¿Percibimos la desigualdad «realmente existente» en América Latina?
Nueva Sociedad 293 / Mayo - Junio 2021
La desigualdad objetiva de América Latina y el Caribe ¿tiene su correlato en la desigualdad percibida? Las encuestas nos muestran que en principio sí, pero que hay matices, diferencias entre países y a lo largo del tiempo. Es posible observar que la disminución de la desigualdad eleva las expectativas de mejoras distributivas y que una ralentización de esa tendencia se percibe como retroceso y genera descontento. El objetivo de construir pactos distributivos más equitativos demanda prestar atención a las complejidades y mutaciones de la constelación de juicios, valores y representaciones sobre la justicia distributiva.
Desigualdad objetiva y percepción subjetiva
Si América Latina y el Caribe es la región más desigual del mundo, ¿es también la que más percibe y denuncia la desigualdad? A mayor desigualdad, ¿es más consciente la ciudadanía de las inequidades? Estas preguntas son fascinantes por sus múltiples implicancias y, al mismo tiempo, imposibles de responder en forma simple y taxativa. Ante todo, porque la historia ya nos ha enseñado que las percepciones de desigualdad nunca son el mero reflejo de una situación objetiva. Tal como se ha señalado en otros trabajos1, en los juicios sobre la desigualdad gravitan distintas experiencias locales de mejora en el acceso a bienes colectivos, pero también evaluaciones relativas al grupo social de referencia, a las generaciones anteriores o a las mayores o menores expectativas personales, a la promesa de movilidad social en cada país, a la intensidad de la pobreza, al punto de referencia temporal que cada quien elija para evaluar el desempeño de una época, así como también a malestares subjetivos más amplios en relación con la corrupción, el funcionamiento institucional o la inseguridad. En pocas palabras, intervienen numerosas variables que es preciso sopesar en cada caso particular.
Por ello, en este texto nos formulamos algunas preguntas previas, más básicas, pero no por ello menos desafiantes: ¿cuánta desigualdad se percibe en América Latina en nuestro tiempo? ¿Cómo se evalúa, se juzga y se demanda en materia de igualdad? ¿Qué diferencias hay entre países con historias distintas? ¿Qué cambios se pueden prever con la llegada de la pandemia de covid-19?
Se trata de cuestiones con implicancias de peso, tanto en términos científicos como en clave política. A fin de cuentas, América Latina y el Caribe viene funcionando como ejemplo de los «extremos» en la vida social. En las últimas décadas del siglo xx, la región reconstruyó costosa y lentamente sus sistemas democráticos, a la vez que retrocedía en materia económica y social y veía su entramado colectivo sistemáticamente desestructurado, en gran medida por la imposición de programas de gobierno de tipo neoliberal. En el comienzo del siglo xxi, la región más desigual del mundo vio nacer uno de los procesos políticos más significativos y esperanzadores de los últimos tiempos (al menos para una parte de sus sociedades), con discursos, imaginarios y tradiciones políticas que revinculaban democracia con promesa de igualdad. Si emulamos la pregunta de Max Weber sobre la historia del capitalismo, ¿por qué este proceso sociopolítico tomó lugar en América Latina y no en otras coordenadas del mapa? ¿Es que en las sociedades más desiguales se forman los conflictos más importantes contra la desigualdad? La percepción de la desigualdad ¿lleva a tomar acciones y posicionamientos más fuertes por la igualdad? ¿O la persistencia en estas percepciones produce acostumbramiento y naturalización de brechas sociales descomunalmente amplias? El estudio sociológico de la percepción de la desigualdad resulta un jalón necesario para elucidar estos interrogantes.
