Una patria de izquierda
mayo 2019
Para repeler el ataque neoliberal contra la democracia social, los internacionalistas quieren organizarse al mismo nivel que el capital global. ¿Pero puede la izquierda democrática reapropiarse del concepto de patria y darle un sentido progresista para enfrentar a las derechas?
En toda la sociedad está creciendo el miedo al deterioro social. Virtualmente dejados a merced de las fuerzas anónimas de la globalización, la automatización y la migración, muchos se repliegan para, al menos, controlar su propia vida. Sin embargo, este repliegue hacia la esfera privada hace que los espacios comunitarios, que antes transmitían la sensación de poder crear el propio entorno, se hagan más estrechos. Al haberse retirado el Estado del interior, disminuye cada vez más la confianza en el poder creativo de la política. Muchas personas se sienten abandonadas y buscan alternativas políticas más allá del centro democrático.
Los populistas de derecha prometen protección y amparo a quienes sienten que no son escuchados en las posdemocracias dominadas por los lobbistas, que son relegados por los rápidos cambios radicales de la economía y que no son reconocidos por la sociedad pluralista en general y las elites libertarias en particular.
Para superar a los populistas de derecha, la política debe luchar una vez más para devolver a las personas el control sobre sus vidas y su sentido de pertenencia a la comunidad. Sin embargo, para lograr esto no alcanzan las garantías materiales. Las personas necesitan una identidad que les dé orgullo, reconocimiento y autoestima para poder participar en un mundo de cambios veloces. Por lo tanto, la socialdemocracia debe ofrecer identidad a todos aquellos que buscan protección y sentido de pertenencia.
Hasta ahora, la socialdemocracia no ha podido contrarrestar la oferta etnocentrista de los populistas de derecha con una oferta progresista de identidad. Esto se explica, por un lado, por el temor a abrir la caja de Pandora del nacionalismo y, por lo tanto, abrir las puertas a la xenofobia y el racismo. Por otro lado, muchos se quejan de que fue precisamente esto, demasiada política de identidad y muy poca lucha distributiva, lo que ha irritado a la clase obrera blanca.
Ambas objeciones presentan insuficiencias. Primero, tradicionalmente la socialdemocracia nunca ha temido hacer uso de la energía emocional de las identidades colectivas. La vida del movimiento obrero ha contado con numerosas instituciones de concientización, desde el movimiento Wandervogel, pasando por las canciones, hasta el Turnverein. En segundo lugar, los conflictos políticos del siglo XXI, desde la inmigración («rapefugees») hasta la justicia de género («#MeToo»), se caracterizan precisamente por el hecho de que los conflictos de distribución material se dirimen en el plano de la cultura. Si los progresistas no son capaces de expresar sus deseos en un lenguaje adecuado para su inclusión en estos nuevos debates, sus argumentos sustantivos no serán escuchados. Y finalmente, al haber abandonado sin luchar la tarea de la identidad colectiva, se les ha entregado el campo de acción a los populistas de derecha.
De ninguna manera son solo argumentos tácticos los que se pueden esgrimir a favor de una oferta progresista de identidad. Tampoco el corazón de la socialdemocracia, la comunidad solidaria, funciona sin un marco de identidad. Si no está claro quién pertenece a la comunidad y quién no, entonces no queda claro quién debe compartir algo con quién. Esto muestra un dilema central de todos los proyectos progresistas. La redistribución entre los miembros de una comunidad solidaria funciona mejor cuanto más pequeña es esa comunidad. Sin embargo, los recursos necesarios para la redistribución en la lucha distributiva se obtienen con un capitalismo que opera globalmente.
