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«Oh, Jeremy Corbyn…»
El giro a la izquierda del laborismo británico


Nueva Sociedad 281 / Mayo - Junio 2019

La victoria de Jeremy Corbyn en 2015 provocó un giro a la izquierda en el Partido Laborista. En estos años, Corbyn ha logrado sortear los esfuerzos del ala parlamentaria para retomar el control partidario y atrajo a nuevas generaciones con un discurso más combativo. Aunque los obstáculos son muchos, el corbynismo se ha erigido en un movimiento político y cultural con efectos fuera del laborismo y ha desafiado el poder de la maquinaria política y mediática conservadora.

«Oh, Jeremy Corbyn…»  El giro a la izquierda del laborismo británico

I. El dominio de Jeremy Corbyn (y del corbynismo) dentro del Partido Laborista británico parece inquebrantable. Pero ¿qué es el corbynismo? ¿Es la restauración del laborismo como ala política del sindicalismo? ¿Es un proyecto dirigido a transformar el laborismo en un partido democrático y socialista? ¿Es una socialdemocracia radicalizada? ¿Existe acaso, como algunos desean, espacio para un «corbynismo azul», que combine políticas de izquierda con otras de corte antiinmigratorio y socialmente conservadoras?1

Durante casi cuatro años, la izquierda británica ha estado luchando para decidir cuál es la respuesta a estas preguntas. El proceso se vio oscurecido por la energía que debió destinarse a la defensa del liderazgo de Corbyn. Desde el mismo segundo en que mostró sus aspiraciones, una variopinta asociación de partidarios de Tony Blair, viejos laboristas de derecha, medios periodísticos liberales y tories, académicos hostiles, apologistas de Israel e incluso un extraño grupo de militares emprendió una feroz campaña para debilitarlo y destronarlo. El hecho de haber resistido cada oleada de ataques, un golpe fallido por parte de parlamentarios laboristas y la perniciosa –pero finalmente decepcionante– ruptura llevada a cabo por un puñado de parlamentarios de la centroderecha del partido dice mucho sobre sus condiciones de líder. En todo momento Corbyn se apoyó con serenidad en sus conocidas fortalezas, fundamentalmente en el intenso respaldo de los militantes del partido y el movimiento sindical.

Por ahora, Corbyn está seguro. La base de afiliados del laborismo sigue siendo muy sólida, con más de medio millón de miembros (540.000 registrados a abril de 2018). Para aproximarse a un número tan alto, hay que retrotraerse a antes de 1980, cuando las secciones del partido inflaban sistemáticamente sus cifras de afiliados. Momentum, el grupo de campaña pro-Corbyn, vio cómo sus miembros crecían a 40.000 en 2018. Tras haber reconstruido su caudal de votos en 2017 con una remontada histórica, el panorama electoral del laborismo parece ser relativamente estable pese al clima volátil. Bajo el liderazgo de Corbyn y con un programa de carácter radical según los criterios británicos contemporáneos, el partido se ha recompuesto. Es poco probable que se dé marcha atrás en las políticas incorporadas en la última plataforma laborista –educación gratuita, nacionalización de los servicios públicos, fin de la austeridad, construcción de viviendas sociales y freno al proceso de privatización del Servicio Nacional de Salud–, aun si Corbyn resulta desplazado.

De acuerdo con el sentido común, el éxito debería evaluarse en función de lo posible. Pero el corbynismo ha echado por tierra nuestras expectativas (que eran demasiado bajas). Una vez ocurrido esto y estabilizados los frutos de sus éxitos provisorios, hoy se discute en primer lugar cuál es el objetivo de la reconstrucción del laborismo.