Constelaciones y experiencias de desigualdad
La situación «objetiva» de disminución de la desigualdad en la región tiene, en rigor, múltiples dimensiones y variadas controversias. No es simple dar un juicio taxativo, menos aún cuando el paso del tiempo y, en particular, la pandemia en 2020 y 2021 están erosionando o, lisa y llanamente, echando por tierra muchos de los avances tan trabajosamente logrados. Ante todo, es preciso señalar que en el nuevo milenio todos los indicadores sociales, casi sin excepción, mejoraron en términos agregados. Como dijimos, en la primera década del siglo xxi América Latina logró al mismo tiempo crecimiento económico y disminución de la desigualdad. Cuando corrían los primeros meses del siglo xxi, América Latina y el Caribe era ya la región más desigual del mundo. Según datos del Laboratorio de Equidad del Banco Interamericano de Desarrollo (bid), el índice de Gini de América Latina y el Caribe era de 0,559 en 2000. Diez años después, había descendido a 0,516, probablemente la caída más importante entre las regiones del mundo para esta época2. En 2000, la diferencia entre el percentil 90 y el percentil 10 era de 14,23 veces3. Para 2010, la brecha se había acortado a 10,60 veces. Para 2020, el descenso del índice de Gini se había estancado, la población en situación de pobreza todavía superaba el 23%, y desde 2014-2015 buena parte de los gobiernos progresistas de la región habían experimentado estancamiento económico, derrotas electorales impulsadas, entre otras causas, por «votos protesta», pérdida de poder adquisitivo de la población y una paralización del proceso de mejora de muchos indicadores sociales.
No obstante, aun limitándonos a los ingresos, el panorama no es sencillo de caracterizar. En primer lugar, no es fácil traducir indicadores objetivados en experiencias sociales. ¿Qué conlleva la caída de algunos puntos en el coeficiente de Gini en un país? ¿Implica necesariamente mejoras en las condiciones de vida de los más pobres o, como ha advertido lúcidamente Juan Pablo Pérez Sáinz, puede tan solo reflejar una transferencia de ingresos desde la elite hacia los sectores medios altos, sin impacto en los sectores de ingresos más bajos4? Hubo, además, una mejora de la distribución entre individuos y hogares, pero no grandes cambios en la partición entre capital y trabajo, y también es cierto que los más pobres mejoraron su situación, pero los más ricos se volvieron más ricos aún. Cabe asimismo considerar que al crecer la economía y el pib per cápita, la fracción relativa de ingresos de cada grupo era mayor en términos reales que en contextos más restrictivos, esto es: el «pastel» creció, por lo cual las porciones fueron desiguales, claro, pero también más «grandes» para todos. En todo caso, hay una tarea pendiente para las ciencias sociales: la de realizar una suerte de «traducción» de una amplia gama de indicadores con signos divergentes en experiencias y condiciones de vida concretas.
Por su parte, los datos de salud, educación o vivienda mejoraron en términos absolutos, los «pisos de bienestar» se incrementaron y casi todos los países, grupos, clases y regiones conocieron mejoras en el periodo. No obstante, en muchos casos las brechas no disminuyeron. Y esto porque los países, regiones subnacionales y grupos más favorecidos avanzaron más que los países más pobres y que los grupos y zonas más desaventajadas. En su conjunto, las políticas de vivienda, salud, educación, ingresos y trabajo tendieron a tejer una red de protección básica y un piso mínimo de bienestar para los sectores más desfavorecidos. Como hemos planteado en otro lado5, la agenda posneoliberal puso el foco en remediar las formas de exclusión más extremas producidas en las últimas décadas del siglo xx y, en menor medida, otras de mucha más larga data, como por ejemplo las que afectaban a los pueblos originarios y afrolatinoamericanos. Por ende, consideramos que el periodo logró en su momento concretar con relativo éxito la promesa incumplida de las políticas sociales del ciclo neoliberal: la creación de una red de protección básica para los sectores más excluidos.
Al mismo tiempo, muchos de los núcleos productores de desigualdad social en la estructura de clases latinoamericana quedaron relativamente intactos durante gran parte de los procesos de los gobiernos progresistas en la región. En líneas generales, en la programática de la «marea rosa» brillaron por su ausencia la intervención sobre el acceso a tierras (sobre todo productivas), la transformación de la estructura productiva, las alternativas ambientalistas al desarrollo y la reforma de una estructura fiscal profundamente regresiva. En pocas palabras, aun si partimos de la base objetiva de las mejoras en términos de desigualdad, hay una variedad de matices, controversias, avances y retrocesos que conforman una constelación de experiencias distintas, a menudo contradictorias o no coincidentes entre sí. Con esta base, no pueden tampoco esperarse percepciones homogéneas.