Este dilema también explica las direcciones opuestas en que los estrategas progresistas quieren llevar adelante sus proyectos. Por un lado, los nacionalistas de izquierda promueven un regreso al Estado-nación. Estratégicamente, la nación como elemento en común aúna las luchas aisladas de grupos de presión particulares. Para poder utilizar la nación, debe primero arrebatárseles a los derechistas la soberanía interpretativa de este concepto problemático. Esto tiene que hacerse mediante otra forma de diferenciación. Allí donde los populistas de derecha se diferencian de los «extranjeros», los progresistas construyen «el pueblo» (99%) por contraste con «las elites» (1%). El objetivo es salvar al Estado de Bienestar nacional de ser definitivamente arrasado por el capital global y los tecnócratas de Bruselas.
Los internacionalistas, por el contrario, no creen que los pequeños Estados nacionales por sí solos sean capaces de hacer frente a los desafíos globales. Para repeler el ataque neoliberal contra la democracia social, los internacionalistas quieren organizarse al mismo nivel que el capital global. Bien y consecuentemente concebida, esta estrategia transforma la Europa de las patrias en la República Europea cosmopolita.
Ambas estrategias se topan rápidamente con sus limitaciones. El nacionalismo de izquierda bien podría ganar nuevos aliados, pero al mismo tiempo distanciarse de su propia base internacionalista. Por el contrario, los mensajes culturales de los internacionalistas libertarios irritan a la clase obrera, mientras que las clases medias cosmopolitas no pueden entusiasmarse con sus políticas redistributivas.
Por lo tanto, una estrategia exitosa debe pensar más allá del Estado nacional, pero al mismo tiempo satisfacer la necesidad de amparo, seguridad y sentido de pertenencia que tienen muchas personas. Por eso resultan inútiles los intentos de reemplazar una identidad cosmopolita por un posicionamiento más conservador. Contraponer el matrimonio igualitario y la integración a la seguridad y la cultura dominante rinde poco y hace correr el riesgo de nuevas divisiones en el campo progresista. Igual de equivocado es ignorar las necesidades emocionales básicas y apostar únicamente a la redistribución material. El concepto progresista de identidad debe, por lo tanto, vincular constructivamente las cuestiones de distribución material y las necesidades de reconocimiento cultural.
Siempre que se intente construir un concepto progresista de identidad se andará a tientas por un terreno minado. Al sector libertario del mundo socialdemócrata no se le puede hablar de conceptos con carga emocional como nación, patriotismo o cultura dominante. Por otro lado, los conceptos lánguidos, como el de patriotismo constitucional, son incapaces de satisfacer las necesidades humanas de pertenencia, orgullo, autoestima, honor, amparo y seguridad.
El concepto de patria promete un vínculo emocional. Este concepto se topa con la desconfianza de muchos, que sospechan que detrás de él se esconde un ideario de derecha populista. Sin embargo, es precisamente una concepción esencialista del lenguaje como esta la que juega a favor de los populistas de derecha, porque les entrega el campo de acción sin resistencia. No está claro desde el vamos qué significa «patria»; es más bien algo que se define en la lucha social por la soberanía interpretativa del concepto.
Por supuesto, un concepto progresista de patria no tiene nada que ver con el estúpido chovinismo alemán. Un concepto progresista de patria debe ser internacionalista y europeo. La patria socialdemócrata es, por lo tanto, un lugar abierto al mundo en medio de Europa. Pero es posible ligarla a la cultura vital de las tradiciones locales. La reconstrucción de espacios y símbolos que creen comunidad es, por lo tanto, una parte importante de esta concepción de patria.
Los intentos de construir un concepto socialdemócrata de patria se han multiplicado en los últimos tiempos. Sin embargo, su definición a menudo ha sido solo cultural. El posicionamiento puramente cultural conduce inevitablemente a conflictos entre el mundo cosmopolita y el mundo comunitario de la socialdemocracia. Por lo tanto, un concepto progresista de patria siempre necesita un componente material. Entonces, la patria progresista es el lugar donde la Buena Vida se hace posible en la Buena Sociedad.
No funciona sin bienestar público. Si no hay autobuses ni trenes en los Montes Metálicos, o si Berlín se hunde en la basura, es casi imposible vivir bien allí. Cuando los padres jóvenes temen no poder conseguir una vacante en una guardería infantil, cuando las mujeres, los homosexuales o los refugiados no pueden moverse sin miedo, la sociedad no es buena.