II. El fenómeno de masas conocido como corbynismo se precipitó en cuestión de semanas, más específicamente en apenas 12 agitadas semanas. Por primera vez en su historia y contra todo pronóstico sensato, el Partido Laborista británico quedó bajo el control de la izquierda radical. Una izquierda radical que antes casi no existía tomó el liderazgo partidario con prácticamente 60% de los votos y relegó a la candidata blairista Liz Kendall al cuarto lugar, con un magro 4,5%. Fue como si, por una desviación casual del átomo, algo hubiera emergido del vacío. En ese momento, ningún observador sobre el terreno habría apostado a ese desenlace. En las elecciones generales de mayo de 2015, tras un giro moderado hacia la izquierda realizado bajo la conducción de Ed Miliband, el laborismo había sufrido una dura derrota. El establishment del partido consideró entonces que era necesario volcarse más a la derecha. La izquierda no tenía demasiado apoyo organizado, ni en el laborismo ni en la sociedad en su conjunto. El movimiento sindical atravesaba una crisis general, en la que año tras año perdía afiliados y poder de negociación. Casi no existían publicaciones de izquierda y casi nadie leía las que había. Hasta allí, la dinámica de la política británica había sido usurpada por la derecha nacionalista, cuya punta de lanza era el Partido de la Independencia del Reino Unido (ukip, por sus siglas en inglés). Estos sectores habían impuesto una agenda marcada por el racismo antiinmigrante frente a la cual los dos principales partidos se sentían obligados a ceder. Y habían forzado al gobierno conservador a conceder un referéndum sobre la continuidad del país como miembro de la ue, lo que dio lugar al proyecto del Brexit, a través del cual esperaban lograr una reforma constitucional fundamental.

Sin embargo, la perspicacia de Corbyn le permitió ver que había una crisis más profunda y generalizada de la política. La cantidad de afiliados de los partidos caía estrepitosamente, la participación electoral se había desplomado desde 2001 y el único lugar donde la política parecía viva era en los movimientos callejeros. La conducción del Partido Laborista estaba moribunda. Sus líderes habían adquirido experiencia no como políticos, sino como «consultores especiales» y analistas políticos. Muchas de las principales figuras de la derecha laborista provenían de Escocia, donde el laborismo había sido barrido por el Partido Nacional Escocés en los comicios generales. Entonces, explotando la crisis de la democracia parlamentaria y del propio partido y basando su campaña en técnicas de construcción de movimientos, Corbyn buscó emular el movimiento social. Lo que señaló, de hecho, es que el futuro del laborismo consistía en convertirse en un movimiento social, más que en una máquina electoral. Lanzó su campaña en un acto antiausteridad y llevó adelante una gira relámpago de encuentros públicos en los que a menudo convocaba a cientos e incluso miles de asistentes, mientras sus adversarios luchaban por mantener despierta a una decena de personas en una pequeña sala abarrotada de cámaras de prensa. Un total de 13.000 voluntarios se inscribieron para unirse a su campaña, y alrededor de 300.000 afiliados y simpatizantes se sumaron al laborismo. Además, Corbyn potenció las redes online para aventajar a los medios tradicionales, que mostraban un fuerte declive en términos de lectores y audiencia. Alrededor de 57% de sus votantes se informaba a través de las redes sociales.Con determinación, Corbyn obtuvo el apoyo de los sindicatos más importantes, Unite y Unison, y consiguió así dejar atrás el historial de estas agrupaciones, que respaldaban casi exclusivamente a los candidatos y las políticas de corte moderado. Esto le permitió acceder a una maquinaria electoral bien aceitada y agregar peso organizativo al entusiasmo movimientista. El desplazamiento sindical hacia la izquierda reflejaba una crisis que se estaba gestando desde hacía tiempo. A lo largo de los años del «Nuevo Laborismo», los sindicatos habían sido –en el mejor de los casos– interlocutores indeseables. Sus logros fueron escasos en términos legislativos. A cambio de la inversión pública, habían tolerado una serie de políticas con las que estaban en desacuerdo: desde la privatización del servicio de salud hasta la guerra en Iraq; y cuando sobrevino el colapso financiero global y el laborismo aceptó la austeridad, renunciaron incluso a la inversión pública.