¿Desigualdades injustas? Las percepciones de la población latinoamericana
Como vimos, entonces, no es fácil entonces formular un juicio acabado sobre la evolución de las desigualdades en la región. Esta ambigüedad objetiva sin dudas repercute en las percepciones de la desigualdad. Por ende, la pregunta es si estas transformaciones sociales (todo lo relativas, acotadas o contradictorias que se quiera para el análisis técnico y de especialistas) son percibidas por la población y de qué modo. Existen distintas fuentes con datos en nuestra región. El estudio regional Latinobarómetro pregunta, por ejemplo: «¿Cuán justa cree Ud. que es la distribución del ingreso en (su país)?». Esta variable cuenta con cuatro modalidades de respuesta: «muy justa», «justa», «injusta», «muy injusta». En 2002, 82% de los encuestados consideraba la distribución del ingreso en sus países como injusta o muy injusta. En 2013, la cifra para estas respuestas había bajado a 69%, acompañando el acortamiento de las brechas de desigualdad. Pero en 2018 el porcentaje de la población que percibía como inequitativa la distribución del ingreso en su país había trepado nuevamente a 80%, aunque el índice de Gini estaba todavía lejos de los niveles que presentaba a principios de siglo en nuestra región.
Con estos datos, ¿podríamos aventurar que la percepción de inequidad disminuye cuando baja la desigualdad, pero no la acompaña cuando esta última se estabiliza? Posiblemente sí, tal como estudios en otros contextos lo muestran. De todos modos, es necesario reconocer que los cambios sociales objetivos y las percepciones subjetivas de la población no se relacionan mecánicamente al modo de «reflejos». En especial, la percepción de desigualdad e inequidad en la ciudadanía implica una evaluación subjetiva compleja, que pone en juego posicionamientos ideológico-políticos (por ejemplo, las investigaciones muestran que las personas de izquierda son más sensibles a la desigualdad que las de derecha), puntos de vista situados en distintas posiciones de la estructura social (los mismos estudios muestran que las personas con posiciones subordinadas muestran más sensibilidad a la desigualdad que las elites) y principios de justicia contrapuestos (la injusticia percibida ¿remite a un déficit de igualdad o a una insuficiente meritocracia?).
Otro elemento de peso para señalar es la cuestión de la «legitimación de las desigualdades». Si un orden profundamente desigual (el más desigual entre las regiones del mundo) necesita de una adhesión activa de las mayorías para sostenerse con cierta estabilidad en el tiempo, ¿cómo explicar que en todo el siglo xxi entre siete y ocho de cada diez latinoamericanos perciba la distribución del ingreso como injusta o muy injusta? Para comprender esta configuración, hace falta mucho más que observar las tendencias y evoluciones de indicadores estadísticos. Es necesario, además, comprender las culturas políticas puestas en juego, las tradiciones históricas de cada ciudadanía y también su sensibilidad ante las problemáticas distributivas y sus cambios. También la pregunta más general de qué es lo que implica una respuesta en una encuesta: como mínimo, el reconocimiento de un problema, pero sabemos poco sobre la intensidad del cuestionamiento o sobre el compromiso de los encuestados con un eventual paso a la acción para su resolución.
