conversaciones interceptadas. Es habitual que la gente borre los mensajes cada una o dos semanas; puede ocurrir que la policía, en un control aleatorio, te pida el teléfono, te obligue a desbloquearlo y se ponga a leer. «Yo, cada vez que viajo, borro todo, porque en una época lo hacían mucho en los aeropuertos», me cuenta un sociólogo caraqueño que viaja regularmente a Colombia.

También persisten, aunque arrinconados, espacios de libertad. Venezuela, insistamos, no es una dictadura clásica. Además de gobernadores y alcaldes de la oposición, hay marchas y manifestaciones, absolutamente prohibidas en los Estados dictatoriales. Resultaba curioso observar a los candidatos opositores, para la interna en la que resultó elegida María Corina Machado, recorrer el país en caravanas y actos, muchas veces multitudinarios, hablarles a los manifestantes, sacarse selfies, formular declaraciones ante los medios. Si uno no supiera que estaba en Venezuela, daba la impresión de que se trataba de una democracia plena. Por otro lado, no todos los dirigentes opositores van presos; el chavismo nunca se atrevió a detener a Guaidó, por ejemplo, ni a Machado. Los grandes medios de comunicación cerraron o fueron alineándose con el chavismo, como Globovisión, que había apoyado el golpe contra Chávez y fue adquirido por empresarios cercanos al oficialismo, o Últimas Noticias, uno de los pocos periódicos impresos que aún circulan. Algunos medios digitales, como Efecto Cocuyo, el diario colombiano El Tiempo o el argentino Infobae, están bloqueados —hay que cambiar la VPN para poder acceder, algo que, por otra parte, todos los venezolanos aprendieron a hacer—‌. En 2023 se estrenó Simón, la película sobre un líder estudiantil detenido y torturado durante el ciclo de protestas de 2017, proyectada con tremendo éxito de taquilla en los cines del país. A diferencia de países como China, las redes sociales están habilitadas; Twitter, de hecho, se ha convertido en la principal arena pública venezolana.

Por último, el gobierno conserva la adhesión de un sector, minoritario pero significativo, de la población.

—¿Cuánta gente apoya convencida a Maduro? —le pregunto a Ricardo Sucre, un conocido analista político con una gran capacidad para desentrañar y explicar las complejidades de cada situación, mientras tomamos un café en una mesa sobre la vereda de una panadería en Caracas.

—Yo diría que el «chavismo de la convicción» oscila entre el 15 y el 20%. Después hay un apoyo más situacional, de gente que no está contenta con lo que está pasando, que reconoce la crisis económica, el colapso de los servicios públicos, todo lo que ya sabemos, pero que siente que un cambio de gobierno podría ponerla en una situación peor. Es gente que percibe con razón a la oposición como perteneciente a otra clase social y que siente que, si llegan, les van a quitar lo poco que tienen; los CDI (centros de atención médica integral de la Misión Barrio Adentro, muchos de ellos atendidos por médicos cubanos) están muy mal, las escuelas bolivarianas también, pero están ahí. Y es más el temor a que eso desaparezca que el malestar por la crisis. La idea de muchos es que no solo vienen por Maduro, sino por nosotros.

—¿Pesa el amor por Chávez, el recuerdo de las misiones y los avances sociales?

—Sí, claro. La mayoría diferencia a Chávez de Maduro.

Concluyamos. Los elementos mencionados —el autoritario, el totalitario, el democrático— se han combinado de diferente manera a lo largo del tiempo, según las necesidades del gobierno y las circunstancias, lo que complica cualquier análisis. Un ejemplo de lo difícil que resulta conceptualizar el sistema venezolano es el de las elecciones regionales del 21 de noviembre de 2021, las primeras de la etapa de normalización iniciada después del giro autoritario, con participación plena de la oposición y observación de la Unión Europea. Como suele suceder en los comicios estatales, la fuerza del chavismo en el interior del país y las divisiones de la oposición le permitieron ganar en 20 de los 23 estados. Sin embargo, perdió en Barinas, la tierra natal de Chávez y corazón del feudo familiar, un estado pequeño, ubicado a unos 500 kilómetros de Caracas, en medio de los llanos, que es como decir la Pampa argentina, célebre por su fama de hombres duros acostumbrados a la adversidad del clima y el manejo del ganado. Desde 1998, Barinas era gobernado por la familia Chávez: primero el padre, después un hermano y finalmente otro hermano, Argenis Chávez, que en 2021 disputaba su reelección.