Bajo el liderazgo supuestamente prosindical de Miliband, se llevó a cabo una importante reorganización partidaria que redujo de manera drástica el papel de los sindicatos en el laborismo. A lo largo de ese periodo disminuyeron la militancia gremial y la cantidad de afiliados a los gremios. Sin embargo, como resultado de ello, los miembros de estas organizaciones viraron hacia la izquierda y eligieron a un «incómodo equipo» de líderes sindicales de esa tendencia. Hacia 2015, con la conducción laborista descalabrada y tan solo Corbyn defendiendo la política sindical en temas tales como el gasto público y los derechos de los trabajadores, había una presión abrumadora para que los líderes gremiales lo respaldaran.

III. Para asumir el control de una organización compleja, pluralista y vinculada al Estado como el laborismo británico, Corbyn siempre iba a tener que hacer concesiones; socialista radical, antirracista y antiimperialista, se trataba de uno de los últimos seguidores del laborista de izquierda Tony Benn que quedaban en el partido. La pasión de Corbyn era la solidaridad internacional, tanto en relación con la lucha por la libertad en Sudáfrica como con la campaña para arrestar a Augusto Pinochet o la liberación palestina. Era un hombre de las calles y también un impecable miembro en la Cámara de los Comunes como representante de su circunscripción. No parecía propenso a buscar los incentivos de la carrera tradicional en Westminster, ya que nunca había ejercido funciones en el gobierno ni había desempeñado cargos ejecutivos. Y cuando el Parlamento quedó envuelto en un escándalo por los «gastos», se supo que los suyos eran los más bajos entre todos los diputados. Se lo veía como una persona honesta, que hablaba con claridad y que no recurría a ninguno de los habituales arreglos en pos del poder.

Pero la historia de su intransigencia es una verdad parcial. Para lograr poder, Corbyn se vio forzado a renunciar a muchas de las políticas que más amenazaban al Estado británico. Entre ellas, se encontraba su sostenida oposición a la Organización del Tratado del Atlántico Norte (otan), a los misiles balísticos intercontinentales (Trident) y a la pertenencia a la ue. Fue el precio por seguir controlando una institución como el Partido Laborista, cuya histórica lealtad al Estado británico ha sido la característica más coherente (incluso en los casos en que esto resultó tremendamente autodestructivo, como en oportunidad de su alianza unionista con los tories durante el referéndum por la independencia de Escocia celebrado en 2014). Sin embargo, sí fue real el quiebre de Corbyn respecto a las políticas de austeridad, así como el rechazo a la línea de su predecesor, que ensalzaba el racismo y se mostraba en contra de los inmigrantes y del Estado de Bienestar. Esto hacía suponer que no solo se enfrentaría al establishment político, sino que estaba totalmente dispuesto a desafiar el prejuicio popular. Asimismo, siguió apoyando los derechos de los palestinos y oponiéndose a los alineamientos británicos tradicionales en materia de política exterior.