La patria progresista es, por lo tanto, una patria digna de ser vivida. Se enraiza en las tradiciones locales y tiene una mirada abierta al mundo. Fortalece a las personas para que den forma a sus propias vidas y a la convivencia en sociedad.
Los requisitos materiales para ello son bienes públicos de primera clase. En las áreas rurales, pero también en los «Rust Belts» de las ciudades posindustriales, esto significa invertir en movilidad expandiendo el transporte público, en la prestación básica de servicios postales y comunicación por fibra óptica, en lugares de reunión públicos como piscinas y clubes deportivos, así como en lugares culturales como teatros y museos. Significa una reforma radical de los sistemas educativos para enfrentar los desafíos de la digitalización. Y necesita, para contrarrestar los temores de la gente, tanto el fortalecimiento de la Policía como de los sistemas de seguridad social.
Todo esto solo es posible si los municipios y las provincias cuentan con mejores recursos financieros. Sin embargo, el retorno del Estado inversor únicamente se puede lograr si se termina con el «déficit cero». El objetivo político de la patria digna de ser vivida es, así, liberar a la sociedad del yugo neoliberal de la austeridad. Porque solo el Estado capaz de actuar hace posible lo que la política socialdemócrata significa en esencia: crear sociedad. El retorno del sector público inversor devuelve a la socialdemocracia su caja de herramientas keynesianas. Y la necesitará urgentemente para enfrentar la crisis de demanda que desestabiliza al capitalismo hace décadas. En términos concretos, esto significa que los excedentes récord no sean más utilizados para pagar deudas, sino para invertir en educación, infraestructura y seguridad interna.
El compromiso con Europa no es en modo alguno un ofrecimiento retórico sino un ofrecimiento material sustancial. Francia e Italia esperan con razón que Berlín envíe una señal clara para el fortalecimiento de Europa. Sin embargo, los reclamos de una unión de transferencias no encuentran mucho eco en Alemania. El fin de la austeridad ofrece una escapatoria a este callejón sin salida de la política europea. Superar el estancamiento de las inversiones no solo impulsa el crecimiento de Alemania, sino que también ayuda a resolver la crisis del euro. El alivio de los desequilibrios europeos por medio de mayores inversiones y el aumento de salarios en Alemania es, por lo tanto, la única señal correcta para los socios europeos.
El regreso del sector público al interior señala a quienes han quedado en áreas rurales carentes de infraestructura que el Estado no los ha abandonado. El fortalecimiento del Estado de Bienestar como un baluarte contra las fuerzas centrífugas del capitalismo financiero global ayuda a aliviar los temores de un deterioro social. Una mejor seguridad interna permite a las personas aceptar la rápida transformación de la sociedad. Así, la patria digna de ser vivida ofrece amparo y es, por lo tanto, el mejor medio para superar a los populistas de derecha.
La patria digna de ser vivida ofrece, además, una plataforma común en la que se pueden reencontrar todas las corrientes de la socialdemocracia. El fortalecimiento de la seguridad interna es una demanda importante de los socialdemócratas más conservadores. El cambio de paradigma en la política económica y social es la preocupación central de la izquierda. Al mismo tiempo, el enfoque en la inversión pública en servicios de interés general también es atractivo para quienes miran con escepticismo la política redistributiva. Es probable que el retorno del sector público al interior también encuentre partidarios en las áreas rurales y en la clase media que depende del mercado alemán.
La incorporación de la cuestión de la distribución material en un marco cultural es una fórmula con la que se puede trabajar bien en la formación política emergente del capitalismo digital. La patria digna de ser vivida es, por lo tanto, un primer paso para redefinir lo que significa la democracia social en el siglo XXI.
Fuente: https://www.ipg-journal.de/schwerpunkt-des-monats/heimat/artikel/detail/linke-heimat-2614/
Ilustración: AFP-IPG