Otra fuente de datos para nuestra región es la encuesta World Values Survey. En su cuestionario, incluye una pregunta en clave normativa: «¿Dónde colocaría Ud. su opinión en esta escala? Los ingresos deberían ser más iguales / Debe haber mayores incentivos para el esfuerzo individual». Con datos para cuatro países de América Latina y el Caribe, entre 2000 y 2004, 34% de la población manifestaba una preferencia por «los ingresos deberían ser más iguales». Este número llega a 35% entre 2010 y 2014, pero cae posteriormente a menos de 30% para 2017-2019. Para poner en perspectiva: esta opción ascendía a 42% en Norteamérica y 35% en el sur asiático. Con estos números, nuestra región está lejos de ser la que mayor denuncia contra la desigualdad plantea. Pero eso no es todo: de acuerdo con los datos del International Social Survey Programme para el año 2009, 84% de los latinoamericanos se manifestaba de acuerdo o muy de acuerdo con que la desigualdad de ingresos en su país era «demasiado grande», apenas por encima de Asia del Este y el Pacífico (81%) y muy por encima de Norteamérica, la región que presenta el valor más bajo (67%). Sin embargo, esta percepción (que la desigualdad de ingresos es demasiado grande en el país del encuestado) presenta valores más altos en Europa y Asia central, así como también en África subsahariana, con lo cual vemos que no necesariamente las representaciones se ajustan a las diferencias objetivas entre las regiones del planeta, ya que Europa es el continente menos desigual.
La ecuación, en esta dimensión, podría ser otra. La percepción de injusticia distributiva baja cuando baja la desigualdad, pero parecería no «conformarse» cuando la dinámica de la desigualdad no continúa su marcha de progreso, y el estancamiento acaba siendo procesado en términos de retroceso. Por su parte, la opción por «los ingresos deberían ser más iguales» parece haberse mantenido relativamente estable. La información con la que contamos indica que el achicamiento de las brechas de desigualdad no desincentiva ni disminuye la demanda de igualdad, sino que más bien le provee de un piso de expectativas superior, de un modo homólogo al que la mejora en las condiciones de vida de la clase obrera a mediados del siglo xx convivió con uno de los más prolíficos periodos de conflictividad obrera y sindical en la historia reciente.
En resumen, sabemos tres cosas que nos permitirán avanzar en el conocimiento sobre la percepción de la desigualdad en futuras investigaciones. (a) La percepción de inequidad es bastante sensible a la baja de la desigualdad distributiva, pero los cambios no son solo objetivos, sino también de expectativas. De alguna manera, la mejora en las condiciones de vida sube la vara en el horizonte, y la estabilidad/estancamiento en materia distributiva o una mejoría demasiado leve pueden terminar siendo juzgadas por la ciudadanía como una distribución menos justa de los ingresos. (b) Aunque es casi parte del sentido común académico hablar de «legitimación de las desigualdades», al menos los datos que aquí presentamos no nos autorizan del todo a expresarnos en esos términos. Con esto reforzamos la idea de que desigualdad objetiva, percepción subjetiva de la desigualdad y demandas normativas de igualdad no están atadas a una causalidad lineal, sino que están mediadas por diversas formas de tolerancia, acostumbramiento, sensibilidad y expectativas propias de cada sistema nacional y cada grupo social. (c) Aun en aquellos países con mayor percepción de inequidad, las adscripciones valorativas en torno de la igualdad distan de ser homogéneas. De hecho, pudimos ver que si la percepción de injusticia distributiva abarca a una amplia mayoría de las personas encuestadas en América Latina y el Caribe, el polo que adscribe a lo que podríamos llamar un modelo de «igualdad de posiciones» apenas reúne un tercio de los encuestados, mientras que el modelo de la «meritocracia individualista» tiene proporciones equivalentes. En este sentido, las combinaciones de opiniones y percepciones tienden a no sostener una coherencia abstracta a ultranza, sino a tomar la forma de involucramientos por momentos ambivalentes, multidimensionales, similares a las de las coordenadas en el campo político.
Tradiciones políticas en torno de la igualdad
Al poner el foco en los países, encontramos lo que podríamos llamar distintas tradiciones políticas en torno de la igualdad: universos simbólicos, nociones legitimantes, condiciones sociales y programas de gobierno, articulados en forma de coordenadas, que habilitan procesamientos y tratamientos diferenciales de la desigualdad como problema público en cada contexto nacional.
No tenemos aquí espacio para detenernos en cada uno de los países que componen América Latina y el Caribe, pero sí podemos referirnos a algunos de ellos como representantes de tendencias o arquetipos modélicos de estas tradiciones políticas en torno de la igualdad. Pero ¿a qué nos referimos con «coordenadas»?