La mayoría de los seguidores de Corbyn en el laborismo no eran socialistas comprometidos: por un lado, había antiguos afiliados cansados de quedar excluidos de la toma de decisiones y de ser tratados como carne de cañón electoral; por el otro, nuevos miembros radicalizados por la austeridad, que buscaban un liderazgo en la izquierda. Al principio, las bases mostraron poca coherencia ideológica. En los mismos comicios que proclamaron a Corbyn, fue Tom Watson, perteneciente al sector de derecha de la agrupación, quien obtuvo el puesto de líder adjunto. Esto significó un espaldarazo para el ala del partido que ya estaba muy sobrerrepresentada en el Parlamento y en la dirección nacional, y que se preparaba para una lucha orientada a desplazar a Corbyn. Watson jugaría luego un papel decisivo en las futuras secuencias políticas, cuando los diputados –entre ellos los políticos designados para el gabinete en la sombra de Corbyn– realizaron persistentes intentos por debilitar a su líder. Esta relativa incoherencia en la base implicó que el temprano bombardeo dirigido contra Corbyn desde el ala derecha del partido, y desde los medios de comunicación, fuera recibido como un shock.Sin duda, los ataques fueron shockeantes. Nunca antes el líder de la oposición, una figura importante desde el punto de vista constitucional, había sido objeto de calumnias tan brutales y desquiciadas. Diversas acusaciones presentaron a Corbyn como apologista de Hamás, antisemita, «machista socialista» (brocialist), incompetente, partidario del terrorismo republicano irlandés, comunista y espía a sueldo de los checos. En resumen, un excéntrico antibritánico, a quien se le buscaron signos de traición en cada tic o gesto y hasta se le analizó el ángulo con el cual se inclinó ante el cenotafio durante un acto de conmemoración por los caídos en la Primera Guerra Mundial. En los primeros dos años del liderazgo de Corbyn, esto resultó dolorosamente desalentador para la mayoría de los miembros del partido. Fueron en definitiva ataques prematuros y mal ejecutados, que polarizaron a los afiliados contra el ala parlamentaria del partido y los empujaron más a la izquierda. Pero también provocaron una división táctica en el corbynismo. Los más militantes apuntaban cada vez más a «deseleccionar» a los diputados desleales o incluso a las reselecciones obligatorias (antes de cada elección)2. Sin embargo, Corbyn y John McDonnell –miembro del gabinete en la sombra– se pronunciaron en contra de esto, con la idea de marginar a los diputados más beligerantes y asimilar al resto para poder armonizar un liderazgo del ala izquierda.

IV. En un principio, las nuevas filas reclutadas por Corbyn estaban compuestas en gran medida por activistas jóvenes e inexpertos: trabajadores precarios y estudiantes de grandes metrópolis y ciudades universitarias. Sin embargo, la victoria de Corbyn como líder del partido también atrajo a ex-integrantes del laborismo, muchos de los cuales eran veteranos de la izquierda radical. Entre estos dos estratos había importantes divisiones culturales, que adoptaron su expresión más crispada en las batallas por la conducción del colectivo Momentum.

El colectivo fue lanzado en octubre de 2015 por Jon Lansman, director de la campaña electoral de Corbyn. Utilizando una base de datos propia de afiliados que mostraban su apoyo, se propuso desarrollar una organización que preservara el impulso y promoviera el liderazgo de Corbyn. Pero desde el comienzo hubo diferentes visiones estratégicas respecto a cómo se debía proceder. Una tendencia de izquierda dura consideraba que la tarea de Momentum era entrenar a activistas de izquierda para una lucha faccional, mantener la presión sobre Corbyn y contrarrestar las inevitables presiones derechistas ejercidas desde el Parlamento y los medios. En gran medida, esa era la mirada de la vieja izquierda laborista marcada por las derrotas de los años 80, así como la de los miembros de la Alianza por la Libertad de los Trabajadores (Alliance for Workers’ Liberty), un grupúsculo trotskista que había logrado posicionarse en el órgano directivo de Momentum. Para la joven izquierda movimientista, en cambio, Momentum debía tratar de impulsar y apoyar a los movimientos sociales; debía usar los principios de organización horizontal de Occupy para resistir la inercia burocrática del sistema partidario. Por su parte, Lansman y sus aliados preferían que Momentum se centrara en respaldar el liderazgo de Corbyn contra sus enemigos internos, en ganar elecciones dentro del partido y en incrementar el apoyo en la convención laborista.