Para sorpresa del gobierno, que había descontado un triunfo y quizá por eso se distrajo, el candidato opositor Freddy Superlano se impuso por menos de un punto, según los datos del Consejo Nacional Electoral (CNE). La noticia cayó como meteorito en un chavismo desconcertado, que primero dudó y después reaccionó; en una maniobra desprolija incluso para los generosos cánones bolivarianos, el CNE le comunicó a Superlano —¡después de la elección! — que estaba inhabilitado y que, por lo tanto, los comicios quedaban anulados. El CNE convocó a nuevas elecciones, y la oposición quedó frente al dilema de siempre, presentarse y convalidar las maniobras antidemocráticas del gobierno o perder definitivamente la gobernación. Intuyendo el cansancio de los barineses, decidió dar pelea. Superlano quiso candidatear a su mujer —le informaron que estaba inhabilitada, a pesar de que nunca había ocupado un cargo público— y a su delfín político —también inhabilitado—, de manera que terminó apoyando a un concejal desconocido. El chavismo anunció que Argenis Chávez, que había protagonizado una derrota vergonzosa, no se presentaría, y designó en su reemplazo a Jorge Arreaza, un experimentado dirigente que fue vicepresidente, canciller y que estuvo casado con una de las hijas de Chávez, y volcó a su favor todo el peso de la administración; en las semanas previas a la nueva elección, no faltó gasolina en Barinas. «Era increíble, parecía que te estaban esperando en las estaciones de servicio para invitarte a llenar el tanque», me contó un barinés. Pero no fue suficiente. Apoyado por todos los partidos, el desconocido candidato opositor se impuso por 14 puntos de diferencia. El oficialismo aceptó la derrota, y Maduro se reunió con el gobernador electo.

El caso de Barinas es un ejemplo del autoritarismo del gobierno y de las posibilidades de la oposición, y una muestra de cómo el régimen venezolano es consecuencia de procesos que se van dando progresivamente a partir de una serie de decisiones tomadas en función de la correlación de fuerzas, el ánimo de la sociedad, las presiones internacionales. Muchas de las medidas y las políticas que dieron forma al singular sistema venezolano fueron respuestas tácticas, en general pensadas como transitorias, pero que se convirtieron en permanentes. Como en el jazz, el gobierno improvisa sin ajustarse a un modelo previamente diseñado, una hoja de ruta o un proyecto revolucionario —como pueden haber sido el ruso, el chino, e incluso, con sus idas y vueltas iniciales, el cubano—, sino trazando un recorrido largo, tortuoso y, sobre todo, desordenado, muy desordenado.

Esto le imprime al régimen venezolano un último rasgo sobresaliente: el caos. Algunos autores lo definen como un «autoritarismo caótico»7, un sistema en el que la voluntad autoritaria del gobierno choca contra la fragilidad del Estado y la debilidad de su burocracia, la ineficiencia y la corrupción. Como ya contamos, el Estado no puede asegurar su control sobre toda la población ni sobre la totalidad de territorio, de modo que el autoritarismo se mezcla con una tendencia al laissez-faire en el terreno de la delincuencia económica —el modelo dolarizador es inescindible de la economía ilegal— y una política de zonas liberadas a la violencia ciudadana, cuyo ejemplo más paradigmático es la autogestión del sistema penitenciario por las organizaciones criminales. El autoritarismo caótico supone que no hay una cadena de mandos perfecta que aplique un plan consistente, una autoridad central capaz de controlar verticalmente lo que pasa. Por eso, el caos no es un accidente ni un resultado no deseado, sino la paradójica condición de posibilidad de la estabilidad política y de la vigencia del modelo autoritario.

Nota: este texto es un extracto de Venezuela. Ensayo sobre la descomposición (Debate, Buenos Aires, 2024).


  • 1.

    Jesús Mora Contreras, Andrés Rojas, María Fargier, Vicente Ramírez Núñez, Genry Vargas, Giorgio Tonella, Carlos Domingo Núñez: «Venezuela: Estado rentista, reparto y desigualdad 1999-2014», en Carlos Peña (comp.), Venezuela y su tradición rentista, Clacso, Buenos Aires, 2017.

  • 2.

    Steven Levitsky y Daniel Ziblatt: Cómo mueren las democracias, Ariel, Barcelona, 2018.

  • 3.

    Yascha Mounk: El pueblo contra la democracia, Paidós, Barcelona, 2018

  • 4.

    Adam Przeworski: Las crisis de la democracia, Siglo XXI Editores, Buenos Aires, 2022.

  • 5.

    Margarita López Maya: Democracia para Venezuela: ¿representativa, participativa o populista?, Alfa, Caracas, 2021

  • 6.

    Juan Linz y Alfred Stepan: Problems of Democratic Transition and Consolidation: Southern Europe, South America, and Post-Communist Europe, Baltimore, John Hopkins University Press, 1996.

  • 7.

    Marc Saint-Upéry: El sueño de Bolívar. El desafío de las izquierdas sudamericanas, Paidós, Barcelona, 2008.

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