Por ejemplo: tanto Argentina como Uruguay han sido históricamente dos de los países con estructuras distributivas más igualitarias en nuestra región (índice de Gini de 0,46 y 0,39, respectivamente, en 1997, cuando el promedio regional era de 0,51). Sin embargo, mientras que Argentina está entre los que tienen mayor percepción de inequidad en la población (54% para la opción «muy injusta» en el mismo año, mientras que el promedio regional era de 29%), Uruguay está entre los que tienen una menor percepción (26%). Costa Rica, que para 2010 tenía un índice de Gini más desigual que Argentina (0,48 contra 0,45), presentaba una percepción de inequidad tres veces menor (43% contra 16%). ¿Por qué sucede esto? ¿Simplemente hay una relación inversamente proporcional? ¿A más desigualdad, mayor acostumbramiento y tolerancia? Tampoco podríamos avanzar en una explicación de este tipo. Chile es un caso divergente en este sentido: presenta una distribución profundamente desigual en términos históricos, pero una percepción de inequidad también alta (en 2018 su índice de Gini era de 0,49, superior al promedio regional de 0,45, y la percepción de la distribución del ingreso como «muy injusta» es de 41%, superior a la media regional de 30%).
¿Cómo podemos comprender este fenómeno a escala nacional? A modo de hipótesis, construimos tres perfiles sobre los cuales desarrollar interpretaciones más particulares.
El primero es el modelo de la tradición igualitaria, cuyo caso típico sería Argentina. Son países con una estructura distributiva menos desigual (para los parámetros latinoamericanos), que se remonta por décadas a la segunda mitad del siglo xx, pero cuyo proceso ha instalado altas expectativas de igualitarismo y movilidad social y, como corolario, una alta sensibilidad a la desigualdad. A su vez, esta tradición se asocia con un sesgo hacia la autoidentificación de clase concentrada en las clases medias (76% de las personas encuestadas se perciben ubicadas entre el cuarto y el séptimo escalón de la escala social, contra un promedio regional de 63%). Finalmente, la relativa estabilidad institucional en estos países desde las transiciones democráticas ha permitido que los conflictos por la igualdad se hayan procesado con la «democracia en las calles», esto es, con protestas y otras acciones colectivas, pero finalmente siempre dirimidas por vía electoral, mientras que en otros modelos esto cambia.
El segundo es el modelo reactivo contra la desigualdad. El caso típico sería, ahora, Chile. Este modelo combina una estructura social más desigual que la anterior (como señalamos, un índice de Gini por encima del promedio regional en todo el siglo xxi) con una alta percepción de la desigualdad (en 2018, es el segundo país con mayor percepción de inequidad, solo por detrás de Brasil) y una profunda conflictividad social en torno de la cuestión (en 2017-2019, Chile es por lejos el país con más adhesión a la afirmación «Los ingresos deberían ser más iguales»: 45%, contra 25% en Argentina, 29% en México y 23% en Perú). Además de la inflamabilidad conflictual de estas configuraciones nacionales en el siglo xxi (recordemos las manifestaciones en Chile en 2019 y sus antecedentes desde 2013), este modelo se caracteriza por una población cuya autopercepción de clase se desplaza hacia las clases bajas (31% de los encuestados se perciben a sí mismos ubicados entre el primer y el tercer escalones de la escala social, contra un promedio regional de 26%).
El tercero es el que podríamos llamar modelo de la ruptura histórica contra la desigualdad. El caso típico sería el de Bolivia. Estarían comprendidos aquí países con fuertes rupturas de su dinámica societal en el pasado reciente: procesos de achicamiento crítico de las brechas de desigualdad (Bolivia era el segundo país con índice de Gini más alto en 1997, solo superado por Brasil, y en 2018 es el país con índice de Gini más bajo en toda la región, el único por debajo de 0,4), aunque esto no haya modificado automáticamente las sensibilidades, expectativas y demandas instaladas de igualación económica en sus tradiciones de cultura política (Bolivia ya era el segundo país con menor percepción de inequidad en 1997, y desde 2013 ocupa el primer puesto en la región). En otras palabras: se trata de sociedades que cambiaron profundamente en las últimas décadas, con fuertes reconfiguraciones políticas, aunque con poblaciones más tolerantes y con expectativas y sensibilidades más bajas hacia la desigualdad (de acuerdo con lo que muestran los datos de las encuestas de opinión que revisamos aquí).