Esta contienda cada vez más encarnizada llegó a un punto crítico en la segunda mitad de 2016, meses después del fallido golpe contra Corbyn. Por entonces, la izquierda estaba desmoralizada por la votación del Brexit y la consecuente fuerza electoral de los conservadores, lo que derivó en enconadas luchas intestinas. Supuestamente, la disputa giraba en torno de los métodos internos de votación. La extrema izquierda propiciaba un sistema de delegados con líderes elegidos por ramas del partido, que la beneficiaba debido a su mayor capacidad de organización. Lansman y compañía preferían un sistema de votación online, que favorecía a las microcelebridades de izquierda frente a los trucos de la vieja escuela. Pese a ser una pequeña minoría, la extrema izquierda podría haberse impuesto en esta lucha; pero en vez de construir las alianzas o influencias necesarias, alejó a potenciales aliados con tácticas contraproducentes. Por lo tanto, ya aparecía aislada cuando Lansman y sus portavoces en los medios afirmaron a la prensa que Momentum estaba siendo cooptado por trotskistas y reclamaron la intervención de Corbyn. Y cuando la extrema izquierda finalmente fue desplazada mediante un golpe, en el que Lansman reescribió los estatutos sin el menor atisbo de un proceso democrático, tampoco hubo nadie que alzara demasiado la voz para protestar en su nombre.

Aunque haya sido antidemocrático, esto marcó la naturaleza de Momentum como grupo leal a Corbyn y especializado en activismo online, campañas electorales puerta por puerta y lobby intrapartidario. Esto permitió que el grupo, pese a su limitado campo de influencia, jugara un papel constructivo ante la convocatoria de elecciones generales para el año siguiente.

V. En los meses previos a la convocatoria a elecciones anticipadas por parte de la primera ministra Theresa May, el corbynismo atravesaba una crisis existencial. Durante el mencionado golpe interno de 2016, la mayoría de los miembros del partido se habían reunido en apoyo de un Corbyn amenazado, quien entonces superó el desafío, luchó, fue elegido líder por segunda vez con el mismo porcentaje de votos y aumentó aún más la cantidad de afiliados. Sin embargo, en los meses posteriores Corbyn perdió el rumbo y el laborismo quedó muy atrás en los sondeos. La votación para salir de la ue había reunificado a la derecha detrás de un liderazgo conservador pro-Brexit y había desorientado a Corbyn, quien ahora optaba por la cautela política y los rodeos.

Tras haber hecho campaña por la permanencia («Remain») y considerando que la salida de la ue era un proyecto de la derecha que debilitaría a la izquierda, la dirigencia laborista había tenido el cuidado de despegarse de la campaña contra el Brexit conducida desde Downing Street. Además, Corbyn había expresado sus reservas acerca de la ue e instado a una reforma más que a una mera celebración de la Unión. No obstante, en términos de financiación, perfil y cobertura mediática, es como si Corbyn hubiera hablado consigo mismo. El referéndum se convirtió en una batalla entre dos alas de la derecha: los nacionalistas pequeñoburgueses (para quienes la ue representaba una burocracia de izquierda, que imponía reglas injustas a las pequeñas empresas) y los neoliberales metropolitanos (que veían la pertenencia a la ue como una estrategia crucial para los grandes capitales británicos). Vencieron los nacionalistas, en gran medida a través de la exacerbación del racismo antiinmigrante, y el resultado significó una enorme presión dentro del ala parlamentaria del Partido Laborista, que impulsó un desplazamiento a la derecha en materia de inmigración. En apenas meses, después de una intensa lucha en el seno del ala parlamentaria y el gabinete en la sombra, Corbyn –quien durante toda su vida había apoyado a los migrantes y los refugiados– declaraba con incomodidad que el laborismo no estaba «casado» con la libre circulación europea.

Los seguidores de izquierda de Corbyn sufrieron aquí una decepción por partida doble. Su líder emprendía una política laborista muy tradicional de complacencia con el racismo, con la esperanza de neutralizarlo electoralmente: fue una estrategia que jamás funcionó. Además, a contramano de su fama de hablar con claridad, ahora se andaba con rodeos. El laborismo afirmaba que la libre circulación finalizaría cuando Gran Bretaña abandonara la ue y presentaba esto como un mero aspecto técnico de la salida, en lugar de algo supeditado a negociaciones. Todo indicaba que ese amago no estaba dando resultado. El desempeño electoral del partido era pobre. En dos comicios parciales, perdió un escaño en lo que había sido un bastión laborista desde su formación en 1983, Copeland, y a duras penas sostuvo otro que le había pertenecido desde 1950: Stoke Central. Obtuvo malos resultados en las elecciones locales, y en la contienda por la Alcaldía de una ciudad laborista y de clase trabajadora como Birmingham, donde el candidato se apoyó en la consigna del Brexit «Retomemos el control», la victoria fue de los conservadores.

Corbyn bregaba por definir una agenda post-Brexit y sus partidarios estaban exhaustos tras más de dos años de luchar con el solo fin de mantenerse en pie. Algunos de sus antiguos seguidores comenzaron a buscar líderes alternativos. El periodista socialista Owen Jones consideró que el liderazgo de Corbyn era un experimento fallido y que Corbyn debía renunciar. Este, mientras tanto, intentó alejar la atención del Brexit, desplegando un lenguaje populista de resentimiento hacia los ricos y la «economía fraudulenta». Sin embargo, a esa altura se trataba de un discurso con muy poco arrastre. Y cuando el 18 de abril de 2017 May convocó a elecciones anticipadas, el laborismo estaba hasta 20 puntos por debajo en las encuestas. En los antiguos cinturones industriales del Norte y de las Tierras Medias Occidentales, donde el partido había sufrido una hemorragia de votos de la clase trabajadora a lo largo de más de una década, la derecha unificada por el Brexit se disponía a arrebatar algunas bancas que el laborismo conservaba desde antes de la guerra: se verificaba así el «efecto ukip». Los diputados laboristas del ala derecha estaban encantados, esperando que Corbyn perdiera y se viera forzado a abandonar su cargo. Hubo quienes declararon abiertamente que no lo apoyarían: John Woodcock, pese a ser candidato laborista, pidió a la gente que no votara a un partido liderado por Corbyn; y Joan Ryan sostuvo en su campaña que el laborismo no tenía chances de ganar.

Todo parecía desolador, como si estuviera por finalizar otra falsa primavera para la izquierda británica. El clima de amargas derrotas y decepciones, acumuladas una detrás de la otra, se cernía una vez más sobre los laboristas. Se vislumbraba el retorno de la furia impotente, la mezquindad, la división y la agresión mal dirigida de la izquierda británica: eso que Spinoza llamaba «pasiones tristes» del derrotado.

VI. Y entonces algo ocurrió. Una milagrosa, azarosa constelación de hechos, de fuerzas, de deseos y sueños largamente reprimidos, y de actores que de pronto eran capaces de darles expresión.La izquierda tenía algo por lo cual hacer campaña, y Corbyn no estaba atado por las limitaciones de un cargo. Además, durante la elección quedó claro que May –que había sido venerada por los periodistas conservadores– era una figura política muy pobre. No podía decir ni «hola» sin un guion, y sus apariciones públicas eran bochornosas. El estratega del Partido Conservador Lynton Crosby envió a los diarios y a las emisoras de radio y televisión un cúmulo de rumores que vinculaban a Corbyn con el Ejército Republicano Irlandés (ira, por sus siglas en inglés) y los medios los regurgitaron con entusiasmo. Pero por algún motivo el recurso no funcionó como en los comicios anteriores. Las normas electorales de comunicación establecían que se debía asignar igual cantidad de espacio en el aire a Corbyn, quien logró así atravesar el muro de difamaciones y mejoró su popularidad entre los votantes.