En el marco de estas coordenadas nacionales, los procesos a priori contradictorios entre evolución de la desigualdad estructural y tendencias en la percepción social de la desigualdad pueden ser leídos bajo una nueva luz e interpretados de un modo complejo, que será preciso ahondar.
Pandemia, retrocesos y un campo abierto para la construcción de consensos
La mayor parte del material empírico con el que contamos en esta materia abarca hasta 2019. Sobre lo que sucedió en 2020 en clave de percepción social de las desigualdades apenas podemos plantear interrogantes, aunque los indicadores de tendencias y rupturas son significativos.
La llegada de la pandemia a América Latina y el Caribe y su rápida constitución en epicentro regional del fenómeno a escala mundial no hicieron sino funcionar como gatillo de muchas de las tendencias estructurales que mencionamos previamente y que llevan décadas de acumulación. En un punto, las dinámicas sociales que disparó el covid-19 en nuestro continente (las medidas de aislamiento social, el detenimiento de la economía y la contracción del mercado de trabajo, entre otras) tuvieron como una de sus más fuertes manifestaciones la puesta en evidencia del carácter endeble de las conquistas conseguidas durante una década de gobiernos progresistas.
Como una suerte de máquina del tiempo del desarrollo social, muchos informes señalan que la pandemia produjo un deterioro en las condiciones de empleo que reenvía a la coyuntura de la crisis mundial de 2008-2009, mientras que produjo un retroceso de 15 años en las áreas de pobreza monetaria y de inclusión y calidad socioeducativa, y de 30 años en materia de pobreza extrema o estructural6. Sería impensable que un proceso de semejantes dimensiones no impactara con fuerza en la percepción de inequidad distributiva de las latinoamericanas y latinoamericanos. Las investigaciones han mostrado que la percepción de justicia distributiva presenta fuertes afinidades electivas y está sólidamente atada a la confianza institucional, a las evaluaciones políticas y al apoyo a la democracia y a la fiscalidad progresiva. En una región con una considerable inestabilidad institucional democrática, este cimbronazo «perceptual» puede implicar altísimos costos políticos para nuestros países.
Por otra parte, los países latinoamericanos han desplegado importantes acciones para mitigar los efectos negativos de la pandemia en los sectores más vulnerables de nuestras sociedades. Siendo muchas las críticas que se les pueden plantear a los programas que los gobiernos han puesto en funcionamiento durante el último año, hay varios puntos positivos para rescatar. En primer lugar, la rápida reacción y el aprovechamiento de las capacidades estatales consolidadas durante el siglo xxi para garantizar un piso mínimo de derechos, fundamentalmente de ingresos económicos, que habría sido imposible de no mediar la experiencia histórica de los gobiernos posneoliberales y la construcción de las amplias redes de protección social que mencionamos anteriormente.
En este sentido, aun cuando vivimos una coyuntura socialmente crítica y sin precedentes, también asistimos a una ventana de oportunidad: no sin conflictos –la acción de las corporaciones mediáticas y las demandas de los sectores que, sin ser «privilegiados» en la estructura social, no llegan a tener una gran cobertura a partir de las medidas actuales de los gobiernos latinoamericanos, como los trabajadores y trabajadoras autónomos de baja calificación–, la intervención estatal en materia distributiva parte en 2020 de un piso de consenso político (si no igualitario, al menos inclusivo) y derechos adquiridos muy distinto del de comienzos de siglo. Probablemente la llegada de una pandemia de estas dimensiones en 2000 habría encontrado a América Latina y el Caribe en unas condiciones muy distintas y sin una experiencia histórica que permitiera una intervención de semejante envergadura. Por otra parte, aunque sin avances institucionalizados, la pandemia permitió construir nuevos consensos, por un lado, sobre la necesidad de la presencia del sector público para la gestión de la sociedad: en educación, pero sobre todo en salud, la evidencia de los déficits también se tradujo en demandas claras para el Estado como principal gestor de los bienes colectivos, dimensión que, por las evidencias que ofrecen distintas investigaciones, sabemos que están profundamente asociadas a la percepción de justicia distributiva. Esto se combina, además, con la identificación de uno de los más importantes ausentes en la gestión de la pandemia y sus problemáticas: el mercado.
Entretanto, se colocó en agenda uno de los puntos vacantes o más débiles de los procesos progresistas en la primera década del siglo xxi en la región: las reformas tributarias y la progresividad recaudatoria. En los últimos meses se volvió evidente que semejante exigencia de intervención pública no puede sino estar atada a políticas fiscales que modifiquen la tendencia regresiva y el escaso impacto distributivo que tienen los impuestos en la región. Si bien la situación de las elites también puede considerarse «heterogénea», lo cierto es que algunas de sus fracciones han resultado (aunque parezca paradójico) grandes ganadores de esta época. Un informe de Oxfam7 muestra que durante los primeros meses de pandemia el patrimonio de la cúpula de «superricos» de nuestra región creció cerca de 17%, aunque todavía no contamos con evaluaciones ni datos concluyentes.
Sobre esto último habría que señalar que, si bien sigue latente una suerte de clima crítico respecto de las elites en la región, su identificación y las representaciones sobre estos sectores continúan resultando enigmáticos. Aunque no contamos con datos sistemáticos sobre la cuestión, algunas problemáticas emergentes y affaires públicos indican que las elites económicas y empresariales tienden a permanecer invisibilizadas para las percepciones de la sociedad, mientras que el malestar colectivo con respecto al funcionariado, a «la clase política» y sus redes de influencia tiene una amplia difusión en la población.
Ciencias sociales y política
Una vez más nos preguntamos: ¿qué hacer desde las ciencias sociales? A todas luces, muchas de las creencias compartidas, tanto por la academia como por el sentido común, no terminan de ofrecer explicaciones profundas sobre la relación entre el devenir de la desigualdad social, la forma en que se percibe subjetivamente y las demandas y conflictos que genera su procesamiento social. Incluso parte de nuestras representaciones compartidas han sido cuestionadas por la historia económica que está debatiendo la temporalidad de la «desigualdad persistente» en América Latina: ¿desde cuándo somos tan desiguales? ¿Desde los tiempos de la Colonia? ¿Desde los albores del siglo xx? ¿Todos los países de la región fueron siempre y al mismo tiempo igualmente desiguales8? No sabemos con precisión qué rol juegan los procesos históricos en la comprensión de la percepción subjetiva de las desigualdades en América Latina. En todo caso, en el abordaje de los problemas presentados en este artículo nos damos de bruces con la necesidad de poner en cuestión la asunción o el supuesto de un pasado homogéneo dentro de cada país y entre ellos, y considerar momentos de disminución de las brechas, resistencia frente a las desigualdades y hasta, en algunos casos, posibles formaciones de clase no tan polarizadas como creíamos.
Otro debate en ciernes es el referido a la forma de estudiar estas percepciones. En este texto hemos recurrido a encuestas de opinión, pero sabemos que deben ser articuladas con estudios etnográficos y cualitativos en profundidad, como los que se vienen realizando desde hace años. Ahora bien, tampoco es fácil plantear buenas preguntas y poder resolverlas en la investigación. En tal dirección, Michèle Lamont, Stefan Beljean y Matthew Clair han sugerido ahondar en el pasaje de procesos cognitivos y narraciones micro y meso a una escala macro9. En concreto, proponen indagar cómo procesos de identificación, estigmatización, racialización, estandarización, evaluación y racionalización, entre otros, forjados en el plano intersubjetivo, circulan de abajo hacia arriba y se cristalizan en prácticas institucionales, internalización de prejuicios y autopercepciones de superioridad o subalternidad que gravitan en la producción y reproducción de la desigualdad.