De manera determinante, el laborismo elaboró un programa que al principio fue desdeñado prácticamente por toda la prensa, desde los medios conservadores hasta los liberales; pero aunque fue presentado como una disparatada lista de deseos de la izquierda, pronto las encuestas demostraron que era muy popular. No debería haber sido una sorpresa. Los sondeos de opinión siempre habían evidenciado la aceptación de políticas como la nacionalización o la educación gratuita, financiada con impuestos aplicados a los ricos. Mayor debilidad mostró el laborismo a la hora de argumentar en favor de la intervención económica ante una sociedad acostumbrada al liberalismo. En parte por ello, sus planes de inversión eran muy modestos y se basaban en la idea de McDonnell, que apuntaba a usar la banca pública de promoción para financiar el crecimiento en infraestructura. Sin embargo, el laborismo estaba haciendo una fuerte campaña desde la izquierda, sin chovinismos ni demagogia contra los inmigrantes. Mientras tanto, los análisis del programa conservador derrumbaron aquello que había sido alabado por la misma prensa como serio y realista, y el partido se vio forzado a dar marcha atrás en una serie de medidas que amenazaban con empeorar la situación de las personas de edad avanzada.

A medida que se acercaban las elecciones, las encuestas se tornaron caóticas. Algunas comenzaron a mostrar que el laborismo alcanzaba casi una paridad con los conservadores, mientras que otras daban una amplia ventaja a los tories: pero todas coincidían en que los laboristas estaban ganando terreno. Desde una perspectiva cultural, Corbyn cruzó un umbral cuando apareció por sorpresa en un festival de música que se celebraba en Birkenhead, una localidad de clase trabajadora. Era un riesgo, y su equipo suponía que podía ser abucheado e increpado como «otro político más». Sin embargo, mientras hablaba, todo el público estalló en algo que sonó como un grito de guerra: «Oh, Jeremy Corbyn», entonaron al ritmo de «Seven Nation Army», una canción de la banda The White Stripes. Aunque en ese momento pareció extraño, era un entusiasmo espontáneo y masivo por Corbyn.

Para el asombro de los expertos, del Partido Conservador y de la mayoría de los propios parlamentarios, la noche del escrutinio mostró que el laborismo había logrado un repunte récord al aumentar su caudal de votos de algo más de 30% a 40% en el lapso de dos años. Logró convocar para ello a electores que habían dejado de votar, lo que ayudó a desactivar el «efecto ukip». El proceso incluyó enormes victorias: no solo en circunscripciones representativas, sino también en ricos bastiones conservadores como Canterbury y Kensington. Las principales figuras laboristas en quienes recaía el odio mediático, Corbyn y Diane Abbott, conquistaron a grandes mayorías. A partir de una agenda radicalizada y contra la resistencia de su propia dirección nacional y muchos de sus parlamentarios, el laborismo ganó entre los votantes pertenecientes a la población económicamente activa y solo perdió de manera significativa entre los jubilados. Con un programa de clase, había formado una coalición entre los pobres y precarizados, los trabajadores del sector público y los profesionales de clase media. Los conservadores mantuvieron un desempeño razonablemente bueno con algo más de 40% de los votos, pero perdieron su mayoría parlamentaria. Se había quebrado el poder de la prensa sensacionalista de derecha, de la maquinaria propagandística conservadora y del axioma neoliberal según el cual «No hay alternativa».

VII. En los dos años transcurridos desde las elecciones anticipadas, el corbynismo se estabilizó como fuerza parlamentaria y consolidó su dominio en el laborismo. Los órganos electos del partido, sobre todo el Comité Ejecutivo Nacional, quedaron bajo el control de la izquierda. La dirección nacional fue capturada con éxito por aliados de Corbyn, y la nueva secretaria general, Jennie Formby, pertenecía al ala izquierda de la burocracia de Unite. A pesar de un torpe intento de Lansman, que impugnó la designación de Formby para cuestionar el creciente peso de Unite, Momentum adquirió una influencia considerable como resultado de su contribución al triunfo electoral del laborismo.