Asimismo, para superar las preguntas sobre percepciones o actitudes individuales, es preciso estudiar los juicios y acciones en el encuentro entre las clases, como lo vienen haciendo colegas en la región10. En los últimos años se privilegió más la mirada sobre la segregación que sobre la movilidad y las interacciones, cuando en realidad las clases sociales siempre interactúan, no solo por razones de trabajo, sino también por compartir gran parte de los contenidos culturales en tiempos de masividad. A esto se suma que la mayor extensión del consumo en Latinoamérica ha implicado una presencia creciente de sectores populares y clase media baja o en ascenso en espacios públicos y privados otrora elitistas, y esto habría conllevado nuevas formas de interrelación con otras clases. La pregunta es sobre las interacciones entre clases, que serán diferentes según el escenario, en sociedades profundamente jerárquicas como las nuestras. Es preciso elaborar una fenomenología del encuentro con el otro diferente, puesto que las reacciones no parten solo de una valoración moral, sino a menudo de un juicio estético de la interacción, con base en los sentidos, de ver y escuchar al otro, de su aspecto, de lo que hace y dice en los espacios de interacción y las emociones que esto genera.
¿Qué relación tiene todo esto con la política? Pensamos que es necesario reforzar y, al mismo tiempo, avanzar en los consensos de lucha contra la exclusión que marcaron el tono de las políticas públicas contra la pobreza de la primera década del siglo xxi, para progresar hacia la construcción de consensos en torno de la igualdad social. Estos son, sin lugar a dudas, muy difíciles, puesto que exigen evaluar cada medida pública y privada desde la óptica de la desigualdad: ninguna iniciativa es neutra y toda medida pública o inversión privada puede gravitar en términos de igualdad y desigualdad de clases, género, grupo étnico, grupo etario o territorios. Los consensos en pos de disminuir la desigualdad precisan de una construcción política que ponga las percepciones de la población en un plano de importancia: ningún tipo de intervención estatal se logrará consolidar en el tiempo si no es sobre la base de sólidos pactos distributivos y consensos sociales contra la desigualdad, cuyo impacto sabemos que no alcanza solamente a la esfera económica, sino también a las expectativas, los apoyos y la estabilidad institucional de la democracia en cada uno de los países de nuestra región.
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1.
Gabriela Benza y Gabriel Kessler: La ¿nueva? estructura social de América Latina, Siglo Veintiuno, Buenos Aires, 2021.
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2.
Nora Lustig: «Desigualdad y descontento social en América Latina» en Nueva Sociedad No 286, 3-4/2020, disponible en www.nuso.org.
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3.
Los percentiles 90 y 10 se refieren a los grupos de la población que ocupan, respectivamente, el lugar 90 y 10 en una escala en la que 1 es el 1% con menores ingresos económicos y 100 es el 1% con mayores ingresos económicos de la sociedad.
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4.
J.P. Pérez Sáinz: «¿Disminuyeron las desigualdades sociales en América Latina durante la primera década del siglo XXI? Evidencia e interpretaciones» en Desarrollo Económico vol. 53 No 209-210, 2013.
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5.
G. Benza y G. Kessler.: ob. cit.
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6.
G. Benza y G. Kessler: ob. cit.
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7.
Susana Ruiz: ¿Quién paga la cuenta? Gravar la riqueza para enfrentar la crisis de la covid-19 en América Latina y el Caribe, Oxfam, Oxford, 2020.
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8.
V. al respecto los trabajos históricos incluidos en el libro de Jeffrey Gale Williamson y Luis Bértola (eds.): La fractura: pasado y presente de la búsqueda de equidad social en América Latina, FCE / BID, Buenos Aires, 2016.
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9.
M. Lamont, S. Beljean y M. Clair: «What Is Missing? Cultural Processes and Causal Pathways to Inequality» en Socio-Economic Review vol. 12 No 3, 2014.
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10.
V. al respecto María Cristina Bayón y Gonzalo A. Saraví: «Presentación. Desigualdades: subjetividad, otredad y convivencia social en Latinoamérica» en Desacatos No 59, 2019, y María José Álvarez Rivadulla: «¿‘Los becados con los becados y los ricos con los ricos’? Interacciones entre clases sociales distintas en una universidad de elite» en Desacatos No 59, 2019.