Tanto en la dirigencia como en las bases, el corbynismo continúa apuntando de forma masiva al premio estratégico: conquistar el gobierno. Y los seguidores de Corbyn albergan esperanzas realistas de que la inestabilidad de los conservadores obligue a convocar a elecciones anticipadas. Esto conlleva algunos problemas: significa que, pese a varias campañas hábilmente conducidas por miembros del Partido Laborista, como «Laboristas por un Nuevo Pacto Verde» –un «Nuevo Pacto Verde» (Green New Deal) como respuesta a la crisis ambiental–, el corbynismo no ha logrado nutrir a las fuerzas del movimiento social como se había propuesto. La actividad de los afiliados se centró más en la búsqueda de la democratización interna, una promesa esencial de la campaña por el liderazgo de Corbyn. Sin embargo, obstaculizados por el laborismo parlamentario y los sindicatos, que en ambos casos se resisten a ceder demasiado poder a las bases, los avances han sido lentos. En la última convención laborista, la principal disputa entre los miembros de las circunscripciones y los delegados sindicales giró en torno de la «selección abierta» de los candidatos al Parlamento. Los afiliados partidarios se pronunciaron abrumadoramente a favor de esa iniciativa, pero los votos sindicales mantuvieron el tema fuera de la agenda de la convención, lo que provocó indignación en gran parte de las bases.

Mientras los sindicatos reafirmaban su poder político en el laborismo, la organización de la clase trabajadora se estancaba e incluso declinaba. Desde 2015 la densidad sindical sigue mermando, con menos de 6,25 millones de afiliados en 2017, lo que representa 23% de la población activa y apenas 13,5% en el sector privado: se trata del nivel más bajo desde antes de la guerra3. 2017 registró mínimos históricos en cantidad de huelgas, días perdidos por acciones sindicales y trabajadores involucrados. Los líderes sindicales apuestan a la versión de izquierda de una idea estratégica tradicional: lograr que «su» gobierno sea elegido y beneficiarse con la inversión pública, las regulaciones y las reformas legales. Pero no parecen tener una estrategia más amplia para reconstruir su poder social; ni siquiera para detener su caída.

Dado que el laborismo de Corbyn sigue siendo una organización con un marcado carácter electoralista, sus energías movimientistas resultan mucho menos visibles durante el lapso existente entre una y otra campaña. De hecho, fuera del periodo preelectoral, la dirigencia continúa atrapada por la función oficial. Debe esforzarse por mantener algunos débiles acuerdos, que derivan en una actitud apocada frente a ataques de los parlamentarios de «segunda fila» (backbenchers)4, ambigüedad retórica en relación con el Brexit y reticencia táctica a abordar el tema del racismo antiinmigrante, que ha impulsado los relativos éxitos de la derecha en los últimos años.

A través de una serie de duras batallas políticas y culturales, el corbynismo se ha ganado el derecho a dirigir el laborismo. En 2017, materializó brevemente lo que parecía un país diferente, muy distinto de la nación mediada por la prensa amarilla, la radio y la televisión. Pero mantiene una indeterminación política que incuba muchas tendencias y muchos futuros posibles, y todavía debe echar raíces profundas en la conciencia o la organización de la clase trabajadora. Su potencial éxito depende en gran medida de circunstancias que van más allá del laborismo: la crisis actual de la política y las disfunciones y el estancamiento del capitalismo británico.


Nota: traducción del inglés de Mariano Grynszpan.

  • 1.

    El sector del laborismo denominado «Blue Labour», de donde se toma la expresión «corbynismo azul», aboga por ideas más conservadoras sobre cuestiones sociales e internacionales como la inmigración, la delincuencia y la Unión Europea, y rechaza al mismo tiempo la economía neoliberal a favor de las ideas del socialismo gremial y el corporativismo [N. del E.].

  • 2.

    Hoy, si un parlamentario decide buscar su reelección, debe evitar ser impugnado, pero no participa de una verdadera elección interna [N. del E.].

  • 3.

    Department for Business, Energy & Industrial Strategy: «Trade Union Membership 2017: Statistical Bulletin», 5/2018.

  • 4.

    Se refiere a diputados sin cargos en el gobierno ni en el gabinete en la sombra de la oposición, y que tampoco son voceros, por lo que no se sientan en la primera fila en el Parlamento [N. del E.].

Este artículo es copia fiel del publicado en la revista
ISSN: 0251-3552
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